domingo, 2 de septiembre de 2007

Capítulo Vigésimo cuarto





Sus ojos, rasgados y muy abiertos, me observaban, brillando desde un profundo verde grisáceo, en un rostro de edad indeterminable, a la suficiente altura y a una distancia más que prudente. Cuando, tras la sorprendente aparición, la observé, aunque sin levantarme —por miedo a asustarlas—, vi también que era la única que se alzaba de rodillas fuera de la corriente. Una gran cabellera cobriza le cubría toda la espalda y caía a los lados de sus estrechas caderas, mientras, con sus brazos tensos y estirados frente a mí, mostraba con indiferencia sus breves pechos, sólo turgentes alrededor de las rosadas aréolas.

- Sabemos quién eres —Me dijo como si, al tiempo, quisiera tocarme.

¿por qué guardé silencio? Era la forma de esa afirmación, la que me dejó sin habla, porque era la misma que, sin darme cuenta, se estaba formando en mi mente: Ella sabía de mí. No lo pude explicar, pero un escalofrío recorrió mi espalda. Yo no sabía quiénes eran o qué eran. Desde luego, no eran muchachas como las que había podido contemplar, allá en Lidia, en mi pueblo, ni tampoco en Esmirna. Aquellas que durante un breve tiempo, apenas unos años o, a veces, por unos breves meses, habían sido nuestras compañeras de correrías; con las que habíamos cogido fruta, nos habíamos bañado en las pozas o buceado a por las monedas que nos tiraban los mercaderes desde la mura del puerto, para mejor disfrutar de nuestra cobriza lozanía. Curia, la anguila; Selene, de ojos de gato y tantas otras que, de un día para otro, crecían sin ton ni son; comenzaban a mirar de otra forma, guardando secretos tras sus largos silencios o mareándonos con sus comentarios, sin poder dejar de hablar. Al final, siempre terminaban por desaparecer. Primero, cambiaba totalmente su interés por nuestras cosas, luego, una especie de azoramiento les nacía cuando las empujábamos para pelear o nadar. Hasta el día en que no regresaban al tinglado del puerto o a las redes.

En apariencia, estas no eran distintas de las muchachas de entonces; seguramente aquellas eran más morenas, con una mirada más pícara y menos intensa, pero en lo referente a su físico, yo diría que sus padres estaría a punto de llevársela a la casa para disponerla para los ritos. ¡Si fuesen realmente muchachas!

- Tú tienes una pena —dijo una de ellas con voz compasiva, antes de dejarse sumergir con una triste mohín.
- Nosotras podemos ayudarte —añadió otra, mientras se sentaba en el borde de la ribera y desenredaba las oscuras guedejas de su pelo, entreveradas de plantas acuáticas.
- Sólo tienes que prestarnos tu atención — afirmó otra, de piel brillante que se deslizó entre la corriente hasta quedar varada en el lecho de arena del remanso.
- Te llevaremos a donde está ella —aseguró la primera.
- Esperándote…—añadió la del pelo oscuro y luego sonrieron mientras se miraban con la frente gacha o tras los desordenados mechones.
- Ven, asómate, si quieres verla de nuevo —me indicaron a coro.

¡Señora de la luna, Artemisa de argentea aljaba! ¿Por qué no me mandaste una dulce muerte entonces y me evitaste tan doloroso trance? Pero, no, en lugar de marcharme, me incorporé hasta sentarme, sin dejar de mirarlas. La cabeza me daba vueltas y el estómago era como un puño bajo mi esternón. Entonces se desató mi llanto sin ruido y hundí mi cabeza entre los brazos, mientras abrazaba mis rodillas y repetía para mí —Talia, Talia, Talia…

- No tiene porqué ser así —su voz sonó cercana al tiempo que una vaharada del perfume de Talia me rodeaba. ¿Qué magia era esa?

Su mano fue suave al posarse sobre mi hombro. Más fuerte, sólo nos sujetan los dioses. Buscó mi pelo, como si cercase mis pensamientos, haciendo que las imágenes brotasen como si ella estuviese viva, sonriente y deseable. Volví a estremecerme.

- ¿Dónde está? —inquirí levantando mi rostro a la doncella que me miraba con ojos dulces.
- Ven con nosotras —me dijo, cogiéndome levemente del brazo— Mira en la corriente.

