viernes, 23 de febrero de 2007

Capítulo Quinto







Aún se demoraría Demódoco algún tiempo antes de irse a descansar. Con la edad, necesitaba dormir mucho menos que yo, como si el tiempo hubiera de aprovecharse sin reposo. ¡Tantas cosas todavía que vivir en este momento de silencio y quietud! –solía decirme con inocente expectación. Y la verdad es que, a pesar de que casi siempre permanecíamos despiertos hasta muy tarde a causa de nuestro oficio, no bien se cubría con el cobertor y apagaba la lamparilla de aceite, lo sentía resoplar y revolverse de un lado y otro sobre el jergón.
Aquella noche, el jolgorio y la bulla de la taberna le habían dejado anonadado. No era tan extraño que le aturdiesen la algarada festiva de una posada o la embriagada melopeya de algunos comensales; nosotros, entregados a la avidez de los ojos, nos sentimos aturdidos al caminar a contracorriente en un día cualquiera de mercado. Pero, aun así, no estaba seguro de que aunque se retirase a descansar, consiguiese conciliar al pequeño hypnos, al juguetón señor del sueño.
Así que le veía a gusto, remoloneando mientras la gente se iba yendo y se hacia, poco a poco, el silencio en su derredor. Esperaba esa ocasión, pues solía ser la elegida por alguno de los compañeros de la noche para acercarse con alguna bebida de peculiares cualidades, una escudilla de potaje y un sin fin de atenta, humorística y sabia conversación. Y, en efecto, allí se llegaba hasta nosotros lo que parecía un tabernero, con su mandil, el trapo al cinto y una amplia sonrisa que hacían temblar su abotargado rostro.
De entre todos los noctámbulos con los que más a menudo hemos tenido trato y que nunca han dejado de sorprendernos, mi maestro prefería a los taberneros. La clientela suele considerarles como personajes serviles que debían ser muy solícitos con la satisfacción de sus propios deseos, pero con el tiempo he llegado a averiguar que esa festiva confianza que desplegamos en un lugar de placer, nos vuelve, ante sus atentos ojos, transparentes como medusas, mostrando ante su escrutinio nuestras más íntimas pasiones.
- ¡Tethys! …¡Trae tres tazones de potaje y una jarra de vino!… ¡Bueno, bueno…! ¿Qué tenemos aquí? –Comenzó, observando como Demódoco lo auscultaba con su sonriente rostro –, ¡toda una experiencia la de esta noche…! ¡Por la gran diosa! Si hasta ignoraba que Talia supiese poner un pie frente al otro, y eso que es de mi tierra… ¡que el perro me lleve! Esa chica debería dejar de subir y bajar las escaleras… claro que, –añadió enfáticamente ensombrecido – ¿dónde encuentro yo ahora a un tañedor de lira como tu chico?
Iba a continuar, pero se interrumpió cuando llegó la moza con el potaje y el vino, mas no por ello pareció molestarse, sino que reanudó su perorata aún más ufano.
- ¡Porque, vamos a ver! ¿no tendrán pensado establecerse aquí por casualidad? ¿no? En caso contrario, podríamos llegar a un acuerdo sobre el chico… – dejó caer observándonos con su glotona sonrisa.
- Es usted muy amable –respondió con afabilidad mi maestro –, pero nosotros no hemos hecho más que aportar nuestros pobres recursos para hacer más agradable la estancia en vuestra compañía. Bien es cierto que la clientela estaba ávida de emociones y placeres. Esa muchacha, ya era danzarina antes de tener que establecerse tan al norte –Y luego añadió, como pensando para sí – No, realmente no creo que haya ha sido nada extraño.
- ¡Por la clava de Heracles!…!Vos debéis estar muy habituado al trato con las musas!, sin duda, pero, ¿y nosotros?… –enfatizó dirigiendo su mano en derredor – ¿Cuando hemos tenido a un aedo entre nosotros? ¡Y un homérida!, nada menos. Pero si creía que su hermandad había sido olvidada. ¡Ya sabe! Nuevos señores, nuevas costumbres. Pero no, aquí está, en el Pináculo de Tántalo, en medio de una riña que dejaría chica a la guerra Melíaca. Primero transformando a las nereidas y encendiendo a la gente, para luego encandilarlos con un cuento sobre los divinos enredos entre la discordia y el deseo. Como si no tuviesen ya bastante con sólo mirar en derredor.
Ante tales palabras, sí que se mostró la sonrisa de mi señor en toda su amplitud. ¡Estos taberneros! De nuevo se confirmaban nuestras preferencias. ¿Quién en este antro, a pesar de estar dispuesto por la diosa para el humano trato entre la encendida discordia y el punzante deseo, habría desovillado alguna relación con lo que les acosaba, sino este tragantón? La gente común sufría o gozaba, reía o lloraba con los enredos de las leyendas, pocos sabían retener los detalles y adentrarse en la trama que encierra la tradición.
- ¿Tan extraño te parece –contestó Demódoco, fingiendo sorpresa –que un aedo de Esmirna pueda ser un homérida o que, camino de Yolcos para unirse a la caravana que se dirige a Delfos, haga noche en la única ciudadela del camino a la espera de una ocasión más segura?. A mí, en cambio, –contraatacó con ironía – me tiene en ascuas averiguar los esfuerzos que han tenido que sufrir la Moira para que un cretense de la taimada raza de Minos se haya liado con una seguidora del culto a la diosa Ino y luego llevar una taberna que no regenta. –Tras lo que, dibujando una irónica sonrisa, se calló aguardando su respuesta.
- ¡No me lo recuerde! – Fintó con ingenuidad el ducho copero – ¡con el solitario ojo me marcaron las parcas de por vida! –Y, tratando de ganar tiempo, añadió –… Pero coma un poco y acaricie este vino de mi tierra, tan joven que no necesita apenas hidromiel. Después le cuento.

E hicimos un alto para dar cuenta de nuestras escudillas. Cuando estábamos por terminar de saciar nuestra hambre y sed, me pareció descubrir que Talia se asomaba tras la cortina que protegía al mégaron del destemplado umbral y me buscaba con la mirada. Al instante me levanté con la intención de ir a su encuentro, casi sin reparar en ello, mas, cuando me vi de pié, el pudor me retuvo.
- Ve, muchacho, ve. – Me dijo el tabernero al ver mi súbita reacción –. Te aseguro que no tendrás ninguna ocasión, si no es de sus labios, de conocer la extraña historia de su vida. Mucho te debe, pues no soy, como supone tu señor, un mentiroso cretense y saldaré su cuenta con la diosa.
- ¡Anda marcha!… –Convino mi maestro – Ya te contaré las aventuras de este Orsíloco… ¡Ah! Y que sepas que no te aguardaré levantado a que regreses…
- ¡Estos muchachos!…–llegué a oír que comentaba el tabernero, indulgente y festivo, mientras me disponía a buscar a la nereida.

Pero no tenéis que lamentaros, igual os contaré lo que allí hablaron mi maestro y el ilustre tabernero, pues, aunque estuve ausente de la reunión, mi maestro tuvo tiempo de referirme todo los asuntos que me fueron ocultos a lo largo de esta insólita aventura.

- ¡Pero bueno!, como le iba contando –Prosiguió como si tal cosa el tabernero, haciendo apenas una breve pausa para beber y buscar algún rasgo en el rostro del aedo donde poder leer el efecto que tenían sus palabras – Mi nombre es Etón y soy de Creta, más exactamente de Amniso, excelente puerto donde se embarcan y atracan toda las riquezas del mundo. Allí mi familia administraba un tinglado cuando vine al mundo. Allí fue donde me aficioné al trato con la gente trashumante además de aprender el oficio de fletador. Sé tanto de vino como de quien lo bebe. De entre todos prefiero el vino de Cnosos y la gente franca y bienintencionada. Bueno, mi charla comienza a trazar más vueltas que el maldito laberinto. Cuando llegué a la edad en las que la urgencia supera a la prudencia, no siendo el designado para llevar los negocios de la familia, pedí mi parte en el negocio, y me embarque con destino a la desembocadura del Orontes, donde griegos y chipriotas habían levantado un próspero puerto donde comerciar con los reinos de mesopotamos; allí me hice imprescindible del borrachín que gestionaba el emporio. Bueno, para no hacer el cuento más largo que la tela de Penélope, te diré que después de dar más vueltas que una pulga en la piel de un oso, abrí un negocio en el puerto de Malea; único lugar que las aves de rapiña de beocia, Atenas o Corinto no habían aun ocupado. Y no es que me queje, desde esta costa podía enviar y hacerme enviar las mercaderías, tanto por mar como por tierra, y distribuirlas en las caravanas que van al norte, hacia Larissa, Pela o las tierras tracias. Mientras que hacia el Oeste, a través de los vecinos, podía llegar hasta la Élide. No me iba nada mal, no te creas.

