sábado, 30 de junio de 2007

Capítulo Vigésimo tercero


Después de andar al acecho por aquellas oscuridades, agachado y silencioso, siempre con el viento de frente y sin perder de vista a Ífito, me encontraba en medio de la claridad más densa que hubiera podido imaginar; pues la niebla, ascendiendo desde los profundos valles, nos había envuelto con su blancura y una humedad, pegajosa y fría, nos recorría el rostro, mientras las espectrales formas del bosque aparecían y volvían a disolverse a nuestro paso.Todo se volvía irreal bajo la glauca bóveda y hasta los rumores que solían poblar las veredas y el roce de nuestra ropa, crepitaba con una sonido mullido, profundo y amortiguado.

Ignoro cuanto estuvimos andando por esas espesuras, pero se me hizo un tiempo interminable, hasta que, llegados a lo que parecía un lindero, Ífito volvió su rostro con una breve mueca que podía o no ser una sonrisa, esperando, erguido, a que llegase a su altura, como si hubiese algo que contemplar para mi sorpresa y su regocijo.

- ¿No notas nada, muchacho? –Me preguntó con la mirada perdida en la profunda blancura que aguardaba para engullirnos –. La niebla de Hera es hoy tan densa que bien podría confundir de nuevo al viejo Ixión, pero, hasta un joven kouros como tú puede encararla para que algo le susurre.

Y, en efecto, algo había cambiado en derredor, aunque no pudiese discernir bien qué era. Nos encamaramos a la cerca y, tras cruzarla, anduvimos un trecho más sobre un pastoso lecho y percibí que nuestros pasos no sonaban ya como antes. Me volví y le miré fijamente, entonces sonrío con generosidad, mostrando unos dientes amarillos y deslavazados.

- La niebla parece tener otra consistencia, más cuerpo y brillo; incluso mi voz resuena con otro timbre!. Es como si el sonido ascendiese, perdiéndose en las alturas –Contesté –, no como antes que parecíamos caminar dentro de una vasija. El aire es incluso más limpio… Además, no hay hojarasca y bajo nuestros pies la hierva chapotea .
- ¡Bravo! bien podrías haber sido un rastreador, ¡Por la diosa! – Exclamó satisfecho –. Que bien has reconocido el rastro, aunque aún no sepas de quien son las huellas. ¡Yo te lo diré!… Hemos salido del bosque para comenzar a atravesar las dehesas del Pelión. Ahora sólo nos queda caminar hacia levante, hasta que esta niebla deje de ocultarnos, entonces espero que hayamos llegado hasta el alto del cuerno. Desde allí habrá que bajar por el valle hacia poniente para acercarnos por detrás al territorio que ahora ocupan los hyperiones.
- Ya veo –Dije, no muy sorprendido por la explicación – Parece un largo trecho. ¿Piensas que lo haremos en una sola jornada?.
- ¿Y por qué no? Tu eres joven y yo me he criado por estas breñas –Me dijo, mientras rebuscaba en su zurrón -. Además, ¡siempre contamos con la ayuda de los dioses! –Añadió, ofreciéndome una pequeña y alargada calabaza – .¡Toma y bebe! Este brebaje es lo que hace a los centauros tan buenos cazadores como guerreros.

Tomé con mis manos el recipiente y, quitando el tapón de madera, dejé caer en mi gaznate un líquido dulzón y espeso que sabía a leche cuajada y que refrescó mi garganta. Le devolví el recipiente que guardó y, bajo su disimulada mirada, seguí andando. Al poco tiempo, sentí como el cansancio se marchaba de brazos y piernas, volviéndome ágil y ligero y sentí que una repentina euforia me inundaba, caldeándome desde el interior todo el cuerpo. Miraba a Ífito y le sonreía como si fuese un zagal, libre y despreocupado. Tampoco la niebla, que hasta ese momento me pareció una molestia interminable, se libró del asombroso influjo del brebaje, pues su aspecto varió adquiriendo la densidad de la leche batida, dándome la impresión de caminar entre ríos de untuosa blancura.

- ¡Dioses inmortales! ¿Qué me has dado? ¡Ya no siento cansancio! –Le dije al rato con una sonrisa de oreja a oreja.
- ¡Ya te lo dije! Y no será ese el último efecto… –Me contestó, devolviéndome la sonrisa.
- ¿Qué quieres decir? –Le pregunté mientras me volvía hacia él, descubriendo para mi asombro que ya no estaba a mi espalda.
- ¡Vale Ífito! –Me detuve, bajando los brazos y ladeando la cabeza, sin que me abandonase el rostro festivo – …Ya sé que puedes desaparecer cuando quieras, nos lo mostraste la otra noche, pero ahora no es el momento…