Me ladee junto a ella y gateé hacia donde me indicaba. Un tapiz de hierva y flores crecía a nuestro penoso paso. Mientras las demás alborotaban y reían, saltando, ahora dentro del río, ahora elevando sus torsos fuera del curso del agua. El sol comenzó a iluminar y caldear el paraje que se inundó de destellos brumosos.

- Sí, sí —gritaban con cristalino júbilo las demás— acércate a mirarla.

Me arrodillé junto a la ribera y miré en el fondo de la corriente. Ellas se hicieron a un lado, junto a mí, como un corro que abriese un espacio en su interior. Me incliné más y más hasta que, como dormida entre las brazadas de largas hiervas del fondo, vi su encantador rostro, su cuerpo altivo y desnudo mecido por la sumergida fronda, su pelo ondulando en el légamo del río, brillando con los rayos que atravesaban los sauces y alisos del paraje. Me tomaron, entonces, de las mano, como para hacerme más sencillo el abrazo. La cabeza me daba vueltas y el estómago se me vino a la garganta.

- Pero, si está muerta —llegué a murmurar, mirándola a los ojos e interrogando a las muchachas.
- Allí donde está, volveréis a estar unidos.
- Por siempre… —Y tiraban levemente de mis manos que buscaban su imagen.
- ¿Por siempre? —pregunté a los ojos de la joven que se alzaba a la altura de mi mano derecha— Pero, entonces yo también estaré muerto ¿no? Y me eché hacia atrás, librándome de su amorosa insistencia.
- Si no vienes la perderás —dijo otra, removiendo el fondo, haciendo su imagen fluctuar y desvanecerse.
- La pena y el amor te consumirán como un matorral desenraizado.
- La comida se volverá ceniza en tu boca.
- Las noche te abrasarán de deseo baldío.
- Su hermosa sonrisa se mustiará
- Encanecerás solo y triste.
- Ven con nosotras a donde siempre es el instante perfecto.
- Donde el dolor se olvida.
- ¿quién te espera ya, si no ella? Que lo dio todo por ti.

Me acurruqué sobre mi cuerpo que se sacudía por el llanto. Nada hay más amargo que la verdad que se esconde tras la muerte. Se puede ir a su encuentro o mirarla a los ojos y callar. Por siempre…

Debí quedarme dormido o sumido en un sopor cálido y silencioso. Los sonidos comenzaron a hacerse presentes en mi duermevela, inundándome de placidez y tranquilidad. Me acordaba de todo y, al mismo tiempo, me pareció como un sueño que las divinidades del río habían depositado en mi mente ¿y si me hubiese precipitado tras ella? ¿Habrían dispuesto los dioses que, en verdad, hubiésemos vuelto a reunirnos como amantes en los Elíseos? Pero yo no deseaba morir y tampoco era cierto que estuviera solo; bueno, ahora sí, pero tenía con seguridad a alguien que me esperaba angustiado. Lo podía sentir. No todo era olvido y padecimiento.

Cuando me levanté y estiré mi magullado cuerpo el sol brillaba en todo lo alto. Tenía aun una misión que cumplir y, aunque incierta, sentía que el camino me aguardaba y que no podía echarme atrás.

Me había desecho de la ropa que me llevé al amanecer y estaba cubierto con mi calzón y descalzo. Pero no me importaba porque hacía una temperatura agradable y el suelo estaba mullido y cálido. Así que me decidí a caminar hacia levante en busca de algún claro desde el que pudiera otear el monte y buscar de nuevo mi ruta hacia el dichoso promontorio con forma de cuerno.

El efecto del bebedizo que me diera el rastrero Ileo no había terminado de hacer su efecto, pues los colores y la luces brillaban con un fulgor especial y mis sentidos estaban tan excitados, que podía oír a cada habitante del monte. Eso me hizo estar alerta y, prudentemente, continuar caminando por entre las sombra y las veredas más resguardadas. Pensé que, si esa droga la bebían también los hyperiones, deberían gualmente estar dotados, en aquel preciso instante, de sus extraños poderes y, por tanto, escucharme claramente en mi torpe caminar.