De nuevo se detuvo para beber y mirar en derredor a ver si todo estaba recogido y la gente se había retirado. Solo quedaba el portero que ya había puesto la tranca en el portón de entrada y se retiraba a su pequeña habitación junto a la misma puerta. Las bujías habían sido apagadas y ellos apenas se iluminaban con las llamas del fuego central que crepitaba en el hogar del mégaron.

- …Pero todo se precipitó, como ya habrás adivinado, cuando conocí a una muchacha cuya hermosura y presencia rivalizaría con las diosas. Glaukis, que así se llamaba, era por entonces una de las nereidas del templo de la Diosa a la que veneran bajo el nombre de Ino, Leucotea o Tetis. Ella tenía que prestar sus servicios durante cuarenta lunas antes de poder regresar a la tierra de su tribu con los hedna para contribuir al acuerdo matrimonial que se hubiera dispuesto entre tanto. Yo era un extranjero, vivía sólo, sin ataduras y era joven. ¡En fin!, que la frecuentaba cada vez más y ella parecía mostrar por mí una atención bien distinta del mero capricho; al final, los dos lamentábamos que se nos echase encima la fecha de la separación… Hoy no sabría decirte qué parte he de considerar una suerte y cuál desgracia, lo que si recuerdo, como si hubiese ocurrido ayer mismo, es que mi destino comenzó a tomar forma por la época en que se recrudecieron los enfrentamientos, habituales por estas tierras, con las tribus de los Lápitas. Éstos eran gentes del norte de Tesalia que periódicamente eran expulsados de sus territorios por las hambrunas o por que les acosasen violentamente bandas nómadas venidas de tracia o macedonia, ya ni me acuerdo de cuales, el caso es que los Lápitas se habían convertido en hordas que ocupaban zonas cada vez más extensas de Tesalia y se dedicaban al pillaje entre los valles del Monte Olimpo y del Osa. Por entonces, los aqueos, que sea habían asentado aquí desde varias generaciones antes procedentes de Ftía, se vieron reforzados por otras tropas, requeridas por la liga Anfictiónica para asegurar los límites septentrionales. Y eso fue la perdición, porque con ello los aqueos pronto fueron arrebatando la hegemonía dentro del grupo de las cinco tribus que habían manejado sus asuntos desde tiempos inmemoriales.
Los pueblos que se han ido asentando en esta bahía siempre han sido gentes sin ambiciones políticas; cazadores en las montañas, marineros y comerciantes en la costa; tribus orgullosas de sus creencias, pero que propiciaban en sus cultos de fertilidad la mezcla de la sangre de sus linajes con la de los extranjeros; con todos aquellos que han ido asentándose en esta amplia bahía: cretenses, argivos, pelasgos o jonios. Entre todos habían llegado a constituir en Larissa la alianza de los Vecinos, bajo la señora de la Cebada, Deméter anfictioinis; por la que, doce tribus se comprometían a mantener la armonía y la cooperación. Y la armonía, aunque vigilante, imperaba por estas tierra. Los centauros del Olimpo, el Osa y el Pelión ayudaban a mantener a raya a los Lápitas del norte, los Mirmidones de Ftía garantizaban la paz con focenses o beocios; y así fueron las cosas, ajustándose y equilibrándose, escaramuzas aquí y allá, no te creas, que movimiento siempre había…pero estos aqueos están hechos de otra pasta, sobre todos los que hunden sus raíces en la ciudadela de Atenas…
- ¿Qué quieres decir, Etón? –Le preguntó Demódoco, cada vez más interesado por la extensa explicación en la que el tabernero se había perdido.
- Bueno…son gente emprendedora, astuta y visionaria –reemprendió con una sonrisa e irguiendo el torso ante el manifiesto interés –; no cejan en su empeño hasta que cualquier proyecto colme su desmedida ambición. Comenzaron poco a poco a enemistarnos con los centauros entrando en compromisos secretos con los Lápitas; luego a ocuparse de administrar ciertos negocios que, según decían, ¡perjudicaban sus intereses! ¡Como si ellos se preocupasen por los intereses de otros! Mas eso no se paró ahí, en cuanto situaron a gente afín en el poder, modificaron el calendario, los rituales, la herencia, las costumbres matrimoniales, los cultos y no sé cuantas cosas más.
- Ni más ni menos que lo que hace cualquier pueblo cuando conquista la hegemonía –Comentó mi maestro que no veía a donde quería ir a para el tabernero.
- Me concederás que un pueblo consagrado a una divinidad virgen y guerrera, no nacida de madre, sino por el corte abierto por una Lábris en la cabeza de su padre …un pueblo así, ¡ha de ser de cuidado! Desde luego, comprenderás porqué no podían avenirse con las tradiciones ni las divinidades de estas tribus; ni con la prelación femenina, ni con la hetairía, ni con el culto a una diosa triple y sus renovados esponsales…En resumidas cuentas, tuve que tomar una determinación ya que, ni comercial ni personalmente, las cosa me iban como antes. Pero no contaba con la determinación de Glaukis. No sé cómo me convenció para que fuera liquidando mis negocios portuarios, mientras ella permaneciera en los territorios de su linaje para culminar los ritos de su iniciación. Nos volveríamos a ver, si todavía estábamos de acuerdo, pasado una estación…
- ¿No te estaré aburriendo con mi historia? ¿Verdad? –Preguntó el tabernero con candor –. Sois la primera persona a la que se la cuento…debe haber algo en vos, la edad, la ceguera…no sé, que invita a la confianza.
- No te preocupes, no eres el primero en decírmelo. Es cierto que la ceguera ha vuelto ni ánimo paciente y accesible…además –añadió burlón – ¿me quieres privar de material para mis canciones? ¿Dónde podré encontrar alimento más conveniente para convocar a las musas que con tus desventuras?
- Bien, si es por los beneficios, no se hable más…–y se río con su ocurrencia – Bueno, como iba diciendo, cuando estuvo cumplido el plazo me reuní con ella en esta plaza, que por entonces no era más que una explanada para el trillo, rodeado por un altar a la diosa Ártemis lunar y unos breves graderíos de piedra roja pulida para los consejos. Pero también aquí algo estaba comenzando a cambiar. En primero lugar mi Glaukis se hacía llamar ahora Plastene; nuevo nombre para su reciente elevación a la dignidad de sacerdotisa del culto a la triple deidad. Por otro lado, estaba en construcción el templo y este mégaron, donde se pensaba continuar con los ritos que se abandonaron en Malea.
Por los alrededores también se notaban los cambios; se estaba colonizando el valle con gentes expulsadas o perjudicadas por los nuevos amos de Yolcos. Al poco tiempo se empezaron a abrir alquerías para ganado; se veían sembrados de frutales y vides, un aserradero y piaras de cerdos pastaban bajos los robles y castaños. La faz de la misma ciudadela cambiaba a pasos de gigante. Una nueva muralla comenzaba a construirse con trabajadores cretenses. ¡Todo estaba en ebullición! Pero yo no hacía más que preguntarme ¿dónde sale el tesoro que paga todo esto? ¿Dónde me situaré yo para estar protegido y mis negocios a buen recaudo? Tengo que confesarte que con todos los viajes que hice, no sabía nada ¡No hay peor ceguera que la de aquel que no quiere ver!
- Y ¿qué es –preguntó intrigado Demódoco –, si puede saberse, lo que se te había pasado por alto y que ahora comprendes?
- Que cada cara tiene muchos rostros, como diría un creador de acertijos. Nada era lo que parecía. Se me figuraba tortuoso y complicado y no sabía reconocer que era simple, cabal, preciso. ¿No negociaba yo con vino y aceitunas que cambiaba por madera o miel? ¿No cobraba y enviaba oro a casa de mis padres que me traían de vuelta abalorios a través de intermediarios? ¡Pues entonces!… por qué no supe ver que las hermandades y los cultos se extienden como una red de fidelidades desde tiempos de los que ya no guardamos memoria. Un día se lo pregunté a mi señora, cuando tuve que concretar cuál iba a ser mi lugar y ocupación aquí. ¿Sabes lo que me dijo?
- Ardo en ganas de saberlo.
- ¡Cariño, tu será mi zángano!…¬– Demódoco no pudo contener una mal disimulada carcajada de buen humor. – ¡Así, como lo oyes! –añadió Etón contagiándose de su hilaridad. Yo no lo entendí, al principio, pero ahora sí.
- ¿Qué no entendías? ¿Qué ibas a vivir a su cargo, engordando a cuenta de la abeja reina? –se burlaba Demódoco.
- No, lo que me sorprendió fue que para ella y ¡a saber para quién más!, yo ya formaba parte de ese entramado de intereses que comunicaba Creta y Magnesia. Talia, la muchacha que ha bailado esta noche, ¿la recuerdas?
- Sí,… es cretense, como tú.
- No, como yo no. Ella es de Gotirna, mucho más al oeste de Cnosos. Cerca de Festo. Pues bien, esa ciudad fue fundada por magnesios del Pelión. ¡Así, como lo oyes!
- ¡Bien venido al nuevo mundo! Mi buen Etón. – Comentó con benevolente sorna el anciano –. Pero no te lo tomes a mal. Estas son tierras de cambios y conflictos. Los pueblos se establecen en otras tierras; otros pueblos llegan, o se destruyen los reinos que antes nos amparaban. Hasta cierto punto debemos confiar en las tradiciones. Cada templo centraliza un conjunto de ritos y valores ancestrales que, al cabo, constituye lo que cada tribu es para sí y los demás. Tú, presumo, eres cretense del valle de Cnosos; tal vez te educaron en el culto de la Gran madre Rea, culto que, como sabrás ha establecido desde hace generaciones estrechos vínculos místicos y políticos a través del culto al Zeus del Ida con los aqueos desde que se establecieron allí. Esa relación no ha hecho sino dar cauce a una red de compromisos para beneficiar a sus respectivas tribus. Ese es su papel.
- No, si lo entiendo. Aunque no lo creas, todos estos años no he hecho otra cosa que darle vueltas al asunto y mirarlo por todos los lados. ¡Cuantas veces no me he repetido que es un modo sensato y justo que mantener el control y el orden en estos tiempos! Que el templo defiende las sentencias, lo que es sagrado; que está organizado, que representa la continuidad y la tradición. Ahora en esta ciudadela, como antes en Malea y seguro que en muchos otros lugares de Hellas, las muchachas siguen con la ancestral costumbre, se convierten en nereidas para iniciarse a la fertilidad con aquellos varones cuyos pueblos son como hermanos en el culto ¡Aún sin ellos saberlo! Cada varón paga a la muchacha. Cada muchacha paga su tributo al templo. Cada templo financia otras actividades, mil asuntos ¡qué se yo! Despejar caminos para caravanas, fletes navieros aquí y allá, trueque de grano por telas. Como te he dicho, la diosa tiene muchos rostros. Aquí es Leucotea, en Yolcos Tetis, en Éfeso es Ártemis, en Hebrón es Istar. Pero en todos lados los templos son una red de intereses que cambian servicios.
- Así que te financian la taberna y así mantienen las relaciones con la isla ¿Con qué fin?¿Extender sus vínculos a Cnosos y recuperar el culto de Ariadna. –pensó en voz alta Demódoco que sorprendió al tabernero, quien, abriendo los ojos, le miró fijamente.
- Pero ¿Quién sois? –Pregunto mirándole con el entrecejo fruncido –. ¿Qué hacéis aquí? Por lo que demostráis saber y lo que vuestra hermandad ha representado, no estáis de paso, ni habéis venido a cantar. Hemos hablado todo este tiempo de mí y de las relaciones del templo. Pero –añadió inquisitivo – ¿Qué hay detrás de la presencia de las hermandades, como los homéridas, en todo este conflicto?

