viernes, 25 de mayo de 2007

Capítulo Decimoctavo




- “¡Dime!, Oh Diosa, lo que ocurrió cuando, al mostrarse la joven Eos de rosados dedos; Odiseo bajó del lecho de la divina Calipso, única entre las diosas. ¡Desgrana el canto por allí donde desee tu ánimo! Que nosotros, atentos, lo seguiremos.”

Tenía la intención de continuar el relato que la noche anterior iniciara mi maestro, pero con la emoción, me salió una invocación titubeante y atropellada. No obstante había conseguido que la gente se sentara a escuchar y que su interés creciese al tiempo que aguardaban a los siguientes versos.

- “Odiseo se vistió con la túnica y el manto; mientras que la ninfa se cubrió con una gran túnica blanca, fina y graciosa, colocando alrededor de su talle un hermoso cinturón de oro y un velo sobre la cabeza con la intención de disponer la marchar del magnánimo Odiseo. Le dio, entonces, una gran hacha de bronce bien manejable, afilada por ambos lados y con un hermoso mango de madera de olivo bien ajustado. También le dio una azuela bien aguzada, y emprendió el camino hacia el extremo de la isla donde habían crecido grandes árboles, alisos y álamos negros y abetos que ascienden hasta el cielo, de madera ya reseca para que, ligeros, pudiesen flotar en las aguas. Luego que le hubo mostrado los árboles, marchó Calipso hacia el palacio mientras él quedóse cortando los troncos; acabando con rapidez su trabajo. Veinte cayeron a tierra, cortados por el bronce, tras lo que los pulió con destreza y los regló con la cuerda. Tornó entre tanto Calipso con unos taladros y, después de que hubo perforado todos los troncos, los unió unos con otros y los ajusto con recias clavijas y juntas de firmes encaje. Cuanto redondearía las tablas para hacer la quilla de una amplia nave de carga un hombre buen conocedor del arte de construir, así se esforzó Odiseo para construirse la vasta almadía. Labró después la cubierta, adaptándola a espesas cuadernas y dándole remate con un piso de largas regalas; puso en el centro un mástil con su verga en lo alto y construyó un timón para gobernarla y tras protegerla por todas partes con mimbres entretejidos como defensa del oleaje, la lastró con abundante madera. Mientras tanto, Calipso, divina entre las diosas, le trajo un lienzo para las velas que Odiseo fabricó con gran habilidad, adaptando luego en ellas escotas, drizas y bolinas, tras lo que la echó por medio de unos parales al mar divino.”

A medida que cantaba, mayor seguridad y soltura adquiría mi voz y volaban a mi mente los versos que había repetido, una y otra vez, a los largo de mi educación. Y, aunque nada sabía de navegación, allí estaba la balsa, flotando en la amplia cala, preparada para llevar a Odiseo por las rutas del mar de vuelta a su patria. La mayoría del auditorio no conocería el duro trajinar del marino, pero escuchaban con embeleso la destreza de Odiseo, haciendo suya la diligencia con que se aprestaba para afrontar la aventura de su regreso.

- “Al cuarto día ya tenía todo preparado. Y al quinto la divina Calipso lo dejó marchar de la isla después de lavarlo y vestirlo con ropas perfumadas. Entrególe además un odre de negro vino, otro grande de agua y un morral con víveres, y le añadió muchos manjares, gratos al ánimo; después le procuró un viento próspero y suave. Gozando de aquel dulce viento, desplegó las velas el divino Odiseo y, sentándose, comenzó a gobernar hábilmente con el timón la balsa; sin que cayese el sueño en sus párpados, pues velaba vuelto a las Pléyades, al Boyero de ocaso tardío, y a la Osa que otros dan por nombre el Carro, y que gira siempre en el mismo lugar, al acecho de Orión, y no se baña nunca en las aguas del océano. La divina Calipso, en efecto, le había ordenado que mantuviera la Osa a la mano izquierda durante la travesía. Diecisiete días navegó, atravesando el mar, y al decimoctavo pudo ver los umbrosos montes del país de los Feacios en la parte más cercana, apareciéndole como un escudo en medio del oscuro Ponto.”

No pudo Demódoco por menos que alzar el rostro con agrado al escuchar, pues el canto cuadraba como ninguno en mostrar el rostro benévolo de la divina Calipso, iniciando al héroe, tras la última prueba, en el camino de regreso a la tierra patria a través del inmenso mar, donde no existen rutas trazadas. …¡Tampoco es pequeña la travesía que tengo yo aquí delante! –sonrió al pensar el anciano. ¡Mas me vale encomendarme también a Atenea protectora de los pilotos para trazar con tino mi discurso!…
- No es mucho lo que puedo deciros en este instante, Acasto, – comenzó el aedo– pero, esta tarde, mientras volvíamos desde la acrópolis, me hablabas de las excelencias de Aristeo, asegurando que eran en todo dignas de vuestro padre.
- Así es, Demódoco – contestó el Pentarca.
- Al hablarme como hiciste, – prosiguió Demódoco– entendí que Hipomenes no tuvo durante toda su vida otro aliento que el de devolver a su linaje el poder que tuvo antaño en Pagasa. ¿No?
- Y así fue, en efecto –asintió Acasto.
- Y, recuerdo vivamente que me referisteis una sentencia que usaba para exhortaros. ¿recuerdas cuál era?
- Claro, Anciano. Hipomenes nos repetía que cuanto más cerca nos encontrásemos de la bahía de la diosa Tetis, mayor habría de ser nuestra cautela y determinación; solía decir que había que aprender a ocultar nuestras intenciones y controlar nuestros sentimientos, procurándonos siempre varias opciones para cada dificultad. Y repetía para exhortarnos: “si no puedo engañarlos, los compraré, si no puedo comprarlos, los conquistaré, si no puedo conquistarlos, los destruiré.”
- Te lo agradezco, Acasto. –Aprobó el aedo– Sin embargo, hemos de convenir que él no pudo ver su gran ambición culminada. ¿No es así?
- Tal como afirmas. –Asintió el Pentarca– Hipomenes murió en Pagasa pero, aunque pudo ver a su hijo aceptado por el consejo, no pudo conseguir que su linaje recuperase su derecho al trono de Yolcos.
- He de confesaros –prosiguió Demódoco dando un giro a la conversación– que al principio la composición que me hice de los asuntos de Magnesia era harto confusa. A menudo un extranjero, cuando llega por vez primera a otra tierra, se asemeja mucho a un ciego. ¡Imaginadme pues, ciego por partida doble! Así andaba, tanteando el terreno para poder reconocerlo. Con toda seguridad me dejé impresionar por el templo y esta sorprendente taberna. Las conversaciones que en ella escuché contribuyeron a que mi mente comenzase a dejarse obsesionar por ciertos aspectos de la rivalidad habida entre pelasgos y dorios en lo referente a los ritos femeninos; enredándome sin remedio. Sin embargo, la caída de Dryade hizo el peligro tan inminente, que mis pasos se volvieron de nuevo hacia otro punto de vista con los que considerar los asuntos que habían suscitado mi viaje: ¿por qué Aristeo, señor del Pináculo de Tántalo, nombrado para la atender de la frontera de magnesia, había extendido sus territorios de una forma tan provocadora, como contraria a justicia? Y ¿por qué lo había hecho tras la muerte del Rey Quirón, aliado de la liga? ¿Lo sabes tú?
- No. –Contestó con seriedad Acasto– Aristeo nunca me ha consultado los asuntos que tienen que ver con los colonos. Los suele tratar con los agrimensores y administradores.
- He de creerte, Acasto, –concedió en aedo– pero, sin duda, no serás ajeno a la conducta de vuestros mercenarios, un vez comenzaron los ataques a las granjas y los saqueos. Sin embargo, al parecer, no se tomó ninguna medida. ¿Por qué?
- Por supuesto que lo tratamos en consejo – Contestó Acasto con brusquedad, pues comenzaba a darse cuenta de que Demódoco lo interrogaba sin contemplaciones–. Aristeo hizo ver que la prudencia nos aconsejaba permanecer a la expectativa, pues no teníamos suficiente tropas para atacar a los centauros en su propio territorio sin vernos obligados a dejar desprotegida la ciudadela. Sus ataques eran violentos, concecía, pero estaba convencido de que, tal como habían aparecido, volverían a desaparecer. Así pues, confiábamos que, como otras veces, terminarían por cansarse y volverían de nuevo a enredarse en sus propias disputas.
- Pero no ha sido así ¿no? – Insistió el anciano–. ¿Podéis conjeturar qué plan podrían seguir los centauros hyperiones? ¿Cuáles eran sus objetivos?
- No, en efecto. –contestó-. Los centauros, entre tanto, encontraron un hegemón en el hermano de Quirón y sus ataques ya no fueron furiosos y repentinos, sino que se hicieron constantes y premeditados.
- ¿Podrías decirme si hallasteis alguna razón para ese extraño proceder? – quiso saber Demódoco.
- Lo ignoro. –Confesó el Pentarca– Si lo supiera, podríamos haber intentado alguna solución.
- Bien Acasto. A ver si yo me he enterado correctamente. Convengamos que, actuando de modo aparentemente inoportuno e inadecuado, Aristeo provoca la furia de los centauros, pero esta comienza bien pronto a no corresponderse en nada con su forma habitual de tomar venganza. ¿Dirías tú que su cambio podría deberse a que estuviesen siguiendo a un nuevo estratega?
- Podría ser, Demódoco –Concedió Acasto- . Ni siquiera hemos podido mandar emisarios para llegar a alguna forma de mediación. Pero de estar guiados por algún extranjero ¿no crees que nuestros informadores lo hubieran descubierto?
- Antes de poder responder –Advirtió Demódoco-, debemos continuar considerando juntos estos hechos, Acasto. De los sucesos de Dryade se desprende que los centauros parecen demostrar unos conocimientos bélicos que muy pocos saben desplegar por estas tierras. Quiero decir que han demostrado saber como trazar minas en el interior de los taludes de las murallas hasta desmoronarlas, así mismo, han tenido la presencia de ánimo necesarias para cumplir un asedio completo y, lo que culmina nuestra sorpresa, han mostrado un reciente e inesperado interés por el arte de la metalurgia. ¿No es así?
- Sin duda, y es de lo más extraño – Convino Acasto.
- Recuerdo – prosiguió Demódoco- que cuando Aristeo me condujo a la terraza de palacio, llamó mi atención sobre la inteligencia que demostraban los centauros al prepararse para el asedio de la ciudadela. ¿Crees que Aristeo también quería sugerir que alguien ajeno a los hyperiones podría estar guiándolos?
- Podría ser una explicación, pero me sorprende que albergando tal sospecha, Aristeo no me hubiese comentado nada. – comentó el Pentarca.
- Pero caso de aceptar esa posibilidad –Continuó el aedo–, concluiríamos que, como sin duda no se te escapa, los asuntos podrían llegar a enredarse más aun. ¿Quien podría tener interés en hacerse con la fragua de Dryade y acabar con la guarnición para dominar los pasos del Pelión? Y abordando el verdadero peligro, ¿quien se beneficiaría de que la guerra se extendiese por toda Magnesia, dominando las fronteras con Tracia y cercando las llanura de la fértil Larissa?…

Acasto y los presentes guardaron un sombrío silencio, pues las preguntas que había dejado caer Demódoco entrañaban implicaciones tan graves como sombrías. Etón estaba tenso, con las dos manos sobre la mesa, mirando nervioso en derredor, a pesar de que todo permanecía en calma, pues la gente estaba distraída con el canto.

- Pero, si las cosas pueden llegar a este punto, ¡Dime Acasto! ¿Cuál sería la posición de vuestro señor hermano? –preguntó el aedo con violencia para probar al Pentarca– ¿Por qué no han intervenido hasta ahora esas fuerzas mercenarias que Hipomenes adiestró, en las que os formasteis y que Aristeo continúa aumentando? ¿Acaso no podrían haber obligado a los centauros de regresar a sus campamentos antes de asolar Dryade y cercar la ciudadela?
- ¡No sigas, Aedo! ¡No he de escuchar ni un instante más insinuaciones que no hacen sino infamar a mi Señor Aristeo y a mí mismo! – exclamó el Pentarca, mientras se erguía con el rostro acalorado por la ira, apoyando las manos firmemente sobre la mesa que contenía, temblando, su poderosa fuerza. Por un momento el pecho ascendía y bajaba con violencia hasta que, con un lento pero profundo suspiro consiguió de nuevo refrenarse y hablar de manera sosegada.
- Nos hacéis responsables de la destrucción de Dryade como si fuese parte de un plan premeditado, de tal monstruosidad, que mi ánimo no lo puede aceptar. ¡Juro por la tierra, Demódoco, y por la cabeza de mi madre, Euriclea, que yo no he tenido nada que ver en esa horrible matanza!… Y ahora, he de irme a cumplir con mi obligación, pues no se si podré contenerme una tercera vez.