La sombra de los árboles se acortaba, pero aun indicaba la dirección deseada. Al cabo de un tiempo pude alcanzar un prado que caía hacia el sur y desde el que se vislumbraba con claridad las estribaciones del Pelión. ¡allí estaba! ¡La peña del cuerno!. Todavía me quedaba media jornada para ganar el valle por el que debería descender, esta vez en sentido contrario, hasta aroximarme al territorio de los centauros.
Sin embargo, este pensamiento me condujo a otros de índole más práctica, aunque menos alentadores. ¿qué haría cuando me encontrase en su proximidad? ¿disponía de algún plan o estrategia? ¿qué pretendía hacer? Realmente, debía de haber sido cegado por el dolor y la presunción si creía que, por el mero hecho de allegarme a su campamento, sería capaz de detener la inminencia del ataque sobre la ciudadela. ¿Quién era yo y de qué disponía para ello? Nada; menos que nada.

Mientras estas oscuras dudas rondaban entre mi corazón y mi mente, la rabía iba ganándome mientras alcanzaba a media tarde el cabezo del monte y el comienzo del valle que se abría, frondoso, hacia el sol poniente. A partir de allí debería andarme con buen ojo y ser silencioso como un ratón, pues no era menos cierto que los centauros deberían estar apostados por todas partes con vigías o partidas que avisarían sin dilación de mi presencia. Acallé con esfuerzo la creciente indignación por mi necio proceder a fin de que, de esta forma, cauto aunque desesperado, pudiese ir descendiendo al paso de las sombras que ya se prolongaban, trayendo la humedad y el relente fresco y húmedo.

¿Sentía temor por mi vida? Sin duda, pero lo que verdaderamente me inundaba era esa profundo desprecio por mi proceder. Mi torpeza me quemaba como una lengua de fuego en mi interior. Mi falta de claridad y recursos me llenaban de ira y estaba seguro de que moriría como una alimaña, de un golpe de clava en la nuca o, retorcido el pescuezo como un estúpido conejo. ¿Por qué continuaba descendiendo hacia mi perdición?

La noche caía y aun no había sido descubierto. Lo mejor sería encontrar un refugio y dejar que mi cuerpo se limpiase de esa ponzoña y mi mente se aclarara para ver si algún dios favorable traía a mi sueño algún recurso. Fue entonces cuando descubrí la lobera.

Sobre un breve altozano, cubierto por la espesa y alta hierva, se adelantaba una gran roca creando un refugio que los lobos habían profundizado hasta hacer una amplia guarida. Cuando iba a introducirme, ¡cual fue mi sorpresa al encontrarme ante cuatro pequeños lobeznos de apenas unas semanas y que aun gemían dulcemente a la espera de las ubres de su madre! Una suerte de temor encendido corrió mi espinazo y nubló mis pensamientos. Cogí una gran piedra dispuesto a acabar con ellos, despedazarlos y saciar mi hambre con su sangre. ¿quien, en mi lugar y situación, no hubiera actuado igual contra tan odiosa progenie? Ahora que aun no les habían crecido los colmillos que tajan el cuello de las crías ni las manadas estaban aun adiestradas para agotar a la presa. ¡Este era el momento oportuno para acabar con estas salvajes alimañas y devolver la energía a mis cansados huesos! ¡La ocasión estaba dispuesta!
Pero, me contuve. No podía creer los deseos y pensamiento que nacían en mí. ¿Realmente iba a destrozar a esos indefensos seres y alimentarme de su carne cruda como si yo mismo fuese una alimaña? ¿Por qué esa furia incontenible? ¿Acaso estaba en peligro mi vida? No, pensé al tiempo que me sentaba sobre mis corvas y dejaba caer el peñasco que había arrancado para tan funesto fin. ¡Tal vez estaba al límite de mis fuerzas! y había perdido toda templanza y la capacidad de conmiseración que mi maestro me enseñara a mostrar por todo lo que vive y nos rodea en su ávido y, no siempre gratificante empeño.

En esto estaba yo cuando, inexplicablemente, las crías, en lugar de acurrucarse, amedrentados o salir huyendo, se acercaban a mí torpemente, gimiendo y husmeándome. Las dejé hacer y me acurruqué sobre las hojas y pieles que hacía las veces de su lecho. ¿Qué hicieron, entretanto los lobeznos? De una forma asombrosa, me rodearon al tiempo que me lamían. ¡De entre todos, era yo el desvalido! Ellos sólo precisaban del reconfortante calor de mi cuerpo. Y así, cansancio con cansancio, desvalimiento con desvalimiento, animal entre animales, quedé profundamente dormido.