Demódoco callaba y su semblante no reflejaba más que serenidad. Aún no sabía las intenciones de Etón con toda su cháchara. ¿Era un personaje ingenuo y solitario encerrado en una trama que le aturdía, pero lo suficientemente perspicaz para vislumbrarlo? Eso parecía querer dar a entender. ¿Qué sabía en realidad del juego de las hermandades en las relaciones entre las tribus? ¿Qué podía él haber llegado a sospechar de su casual estancia en el pináculo de Tántalo? ¿Qué partido tomaría o había tomado ya en esta continua rivalidad tribal por la tierra, las gentes y los recursos? ¿Sería todavía el zángano obediente y complacido de la abeja madre? Sólo una cosa sabía, era demasiado pronto para confiarse a nadie.

- Me preocupáis, mi buen Etón. Una vida regalada no es buena para una mente tan despierta como la vuestra. Como sabéis, no todas las telas son de araña…No debéis sospechar de un anciano ciego y al final del camino, sólo porque está aquí en mal momento. Un solo instante crea la oportunidad, todos los demás son frutos del azar…Me alegro que os haya gustado nuestra representación y aprecio vuestro atinado juicio sobre la trama. Pero mal me iría si no fuese capaz de tensar el cordel que me une al auditorio procurando una historia que encaje con sus deseos y temores. Bien lo sabéis vos, que me habéis encandilado con la conversación y cautivando mi interés. ¿Debo por ello suponer que sois algo más que un tabernero? ¿Acaso sois los oídos del templo que sonsaca a los viajeros? No, no protestéis…sólo trato de mostraros lo dicho. Os estoy muy agradecido por vuestra historia. Os puedo asegurar que para un viejo aedo es el mejor don que le podíais haber hecho; un alimento para mí, más importante de lo que creéis. Pero, mirad…como dice la musa, “ya se levantó del lecho de titono la divina Eos, la de rosáceos dedos…”, vayamos, como es habitual entre los que trabajamos de noche, a descansar a contracorriente, que seguro encontraremos ocasión para volver a charlar.

Y como Etón quedase mudo mirándole, Demódoco tomó la iniciativa y se levanto despacio, doliéndose calladamente de su manido cuerpo que se resentía de cualquier cambio de postura, y echar a andar hacia el aposento. El propio Etón le guió con un candil de aceite hacia un cuarto en la parte más alta del local, en el aterrazamiento de la taberna. Cuando se hubo despedido del tabernero con un cálido apretón de las diestras, –algo que no se le pasó por alto –, y entró, sintió la presencia de Femio en su camastro. Ningún perfume flotaba en el aire por más que indagase. Se encogió de hombros y se dijo para sus adentros.

- Ya me dirás qué pasó, muchacho. Qué misterio encierra esa sonrisa y que estés ya aquí con la única compañía de Calis…

Luego se acercó a tientas hacia el rincón donde Femio dormía plácidamente, abrazado a la lira y desasió el amoroso lazo con la sonrisa luciendo entre sus labios.
- Parece que has vuelto a preservar a otro impetuoso e inexperto mozo, ¿eh Calis? Habló quedamente, dirigiéndose al instrumento, tras lo que la colgó de un madero que sobresalía de la pared –…ya sé que este lugar es menos cálido, pero te necesitamos templada, bien sabes que nos habrás de prestar tus servicios dentro de poco. ¿Verdad?

E indiferente a la luz de la lámpara que colgaba del travesaño del cuarto, se embozó con el cobertor y quedó plácidamente dormido.




viernes, 16 de febrero de 2007

Capítulo Cuarto




Demódoco parecía haberme escuchado con suma atención. Sobre todo cuando llevé ese aire de celebración sensual hasta el arrebato. Entonces su cabeza se ladeo y sus oídos, más viajeros aun que sus sandalias, se sumergieron en la música, ausentes al espectáculo que le velaban sus ojos.


Como bien comprendí al día siguiente, la música le hablaba con toda claridad de un gran misterio, de una llama de vértigo que asombra y aterroriza. De un poder que domina y conduce al trasfondo animal oculto en nosotros. Para mi maestro, esa música significaba la celebración del deseo que demandaba una sutil invocación para conjurar el poder de la señora de Córcira, la encantadora Afrodita.

Mi maestro veneraba a la uránida, pero también temía su poder, así que disponía del entramado que ritmo y melodía trenzaban –como llegó a explicarme mucho más tarde –, para dar cumplimiento a su doblez. Por un lado, la melodía que arrebata nuestro ánimo y lo inflaman en un anhelo desbocado; por el otro, con ciertos ritmos, acentos y pausas, podía hacer que el éxtasis no se desbordase, diseñando una tenue red de armonías que templaban las disonancias que pueblan, por así decir, nuestras entrañas.