Demódoco se alzó con tanta rapidez que Acasto no tuvo tiempo de retirarse. El anciano, con increíble y tenaz fuerza, le asió por los hombros, atrayéndole hacia sí como para transmitirle, sólo a él, un secreto.

- ¡Pentarca!… ¿Queréis saber o no, lo que ha provocado esta tarde mi alarma? Si accedéis a escucharme, os lo diré…pero antes, volvamos a sentarnos, pues las miradas nos acechan y no es conveniente, en las presentes circunstancias, que os vean alterado por culpa de un forastero.

Efectivamente, a pesar de que yo cantaba con pasión los denodados esfuerzos de Odiseo por salvar su vida, no fueron pocos los que desviaron su vista hacia el grupo donde estaban Demódoco y el Pentarca. Ambos se habían vuelto a sentar, pero ni por esas dejó Demódoco de liberar los poderosos brazos del Pentarca.

- Cuando rememoro mi conversación con Aristeo –prosiguió con calma y seguridad el anciano aedo–, llama mi atención, una y otra vez, que tratase de distraer mi atención hacia asuntos triviales que mantuviesen mi mente ocupada. Cuando le pregunté por su interpretación de los planes bélicos de los centauros ¿sabes lo que me contestó? Según él, los centauros no tendrían otro objetivo que la mera destrucción de la ciudadela. Y esto a causa de que, según él, los centauros no estaban preparados para los irremediables cambios que la expansión de los aqueos estaba provocando. Tal conjetura sobre las motivaciones de los centauros me pareció al principio una extraña sugerencia. Me refiero a que sería un modo melancólico de afrontar el destino de su forma de vida. Sin embargo, algo más tarde… relacionando el relato de vuestra madre con el retrato de Hipomenes que me ofrecisteis mientras descendíamos hacia la taberna, una nueva luz se hizo en mi interior que me permitía ver hacia delante y hacia atrás lo que había ocurrió y lo que estaba por venir …
- ¡Queréis dejar de hacer el relato tan largo como nuestro regreso e ir directamente al asunto! – protestó Acasto, con impaciencia.
- Sí, tenéis razón… ¡Disculpad! –Titubeó Demódoco– Lo que quiero deciros es que mientras Aristeo trataba de hacer convincente esta imagen de las intenciones de los Centauros, lo recreó de un modo tan poético que en su interior creí descubrir las semillas de una verdad bien distinta.
- Sigo sin entender. –Protestó Acasto– Como no me deis nada concreto a lo que asirme, no pensare sino que los dioses os han arrebatado las mientes de las que tanto os gloriáis y no hacéis más que desvariar.
- Ya, ya voy…–rezongaba el aedo y por un instante distraído.

Pero… ¿Qué le había perturbado, robándole su concentración? ¿Tal vez había sido mi canto, el que le había robado la atención?… Un escalofrío recorrió su espalda de arriba a abajo, al percatarse de que yo estaba comenzando a improvisar ante su primer auditorio. Eso había sido, sin duda, lo que le arrebataba sin remedio del hilo de su discurso, colocando una sonrisa de reconocimiento allí donde la mirada no podía traslucir su asombro.

- “Lo descubrió entonces Ino Leucotea, la de hermosos tobillos, la hija Cadmo que en tiempos fue una mortal con voz humana, pero que ahora participaba del honor de los dioses en el fondo del mar. Compadeciéndose de Odiseo, pues sufría pesares yendo a la deriva; salió de las aguas semejante a una gran gaviota y, posándose en la balsa junto a él, le habló de este modo: <¡Desdichado! ¿Por qué con tal encono se ha encolerizado contigo Poseidón, el que sacude la tierra, para sembrarte de males de este modo? Es seguro que no habrá de destruirte por mucho que se ofusque; por lo tanto, obra de la siguiente manera, pues no me pareces andar falto de entendimiento. Despójate de esas vestiduras que en nada te convienen y abandona la balsa al poder de los vientos; entre tanto, bracea esforzándote por alcanzar la tierra de los Feacios, pues allí te está destinada la salvación. Vamos, toma este mantellina inmortal y extiéndela del pecho para abajo; no habrás de temer con ella, ni a los dolores ni a la muerte. Mas, cuando alcances con tus manos la tierra firme, libérala en seguida y arrójalo al ponto rojo como el vino, lejos de la firme tierra, manteniéndote apartado> Así dijo, entregándole el velo; tras lo que se sumergió en el alborotado Ponto, al igual que una gaviota, tragándosela una negra ola.

¿Por qué había insertado esa escena? –Me interrogaría Demódoco días más tarde, tratando de dar satisfacción a las preguntas que le asaltaron esa noche– ¿Por que hacer surgir a una diosa mostrando piedad por el destino de Odiseo? ¿Cuál era el sentido de esa asombrosa mantellina en la que le hizo envolverse para preservarle de toda fatalidad hasta llegar a tierra firme? Demódoco no dejaba de admirarse, pues el efecto que yo había conseguido era grandioso de pura sencillez. Por un instante, Leucotea –cuyo nombre era también el de la diosa Calipso y Tetis- coincidía con Atenea, la hija de Zeus, en prestar su auxilio al sufrido héroe para que renazca de la espuma y pueda regresar entre los demás mortales. Aquello le parecía asombroso, pero… ¿Con que fin –se preguntaba– había tejido en el canto ese exquisito brocado de imágenes y ecos?…

- ¡Señor!… ¿Qué os ocurre?… – preguntaba, extrañado, el tabernero.
- ¡Ah, sí!… –dijo Demódoco, recuperándose rápidamente– Disculpadme…Bien, considerad con detenimiento lo que se manifestó a mi corazón y a mi mente… –Continuó el aedo retomando el hilo– ¿Que suponemos que hizo Hipomenes cuando regresó a Pagasa? No nos resulta nada extraño que comprase para su hijo el favor del consejo de Yolcos. ¿A cambio de qué? Hemos de suponer que su fortuna era grande, pero la seguridad nunca se ha comprado con dinero, así que adquiere para su hijo una posición a cambio de no volver a hacer ninguna reivindicación, ni intentar revancha alguna. Con ello, es cierto, su ambición no se vio culminada, pero dejaba a su hijo en el camino. ¿No os lo parece, Acasto?
- Así podría haber sido. –Admitió todavía desorientado el Pentarca.
- A partir de ahí –prosiguió con una sonrisa Demódoco–, le tocaba a Aristeo hacer uso de las excelencias heredadas de su padre, como nos recordaste, y trabar con astucia, una audaz estrategia para ir a la conquista de una nueva posición. Lo primero que necesitaba era una base, un enclave donde asentarse y luego, más tarde, seguidores. Aceptó, para alegría de los notables de Yolcos, trasladarse a Tántalo; por entonces, un nido de águilas construido para vigilar las lindes con las tribus magnesias. Pero, con sentido práctico y gran disimulo, emprendió la colonización del valle del Anuros, trayendo gente de muchos sitios; gente que le serían fieles llegada la ocasión. En Yolcos les pareció un alivio que Aristeo se dedicase a mejorar las condiciones del limen magnesio; volviendo habitable lo que antes era un perdido castro en medio de la montaña. Mas, una vez dado ese paso, otros le fueron a la zaga. Efectivamente, los colonos demandaban herramientas y se abrían almacenes para abastecerlos, además, bajo la aceptable cobertura de la protección de las cosechas y del incipiente mercadeo poco a poco fueron engrosándose las edificaciones en el exterior de la acrópolis. Con lo que tomó forma su siguiente demanda: la construcción de la muralla. Aristeo propuso al consejo, de forma conveniente y persuasiva, la construcción de un recinto amurallado. Evidentemente los señores de Yolcos respondieron con prudencia que no había dinero en las arcas para tal gasto y que tendría que conformarse, como en otros lugares, con una empalizada. ¿Voy desencaminado, Acasto?
- No está muy lejos de lo que sucedió –convino el Pentarca.
- Aristeo –continuó el anciano–, les convencería de que se estaban originando tributos para Yolcos con el comercio y que él mismo costearía la edificación, si permitían construir unas murallas y trazar nuevos terrenos dentro del recinto. A lo que, por lo que se ve, consintieron. Así que, siguiendo con los contactos hechos en vida por su padre, Aristeo trajo ayuda de expertos para edificar la muralla. Pero, para que comprobéis que en todo esto también juegan su parte los dioses, el siguiente suceso no tuvo nada que ver con la previsión de Aristeo, sino que fue un regalo del consejo, fruto de la inepta gestión de los asuntos de la ciudad. Me refiero a la llegada de Plastene a Tántalo y la construcción del Templo. Por lo que he podido entender, alguien en Yolcos creyó que, al igual que en el Ática, se podría poner fin a las rivalidades entre los cultos dorios y los autóctonos, reformando el culto de Tetis, sin saber que este culto estaba enraizado, no ya en la bahía, sino también entre varias tribus a lo largo de las costas y de distantes islas. Tan torpe visión condujo a la expulsión de la escuela de nereidas de todos los recintos de la bahía y el sometimiento de los templos de la triple diosa a un único templo radicado en Yolcos. Aristeo, conocedor de la importancia política de la diosa –no en vano su padre se había movido por todas las costas–, se apresuró a acoger a la escuela de nereidas del puerto de Malea, donde estaba siendo iniciada la princesa de los centauros hyperiones, Plastene. ¿Estoy en lo cierto, Etón?
- No te equivocas. –Contestó el tabernero.
- No me extrañaría nada –prosiguió– que una vez que estuviera asentada la colmena, Aristeo pasase a acrecentar el odio de Plastene hacia los dorios y la sed de venganza. De todos es sabido que compartir un enemigo, une con mayor fuerza que cualquier otro interés común. Anoche pude darme cuenta de lo mucho que se conocen entre sí; no dejaron de mostrarme una animadversión tan sutil que se podía sentir la profunda familiaridad que se tenían. Pero ¿Por qué habían dispuesto esa parodia para mí? Pero, dejemos esto para más adelante y sigamos con la reconstrucción del proceder de Aristeo, ahora con una nueva aliada. Yo conjeturo que sería hasta cierto punto admisible que entre ellos se hubiera podido establecer una alianza política mediante un acuerdo matrimonial, pero para que tal ventajoso acuerdo fraguase, había que enfrentarse a un obstáculo infranqueable: el rey Quirón, padre de Plastene, aliado de los aqueos y una pieza clave en el equilibrio entre las tribus magnesias. Sin embargo, supongo que, llegado a ese punto, Aristeo descubrió que ya era tarde para contemplaciones y que, en esta ocasión, el obstáculo debía ser destruido. Accidentalmente Quirón muere de las heridas causadas por un jabalí en una partida de caza por las estribaciones del Pelión; esta circunstancia es utilizada por Aristeo con una rapidez inusitada. Sabedor de la rivalidad entre los hermanos y de la importancia de la mujer en la transmisión de la soberanía, concibe una excusa para provocar a los centauros y favorecer un líder más próximo a sus ambiciones.

Demódoco estaba sediento, con la boca pastosa y el estómago vacío. A su edad, no era mucho lo que necesitaba para sentirse recuperado, por lo que debía llevarse algo a la boca, aunque fuese un poco de carne seca o un trozo de pan duro. Así que hizo una breve pausa, pero cuando iba a pedirle al tabernero que le acercase un poco de vino, se detuvo pensativo… ¡ya no podía fiarse de nadie!, así que se contentó con algunas aceitunas que comió acompañadas de pan mientras se concedía un poco de tranquilidad y descanso.

- Entre tanto, –prosiguió Demódoco, mientras daba cuenta de la última aceituna y dejaba el güito en el cuenco vacío–… los preparativos de Aristeo continúan. Necesita dos cosas en su inminente conflicto con Yolcos: hacerse con el control de los desfiladeros del Pelión y abastecerse de armas; ambas cosas las consigue con la toma de Dryade. ¿Cómo lo hizo? Nada tan sencillo. Conocedor de las técnicas lidias de asalto, Aristeo enseña a los sitiadores a derrumbar fácilmente el recinto; se hace con la fragua, aniquila a la guarnición y toma posiciones en los pasos que comunican con Tesalia; como me señaló Ileo la otra noche. Una vez tomados los pasos entre el Pelión y Yolcos, consigue con ello que la ciudadela no puede recibir refuerzos de los Lapitas del Lago Boibe; sólo le queda aguardar, como la araña en la tela, a que las fuerzas de Yolcos intenten ascender a sofocar la revuelta. Las fuerzas mercenarias estarán preparadas una vez hayan sido desembarcadas en Milopótamos; mientras otras se dirigirán, a su debido tiempo, directamente contra los principales puertos de la bahía. Todo habría marchado sobre ruedas, si no fuese porque, un poco antes de su desenlace, aparece un molesto forastero que levanta sospechas y temores… entonces deciden, como es su costumbre, confundirme, enredándome en un sin fin de sospechas sobre Plastene o engatusarme con disquisiciones sobre los misterios del canto, todo con tal de impedirme que considerase una conspiración contra Yolcos. Yo, en efecto, me dejé enredar. Le dije que Liga le hacía el único responsable de lo sucedido y que Yolcos no tiene pensado enviar tropas para pacificar el Pelión. ¡La frustración de Aristeo debió ser enorme! ¡Todo ese esfuerzo para conseguir una posición más encumbrada y un nuevo aliado entre las tribus Magnesias! Y se veían en riesgo de perder los dos objetivos principales: la venganza sobre Yolcos y el trono.
- Entonces – prosigue con pasión- decide jugárselo todo a una sola baza. Debe conseguir, como sea, alejarme de la ciudadela y provocar que las tropas de Yolcos suban por esos desfiladeros. Con ese fin, monta una pantomima, realizando un sacrificio a Atenea y declarando solemnemente a continuación la ruptura con su propio linaje, con lo que me comprometía, como delegado de la Liga, con su protección y con la suerte de la ciudadela. ¡Aquello estaba fuera de toda expectativa!… ¿Qué tramaba, me preguntaba mientras volvíamos? No supe lo que os he relatado, hasta que me referisteis esa sentencia cuya parte final me aterró: “…
si no puedo comprarlos, los conquistaré, si no puedo conquistarlos, los destruiré.”…

El silencio se cernió de nuevo sobre los presentes como una densa oscuridad. Esta vez Acasto separo lentamente el taburete de la larga mesa y, con igual lentitud, observó a Demódoco y a los presentes. Sólo entonces posó sus manos sobre los muslos y bajando la cabeza dijo.

- Habréis de disculparme, venerable anciano –comenzó el Pentarca con dificultad–, pero me es imposible aceptar las acusaciones que habéis hecho. Aun aceptando parte de la reconstrucción de vuestro relato, no llego a comprender como extraéis esas crueles consideraciones sobre Aristeo y su conducta. Entre vos y yo hay mucha diferencia. Vos sois un sabio, mientras que yo soy un hombre de armas; vos componéis cantos y relatos sobre héroes y dioses. Vuestro es el dominio de la trama y del ritmo; yo he aprendido a recorrer desde mi infancia el camino del esfuerzo… Habéis compuesto, sin duda, una aventura asombrosa, aedo – prosiguió con más calma Acasto, tras un breve descanso–, como tenéis por uso en vuestro oficio. Sin embargo, de lo que habéis relatado no conocisteis nada que no fuera referido por otros y, aún así, ya os creéis con el conocimiento suficiente para abarcarlo todo, hasta lo que se guarda oculto en las entrañas de los hombres. ¡Venerable anciano!, soy un guerrero, apegado a los hechos y éstos son, por ahora, muy precisos: el señor de mi linaje es Aristeo, mi hermano de leche, y no me cabría mayor anhelo para mí que luchar por la suerte del linaje de los Hermones y, si así lo decretase la negra Ker, morir valientemente por ello.

Demódoco se levantó al mismo tiempo que el Pentarca, como si quisiera acompañarlo hacia la salida, pero, cuando hubo dado la vuelta a la larga mesa y estuvo a su altura, puso una mano sobre su hombro.

- Si es verdad lo que decís, Acasto, entonces temo por vos. Porque si yo estoy en lo cierto y vos equivocado, Aristeo no querrá dejar ningún testigo directo de una estrategia que se hará cada vez más cruel. Pero, no hay tiempo, querido Acasto. Estoy convencido de que Aristeo debe estar concertando la reunificación de las fuerzas para tomar posiciones. Si nada lo remedia, pronto llegará el momento en que el Pentarca deba luchar heroicamente en la defensa del Pináculo de Tántalo…y morir. ¿De qué otra forma crees que podría atraer a las tropas de Yolcos y a los Lapitas de Boibe, si no es con la caída de Tántalo? Y con ello borraría definitivamente toda sospecha que pudiera recaer sobre él, pues ¿A quién se le va a ocurrir que Aristeo planease la destrucción de la ciudadela, por la que se había esforzado tanto? Además, destruidas las fuerzas de Yolcos, podría aparecer como pacificador, estableciendo una conveniente alianza con los hyperiones a través de un matrimonio con Plastene y reclamando a cambio el ansiado trono. ¡Medítalo! ¿No da, con todo ello, por fin cumplimiento a su ambición, al odio de Plastene y al deseo de su padre? Sopésalo con calma y recuerda la estrategia del linaje de Hermón que Aristeo no ha dejado de seguir:

“si no puedo engañarlos, los compraré, si no puedo comprarlos, los conquistaré, si no puedo conquistarlos, los destruiré.”…

El Pentarca puso por un instante su mano sobre la del anciano aedo, queriendo transmitirle su afecto y, sobre todo, que no se marchaba resentido; luego, inclinando hacia los demás la cabeza a modo de saludo, giró sobre sí y salió con amplias zancadas hacia la puerta. La gente se volvía a su paso; algunos lo descubrían por vez primera y no sabían que concluir de su presencia en la taberna a tales horas. Otros ojos, que ya se habían fijado en Acasto desde hacía tiempo, temieron que una conversación tan prolongada no presagiara nada bueno.


viernes, 18 de mayo de 2007

Capítulo Decimoséptimo








La tarde languidecía cuando divisamos la esquina de la taberna, escasamente iluminada por un fanal colgado al saliente de una viga. Hacia poniente, el lucero parecía un brillante engastado en el domo azulado del firmamento, en cuya base, el sol moría con un último y fulgurante resplandor que la majestuosa cumbre del Pelión atesoraba; tiñendo de cárdeno sus laderas con la luz del ocaso. En la ciudadela, las callejas y pendientes que se abrían de camino al templo, parecían desiertas y el silencio sólo se quebraba por lejanos cascos de alguna acémila que resonaban sobre el empedrado o el quejido de algún portón al cerrarse.

Nuestra pequeña partida caminaba con decisión y en silencio; Acasto en cabeza, con su imponente figura de guerrero; un poco atrás, iba yo, envarado por el peso de mi maestro que requería toda mi atención. Así avanzábamos, cada cual absorto en su propios pensamientos, mas, cuando estábamos por descender el último trecho y ya se distinguía el ágora, resonó en la lejanía una tuba, cuyo ronco bramido despertó los ecos del valle, indicando el término de la jornada y el inminente cierre de las puertas del Pináculo de Tántalo. El Pentarca me miró fijamente, en un intento de darme ánimos para el último tramo, cuando, al volver la vista hacia la taberna, descubrimos que alguien parecía acecharnos, semioculto por las otras sombras que comenzaban a cercar al templo. Saltó entonces el Pentarca como una fiera en pos de la súbita aparición; torva la mirada y la mano en la empuñadura que sobresalía del tahalí de tachonado cuero que le cruzaba el pecho. Pero cuando llegó a la esquina del templo y se asomó al ágora, ya nadie había.

Al ver la embestida de Acasto y siguiendo mi primer impulso, me arrimé al refugio de la pared más próxima, protegiendo a Demódoco que, como un niño prendido a las ropas de su ama, preguntaba con una voz que quería parecer tranquila.

- Por Zeus ¿qué pasa? ¿A qué viene esa alocada carrera y que me aplastes contra la pared como si fuese un asno en una cruce de calle?
- ¡Descuidad! No ocurre nada, Acaso creyó ver a alguien oculto en la esquina del templo.
- ¿Debo temer? —preguntó mi maestro, creo que más por dar sentido a mi ansiedad que por que él sintiese alguna.
- Ahora lo sabremos —le respondí, más por cumplir con mi cometido que por que atisbase una conclusión.

En eso, llegamos a la esquina donde nos recibió el Pentarca animándonos a que atravesásemos rápidamente el umbral, mientras él permanecía en la puerta, sondeando la oscuridad. Una vez dentro, nos encaminamos directamente al patio donde el fuego ardía proyectando su lúgubre danza sobre las paredes del recinto. Las mesas estaban dispuestas como en las anteriores noches, aguardando a sus ocupantes junto a las columnas del mégaron, pero todo parecía desierto. En las estancias de la galería no había luz alguna mientras que, más allá de las columnas, tras la densa oscuridad que ocultaba la hoguera, sólo se vislumbraba el tenue resplandor de las cocinas, ocultas tras el cortinaje. El lugar me ofrecía la impresión de una tensa quietud.

Plantado en medio del patio, decidí aguardar la llegada del Pentarca, mirando cuidadosamente en derredor. Repentinamente, se abrió el cortinaje de las cocinas forzándome a levantar el manto para ocultarme de la cegadora claridad que de allí surgía. Cual fue mi espanto cuando creí ver, al trasluz de la tela, la silueta de un fornido varón que avanzaba hacia nosotros a grandes zancadas. Aquella aparición hizo que diese un paso atrás, topando con mi maestro quien, alertado por los pesados y veloces pasos, ya batía en el aire su recio bastón.

- ¡Gracias a los dioses! ¡Estáis aquí!… Temíamos por vosotros. – Exclamó Etón ya visible en el mismo instante que las cortinas recuperaron su antiguo reposo y la luz de la hoguera mostró el alegre rostro del tabernero- ¡Aglaya ha estado desde ayer en un ¡ay!; saliendo a la esquina de vez en cuando, por ver si veníais! – Añadió señalando a la muchacha que entretenía sus nerviosas manos tratando de estirar su tosco sayón de sarga- ... Menos mal que todo se ha quedado en un susto. Pero, ¡Pasad y sentaos!; ahora os hago traer algo… no os quedéis ahí, de pie.
- Rápido, Etón. – urgió Demódoco alargando la mano hacia él— No hay tiempo que perder. ¿Sabes si Ileo ha salido ya para Yolcos o está aun en la ciudadela?
- Lo ignoro, anciano – Respondió alarmado el tabernero abriendo los brazos—. Una jornada se cumplió desde que le visteis. Si vos queréis, mandaré a alguien para que vaya a buscarle a casa de los parientes que le acogieron.
- Es lo mejor, Etón – convino Demódoco con el entrecejo fruncido— Que se dé prisa y si aun no ha salido, que se presente aquí a la carrera.

En lugar de enviar a Aglaya, Etón se dirigió él mismo hacia las cocinas, mientras que la muchacha permanecía de pie junto a la mesa, extrañamente inquieta. En ese instante, Acasto se acercó desde la entrada a buen paso, lo que aumentó la inquietud de la joven.

- No he conseguido ver a nadie ahí fuera. –Exclamó preocupado el Pentarca— Es como si hubiera volado.
- No le des más vueltas, mi buen Acasto. – le tranquilizó Demódoco– Quien estaba en la esquina no era nadie que nos aguardase buscando nuestro mal, sino mi fiel Aglaya que aguardaba nuestro regreso. ¿No es así? –Le preguntó con cariño a la joven, pero cómo no respondía, Demódoco comenzó a inquietarse.
- ¿Qué tienes Aglaya? – le preguntó acariciando la silueta de la joven— ¿No tendrás miedo del Pentarca? Si así es, nada temas, pues es el hijo de una persona que me es muy querida.
- Señor… – comenzó titubeante la sirvienta, arrugando su ropa— Anoche, muy tarde ya, cuando la mayoría se habían ido a acostar, regresó Plastene del palacio. Y, en lugar de subir a sus aposentos, bajó aquí, llamando a voces a mi señor. Yo estaba a punto de retirarme, pues me habían encomendado cubrir de cenizas las ascuas de los hornos y fogones para que durasen hasta la mañana siguiente. Así que me fui a darle aviso. Etón se presentó ojeroso y cansado. En cuanto vislumbró la fría mirada de la señora, mandó que me retirase; bien sabía que esa expresión no presagiaba nada bueno. Yo hice como que me dirigía a acostarme sobre el ancho asiento que hay junto al horno, pero me oculté tras la cortina de la entrada. No es mi costumbre, no crea, escuchar las conversaciones ajenas, pero vos no habíais vuelto aun y resultaba extraño que la señora tuviera una urgencia que no quisiese satisfacer en sus aposentos. Así que, temiendo que os pudiese haber ocurrido algo, decidí atender a lo que decían.