Sea como fuese – y volviendo al relato –, una vez me hube recuperado, Demódoco, puesto en pié, tocó levemente mi hombro, señalándome que, dejando la lira sobre el entarimado, le ayudase a subir al estrado y ocupar mi sitio. Como si nada de lo anterior hubiese ocurrido, desapareció de mí todo resto de euforia, ocupándome únicamente en conducirle, con la máxima delicadeza, hacia el lugar en que le esperaba su querida lira y arrimándole una jarra para aclarar su voz. Luego, tras colocar el escabel bajo el seguro pié de mi maestro, busqué acomodo en un taburete apoyado contra la columna más cercana, expectante de lo que ocurriría en aquella nueva ocasión.

Demódoco dejó que la gente reposase su alterado ánimo mientras acertaba a afinar las cuerdas, distendidas por el calor de mi interpretación. Ya, poco a poco, se fue haciendo el silencio. Un silencio extraño que sorprendía a los borrachos y a los distraídos que, con desconfianza, miraban a su alrededor hasta encontrar esa extraña figura, parecida a la estatua de alguna divinidad, que ya elevaba unos breves acordes al tiempo que, apenas ladeando el rostro, daba inicio al canto.

- De los amores, dime el canto, ¡oh Musa!
que entre Ares y la de linda corona,
Afrodita, se desataron al unirse
por primera vez, a escondidas, en el palacio de Hefesto.

Así comenzó, con clara y pausada voz, a cantar. La gente sonreía y se miraban unos a otros; alguno llegó incluso a dar un empellón a su vecino quién repitió la broma con su acompañante. Yo miraba en derredor a la gente que aguardaba que el aedo les ofreciese el verso siguiente para saber cómo pudo ocurrir tan extraña unión, en tal ilícitas circunstancias…

- En efecto, Ares la engatusó con muchos presentes
hasta deshonrar el tálamo del soberano Hefesto.

- ¡De mí no esperes tanto, Talia!–, se oyó decir, provocando la complacida sonrisa del aedo que, al instante continuo con voz sentenciosa…

- Cuéntame, también, Señora, lo que acaeció
cuando Helios se lo fue a comunicar
al ilustre cojitranco, que los había visto unirse en amor.

Ya no hubo comentario alguno, sino expectación y silencio, pues ya Demódoco interpretaba la coda, tejiendo en su mente el siguiente verso; tras lo cual, acompasado con el ritmo de la lira, entonaba de nuevo el canto…a algo tan simple parecía reducirse todo…

- Éste, al oír la punzante noticia, se encaminó hacia la fragua
y revolviendo en sus entrañas siniestros ardides
y, colocando sobre el tajo el enorme yunque,
se puso a forjar unos hilos inquebrantables,
para que permanecieran fijados allí donde cayeran.
Una vez que, impulsado por la cólera contra Ares,
hubo construido su trampa, se dirigió a su dormitorio,
donde tenía el lecho, y extendió los hilos por todas partes;
alrededor de los pies de la cama y también tendidos por arriba,
desde las vigas; como tenues hilos de araña
que no podría ver nadie, ni siquiera los bienaventurados dioses,
pues estaban fabricados con gran maña.

Al verles pensé que también mi señor había tendido magistralmente sus hilos. La trama que estaba desplegando sobre el auditorio, estaba también hecha con invisibles hilos que, sin remedio, les iba teniendo, a cada verso, más cautivos…

- Entonces, cuando acabó de extender su trampa alrededor del lecho,
simuló marcharse a Lemnos, la hermosa ciudad,
que le era la más querida de todos los lugares.
No en balde estaba al acecho Ares, el que usa riendas de oro,
pues cuando vio marcharse lejos a Hefesto, el ilustre herrero,
se puso en camino hacia el palacio del ínclito dios,
ávido del amor de Citera, la diosa de linda corona.
Estaba ella sentada, recién venida de junto a su padre,
el prepotente hijo de Cronos; y Ares, entrando en el Palacio,
la tomó de la mano y la llamo por su nombre:
"Ven acá, querida, vayamos al lecho y acostémonos,
pues Hefesto ya no está entre nosotros,
sino que ha marchado a Lemnos, junto a los sintias, de bárbara lengua."
Así habló, y a ella le pareció grato acostarse.
Y los dos marcharon a la cama y se acostaron.
A su alrededor se extendían los hilos fabricados del prudente Hefesto
y no les era posible mover los miembros ni levantarse.
Entonces se dieron cuenta que no había escape posible.


La carcajada que despertó la pausada entonación con que Demódoco celebro la estratagema retumbó en la sala. ¡A pesar de la fuerza de Ares y de los encantos de Afrodita!, por una vez, el auditorio estaba del lado del deforme, pero mañoso dios, hijo de Hera. Entonces tensó hasta donde pudo la atención del auditorio, alargando un poco más de lo normal la coda, y se complació en el rebullir de su impaciencia; ese deseo de saber, si la astucia fue una celada de caza que invertiría las tornas y haría más fuerte al más débil o si, yendo más allá, el marido burlado consumaría aquella unión con un baño de sangre.

- No tardó en presentarse el muy ilustre cojo de ambos pies,
pues había vuelto antes de llegar a la tierra de Lemnos.
Helios, que mantenía la vigilancia le dio la noticia.
Encaminándose a su casa con corazón triste,
se detuvo en el umbral y, poseído de una rabia salvaje,
voceó de un modo tan horrible que lo oyeron todos los dioses:
"Padre Zeus, dioses que vivís felices por siempre,
llegaos para contemplar cosas risibles y vergonzosas:
cómo Afrodita, la hija de Zeus, me deshonra continuamente
porque soy cojo y se entrega amorosamente al pernicioso Ares,
porque él es hermoso y con los dos pies sanos,
mientras que yo estoy lisiado. Mas de ello ninguno es responsable,
sino mis dos padres: ¡no me deberían haber engendrado!
Pero mirad, se han metido en mi propia cama y allí duermen
amorosamente unidos, ¡me angustio de dolor al contemplarlos!,
nunca esperé, ni por un instante, que iban a dormir así
por mucho que se amaran…"


Un lastimero rumor se levantó entre la concurrencia. El lamento de Hefesto había conmovido a la femenina compañía que se abalanzaban las unas junto a las otras, e incluso había quien, no disponiendo de pareja, hasta ocultaba su rostro entre las manos. Entonces el maestro cantor cambió la tonalidad de su acompañamiento, provocando en el auditorio un breve respingo.

- "¡Pero no van a desear ambos seguir durmiendo,
que los sujetará mi trampa y las ligadura…!
hasta que mi padre me devuelva todos los regalos de esponsales,
cuanto le entregué por la muchacha de cara de perra.
Porque su hija será bella, pero incapaz de contener sus deseos"

-¡Eso es! ¡Muy bien! ¡que pague! …todos los hombres son unos cerdos - …gritaban las mujeres y algunos hacían por apaciguarles… ¡pero Procne, corderito, que no es más que una leyenda!…También Demódoco atemperó la lira y recompuso su voz en un tono más templado.

- Así habló, y los dioses se congregaron
junto a la morada de piso de bronce. Compareció Poseidón,
el que ciñe la tierra; llegó el benéfico Hermes;
llegó así mismo el soberano que dispara desde lejos, Apolo.
Pero las diosas, se quedaron por pudor cada una en su casa.
Se apostaron los dioses, dadores de bienes, junto a los pórticos;
y una risa inextinguible se alzó entre los bienaventurados
al ver las artes del ingenioso Hefesto.

La risa se contagió a todos, como si fuesen los mismos dioses convocados ante el umbral del palacio y pudiesen ver los denodados esfuerzos por desatarse o por ocultarse a las rijosas miradas. En ese tono festivo, continuó el aedo.

- Y al verlo decía uno al que tenía más cerca:
"No prosperan las malas acciones; el lento alcanza al veloz.
Así, ahora, Hefesto, cojo como es y lento, ha cogido con sus artes
a Ares, el más veloz de los dioses que ocupan el Olimpo,
quien tendrá que pagarle la multa por adulterio

a Ares, el más veloz de los dioses que ocupan el Olimpo,
quien tendrá que pagarle la multa por adulterio."
Así decían unos a otros. Y el soberano, hijo de Zeus, Apolo,
se dirigió a Hermes:
"¿te gustaría dormir en la cama junto a la dorada Afrodita
sujeto por fuertes ligaduras?" Y le contestó el mensajero arguifonte:
"¡Ojalá sucediera como has dicho, soberano, Apolo, que hieres a distancia!
¡Que me sujetaran interminables ligaduras, tres veces más que esas,
y que vosotros me mirarais, los dioses y todas las diosas!"
Así dijo y alzóse de nuevo la risa entre los inmortales dioses.