- Bien hecho hija, pero dime, ¿qué quería Plastene? – preguntó con interés el aedo.
- La señora parecía furiosa, con el rostro alterado y enrojecido cuando habló con Etón “Ese aedo y su pupilo no han de permanecer por más tiempo en esta casa. Así que, ya estas poniendo sus pertenencias en el zaguán y en cuanto regresen les comunicas que han de seguir su camino. ¿Me has entendido? Por aquí no los quiero volver ver…” – Eso dijo y, a pesar de que el tabernero hizo ademán de hablar, le dio la espalda y se encaminó hacia la escalera que conduce a los dormitorios del templo. Mi señor Etón se quedó como una estatua; luego, rascándose la cabeza, cogió la puerta y no regresó hasta bien tarde, cuando yo ya estaba dormida.
- Muchas gracias por tu interés, Aglaya. –respondió Demódoco– Por todos lados quieren que dejemos la taberna… esta misma noche... –remarcó— pero ahora vuelve a tus tareas sin llamar la atención. Quien sabe si tendremos necesidad de tus buenos servicios más adelante.

La muchacha se fue más tranquila y nosotros buscamos asiento en una mesa cercana al fuego para mejor protegernos del relente. Allí permanecimos, aguardando el regreso del tabernero, mas como se retrasase, Demódoco comenzó a dar muestras de agitación; asiendo con ambas manos su rabdos y balanceándolo hacia atrás y adelante, una y otra vez, hasta que, como si un daimón se lo ordenase, lo hacía descansar contra su frente.

- ! ¡Cuanto tardan! –Exclamó por fin— ¡Ojala estuvieran ya de regreso¡
- ! Demódoco! ¿Qué ocurre? –Preguntó el Pentarca—. Debo partir a las puertas para llevar la guardia saliente de vuelta a la acrópolis, pero no quisiera irme sin que me digáis el motivo de vuestra impaciencia.
- ¿Qué puedo deciros? Acasto. –Respondió el aedo— He sido un ingenuo y un necio de la peor y más peligrosa especie; de aquellos que, confiados en sus propias fuerzas, se muestran tan altaneros que no consiguen sino precipitarse; como la res que, embaucada por el cabestro, trota confiada hacia su fatal destino. ¡Cómo no sospeché nada antes! Si algo ocurriese a la ciudadela, ¡no me lo podría perdonar…! ¡Con que ingenuidad me dejé distraer por sus delicadas palabras!….
- Pero ¿de quién habláis ahora? –Protestó Acasto— ¿Por qué esa alarma? No os entiendo. ¿No podéis explicaros mejor?

Demódoco se giró, dando la cara al Pentarca y como si quisiera recibir de él todas las impresiones que le estaban vedadas al escrutinio de sus ojos. Pero mientras parecía meditar en su interior los sucesos de los dos últimos días y las múltiples conversaciones habidas, regresó por fin Etón con Ileo. Y no fueron los pasos resonando en las losas del patio lo que sacó a Demódoco de sus pensamientos, sino el tenso e inquieto silencio que, por un tiempo inabarcable, siguió a su llegada.

- ¡Por fin! Ya estáis de vuelta. –Exclamó al fin Demódoco, volviendo de su silencio—Ileo, doy gracias a los dioses por que aun no hayas partido. Ahora, por favor, sentémonos en algún lugar a resguardo de las miradas; bien cerca de las cocinas desde donde podamos ver quien entre y salga de este recinto o quien se asome a la galería.
- Pero, venerable anciano, – Se lamentó el tabernero— ¿quién va a venir esta noche, después de tan terrible desgracia?
- Me defraudáis, Etón, –Protestó el aedo— pensé que erais mejor conocedor de los hombres. La gente, cuanto mayores son las desgracias que le atosigan, más buscan la compañía de sus semejantes. No tengáis cuidado, vendrán. Tal vez más tarde, seguro que con temor al decir ajeno, pero, en cuanto unos pocos se hallen aquí, no tardarán en sumárseles los demás.
- ¡Femio!…– Me llamó en un susurro Demódoco.
- Aquí me tenéis, maestro. – Contesté alargando la mano hasta rozar su hombro.
- Hoy necesito de ti, hijo, como nunca antes lo hice. –Me dijo con calor y confianza—. Cuando la gente de la ciudadela esté aquí, se sentirá al principio acompañada y complacida. Pero si no encauzamos ese sentimiento, los recuerdos comenzarán a inquietarles y el temor dará rienda suelta a sus pasiones. Cuando fobos se introduce en nuestras entrañas, vacía la mente, doblega los miembros y puede arrastrarnos como hoja en la corriente. Así que, para que no dé rienda suelta a emociones sin medida ni sentido, hay que mostrarles un cauce para que pueda verterlas, pues ¡créeme!, nada hay más peligroso que la turbamulta a la que mueve el miedo. Por ello, en tí confío, dales curso a sus sentimientos a través de las rutas de tu relato.

- Así lo haré, maestro. – Le aseguré, haciéndome a un lado.

Eso era todo lo que Demódoco precisaba saber en las presentes circunstancias. Así que, saqué la cítara del morral y, liberándola de la suave envoltura de tafetán que la preservaba del polvo, comencé a templarla. Demódoco sonrió al sentir de nuevo la música, como si recibiese un saludo familiar que le animaba ante el reto que le aguardaba. Así que se trasladaron a otra mesa dejándome junto al estrado, vigilando la entrada y recorriendo las cuerdas de las que extraía, distraídamente, retazos de las pasadas canciones. Nadie había en la galería, pero esta vez no sentí la premiosa ansiedad de la pasada noche; como si, en medio de esta agitada jornada, algo, sin saber muy bien qué, hubiese cambiado en mí. “Todo, lo bueno y lo malo, nos viene de la mujer.” Recordando las palabras de Euriclea. Los miré con detenimiento. Hubiera querido conocer lo que mi maestro tenía que comunicarles; compartir su sabiduría, pero comprendí que me había otorgado una misión en sus proyectos y tenía que cumplirla. La idea de formar parte de sus planes hizo que me calmara. Así que me sumí en mis ensoñaciones pues no sabría hasta algunos días después lo que allí se trató.

- Acasto, antes de comenzar –advirtió Demódoco dirigiéndose al Pentarca—, quisiera que consideraseis que os hablo en confianza, como hijo de Euriclea y pensando en todo lo que ella significa para mí. Sin embargo, te confesaré que me asaltan ciertas reservas puesto que sois hermano de Aristeo, además del Pentarca de su guardia. Seguro que habéis crecido al tiempo que ese gran proyecto de vuestro padre por devolver al linaje de los Hermones a su arrebatada posición. Por eso me pregunto, ¿Cómo podría dirigirme al hijo de Euriclea, sin ofender al hijo de Hipomenes?…Bien, puedo considerar que podrías confiar en mí por el lazo que me ha tenido unido al corazón de vuestra madre y porque puede que en vuestra infancia haya sido una figura familiar; alguien que surgía cada vez que Euriclea os relataba los reveses de su destino… Confiado es ello podría, por tanto, comenzar sin reservas, sin embargo, un temor me detiene. Me digo ¡Demódoco, no ha de tardar el momento en que se entere de que vuestra presencia en Tántalo no se debe al azar, sino que, como delegado de la Liga de la Anfictionía Tesalia, se te ha encomendado informarte de los conflictos que se están desarrollando a esta parte del Limen magnesio. Como podéis comprobar –añadió, dirigiéndose también a los presentes que le miraban asombrados— los dos observamos distintos compromisos y lealtades. Pero la cuestión principal aquí es que lleguéis a distinguir quien es, en este instante, el que os habla. ¿El aedo, o el Delegado de la Anfictionía? Y que lleguéis a confiar en que no hay intereses ocultos, pero ¿Cómo conseguirlo? En mi caso las cosas son más sencillas que en el vuestro, pues para mí, preservar la convivencia pacífica de esta zona supone ver cumplido mi deseo de otorgar seguridad y bienestar a vuestra madre. Mas vos, como varón educado entre hombres de armas, estoy seguro de que valorareis la lealtad y la obediencia por encima de todo. No llegaríais a ser un varón de valía, si no consiguieseis descollar en la larga campaña en pos de la reparación del ultrajado honor de vuestro linaje. Bien sé todo eso…por eso mismo, quisiera ahora exhortaros ¡por el bien de la ciudadela y por la seguridad de vuestra madre! ¡Si en algo os importa que pase los tristes días de la vejez alegrándose al contemplar a su hijo vivir como un varón poderoso y respetado que habrá de preservarla en el futuro de toda incertidumbre!… ¡escuchad atentamente lo que tengo que deciros!, ¡guárdalo en vuestro interior y sopesadlo conforme a vuestra razón y vuestro ánimo, pues únicamente juntos podremos hallar una salida en este terrible asunto que amenaza con destruir la ciudadela de Tántalo¡.

Calló Demódoco y un tenso silencio envolvió a los presentes que ni el crepitar del fuego conseguía disimular. Repentinamente, Acasto hinchó su pecho y suspiró. Todos los que podían contemplarle contuvieron la respiración, sólo Demódoco alzó la barbilla a la espera de su discurso.

- ¿Por qué no completáis de una vez, Demódoco, vuestro discurso; aun temiendo mi cólera? – le urgió el Pentarca— ¿Quién conoce lo que habrá de ocurrirnos un instante después? Sólo Zeus previsor conoce el porvenir de los hombres. Decid lo que tanta cautela os provoca; que yo, por mi parte, intentaré refrenar el orgullo si mi ánimo se enciende, considerando que lo hacéis pensando en lo mejor para mi madre y la ciudad.

Demódoco escuchó atentamente lo que Acasto le decía y que no hacía sino confirmar sus temores, dejándolo un estrecho resquicio por el que llegar a su corazón. El Pentarca no le creería, con toda seguridad, mas, con todo, lo importante era que, al menos, atendiese a lo que tenía que decirle sin revelárselo a su hermano Aristeo. Si conseguía esto, tal vez la sensatez de su madre vendría a equilibrar el orgullo de su padre, y tendrían una mínima oportunidad… él y la ciudadela. Mas, cuando por fin iba a emprender el discurso, hice sonar con brío las notas de la cítara; avisándoles de que ya se abría el cortinaje, dando paso al primer grupo de la esperada concurrencia. Entonces, desde mi lugar en el estrado, colocando bajo mi pie el tachonado escabel comencé a tocar.

De inmediato, alertadas por las voces, las esclavas salieron de la cocina, colocando sobre las mesas las enroscadas mechas de sebo y disponiendo las jarras y las copas. Poco a poco los presentes crecieron en número, como había predicho mi maestro, y la confianza comenzó a extenderse con sonrisas y saludos. ¡No había tiempo que perder!, pronto querrían informarse del destino de unos y otros y con la desgracia convocarían a la incertidumbre y al temor. Así que, comenzando con un armonioso arpegio, inicié el primer canto público de mi breve vida.


viernes, 11 de mayo de 2007

Capitulo Decimosexto



Debí suponer que estabais aquí, –exclamó con voz potente Acasto, el Pentarca— Si queréis llegar al atardecer a la taberna debemos pensar en ponernos en marcha. He de ir a reforzar la guardia de las murallas, así que podemos ir juntos… pero si preferís quedaros, lo comunicaré a mi señor Aristeo.

Apenas se había fijado Acasto en cómo estaban las cosas cuando entró, pero cuando hubo recorrido la cocina y bajado los dos primeros tramos de escalera, pudo percatarse de que algo estaba sucediendo. El servicio de la cocina que siempre estaba atareado, se encontraba a su llegada reunido en torno de la mesas, junto a los demás y ahora se dirigían precipitadamente hacia sus ocupaciones habituales; Euriclea, que se había girado para mirarle llegar, sostenía un instante las manos del anciano aedo; mientras el joven discípulo, que hacía un instante ocultaba su rostro entre los brazos, como si durmiera, había dado un respingo y se había incorporado con cara de no haber roto un plato; como aquellos niños que salían de los huertos al paso de la ronda, con las manos a la espalda y la boca aun manchada de fruta. Hizo como el que no se había dado cuenta de nada, pues estaba acostumbrado a controlar su expresión, al menos, a simular sus sentimientos.