Más risas y aplausos y codazos y gente brindando por la ocurrencia del mañero Hermes. ¿Pero a dónde conduciría todo esto? ¿Podría este buen humor dejar sin castigo la extralimitación del dios guerrero? ¿Dejarían de lado al engañado esposo? Pero el ínclito cojo los tenía atrapados. Su arte y su astucia ameritaban un tributo. Con sumo tacto fue Demódoco llegando al final del canto…

- Pero Poseidón no reía, sino que no dejaba de rogar a Hefesto,
al insigne artesano, que pusiera en libertad a Ares.
Y hablándole, le dirigió esas aladas palabras:
"Suéltalo y te prometo, como ordenas, que te pagaré todo
lo que es justo entre los inmortales dioses."

Y le contestó el insigne cojo de ambos pies:
"No, Poseidón, que conduces tu carro por la tierra,
no me ordenes eso; sin valor son las fianzas
que se toman de gente sin valía: ¿Cómo iba yo a requerirte
entre los inmortales dioses si Ares se escapa
evitando la deuda y las ligaduras?"
Y le respondió Poseidón,
el que sacude la tierra: "Hefesto, si Ares se escapa huyendo
sin pagar la deuda, yo mismo te la pagaré."

A lo que le contestó el muy insigne cojo de ambos pies:
"No es posible, ni está bien negarme a tu palabra."

Así hablando los liberó de las ligaduras, aunque eran muy fuertes,
se levantaron enseguida: él marchó a Tracia y ella se llegó a Chipre,
Afrodita, la que ama la risa. Allí la lavaron las Gracias
y la ungieron con aceite inmortales que aumentan
el esplendor de los dioses que viven siempre y la vistieron
con lindos vestidos, que dejaba admirado a quien los contemplaba...


Así concluyó el cantó el insigne aedo, que sonreía de gozo al recibir el homenaje del auditorio, y no dejaron de celebrarlo hasta que les llegó el momento de retirarse cada uno para irse a descansar, pues era mucho el trabajo que quedaba por hacer.

jueves, 8 de febrero de 2007

Capítulo Tercero




Desde la colina donde nos habíamos detenido se podía divisar la casi totalidad de la muralla, que tendría unos doce codos de altura y estaba asentada sobre cimientos de grandes rocas magistralmente encastradas. Sobre ellas se alzaba una franja de mampostería, rematada por pilastras de adobe rojizo, casi negro, debido a la calidad de las tierras del lugar. En la vertiente sur, las murallas, girando hacia poniente, se extendían hasta la quebrada de la torrentera, cerrándose con una torre que los hábiles constructores habían edificado al borde mismo. La parte oriental se elevaba desde una poterna que daba al camino y, serpenteando sobre los declives naturales del terreno, llegaba hasta ser rematada por otra torre, idéntica a la anterior. A sus pies la corriente rugía con el reciente deshielo, mostrando la fuerza que, estación tras estación, había desnudado la roca sobre la que se asentaba la legendaria residencia del señor de las tierras de Magnesia.

Cuanto más nos aproximábamos a la ciudadela los preparativos bélicos se hacían más y más evidentes. Por doquier se levantaban albarradas tras las que parapetarse en caso de necesidad; se acarreaban reses de curvas cornamentas al interior y se cegaba el pozo extramuros con ramajes de acebo. A todas luces se veía que Tántalo era una ciudadela sitiada. Los rostros con los que nos cruzábamos no nos miraban con amabilidad y los guardianes de las dobles puertas, plantados bajo la sombra de dos grifos rampantes, nos detuvieron con rudeza.

Cruzamos las elevadas puertas de madera de cedro, cuyas hojas, tachonadas de placas de bronce, brillaban a la luz de la tarde. El camino desde allí se nos hizo doblemente pesado; primero porque la pendiente no se acababa una vez atravesado el amplio umbral, sino que continuaba flanqueado por dos muros de media altura sobre el que se levantaban sendos parapetos, de forma que si el eventual enemigo lograba romper la defensa de las puertas, se tendría que enfrentar a un mortífero callejón. Pero es que, además, una vez vencido el desnivel, uno creería estar en el ágora de Esmirna en día de mercado donde la muchedumbre se afanaba de un lado a otro, entre tropiezos e improperios.

Viendo como estaban las cosas, me arrimé a la pared para proteger a mi maestro y, elevando el callado, fui abriéndome paso entre cabras, pollinos y jamelgos; gallinas, vecinos y tablones; carretillas, aguadores y chiquillos, hasta traspasar el primer frente de casas y subir hasta la segunda cuesta que lo dividía. El terreno parecía estar en buen estado, a pesar del barro, los desperdicios y escombros que se acumulaban ante las casas más recientes. Si no fuera por lo que habíamos presenciado fuera de los lindes del poblado se podría pensar que la viviendas se habían acabado de construir hacía bien poco y que estaban rematando los últimos detalles, antes de que los operarios reuniesen los aperos para continuar en la siguiente edificación.

Finalmente, llegamos al ágora que comprendía una extensa terraza natural formada por la roca viva que había irrumpido en la superficie, oscura y rugosa como la costra de una herida, sobre cuyo frente se destacaba, como había indicado el Pentarca, el templo, con su alargado pórtico abierto sobre el altozano y el edificio de la hostería, más bajo y cuadrado, haciendo esquina con la calle que daba al siguiente tramo de construcciones; el último antes de elevarse en una pronunciada sucesión de casas y huertos hasta la muralla que guardaba la formidable acrópolis.

Al contrario de la mayoría de las hosterías que había conocido a los largo de los viajes, la Casa de Sémele, pues así nos dijeron con posterioridad que se hacía llamar, parecía formar parte del templo, ya que se comunicaban a través de un pequeño atrio del que también partía una escalera hacia las estancias de la elevada planta.

Como tal vez sepáis, si la memoria no habéis perdido, todo lo referido al culto de la Diosa estaba regentado por mujeres pues, entre los antiguos habitantes pelasgos y hermones, ella era la que detentaba los antiguos derecho de propiedad sobre los recursos de cada linaje. Por ello, cuando nos adentramos en el local y nos hallamos ante la despensera que respondía al grácil apelativo de Ismena, tuve yo que capear su torva mirada que, como el perro de Hades, nos escrutaba mientras le dirigía la palabra, pues los homéridas guardaban algunas prevenciones a la hora de tratar directamente con mujeres implicadas en la administración de ciertos cultos.

Aquella noche, en cuanto descendimos por la escalera al amplio patio central, atestado de mesas, comprendí que sería una noche distinta a las demás. Aunque Demódoco no podía ver los rostros, con seguridad que podía percibir la atmósfera de su futuro auditorio, aunque la algarabía que montaba, parecía encontrarse lejos de poder atender a su arte.

Las gentes se movían a nuestro alrededor como polillas a la luz del candil, voceando de un extremo al otro y haciendo surgir, por encima de las conversaciones, las inconfundibles bromas que delataban el tipo de asuntos que mantenía tanto trasiego entre el patio y el acceso al piso superior.

Después de echado fuera el deseo de comer y beber, mi maestro dejó la lira a mi cargo haciendo ademanes perentorios para que subiese al estrado, indicándome que él quedaría sentado al borde, apoyado en su rabdos, dispuesto a batirse con quien se atreviera a acercarse a mí con aviesas intenciones. Así pues, imaginándome a Demódoco blandiendo su bastón en molinillo, rompiendo las jarras y derribando las velas de sebo de las mesas, con una sonrisa en el rostro, subí al minúsculo estrado.

Con las primeras notas, algunos ocupantes de las mesas más cercanas se volvieron, pero era tal el vocerío que la música apenas se distinguía. Ajeno a lo que ocurría alrededor decidí interpretar enérgicamente un aire de danza que comenzó a ser acompañado por los más próximos con repiques y palmas. Poco a poco, como un contagio, la música fue conquistando las voluntades de la mayor parte de los asistentes, despertando en sus entrañas el recuerdo de alguna otra ocasión, enterrada en la memoria. Entonces la diosa acudió a nuestra llamada y ocurrió el portento.

Una joven, cual yegua encelada que agitase violentamente las crines, echó su mata de rojizo pelo repentinamente hacia atrás y, describiendo un amplio arco, inició unos pasos de baile que fueron celebrados por la concurrencia con alborozo. Los grandes ojos de profunda mirada evocaban en mí los rasgos de las hijas de Minos, el legendario rey de la isla de Creta, famosa por traer al mundo hombres de ingenio emprendedor y fogosas mujeres. La muchacha era en verdad llamativa, no sólo por el color de su cabellera o por sus blancos senos, realzados por el corpiño cretenses, o por la falda avolantada de vivos colores, sino porque al bailar desprendía ese magnetismo ¿sería la Kharis de la que me habló el maestro durante el paso del Pelión?