No había otro remedio; desde que era Pentarca el recelo le seguía allí donde iba; pero lo que más le pesaba era el silencio que él, de natural afable, no conseguía romper aunque lo desease. A su paso, sentía claramente las sonrisas forzadas, los halagos interesados y, por todos lados, la desconfianza. Hacía ya tres años que ocupaba el cargo; el tiempo que tardó Aristeo en desembarazarse del anterior Pentarca que habían destacado desde Yolcos para controlar al señor de Tántalo en su jaula de oro. La gente había comentado que parecía demasiado joven e inexperto, aunque él había estado desde los diecisiete años vinculado a los grupos de mercenarios que el anciano Hipomenes formara en el limen de Beretsan y, más al sur, en su emporio de Kersonessos, en la frontera con los tauros. Contra estas tribus había recibido su primera experiencia en la lucha y, desde entonces, siempre había estado al mando de diferentes unidades; adiestrándose en pequeñas unidades de hombres que se combinaban según las características del terreno. También había ensayado lo que llamaban “el muro”: una formación de escudos embrazados con largas picas de fresno endurecido al fuego y que utilizaban para refrenar el empuje de la primera línea de la caballería escita, mientras los peones, ocultos detrás, les atosigaban con una lluvia de venablos y flechas. No, no era un inexperto en las artes de la guerra y sus hombres de sobra lo sabían.

- Ahora se van, hijo, –dijo Euriclea, tratando de controlarse, y luego añadió, dirigiéndose a Demódoco–; por mucho que desee que no nos separemos, son muchas las cosas que me unen ya al destino de este palacio. La dicha de haberte vuelto a ver compensa los futuros sinsabores. Ve, no hagas esperar al Pentarca, es muy testarudo, tiene a quien salir.

Inmediatamente me levanté y rodee la mesa para acercarme a Demódoco, con cuidado de apenas tocarle. Esperaba con paciencia a que se tomase su tiempo, pues creía saber que nada iba a ser igual y mi maestro necesitaría de toda su energía para rehacerse. ¿Qué estaría pensando en ese instante? ¿Cómo aceptaría tener que partir, de nuevo, dejando a Euriclea? En ese momento sentí una profunda piedad por él; al que sentía desorientado, torpe y repentinamente envejecido.

- Es triste tener que despedirnos una vez más, mi querida Euriclea. Lo sabes. – Dijo al fin el aedo— Aunque que las circunstancias no sean las mismas, nos aguarda un futuro incierto y siento este adiós, con igual desgarro que entonces. Nunca antes me había pesado esta vida nómada; debe ser que me hago mayor y me duele pensar que el pasado no ha de volver.
- Demódoco, tu nunca has sido un hombre melancólico ni dado a doblegarte en la desdicha. – Le replicó la despensera— Te he conocido en momentos de incertidumbre y dolor mayores que este y siempre me confortó tu ánimo paciente y emprendedor. No te preocupes por mí; ve y sigue tu camino, todavía tienes un destino que cumplir.

Demódoco se levantó al fin, posando su mano sobre el hombro de Euriclea quien sentía en ese acto todas las palabras que podrían haberse dicho. Cuando el aedo estuvo dispuesto, la despensera la acarició dulcemente la mano y le dejó partir en su corazón. Él se irguió con un hondo suspiro, buscando mi hombro para marchar tras Acasto, quien abría camino hacia los corrales de la cocina.

Cruzamos en silencio el patio, desembocando en la explanada por el lateral del palacio. El sol iniciaba su último tramo antes de ponerse tras los montes; sobre nuestras cabezas, en el brillante cielo, dos águilas surcaban el aire disputándose una liebre. Sus agudos chillidos nos sobrecogieron. Acasto alzó la mirada siguiendo las evoluciones de las dos espléndidas rapaces. En una de sus acometidas, las águilas enredaron sus cuerpos, entorpeciendo su poderoso vuelo y dejando caer la presa que cayó a plomo en la corriente. Entonces, con aguda voz se alejaron cada una por su lado, perdiéndose entre los montes.

- Parece que nadie se aprovechará esta noche de la presa. – Comentó Acasto. Por lo que el anciano sonrió y, elevando las palmas al cielo, exclamó…
- ¡Padre Zeus! ¡Señor de dioses y hombres! Si has de cumplirnos que la ciudadela no sea destruida por los enemigos que se la disputan, concédeme el favor de otra señal.

Asombrados por el ruego, proseguimos un trecho hacia el sendero que bordeaba los altares, cuando nos sorprendió encontrarnos al señor de Tántalo que, de pie ante uno de ellos, oficiaba un sacrificio. Llevaba una túnica blanca y la cabeza cubierta por una amplia tela, también blanca que dejaba ver únicamente el rostro. Él no se había percatado aun de nuestra llegada, cuando unos esclavos se acercaron con una blanca novilla de redondeadas grupas. Tras ellos dos hombres portaban una jofaina con agua lustral y una cesta con cebada tostada dentro; cerraba la comitiva el matarife llevando sobre el hombre una afilada hacha de bronce. Sobre el breve altozano, tres mujeres, cubiertas de oscuro velo, observaban con atención cuanto sucedía. Cuando todos estuvieron junto al pedestal, Aristeo comenzó las abluciones y esparció la cebada suplicando retiradamente a Atenea, tras lo que arrojó al fuego que ardía en el ara algunos mechones de la testuz del animal.

Cuando acabaron de hacer los ruegos y los ritos propiciatorios, cogieron a la novilla y, acercándola al altar, el hombre hendió con destreza el cuello con el afilado bronce, al tiempo que las mujeres, ocultando sus bocas con las manos, proferían un agudo ulular de júbilo. Cuando esta escena hubo terminado, levantaron a la novilla de la tierra y le hincaron el agudo hierro para que, con la sangre, la res perdiese con presteza la vida. Después de que la oscura sangre empapase la tierra y el aliento abandonase los huesos, procedieron descuartizarla, cortando los cuartos según era preceptivo y, cubriendo las entrañas de grasa por todos lados, Aristeo los puso sobre la parrilla para que el fuego los devorara, mientras los bañaba con rojo vino, tiñendo las crepitantes brasas.

Observábamos con asombro el sacrificio, mientras Demódoco esperaba con semblante serio, reconociendo los familiares ritos del sacrificio. Cuando las llamas hubieron consumido los cuartos delanteros de la res y los sirvientes se habían llevado el resto para ensartarlos en los espetones, Aristeo se lavó y secó con cuidado las manos. Pareció que se percataba en ese instante de nuestra presencia pues, componiendo su manchada túnica y el manto, se encaminó hacia nosotros.

- ¡Anciano! – Dijo con voz potente y seria— Con este acto cruento, quedan atrás todos lo lazos que mantenía con el culto de mis mayores. Estoy, pues sin linaje, sin patria ni aliados. Marchad en cuanto os sea posible y comunicar a los hegemones de la liga que envíen cuanto antes ayuda, de otra forma, únicamente los dioses puede salvar la ciudadela.

No bien hubo acabado de hablar el señor de Tántalo, cuando sobre la montaña sonó un tremendo trueno que retumbó y se multiplicó por los valles del Pelión, causando espanto. Todos se sobrecogieron, pues en el firmamento no asomaba ni una nube. Entonces Demódoco, se dirigió al señor de Tántalo.

- Aristeo. – Contestó Demódoco con voz igual de firme— Vuelve a tu palacio y apréstate para el inminente asedio. Dispón todo con presteza, que los dioses asisten a quien se ayuda. Yo veré la forma de marchar hasta Yolcos, aunque, en mi caso, no será empresa sencilla.

Y diciendo esto me apremió para descender por el sendero que conducía a las puertas de la acrópolis. A su lado marchaba Acasto, silencioso, observando de vez en cuando a Demódoco y perplejo, tal vez por el tono dominante que había empleado con su señor Aristeo. ¿Quien era este personaje –sin duda se preguntaría— que irrumpe en la ciudadela como un venerable aedo y al poco tiempo da órdenes a su señor? Aun asombrado, se adelantó camino del edificio de la guardia para convocar a los reemplazos y ordenar los refuerzos para las murallas. Los hombres, que ya estaban esperando, se apresuraron a cumplir las órdenes del Pentarca y, formados por el más veterano en dos hileras, se dispusieron a marchar con todos su pertrechos hacia los puestos encomendados. Tras ellos, con el cansino paso al que nos obligaba la edad y la ceguera de mi maestro, marchamos nosotros componiendo un risible conjunto.

El día comenzaba a declinar mientras bajábamos por las empinadas cuestas, después de traspasar las puertas de la acrópolis, custodiadas por la imponente mole de los leones. Parecía que finalmente bajaríamos solos, pero al rato, bajando a buen paso, el Pentarca nos dio alcance. Parecía más tranquilo y jovial, incluso respiraba con deleite el frescor de la tarde.

- Así que os habéis encontrado de nuevo, –dijo Acasto—, los dioses son misericordiosos con las almas nobles. Y Euriclea se cuenta entre ellas.
- Es bien cierto y un hermoso cumplido, propio de un buen hijo. – Comentó el anciano, provocando, como por otra parte era su gusto, la sorpresa del Pentarca.
- ¿Os lo ha dicho ella, Demódoco, o es que nada se os escapa? – Dijo para complacer al anciano— En efecto, Euriclea es mi madre. Esta era una sorpresa que me guardaba para mejor ocasión, pero esta no es peor que otras…
- Y decidme, mi buen Acasto, – le interrumpió el aedo— ¿cuando supiste mi identidad, se lo comunicaste a alguien más, aparte de a tu madre?
- A nadie más, ¡por el perro! – Protestó el Pentarca— Pero si lo preguntáis por lo que pueda saber o sospechar Aristeo, he de deciros que no sólo somos hermanos de leche; también nos amamantaron los recuerdos de juventud vividos en la lejana Creta.
- Ya veo. – comentó pensativo Demódoco— Así pues, antes de la cena, Aristeo sabía de mi pasado. Y por mi vinculación a la hermandad de los homéridas en Esmirna, no le habrá sido difícil vincularme a los grupos eolios de la Liga y suponer, de antemano, que yo podría estar jugando un papel diferente al de mero aedo. Realmente, – añadió pensativo— vuestro señor hermano es un personaje muy astuto e inteligente, lo que hace que sus intrigas sean sutiles y tortuosas.
- Mi señor hermano –admitió sonriendo— Como vos decís, ha tenido el mejor maestro en la astucia, las mañas y la ambición: El rey Hipomenes, su padre, que en todo cuanto emprendía era un hombre portentoso.
- ¿Ah, sí? –comentó con risueña sorpresa— Háblame de ese Sísifo de Pagasa.
- Nació en una familia humillada y melancólica –comenzó Acasto, sin hacer caso de los comentarios— exiliada en un enclave comercial en la frontera de los tauros, en medio del Ponto axenos. Pero, desde muy joven se fue familiarizando con las poblaciones que le rodeaban, conociendo sus costumbres y temiendo su poder. Lo que para su familia era considerado como el fin del linaje de los hermónidas, con el asilvestramiento de su heredero, para él era el camino del conocimiento y el temple. Se casó con una princesa de los montes y estepas del lugar, Khanralis, una fuerte muchacha de piel oscura y profundos ojos que, como las otras muchachas escitas, salía de caza y gobernaba a su pueblo. Después que hubo establecido alianzas con los escitas, y hubo asegurado las fronteras con los tauros —salvajes habitantes de los montes costeros— cambió sus intereses militares por los económicos y puso todo su empeño e ingenio en hacerse con los conocimientos necesarios para poder adquirir libertad además de seguridad. “No hay libertad, donde uno no es señor de su destino”, solía decirnos cuando Aristeo y yo le acompañábamos en alguna de sus incursiones comerciales o militares. “Si los escitas son señores, es por que tienen caballos, nosotros lo haremos con los caballos de Poseidón”. Esa fue su jugada. Con disimulo y tesón fue convenciendo a los comerciantes jónicos que se aventuraban a esas tierras en busca de buena pesca, esclavos y oro, y que le debían la seguridad en sus empresas, que se sentiría muy honrado si, en adelante le consideraban como un comerciante benefactor. Con mercancías y oro compró algunos barcos construidos en las costas jónicas y con tripulación adiestrada por los comerciantes consiguió moverse por las costas explorando en busca de nuevos y provechosos recursos. Así fue como llegó hasta la isla de Beretsan, en un gran estuario formado por las aguas de dos grandes ríos.
- ¿Y dejasteis el destierro para estableceros allí? —preguntó mi maestro— Renunciaba Hipomenes a todo su pasado.
- Esa isla era un lugar paradisíaco en primavera y verano, con una cala de fácil acceso y un suelo rico y provechoso. La pesca era excelente y más allá de las marismas que se habrían en la costa continental, se extendía unas extensiones inabarcables, esperando el arado y la siembra. Pero no, no se estableció definitivamente. Allí estableció una factoría de curado y salado del pescado: acondicionó en las marismas los esteros para la extracción de la sal que luego utilizaban para salar el bonito, el salmón, el esturión, el sábalo y la perca que vendía a los comerciantes que llevó consigo. Levantó una regia casa en la desembocadura de uno de los ríos; en una altiplanicie a la que parapetó con muros de adobe. Plantó trigo en la planicie que rodeaba a la casa, la kóra solariega, trayendo esclavos de muchos lugares con ayuda de sus contactos escitas y sus negocios aumentaron tanto y tan rápido que el lugar fue llamado Olbia, la prospera. Cuando llegó a la edad de cuarenta años y se convirtió en jefe de la casa de los descendientes de Hermón, era un hombre rico y respetado en todas esas tierras; mientras que se había ganado el reconocimiento como rey de la antigua Pagasa por los ricos negociantes de la jonia. Fue entonces cuando dio el tercer y último giro a su vida. “El hombre a quien los dioses protegen, no es nadie si no habita la tierra de su padre y no la entrega a su propio hijo para que la preserve y enriquezca”. Fue entonces cuando viajó por las costas de Lidia, por las islas jónicas y, más al sur, hasta fenicia, para hacerse con los mejores instructores en el cruel arte de la guerra, los mejores barcos de transporte y los tesoros más hermosos que los hombres ambiciosos pudieran codiciar. Su nuevo camino era retornar a Pagasa. “Si no puedo engañarlos, los compraré, si no puedo comprarlos, los conquistaré, sin no puedo conquistarlos, los destruiré.” Solía tronar cada vez que a lo lejos, divisaba la altura del Pelión en alguno de sus viajes. En Chipre compró a mi madre, una joven cretense que le mantenía vivo su íntima añoranza por las tierras helenas. Luego consiguió explotaciones de plata en la costa lidia y puso en marcha los planes militares.
- Y ¿qué planes fueron esos, Acasto? – preguntó con disimulada ansiedad Demódoco para no alertar con sus profundos temores la confianza del Pentarca.
- Fue creando bases de adiestramiento de mercenarios en todos los emporios que iba abriendo a lo largo de los últimos años de su vida. Primero en Olbia, luego en Kersonessos, luego en Sujum, en Batumi y, cada vez más a través de Lidia hacia la salida del Bósforo; en Sinope y, finalmente, en Lemnos y, de allí a las Sporadas. Mi señor Aristeo y yo nos adiestramos en todas ellas desde que tuvimos siete años y en cada una aprendíamos nuevas lecciones del arte de la guerra.
- Y ¿Qué fue de esos planes de Hipomenes? – Preguntó Demódoco. Cada vez más interesado— Porque tu madre me contó que envió a su familia de regreso a Pagasa, pero no me mencionó ninguna acción bélica.
- No hizo falta, finalmente pudo comprarles…– contestó Acasto.
- “Si no puedo engañarlos, los compraré, si no puedo comprarlos, los conquistaré, sin no puedo conquistarlos, los destruiré.”… –repetía con lenta vehemencia el anciano cuando, repentinamente, me dio un empellón— ¡rápido, Femio! Aligera el paso, debemos llegar a la taberna sin demora…