Talia -como descubrí más tarde que se hacía llamar la espontánea danzante-, compuso una sucesión de acompasados y breves saltos, impulsados por el cadencioso movimiento de sus largos brazos. Uno de los rítmicos acentos de la melodía le dio ocasión para describir un amplio giro que finalizó con una genuflexión frente al estrado. El cabello había cubierto, como una cascada, su cuerpo y hasta mí ascendió la almibarada fragancia del almizcle y del jazmín.

Lentamente, mientras pude interpretar su leve balanceó con una reiteración lenta de trinos graves, la bailarina se fue irguiendo hasta alzar los brazos, tras lo que, con una leve elevación de la rodilla, pareció indicarme que estaba dispuesta para seguirme de nuevo en el embriagador juego.

En ese instante me sentí inundado de una melodía que las mujeres de mi tierra bailaban con ocasión de las fiestas de Adonai, el señor de los perfumes, con un corro de encanto y frenesí. Así que, inicié unos acordes para mostrarle la melodía y darle tiempo de acompasar la cadencia de su cuerpo al nuevo ritmo, tras lo que acometí con pulso diestro y templado el complejo entramado de una febril danza.

A esas alturas, la gente había vuelto sus rostros al corro central del patio. Algunos, más alejados, se alzaban sobre los bancos para ver mejor e incluso había algunas parejas que, aplazando sus placenteros tratos, se acodaban al barandal del piso superior para asistir al acontecimiento. La mayoría acompañaba con entusiasmo y palmas los pasos y requiebros del baile, que se aceleró vertiginosamente hasta concluir en un extasiado e interminable remolino. Entonces el público prorrumpió en atronadoras muestras de júbilo y alegría. Mientras, Talia, reclinada sobre los brazos extendidos, levemente cruzados sobre las muñecas y vueltas éstas hacia el cielo y a medias cubiertas por su rojiza, espesa y larga cabellera, jadeaba, recuperando el resuello.

Tras el baile, se hizo al instante un lánguido silencio, como si la noche y el fuego que chispeaba alzando sus lenguas candentes, respirasen con idéntico pulso. Entonces la muchacha, con igual parsimonia, se irguió y, sonriendo, extendió delicadamente ambas manos al reconocimiento que la brindaban.

Me dirigía yo a templar de nuevo las cinco doble cuerdas, cuando la hermosa joven se giró hacia donde yo me encontraba y me miró fijamente de solasyo, primero con aparente asombro, aunque tan sólo un instante, para al cabo dejar pendiendo de su mirada una expresión retadora en la que creí reconocer la intensa emoción que la había arrebatado.

¡Que queréis que os diga!, ingenuo como era entonces, únicamente supe sonreír a mi vez, en parte por atenuar la confusión que me atenazó en aquel momento, en parte para corresponderla. Luego, cuando me rehice del vértigo, me levanté de la silla y ejecuté, lo mejor que pude, una sincera reverencia.

lunes, 5 de febrero de 2007

Capítulo Segundo



Nada de esto ya me sorprendía; en los años transcurridos en compañía de mi venerado maestro había gustado en suficientes ocasiones de sus silencios y medias palabras; así que, cuando sentí que me apremiaba con un breve empellón, comencé a descender por el sendero que, como una clara cenefa, adornaba las estribaciones del Pelión.

Primero dejamos atrás los ralos macizos de brezo y las desnudas rocas, apenas festonadas de líquenes y musgos. Al poco, la desnudez del paso se pobló Inadvertidamente de húmedos helechos que nos acompañaron por oscuros bosques de abetos y alerces, a los que siguieron umbrosas vertientes de robles y hayas.

Al iniciar el descenso, la bahía me había parecido luminosa y cercana mas, al acercarse la tarde, llevábamos toda la jornada por entre breves navas y collados, en una interminable sucesión de estrechos valles.

- ¡Como poco tendremos para otro día más de subir y bajar por estas breñas! –exclamé, sólo por oír el sonido de una voz y, ya lanzado, añadí… – Pero, ¡Decidme, maestro! ¿Es tan bella la ciudad de Yolcos como la bahía de Pagasa? ¿Por que vamos a esa ciudad? ¿Qué nos aguarda en ella?
- ¡Para, niño, para! –me interrumpió con tono paciente – Todo a su tiempo… aunque, bien pensado, ¡tienes razón!… la jornada se alarga demasiado y necesitas algo en lo que ocuparte. No estará de más que te vaya contando los hechos que los antiguos aedos cantaron sobre los fundadores de esa ciudad. Así, por lo menos, dejarás de alargarme la zancada y llevarme con la lengua fuera. ¡Veamos!… tú harás de auditorio, muchacho, ¿qué tienes que preguntarme?
–y como yo callara, añadió– ¿Por dónde comienzan las cosas, Femio?…

-Por el principio –le dije desorientado y añadí con un titubeo –… ¿Cuál fue el origen de Yolcos?…
- En el caso de una ciudad, su origen se refiere a su fundación ¿entiendes? Pues bien –continuó, concentrándose:
- Yolcos fue fundada por Creteo del linaje de los eólidas, tras imponerse sobre la tribu de los hermones. Como toda ciudad, en sus comienzos no fue más allá de un villorrio, pero su importancia fue acrecentándose al controlar el vecino puerto de Pagasa por el que salían los productos de la planicie de Larissa y entraban las manufacturas de oriente.
- ¿Cuáles eran esos productos, me preguntas? –añadió, acto seguido, para darme la pauta que habría de seguir. Así era mi maestro, no dejaba pasar un instante sin enseñarme alguna cosa – …¡Pues eran criadores de rápidos caballos, curtidores de fabulosas de pieles y dueños de minas de cobre y oro!.
- Ya veo, una ciudad rica y afortunada. Pero, no veo que hubo de extraordinario en su origen –le comenté.
- Muy al contrario de lo que la mayoría cree, la concordia no viene del brazo de la riqueza y pronto la desgracia se cebó sobre la casa de Creteo, pues, conforme a la tradición, Creteo se desposó con su sobrina, Tiro, quien ya había concebido dos hijos durante su estancia en el templo de la Diosa, a pesar de lo cual, Creteo les adoptó. Y ello fue el principio de su infortunio.
- No entiendo. ¿Tuvo hijos en un templo? ¿Quién fue el padre? –Demódoco sonreía como siempre que comprobaba que una historia me iba capturando poco a poco, tanto, que ya ni hacía mención de la aspereza del camino.
- Debería decirte que forma parte del misterio de la Diosa, pero mucho me temo que en realidad responde a las necesidades y temores de nosotros, los mortales. ¡Bueno…! –añadió cuando se apercibió que se metía en un huerto de múltiples camino al que no debía haber accedido –. El hecho es que las jóvenes del culto de la Diosa, sirven en su templo un tiempo antes de que se puedan concertar sus esponsales. Alguna noche son visitadas por deidades y, a menudo, nacen niños. Según lo establecido, el progenitor solía ser reconocido por las señales que la joven recibía en sus sueños. Tiro soñó que el río Enipeo la visitaba y la cubría con una inmensa ola coronada de espuma.
- Y ¿qué fue de sus hijos?
- Siguiendo el deseo de Sideros, la sacerdotisa de aquel templo y nueva esposa del rey, fueron abandonados en el monte para que los dioses decidieran su destino.
- Y allí, alguien los encontró ¿no?, como en otros cuentos –Quise saber, entusiasmado –. ¿Quiénes fueron esta vez? ¿cazadores, pastores o tal vez alguna fiera?
- Los encontraron unos criadores de caballos que regresaban a casa de su señor después de comprar en Tesalia varias yeguas y un semental. ¿A que no sabes de qué casa eran?
- De la casa de Salmoneo eólida, padre de Tiro…
- ¡Acertaste!.…Mas, un día de feria, Sideros, la madrastra de Tiro, los reconoció en el cercado de los caballos. Dos muchachos gemelos, rubios y de distinguido porte no pasaban desapercibidos en una villa como Salmonia. El uno llevaba una marca en forma de luna sobre su frente; le conocían por el nombre de Pelias, mientras que al otro, de gran estatura y mirada torva, le llamaban Neleo.
- ¿Por qué los llamaste “gemelos”? –pregunté ignorante de su significado.
- Los dos habían nacido en el mismo parto, por lo que ninguno era mayor que el otro y, si no fuera por esas señas, tampoco se diferenciarían, porque los dos eran iguales como dos gotas de rocío.
- Y eso ¿es de buen agüero? –dije extrañado.
- Para Sideros no eran más que una fuente de problemas porque, si el rey terminaba por enterarse y los adoptaba, temía que pudieran ser preferidos a sus propios hijos, caso de que los concibiese. Pero si los dioses no tenían a bien concederles un varón ¿quién heredaría si llegase el momento? Pues eran igualmente primogénitos.
- Y qué tramó esa malvada sacerdotisa –pregunté preocupado.
- Poco podía hacer, toda vez que los dioses les habían protegido. Temía que, al ser idénticos, serían como los hijos de Leda, seres fabulosos con extraños poderes. Así que se sintió feliz cuando el rey se convenció de que lo adecuado era enviarlos con su madre de vuelta a Yolcos, bajo la tutela de su cuñado Creteo.
- Y allí fue distinto ¿o no?
- Creteo, que era mayor y no tenía muchas esperanzas de engendrar hijos propios, los recibió satisfecho y les adoptó. Pero, muy al contrario de sus primeras intenciones, a medida que le iban naciendo en Palacio un vástago tras otro, les fue postergando. Además, las gentes les miraban con temor y murmuraban que la casa de Creteo había sido castigada por la diosa con la imposibilidad de transmitir su patrimonio. Así que crecieron lejos de las gentes del palacio, libres y fieros; hasta que, al llegar la edad, los continuos rumores y desprecios picaron su orgullo y su curiosidad, lo que hizo que terminasen por enterarse de su condición y que decidieran desquitarse…
- …¡Ya! Me toca preguntar qué hicieron. –dije, un poco cansado del juego.
- No lo digo por capricho, Femio –Me animó Demódoco –, cuando seas un aedo tendrás que dar satisfacción a estas y muchas otras preguntas, por lo que deberás memorizar interrupciones y comienzos a fin de que el canto mantenga hilazón y sentido.
- Disculpad, maestro, no sabía…–y bajé la cabeza en signo de vergüenza. Demódoco, que sintió mi movimiento, me puso su mano sobre el pelo y me dio un ligero capón, no se si como disculpa o correctivo, tras lo que continuó con el relato.
- Primero, marcharon contra la sacerdotisa de la diosa y madrastra de Tiro, Sideros, a la que culparon de su destino; la persiguieron hasta el templo, degollándola mientras se sujetaba a los cuernos sagrados del altar de la diosa. Luego, de vuelta a Yolcos, se hicieron con el poder, amedrentando a su padre Creteo y encerrando a sus hermano; tras lo cual, hicieron la guerra a los hermones hasta expulsarlos de toda la costa.
A la muerte del anciano Creteo, Pelias y su hermano Neleo compartieron el poder hasta que terminaron por pelearse. Pelias desterró a su hermano Neleo, quien marchó con un grupo de aqueos, ftiotas y eolios a Mesenia, donde arrebató Pilos a los léleges para dejarla en herencia a su estirpe, de trágico fin. Pelias, por su parte, se quedó en Yolcos hasta que le expulsó del Trono, su sobrino Jasón.
- Pues la gente tuvo razón, la herencia no fue muy ordenada que digamos.
- Pero ahí no terminaron los problemas para la casa de los eólidas, muchacho. Los dioses enredaron los hilos del destino hasta tejer un lienzo de penalidades y aventuras en las que se pueden encontrar oráculos, viajes a tierras desconocidas en pos de un vellón dorado, la primera nave jamás construida, magas y dragones. ¿Quieres que continúe?
- ¿Tiene peces el mar? –le contesté como me enseñaron los chicos del puerto, allá en Esmirna, cuando les preguntaba si querían ir a nadar.
- Primero deberíamos buscar donde pasar la noche –advirtió el aedo–, pues yo no me encuentro con fuerzas para hacer este camino en una sola jornada.
- Maestro, si sabéis de algún poblado – contestó Femio–, y aunque fuese alguna granja, indicadme el camino o dadme una orientación, porque no sería difícil que me perdiera en estos parajes.
- Querido muchacho, aunque alguna otra vez hice este camino, sólo puedo darte las más elementales indicaciones, la primera de las cuales es tan sencilla como lo siguiente. Primero, camina siempre con el sol de frente dejando el Pelión a la altura de tu hombro derecho; segundo, cuando no puedas ver al divino sol o la espesura no te permita divisar el Pelión, entonces busca en los árboles más grandes, en las hayas por ejemplo, la cara por la que más musgo crece, así encontrarás la dirección de donde procede el viento que llaman Bóreas; camina como si te tuviese que soplar en tu oreja derecha, así estarás seguro de que tus pies se dirigen hacia donde el sol se oculta.

Así prosiguió Demódoco mientras triscábamos en medio de la foresta, extrayendo de su memoria los indicios que le hablaban de la ruta, hasta que llegamos a una amplia vega en la que el anciano creyó reconocer la corriente del río Anuro. A partir de ahí, ascendimos a lo largo de su ribera, bordeada de alisos y fértiles prados.

La ruta se me hizo menos penosa, incluso apacible; sin embargo, en algunos trechos del camino había sentido que alguien, bien distinto del huidizo corzo o del vocinglero jabalí, nos acechaba. También el anciano a veces se había sentido inquieto, como el lebrel de caza que, en medio de la senda, se detiene alertado por su agudo oído, husmeando el aire. Sin embargo, nada llegamos a descubrir y nada comentamos, sino que reanudamos el camino hasta que, al entrar en un gran clareado, nos sorprendieron los restos humeantes de una alquería, con la casa de paredes de adobe y techo de retama. Los almiares habían sido incendiados y la reala de perros muertos colgados de las ramas bajas de los árboles cercanos.

- Será mejor, a partir de ahora, bordear los claros que nos encontremos, de otra forma, si andamos por campo abierto, podríamos quedar expuestos… – Advirtió Demódoco una vez que le hube descrito los destrozos.

A partir de entonces, no hubo más relatos. El miedo me recorría de abajo a arriba la espalda a cada apretón de su mano. Temí que nos viéramos obligados a pasar la noche a la intemperie o en alguna construcción abandonada. Sin embargo, caía ya el sol cuando divisamos, recortándose contra la luz del poniente, una magnífica ciudadela asentada sobre un extenso cueto. Por su cara norte daba a una profunda quebrada, mientras que por la vertiente contraria se enroscaba tras las murallas en un conjunto de escalonadas edificaciones que ofrecían al visitante el aspecto de una gran caracola apoyada sobre su base. Tal lugar, cuyos primeros moradores se remontaban a los tiempos de los primeros Pelasgos, era conocido como el Pináculo de Tántalo.

viernes, 2 de febrero de 2007

Capítulo Primero




Mes de los Alisos del año de la XIX Olimpiada
Abril del Año 700 antes de nuestra era