viernes, 4 de mayo de 2007

Capítulo Decimoquinto




Aquella mañana me desperté reconociendo aquellos sonidos que acompañaron mi infancia y que me guiaban como brillantes luciérnagas cuando regresaba de la aterradora oscuridad del sueño. El breve chasquido de los cobertores, al ser sacudidos al aire fresco de la galería; el rápido trasiego de los cántaros, haciendo brotar de su interior el dulce gorgojeo; éstas y otras coincidencias animaron en mí el eco de una alegría que creí olvidada y que me permitió, con placentera morosidad, ir recuperándome del letargo; retomando, primero, la posición del cuerpo, arrebujado bajo el cobertor como gazapo en madriguera; después, al acecho del siguiente siseo que la escoba de retama despertaba sobre las losetas; finalmente, dejando perezosamente vagar la mirada en lento recorrido por la estancia, al tiempo que paladeaba con desagrado mi pastosa lengua.

La claridad que se vertía a raudales, alegraba la estancia, pues en otras similares en las que habíamos tenido que dormir, la luz que llegaba –tan sórdidas eran a menudos nuestros lechos—, solía ser tan mortecina que uno se entristecía hasta de despertar. Esta sala, sin embargo, estaba recorrida de lado a lado por una franja de ventanas de papel acerado, cuyas celosías dibujaban bellas figuras en las paredes festoneadas de relumbrantes reflejos.
Cuando por fin salí de la sala, me llevé una sorpresa al encontrarme con una niña, sentada junto a la puerta, moviendo los pies en nervioso balanceo, de atrás adelante, de adelante hacia atrás. Aquel tedioso ejercicio se acabó no bien traspuse el umbral, ya que, animada por una repentina energía, se irguió de un salto brindándome salud en el nuevo día con una amplia sonrisa que se detuvo, resplandeciente, en su alegre rostro.

- Si queréis lavaros y…esas cosas, yo sé el camino. –dijo, mirándome con expectación, sin saber que acomodo dar a sus pies, ni donde pararían sus manos.
- Muy bien, te sigo. –Contesté después de simular que reflexionaba la proposición, lo que, por supuesto, no hizo sino acrecentar su agitación.

La niña me condujo a la esquina del mégaron donde, tras una estera de esparto, se ocultaba un corredor de luz tan tenue que, al salir la claridad, tuve que cerrar los ojos para no deslumbrarme. Una vez me hube acostumbrado pude ver que ante mí se abría una amplísimo recinto, con tres niveles que se comunicaban bajando amplios escalones de cantos de piedra en sardinel. Las paredes estaban bastamente lucidas de arenisca rosada mezclada con yeso, lo que les daba un brillo característico. La edificación era tan reciente que no había ni rastro de humo ni grasa que lo cubriese con su untuosa huella.

Nada más acceder al primer rellano se encontraba el horno de pan; una construcción encalada, panda como una mujer encinta, a cuyo gobierno estaban dos vigorosas panaderas, con el pelo recogido con un pañuelo y el torso desnudo debido a las altas temperaturas que habían de soportar cada vez que se introducían los palones para trajinar con las hogazas. Justo al lado del horno se abría una puerta a través de la que se divisaba un sucio corral al que se abrían las cochiqueras y gallineros, los pesebres y los silos. El corral estaba, a su vez, abierto por medio de un elevado portillo a lo que parecía el lateral del palacio que comunicaba con la explanada donde se encontraban los altares. Por allí debían acceder las carretas que llevaban los suministros a la casa.

Al descender el breve tramo de escalones, la cocina se ampliaba y se extendía hacia la izquierda, apoyándose sobre los relieves de la roca. La pared de la izquierda, larga como era, estaba horadada por amplias aberturas que mostraban los hornos para la carne, las parrillas de refulgentes carbones y el depósito que recibía la leña nueva, para proveer después, conforme a las necesidades, de madera a cada horno. El calor allí sería insoportable si no fuera por unos ventanucos que permitían el intercambio constante de aire. Allí también se afanaban las mujeres con igual vigor y desnudez, pero a ellas no parecía importarle, en cuanto a mí, me habían inquietado más las vaporosas muselinas que cubrían a Plastene que la oronda musculatura de las fogoneras.

El último tramo estaba ocupado por dos amplias mesas de madera de sabina, veteada y olorosa, donde jóvenes sirvientes partían verdura, molían condimentos, troceaban las aves o componían las fuentes. En uno de los laterales había dos grandes pilas de piedra labrada, una llena de agua sucia y grasienta a cuyo lado se escurrían perolos y jofainas, frascos y escudillas. En la pared opuesta había un pequeño y bajo hornillo de cocina, con seis fogones fabricados de un barro especial que resistían el fuego directo sin quebrarse y cuyos anillos concéntricos podían retirarse o añadirse para hacer el fuego más o menos vivo.

Junto a los fogones se alineaban amplias alacenas a cuyos pies descansaban los cántaros con el agua. En la esquina se abría una puerta tachonada de hierro, por la que se bajaba a la despensa, una habitación oscura y fría, donde se guardaba la harina, el aceite, los cántaros con la cecina, los quesos curándose, los grandes toneles de vino puro y los arcones con vestidos, regios regalos y tesoros. Ese era el depósito del palacio, un lugar al que sólo podía accederse llevado por la despensera quien guardaría, celosamente, las llaves de su caudal.

Mientras admiraba todo esto no hice sino sonreír a todo aquel con quien me cruzaba. El personal estaba ocupado cada uno con una tarea precisa, pues se aproximaba la hora en la que se hacía el primer alto de la mañana, cuando el sol llegaba a la mitad de su recorrido. Bien se veía que debían estar advertidos de quién era, pues a cada instante se detenían o demoraban para sonreír o saludarme con alguna amable palabra en dialectos que apenas entendía. Así que yo hice otro tanto, compartiendo en dulce lidio la alegría de encontrarnos en la claridad de la mañana. Y así avanzaba, como un trompo, impulsado o detenido a cada encuentro, girando y frenando mi paso, hasta que la niña se me acercaba y tiraba de mi ropa para proseguir el camino.

Nada más entrar, me había dirigido al corral, a dar satisfacción a mis urgencias, después descendí al último rellano, hacia el pilón de agua limpia para llenar el hueco de mis manos de ese líquido claro y sorprendente. Entonces, levanté las palmas rebosantes de agua hasta la altura del rostro, mientras las gotas resbalaban por entre los dedos; por tres veces lo hice, y a la cuarta la derramé sobre la cabeza y lavé mi rostro. Tras esta prescrita ablución, me abrí la almilla y, desnudando el torso, procedí a lavarme. Cuando hube terminado, me encontraba observado por cuanta servidumbre se hallaba en aquellos momentos en las cocinas. Una recatada sirvienta me acercó un lienzo limpio sin dejar de sonreírse con disimulo, lo que produjo en mí la extraña sensación de haber sido espiado con festiva curiosidad. Entonces, como pilluelo de mercado, se me ocurrió emerger lentamente de detrás del lienzo con la semblanza de una joven de turbada timidez; lo que hizo que las risas se extendieran por la cocina como vuela la harina al dejar caer la masa en la artesa. Todavía sonriendo cada uno regresó a su ocupación, mientras me sirvieron pan reciente, un cántaro con leche, fruta y un humeante cuenco de sopa. Demasiada comida –pensé—, aunque estaba hambriento.

- Comed, joven kouros, que estáis aun despuntando. –Me dijo en lidio una sonriente matrona de oscuro vestido, aunque impecable, quien debería ser sin duda la despensera.
- ¡Cómo! ¿Sois lidia? –le pregunté, mientras mordía el pan caliente— ¿De dónde venís, pues no reconozco ese deje vuestro?..
- No, muchacho, –Contestó la mujer— soy de Creta, cuna del rey Minos, pero he ido aprendiendo el lidio desde mi juventud… pero aguarda, que ya siento que se acerca Megara con nuestro venerable aedo. Vuestra sorpresa no va a ser ni la cuarta parte de la suya…

En Efecto, la niña caminaba hacia la mesa despacio y con cuidado, mientras Demódoco la seguía con el rostro elevado, absorbiendo los olores y sonriendo abiertamente. Luego que llegó a la mesa y se hubo sentado, la despensera le colocó una bandeja que contenía una escudilla de gachas con vino y requesón.

- ! Gachas con vino! –exclamó complacido en anciano— Hacía años que no desayunaba estas gachas… desde que estuve en Festo, en la corte del rey Toante, cuando no era más que un joven citarista en busca de un destino.
- Entonces puedes comerlas a gusto –añadió la despensera—, aquí ya no hay nadie que os reclame y os eche a perder el momento.
- ¡Esa voz!… –se sorprendió Demódoco, girándose hacia donde estaba la despensera— Esa voz la conozco… Hubo una joven, camarera de la hija de Toante… ¿Euriclea?… ¿Sois vos?… No es posible… Femio, dime, ¿Es alta, de cabellos cobrizos y sonrientes ojos verdes?