Hacía tres días que habíamos partido del puerto de Esmirna y todavía no habíamos cubierto más de un tercio de nuestro viaje. A cada revuelta del camino el calor se hacía más y más intenso, endureciendo nuestro empeño por coronar la cordillera que recorre de norte a sur la península de Magnesia como la raspa de una platija divide su aplanado cuerpo.
Demódoco, mi maestro, pese a que era de recia constitución, acusaba el esfuerzo de la ascensión, sofocado por el manto de viaje de gruesa lana que se había echado sobre los hombros al ponernos en marcha con el clarear del día. El sudor perlaba su corta barba y la despejada frente que cubría con los rizos de su escaso cabello, también cano, ceñido por la cinta bermeja ribeteada de oro, divisa de los homéridas; una antiquísima hermandad de aedos, adivinos y consejeros versados en la sabiduría de los antiguos pueblos que cruzaron, en uno y otro sentido, el Helesponto.
En cuanto a mí, no lo creeréis, pero tan sólo tres veces cinco fueron las estaciones en las que los alisos engalanaron con su fronda las riberas del Hermón desde el día en que mis padres me dieron el nombre de Femio ante los demás miembros de la fratría. Tal es mi nombre y desde entonces no tuve otro; ni cuando me tomó como discípulo mi admirado aedo, ni después de mi reciente iniciación.
Aquel día llegó a la ciudad costera de Esmirna, en la frontera entre las colonias eolias y la ciudad jónica de Focea, un familiar venido de la vecina Sardes. Temimos que algún infortunio hubiera ocurrido allá, en la casa de mis mayores, pero lo que venía a comunicarme era que había llegado el momento de incorporarme al grupo de los nuevos kouroi o jóvenes a los que había llegado el día de incorporarse al grupo de los adultos.
Mi maestro, aún más sorprendido que yo por el inadvertido paso del tiempo, me concedió su venia para viajar a las tierra de mi linaje, allá lejos, en los valles fluviales del río Hermo. Y Una vez allí, en la fecha en la que Hiperión renueva su ciclo y acrecienta, día a día, su dominio, fui llevado junto con otros muchachos a la casa del consejo, a la presencia de los Curetes, sirvientes de la Gran Diosa, quienes nos educarían en los valores de la tribu. A partir de aquel instante dieron comienzo para mí los ritos que, a lo largo de tres veces los nueve días sagrados, me iniciarían en el camino de los Kouroi.
Como ya dije, tras la iniciación no me concedieron otro nombre; me vistieron, eso sí, con un khyton albo, propio de mi edad y condición, e indujeron en nosotros el deseo de adornarlo pronto con un ribete encarnado, prueba de gran valía; algo que sentía realmente lejos de mis po¬sibilidades pues, con el tipo de vida que había elegido, no tenía ninguna esperanza de culminar con gesta alguna mi iniciación y acceder al distinguido grupo de los Dáctilos; la exclusiva hermandad de los cinco héroes legendarios que, cuando se renuevan los es¬quemas estelares cada Gran Año, son conmemorados con un gran festejo en el que se les corona con blancas flores de espino y se les venera como portadores de la concordia y la abundancia.
Tal era mi oculta pesadumbre que trataba de desechar, sin resentimiento ni contrariedad, ¡como una vana aspiración! ya que, sobre todas las cosas, prefería sentir sobre mi hombre el liviano peso de mi maestro.
Como ya dije, se acercaba el mediodía y el divino Hiperión sacaba destellos del em¬pinado sendero que nos conducía por la ruta oriental hasta el puerto de Yolcos. Caminábamos despacio. Mi maestro, tanteando con su rabdos de sauce la faz del terreno, mientras se balanceaba, asido con tiento a la altura de mi hombro, por acompasarse a mi propio esfuerzo. Yo, por mi lado, me mantenía atento al camino y al inminente reto que suponía trasponer el paso de las montañas para arribar al amplio mirador que daba so¬bre la bahía de Pagasa.
- ¡Dioses inmortales!…–Exclamé.
- Podría decirse de muchas otras formas –comentó risueño mi maestro –, pero nunca de modo más breve. ¡Ea! ¡Dime qué ven tus ojos Femio que de tal modo responde tu ánimo!
- Maestro, me es difícil explicarlo –dije azorado –… aunque con vos he aprendido las más diversas voces con las que los antiguos han llamado a cada cosas, no me siento seguro para describir por mí mismo la escena que se despliega ante mis ojos.
- Razón no te falta, querido Femio, pero pon atención, – y, mientras me exhortaba, elevó el rabdos abarcando todo cuanto nos rodeaba – Conocer a la naturaleza no es muy distinto de apreciar las diversas cualidades humanas. Habremos de observarla como una magnífica divinidad a la que podemos reconocer por su porte y carácter. Al igual que a nosotros, las experiencias del día modelan su rostro hasta donde se asoman las emociones para darles expresión. Basta, pues, con lo aprendido en nuestro trato mutuo con las gentes para poder representarla. ¡Adelante! – me animó –, convoca las imágenes que tu breve experiencia te sugiera pero, sobre todo, aquellas que me permitan imaginarme junto a ti contemplando este majestuoso escenario.
- Señor,– contesté con tiento –… parecería que la nevada cumbre del Pelión se hubiera destacado a la cabeza de un ejército de umbrosos montes, valles, prados y dulces lomas para tender su cerco sobre la más hermosa bahía que haya contemplado jamás.
- No está mal, querido Femio – aprobó mi maestro–. Por tus palabras me figuro un elevado monte de blanca cima que se impone, magnífico, entre la espesura de los bosques y el verdor de las dehesas, sobre la luminosa bahía. Pero, a mi parecer, tu mejor recurso ha sido el modo en que has representado el contraste entre los montes y la costa; como si aquellos abordasen, tiernamente, a una desconocida belleza que yaciera junto a su blanco lecho de arena.
Como has podido comprobar –continuaba mi maestro que no desaprovechaba ninguna ocasión para educarme –, los distintos aspectos de la vida humana son de inestimable ayuda para representarnos los múltiples modos en los que puede mostrársenos la naturaleza. Algo que también es válido, como tendrás ocasión de comprobar algún día, si se sigue el camino inverso…Pero, dime ahora ¿Cuán hermosa es la bahía de Pagasa, la casa de la diosa Tetis?
- Señor, – contesté con voz ensoñadora – cuando la contemplo el espíritu se me ensancha, como si quisiera escaparse tras ella…
- Eso que ahora en ti descubres, Femio, –interrumpió el venerable aedo, ajeno a mí –, es el efecto de la Kharis. El cautivador atractivo, el donaire que en ocasiones imprime a las cosas la voluntad divina. Es uno de los más destacados signos de la divina Tetis.
- Desde luego, es digna de una diosa –proseguí – En ella el amplio mar presenta tantos colores… desde el intenso cárdeno de las profundidades que vislumbro apenas en la alejada bocana; hasta el color de la piedra turquesa que se trasluce, como las cristalinas pomas egipcias, cerca de sus orillas. Parece como si el Ponto fuese perdiendo su terrible rostro y se tornase, conforme se aproxima a la costa, en el más amable, luminoso y bello rostro, al que coronase una guirnalda de blanquísima arena.
- ¡Yo no sabría haberla descrito mejor, a tu edad…! – Aprobó – Pero, si mis sentidos no me engañan, algo ocurre en tu encantador valle, pues el aire no sólo nos trae noticias de la fronda circundante, ni del anchuroso mar.
- A veces parece que vierais, maestro. En efecto, columnas de humo se elevaban a los cielos desde las faldas del Pelión, a nuestra diestra, ¡y aun no es tiempo de lim¬piar las dehesas y quemar los rastrojos!.
- ¡Esperemos no llegar demasiado tarde…! –me dijo entonces con misterioso tono.

¿Tarde? ¿qué quería decir? ¿qué o quiénes nos aguardaban?. Quise preguntar, pero mi maestro cubrió su rostro con la más muda indiferencia y nada añadió, así que, como aún nos quedaba más de una jornada de viaje, iniciamos el descenso, algo agradable y distinto de la penosa ascensión de estos dos últimos días. Como solía decir mi maestro “Sea lo que sea lo que encontremos, lo habremos de aceptar, pues la voluntad de alguna divinidad lo habrá puesto en el camino”.

jueves, 1 de febrero de 2007

El Ciego De Esmirna


Para Agustín, Inés y Jara
por tantas aventuras compartidas.







S
obre los últimos días de mi maestro, queréis saber. Y no es de extrañar, pues ya vuelan por estas tierras, como el ave que migra cada invierno, relatos sobre su vida y su misterioso final.

…¡Está bien! ¡como habría de negarme! Pesan por igual en mi, el interés de esta ilustre audiencia y la estima en que tengo a los señores del Templo, en esta ocasión en la que honráis mis canas con el inmerecido laurel.

Un relato haré, pero será sin duda un relato extraño. No vendrá de la mano del canto, aunque en él cantos habrá, como no podría ser de otro modo. Será, al modo de los cuentos que junto al fuego del mégaron narran los ancianos, un relato de las pasadas hazañas y aventuras. Pues de eso se trata: de un anciano al que brindáis ocasión para rejuvenecer con aquella aventura que compartió con su añorado Demódoco, cuando era un muchacho al que apenas le apuntaba el befo y caminaba al paso que marcaba el rapdós de su querido maestro, el venerable ciego de Esmirna.

Ya veis, como me alcanza la melancolía al traer a la memoria los caminos de la vida que ya anduve ¡Cómo olvidarlos!… y una cosa os puedo asegurar, en ningún otro tiempo, como en aquella ocasión, estuve tan cerca de vivir una gesta como la que relatan los venerables aedos.

¡Bien!… Acercaos a la lumbre, devolved a la vida al niño que fuisteis y que las palabras dibujen en vuestra mente, como las manos del pintor en los muros de esta sala, las escenas que a continuación se siguen y, sobre todo, atesorad paciencia y deseo, pues si todo transcurre como creo, más de un amanecer puede que vean nuestro ojos.