Entonces Euriclea se sentó junto al aedo y cogiéndole las manos se las llevó al rostro. Mi maestro estaba aturdido, dejándose guiar. Así se estuvo un tiempo, callado, interrogando con sus manos el rostro de Euriclea. Por fin, cuando ninguna duda le cupo, dejó que las lágrimas hablasen por él. Con la emoción, la gente que atendía a la cocina fue acercándose y hasta las camareras y coperos que se llegaban en busca de lo necesario para el almuerzo, interrogaban a los presentes con voz queda. Cuando dejó de correr toda la pena y la alegría por sus ojos sin vida, Demódoco liberó una mano del cariñoso aprieto y acarició con ella el cabello de la mujer. Ella, sonriendo entre llantos, se irguió y compuso su tocado; luego limpió con la punta del mandil los ojos que las lágrimas habían arrasado y correspondió con su mirada a cada uno de los presentes que la miraban conmovidos, pero sobre todo a Demódoco, al que acarició tiernamente la mejilla.

- Mis cabellos hace tiempo que están blanco –dijo dulcemente, Euriclea—, como los vuestros. Aun así, hemos de agradecer a los dioses que hayan sido doblemente bondadosos con nosotros, puesto que han permitido que nos encontremos de nuevo, mientras aun guardas en tu memoria el recuerdo de mi juventud.
- ¡Mi buena Euriclea…! –Dijo mi maestro, conmovido— No puede ser. ¡Por los dioses siempre felices!… ya no hay nada que pueda sorprenderme. ¡Después de tantos años! ¡Aquí!… Cuantas preguntas, cuantas palabras, cómo se entorpecen y se atoran en los labios… Pero, dime, cuéntame tu historia. ¿Cómo has llegado a parar aquí, tan lejos de los tuyos?

Yo no había visto nunca tan emocionado a mi maestro. Me sentía, a un tiempo, feliz y asombrado. No solía hablar de sí mismo, aunque a menudo sentía que algo le atormentaba, sobre todo en aquellos días en los que parecía ausente, prolongando los silencios, pesados y dolorosos. Tampoco sabía cómo había sido su vida y menos, como había perdido la vista. Por donde quiera que hubiéramos viajado, poblados, palacios y puertos, la gente parecía conocerlo y respetarlo, mas nadie me había referido su historia. Así que, me arrellané en el duro banco y guardé silencio, como todos los presentes, para escuchar el relato de Euriclea. Mi actitud no pasó desapercibida a la despensera quien debió leer en mis ojos la curiosidad y el interés por su relato, que era también la historia de mi maestro; así que, fuese por esto o porque sabía que no podría dirigirse al querido rostro de Demódoco, mirándome, comenzó con voz alegre.

- Créeme, muchacho, – dijo Euriclea— si te digo que no había en Palacio joven más apuesto que Demódoco. Y no sólo era por su porte; allí abundaban los kouroi, esbeltos como juncos, pero ellos no le hacían… ni sombra; ni a su sonrisa, ni a su melena dorada, ni a su cuerpo de palma cuando se cimbreaba al bailar. ¡Ay de nosotras!, inexpertas como éramos en el trato con los forasteros. Los jóvenes que merodeaban el palacio eran vecinos de tez oscura y estrechos de miras, mientras que él procedía de oriente, allende el mar, y tocaba la cítara guiando los pasos de la danza. ¡Ay! Cuando vestía su túnica color azafrán y su cinta blanca ceñida a la frente; estaba tan hermoso, que parecía el mismo dios Apolo. ¿a quién no encandiló? Con esa mirada que lo abarcaba todo, que a todo se prendía y que, cuando posaba sus ojos en ti, parecía robarte el aliento. Pero él no tenía ojos para ninguna de nosotras, las jóvenes de palacio, sino para Calíope, la princesa.
- Con la edad, – intervino, pensativo, el anciano— aquella pasión se me ha hecho cada vez más distante; como si esa urgencia de los sentidos, aquel ardor, hubiese adquirido una suerte de vida propia y me asombrase incluso de que Calíope la hubiese provocado. Su recuerdo se ha desvanecido y tan sólo me queda de ella algunos detalles, como jalones de aquella visión… sus grandes ojos o el timbre de su voz… En cambio, cuando ahora vienen a mi memoria aquellos días, siento el cálido bálsamo que fue tu presencia y los cuidados que me dispensaste en los momentos de mi desgracia; pues fuiste la única persona que se atrevió a desobedecer al rey, yendo hasta la cabaña donde me abandonaron, para ayudar a que sanaran mis heridas.
- Te agradezco el cumplido; – sonrió con malicia Euriclea— a mi edad no son muchos los que han de oírse, pero no malgastes lisonjas conmigo. Lo que hice, lo hice por mi bien; aquellos años fueron una cosecha que no han dejado de darme frutos, son aquellos recuerdos lo que caldean mi lecho en las noches destempladas o vuelven mi ánimo paciente cuando los huesos me duelen como alfileres que me ensartaran el cuerpo; así que, ya ves, estoy compensada. De ahí a creerte cuando dices que no la recuerdas… Si parece que la estoy viendo: hermosa y delicada, con su túnica ceñida, bien arriba, para que la tela cayese en pliegues rectos; con su alto tocado, sin armazones ni cintas, sólo sus guedejas de pelo castaño trenzado y ensortijado como un panal; con esa piel tersa y suave; con ese olor, dulce y levemente perfumado… como los membrillos en sazón.
- Pero Euriclea, – protestó dulcemente Demódoco— si iba dejando tal rastro a almizcle que bastaba cerrar los ojos para guiarse hasta su alcoba. ¡Cuantas noches tuve que bañarme para disipar su olor y no levantar sospechas! No entiendo como no fui descubierto antes…
- Todo el servicio lo sabía o bien lo sospechaba, pero callaba. Además, ¿quién iba a poder sorprenderos? ¿qué varón se iba a atrever a entrar en los aposentos de las mujeres? – Apostilló— Aunque, al fin y al cabo, no hizo falta un varón para perdernos…
- ¿Qué quieres insinuar? Siempre creí que fue el afrentado orgullo del rey quien me envió al verdugo.
- Siempre se recibe todo, – le reprochaba Euriclea— lo bueno y lo malo, de una mujer; parece que lo hayas olvidado. En tu caso, el mal vino de una mujer poderosa, triste y despechada.
- Sí, así pudo ser. – convino Demódoco cambiando el tono— Pero dejemos atrás esa triste historia y cuéntame, ¿Qué ocurrió cuando ya no tuviste que conducir a este bisoño amante a las estancias de tu princesa, ni consolarle cuando nos separaban los compromiso de la corte. ¿Dónde fuiste después de que pude partir para ponerme a salvo de la cólera del rey?

Creí que Euriclea se sonrojaba con las medias palabras del aedo. Luego, poco a poco, sus ojos se fueron ensombreciendo y una expresión triste, como si la mente, al remontarse a aquello días en los que ambos compartieron una misma pasión, se precipitase hacia algún episodio especialmente doloroso.

- Lo que me sucedió bien compone una triste historia, – prosiguió Euriclea— de esas que sin duda andarás contando por palacios y mercados; tan antigua como la raza de los mortales, pero no por ello menos cruel. Es el destino de muchos de nosotros que aquí ves a tu alrededor; la historia de los que viven embridados a la voluntad de otro; de los que no pueden pensar en un mañana, pues los días se suceden sin cambio ni demora, uno igual al anterior; de los que perdieron la esperanza de vivir de nuevo junto a los suyos. Pues, seguro que no se te escapa que, después de vivir rodeada de toda la comodidad y el lujo que puedan ofrecer una casa solariega y un puesto en la corte, ahora estoy al servicio de casa, en la que he pasado toda mi vida; cuidando de mi señor Aristeo, al que ahora atiendo como despensera con las pocas fuerzas que me quedan.
- Discúlpame, Euriclea. – dijo, azorado, Demódoco— En verdad, los dioses me dieron un ambiguo presente cuando me arrebataron la vista y me concedieron el don de la palabra, pues me hicieron accesible al destino de los mortales de un modo cruel. Las pasiones humanas son la urdimbre de mi canto y únicamente soy capaz de sentirlas cuando se convierten en imágenes… En mi mundo la vida reverbera como voces en una gruta, adquiriendo otra figura, otro ritmo del cual, me doy cuenta, soy su único testigo. Así los dioses castigaron mi presunción, encerrándome con mi talento para vivir una vida de sombras y ecos… y por ello, te pido disculpas.
- Bien cruel, en efecto, ha sido tu destino si has dejado de sentir el batir acelerado de tu corazón o la compasión que despiertan las desgracias ajenas, pero ¡Quién conoce la voluntad de los dioses! Si en otro tiempo fuimos hermosos y de vida regalada, hemos de soportar, con ánimo paciente, lo que dispuso la Moira.
- ! Cuanta razón tienes!, Euriclea. – Reconoció mi maestro— La edad te ha hecho una mujer muy sensata. Pero cuéntame, no me dejes sin tu historia para que pueda conocerla.
- ¡Ah! Demódoco, ya veo que sigues con esa ansia de saberlo todo. –dijo, divertida, Euriclea— No te preocupes que ya estoy en ello, aunque sea bien triste. Pero ¿Por donde comenzar? Bueno, lo mejor será que te relate qué ocurrió después de que embarcases de vuelta a tu patria, cuando, por fin, pudimos conducirte a bordo de aquella nave amiga. Quedé, entonces, repentinamente sola en palacio; nadie me daba ninguna orden, ni me encomendaba ninguna tarea. Caliope fue enviada discretamente a Cnosos, donde quedó a cargo de unos familiares. Ya nunca más volví a verla. En cuanto a mí, vivía encerrada en la habitación de la princesa, donde poseía mi lecho, y recorría de noche el palacio, encogida por el miedo. No sé por qué no escapé entonces, hubiese sido lo mejor. Por fin, una noche, me mandó llamar la reina. Me espanté. Fui a su presencia temblando y allí, muy seria, me comunicó que en este asunto había que ser muy discretos, por el bien de la princesa. Había considerado con detenimiento mi conducta y resuelto que mi presencia no era conveniente en palacio. Lamentablemente, añadió, no sería enviada de regreso a casa de mis padres, pues sería una afrenta a mi familia, que tan querida era del rey. Tras lo que guardó silencio. Recuerdo que pensé que la reina parecía esperar que me lanzase a sus pies, suplicando por mi vida. En lugar de eso permanecí callada y observando fijamente su rostro. ¿Que mal había hecho? – Me preguntaba— ¿Secundar los deseos de una princesa o entorpecer los de una reina? Con el tiempo, creo haberlo averiguado. No recibiría un castigo por traición o deslealtad, sino por haber sido testigo de una pasión que la obligaba a reconocerse semejante a cualquiera en el reino. Mi presencia le recordaba la llaneza de sus deseos y, dime, ¿quién ha podido contemplar la desnudez de los poderosos sin haber recibido un castigo?
- La leyenda de Acteón y de tantos otros, así lo atestiguan. – concedió Demódoco con una sonrisa, animándola con su atención a proseguir con el relato.
- Así pues, marché de vuelta a mi encierro. A la mañana siguiente me entregaron a un lacayo de palacio, quien me condujo en un carro hasta el puerto. Allí me endosó a unos mercaderes de Sidón que llevaban meses comerciando con la gente del rey y se disponían a partir con las riquezas acumuladas. Debí costarles poco, porque apenas me hicieron caso. Es curioso, – se sorprendía Euriclea al recordar—, ahora que lo pienso, en todo ese tiempo no derramé ni una lágrima ni me resistí. ¿Por qué? No era miedo lo que sentía, ni rabia por la injusticia cometida. ¿Era orgullo o que, en mi mente, deseaba partir de allí y enfrentarme a otro destino?… Bueno será dejarlo para otra ocasión. ¿Por donde iba? Ah, sí… Nos hicimos a la mar y pasé terribles noches sin dormir, parapetada tras mi hatillo, cabeceando durante el día y mareada la mayor parte del tiempo. Mi aspecto debía ser tan deplorable; los ojos surcados por ojeras, el pelo despeinado con marañas de cabellos cubiertos por la sal y el vestido recorrido por los desahogos del cuerpo, que debieron considerar que había comprado a la Gorgona. Después de navegar varios días con sus noches, arribamos a un importante puerto que, más tarde supe, estaba en Chipre. Allí me condujeron, junto con otros desgraciados como yo, a una gran casa donde los mercaderes solían hacer tratos con otros clientes. Me dieron ropa limpia y mandaron lavarme y vestirme. Una vez recuperado mi mejor aspecto, fui conducida a una sala donde, reclinados sobre amplios divanes, compartían el almuerzo varios señores y dignatarios. Ante ellos me exhibieron. Estaba tan avergonzada que no podía moverme, ni alzar la cabeza. Comprendí donde me hallaba y cual iba a ser el resultado de esa jornada: mi destino se iba a decidir entre lotes de telas, aceites y vino. Entonces me encomendé a Artemisa, para que me tomase bajo su protección y me enviase uno de sus dulces dardos dando fin allí mismo a mi humillación. El mercader del lugar, que se encargaba de los tratos, me mostró a los clientes que me recorrieron con una mirada en la que pude leer el fin común para el que me encomendarían. Entonces, de entre ellos, se alzó una voz reposada y dominante. “¡Ferénides! –dijo—, antes de nada, me gustaría saber de donde procede esta belleza; no vayamos a adquirir una esclava a la que luego busquen violentos hermanos”. Me sobresalté, pues pude entender la mayor parte de lo que dijo por haber aprendido la lengua que Demódoco hablaba. Los ojos se me iluminaron y miré fijamente a quien había hablado. El mercader dudó y su duda se extendió entre los presentes que comenzaron a hablar entre sí. Entonces el mercader, visiblemente nervioso, protestó. “¡Hipomenes! –dijo— como puedes, ni siquiera pensar, que pudiera perjudicaros de esa forma. La joven era ya esclava cuando me la trajeron de Tracia”. Y acompañó sus mentiras con ademanes lastimeros. No sé de donde vinieron a mí las fuerzas, pero sin darme cuenta me encontré hablándole en mal lidio. “Mi nombre es Euriclea, Señor, hija de Telamón y Creusa, señor del predio de Ifunte, del palacio de Festo. Fui raptada por unos hombres cuando regresaba del campo de recoger uno hermosos vellones para el palacio. Cuando pude reaccionar estaba encerrada en un barco sin saber el rumbo que había tomaba mi destino, Señor – y continué mirándole a los ojos— si intercedéis por mí, mi padre os devolvería diez veces lo gastado, además de ganar un deudo de por vida. Pues es seguro que ya me está buscando”. A mi intervención siguió un prolongado silencio. Entonces aquel se levantó y, acercándose a mí, tomó mi diestra y me condujo hacia la puerta. Nadie protestó, ni el mercader ni los presentes. Al llegar al umbral, llamó a uno de sus sirvientes y me entregó a él para que me llevase. Yo seguí tras aquel hombre hasta que llegamos a una amplia casa sobre un collado desde donde se dominaba la plaza y el puerto. Así fue como entré a formar parte de la casa de Hipomenes hermónida, heredero de los predios de Pagasa, del linaje de los antiguos señores de Yolco. Con el tiempo me convertí en su favorita y me contó que, ya antes de nuestro encuentro, había sabido de mi historia por mediación del comerciante que había tratado con la reina pero, me dijo, le había cautivado mi porte, mi arrojo y la astuta inteligencia con la que había armado mi relato. Yo, a su vez, le conté todo lo que verdaderamente había sucedido. Con el tiempo, el se fue mostrando más cariñosos y, aunque me propuso varias veces devolverme a mi patria, yo rechacé su ofrecimiento. Por aquel tiempo yo esperaba un hijo suyo, por lo que no tenía sentido para mí la vida de antes.

No sé si apruebas mi proceder, Demódoco. – Confesó Euriclea y un ligero sofoco tiñó sus mejillas, turbando su sosiego; entonces dio un profundo suspiro y prosiguió— Por entonces nos habíamos trasladado a Olbia, una factoría en la desembocadura de dos grandes ríos, junto a un gran estuario de agua dulce; algo digno de verse. Allí Hipomenes tenía negocios de elaboración de pescado, cereales, pieles y captura de esclavos. Más tarde, después de que hubo nacido mi hijo, nos trasladamos más al sur, a una factoría que ya se estaba convirtiendo en un pueblo, Kersonessos, una hermosa bahía, rodeada de montes y bosques de pinos. De allí nos trasladamos a la costa norte de Lidia, a Trapetsos, donde le concedieron la explotación de unas minas de plata. Pasábamos temporadas en uno y otro lugar, según lo mandase Hipomenes o la situación lo recomendase. Así pasaron muchos años. Hasta que un día Hipomenes, cuando su hijo tuvo edad para recibir una educación, cansado de tener a su familia sujeta a los vaivenes del comercio y la guerra, decidió enviarnos de vuelta a Pagasa. Él murió hace quince años, pasando Aristeo a ser el jefe de la casa. Poco después supe que, antes de morir, había concertado mi libertad y la de mi hijo, pero yo era una matrona con un hijo al servicio de Aristeo. Así que acepté ocuparme de las cosas de mi joven amo y me trasladé allí donde me requería. Esa es toda mi historia.

Todos quedamos en silencio. Los sirvientes callaban, mientras que algunas mujeres ocultaban las lágrimas. Demódoco acercó sobre la mesa su mano hacia Euriclea y ella la tomó lentamente. No por eso dijeron una palabra. Su respiración se acompasaba y sus rostros recuperaron lentamente la tranquilidad perdida.

- ¿Por qué te entristeces? – trataba de consolarla el aedo— ¿o es que sientes vergüenza de tu vida? ¿Acaso debes avergonzarte por haber tratado de buscar un lugar en este mundo, cuando te has visto empujada entre extraños, lejos de la seguridad de tu casa y el amor de los tuyos? –Comentó el aedo, tranquilizando los temores de Euriclea— ¿Quien de los presentes puede reprocharte el haber querido que tu hijo no se encontrase por esos pueblos, sin hogar, sin nombre ni oficio? No tengas cuidado, mi buena Euriclea, has recibido los lotes que te han tocado en suerte y has procedido pensando el lo mejor para ti y los tuyos. Y aquí tienes un hijo, una ocupación y el respeto de esta casa.
- Gracias, querido, – Contestó con media sonrisa Euriclea— pero no es eso, es sólo que, mientras recordaba mi vida, sin darme cuenta, he ido descubriendo las encrucijadas que se fueron presentado a lo largo del camino y me han asaltado dudas y temores. ¿Hice bien en quedarme? ¿Pude buscar otro hogar?… no sé si me explico.
- Te entiendo, Euriclea –intervino el anciano— la memoria tiene esas cosas, pero la vida no es un relato en el que puedes intercalar otras historias, variando su trama. Seguro que has sentido, a lo largo de esa larga vida, que eras arrastrada bajo la urgencia del momento, porque cada periodo tiene su propio impulso. Además, quién podría decir qué hubiera hecho en tu caso. Ni siquiera la Euriclea que ahora eres, con tu experiencia, tus heridas y alegrías, es la misma que tuvo, en cada momento, que decidirse por un camino u otro. ¿Quien puede juzgarte por ello? Acaso los dioses, si alguna falta hubieses cometido, te juzgarían, pero seguro que esa cuenta ya está saldada. ¡Sonriamos!, mi buena despensera, haz repicar las llaves con tu risa para que agradezcamos a Hermes, señor de las puertas y las encrucijadas, que nuestros caminos se hayan cruzado. Lo hecho, bien está; lo demás, sólo Zeus lo conoce.
- Ya estoy bien. – Le tranquilizó la despensera— ¿Eres curandero, además de aedo?, mi querido Demódoco, que sabes devolver las fuerzas y la alegría, o es que tratas de eludir tu parte y ocultarnos el relato de tu vida. ¿Dónde fuiste tras huir de Festo? ¿Cómo fue hacerte homérida? ¿Cómo es que estás aquí, tan lejos de los grandes palacios y los festivales?

Mi maestro sonrío al tiempo que hacía un ademán de salir huyendo, lo que provocó las risas de los presentes. Euriclea también reía con gusto mientras lo agarraba como quien impide que un gato asustado se escape. Parecían rejuvenecidos y gozaban, sin duda, de su compañía. Pero tras ese desenfado, creí vislumbrar sólo torpes mañas para ganar tiempo. ¿Por qué Demódoco podría sentirse molesto ante tal petición? Yo llevaba únicamente diez años bajo su cuidado, pero en este tiempo no había sabido de nada que no hubiese compartido con los demás, salvo el relato de su vida. Pero, finalmente, no podía eludir la situación, ni dilatar por más tiempo la espera sin provocar la desilusión y la pesadumbre de Euriclea. Entonces, irguiéndose un poco en su asiento, juntó sus manos sobre la mesa y habló con voz pausada.

- Debéis comprender –comenzó dirigiéndose a los presentes— que alguien acostumbrado a cantar la fama de héroes y dioses, no encuentre ni el tono, ni las palabras adecuadas para hablar de sí mismo. Nunca antes lo he hecho. En primer lugar, porque mi vida no es digna de un relato; nada ha habido en ella de interés, ni que merezca la atención de un auditorio. En segundo lugar, porque bien podría decirse que no sé lo que he vivido; un aedo ciego vive tanto de lo ajeno, que termina vuelto hacia dentro, recreando el mundo en la trama de sus cantos. Los únicos sucesos que han supuesto un hito en mi vida han sido, cuando acepté como discípulo a Femio, este joven que aquí está y hoy que me he vuelto a encontrar con mi querida Euriclea. Desde que recibiese la cinta púrpura, los homéridas me urgieron a tomar un discípulo, preocupados como es comprensible por mantener el hilo de la tradición, pero yo conseguía eludirlo con una u otra estratagema. Así pasaban los años, dedicados a lo sumo, a enseñar a los jóvenes de las familias adineradas de Esmirna, practicando con los cantos y saliendo de vez en cuando a los festivales de Delos, Beocia o Delfos; hasta aquella mañana, hace diez años, en que ante mí se presentaron con un niño de seis años; prodigioso al parecer, pues él sólo se había fabricado una cítara copiando su diseño de un mural de los salones del palacio de Sardes, donde el padre ejercía. Además, tocaba la música de oído, con sólo haberla escuchado una vez. No sé lo que pensaron al traerme a Femio, tal vez que un niño tan extraordinario conmovería por fin el orgulloso ánimo de Demódoco, o algo así. Buen, lo mismo da, pues se equivocaron de cabo a rabo… Después de escucharle interpretar con su tosco instrumento, no supe qué pensar. Parecía un adulto con aspecto de niño; sus forzados ademanes no se correspondía con su edad; estaba demasiado pendiente de la impresión que causaba, como si buscase la aprobación del auditorio, en verdad, algo más repulsivo que portentoso. Así que, no sé, tal vez me diese lástima que el muchacho hubiese dejado de disfrutar con la música. Así que, para gusto de todos, acepté ponerle a prueba. Lo Primero que hice fue alejarlo de su entorno habitual, en el que lo habían convertido en una diversión. Así que lo llevé a vivir conmigo. Después le impuse un silencio absoluto durante las horas del día; nada de música ni cantos. Mi intención no era infringirle un castigo riguroso, sino, muy al contrario, provocar al niño que se ocultaba dentro de ese fenómeno de mercado. Al principio, su docilidad fue inaudita; atento, sumiso y callado, pero lentamente se produjo la conversión que yo esperaba. Un día que había salido a recoger el pan del horno, se retrasó más allá de su costumbre. Fuimos a buscarlo y allí estaba, bajo los soportales de la estoa; absorto, contemplando cómo otros niños jugaban a las tabas; sentía su cabeza alzarse tras el hábil vuelo de los huesos y reírse con ganas cuando se escapaban de la codiciosa mano, resonando en las pulidas losas. A partir de entonces, siempre que quiso podía quedarse un rato con los muchachos de la plaza. Después, cada noche, sentado sobre su lecho, me refería todas sus aventuras como si hubiesen sido los trabajos de Heracles. No sé que trajo su presencia, sus historias o su risa a mi alma, –reflexionaba Demódoco con una media sonrisa— pero me sentí como si una antigua herida fuese lentamente cerrándose. Hoy, mientras te he escuchado, –dijo ladeando el rostro hacia Euriclea— ha terminado de restañarse del todo, pues han vuelto a despertarse en mi aquellos sentimientos que antaño creí consumidos por los mismos tizones que abrasaron mis ojos…

Por más vergüenza que tuviese, no pude sujetar las lágrimas que cayeron, como un reguero candente, por mi rostro. Nunca los recuerdos se me hicieron tan dulces y dolorosos, al sentir cuánto habían significado esos años para mi maestro. Trataba de no hacer ningún ruido para que él no se sintiese apurado, pero Demódoco también lloraba en silencio por toda una vida transcurrida sin ese calor que anima en el pecho la vida de los mortales.