Esperé mirando en derredor a la espesa bruma. Paulatinamente, un temor fue naciendo en mi interior. ¿Y si me hubiera abandonado a mi suerte? …Giré una y otra vez en derredor para mirar a mi espalda y, cada vez que lo hacía, era como si la niebla se enredara, describiendo un suave remolino que se elevase hacia la luminosa altura. ¿Y si me había traído hasta ahí con engaños para separarme de mi maestro a fin de dejarlo solo y a su merced? …Un águila emitió un grito que resonó en la glauca inmensidad que me envolvía. ¡Estoy perdido!… Me dije, cada vez más desconcertado. ¿Qué podía hacer? ¿Regresar sobre mis pasos? Pero ignoraba qué camino habíamos recorrido, ni siquiera dónde podía encontrarme en ese preciso instante. No había rastro del sol, ni se podía vislumbra el mar o el Pelión ¿Cómo iba a orientarme?

Esa cosas iba pensando con angustia pero sin dejar de moverme a trompicones. Repentinamente, salido de la nada, un torrente bramó a mis pies, como potro desbocado. No pude moverme y un sudor frío ascendió por mi espalda. Me detuve al borde de la cortada que caía directamente sobre la corriente. ¡Ya no había duda! Ífito había planeado perderme! … Instintivamente, me agaché para buscar el apoyo de la tierra. ¡Cual no sería mi sorpresa cuando sentí que la misma tierra palpitaba, desbocada, como mi corazón, bajo mi mano! Hasta ella bajé la cabeza para escuchar cómo, en efecto, el corazón de Gea palpitaba. ¡Qué magia era aquella!

Trastabillando fui alzándome, preso de un temor que me nacía en medio del estómago; entonces corrí a lo largo del curso del torrente que ascendía,
desovillado y girándome de vez en cuando, hasta que me condujo, de nuevo, a la linde del bosque. ¿Qué podía hacer? Volví de nuevo a preguntarme ¿Regresar? ¿Por dónde? Si no regresaba mi maestro estaba perdido, pues Ífito podía volver y darle muerte. Aunque, bien pensado, cabía la esperanza de que considerase que un ciego sin su guía se había vuelto un ser mísero, inmovilizado y temeroso. ¡Demódoco ya no resultaría un peligro para nadie! Con toda seguridad permanecería junto al bollero hasta que recibiese noticias de mi regreso…o de mi muerte.

Todas estas cosas pensaba cuando, al abrigo de un gran roble, me senté para recuperarme. Si hubiese buscado mi muerte, lo habría podido hacer en cualquier momento a lo largo del camino, pero, por otro lado, ¿Para qué contaminarse con mi sangre? Si bastaba con dejarme abandonado en medio del Khoros para conseguir su propósito. ¡Pero tenía que hacer algo! No podía quedarme mano sobre mano viendo como la perdición se cernía sobre todos nosotros. ¡otra vez, no!… Intentaría terminar esta aventura por mí mismo. ¿No había decidido acercarme al campamento de los hyperiones? ¿no me había mostrado el canalla de Ífito el camino, confiado en que algún mal paso acabase conmigo?

Así que me levanté y fue como si me elevase sobre mi altura, tan gran impulso di que lo consideré un buen augurio, ya que, casi de inmediato la niebla comenzó a despejarse a girones dejando que el cielo se vislumbrase de cuando en cuando. Recibiendo esta señales con súbita alegría, decidí que debía cavilar por mi mismo cómo debía proceder. Era evidente mi inexperiencia y que me encontraba en una situación apremiante de la que ignoraba si sabría salir.

Miré en derredor por ver si podía orientarme, pero únicamente contaba con la presencia del torrente y la inclinación del terreno. ¿Qué había dicho Ífito sobre el camino a seguir? Debía continuar hacia levante hasta que la niebla se despejase totalmente y buscar un monte que se asemejaba a un cuerno para luego descender y caminar hacia poniente. Entonces me encontraría en el territorio que ocupaban los centauros.Parecía sencillo así que, confiado, me dirigí hacia la corriente por ver si era capaz de hallar un paso que me condujese hacia el otro lado, dispuesto a continuar mientras pudiese. Pero entonces descubrí que no todos los dioses estaban conmigo.

No bien hube bajado por un terraplén abierto en la tierra por las aguas del torrente, mientras buscaba un paso entre las pulidas piedras para no tener que descender a la tremenda corriente que rugía a mis pies, sentí de nuevo un profundo temor que me arrebató las fuerzas, pues, por cada camino que emprendía, descubría que no podía dar un paso más allá sin que, irremediablemente, cayese al agua. Una y otra vez traté de sostenerme abrazado a las pulidas rocas, tanteando su estabilidad y haciendo todo lo posible por descubrir un paso que me llevase a la otra orilla, pero una y otra vez debía volver sobre mis pasos consumiendo mi paciencia y aumentando mi temor. No sabía qué hacer, así que decidí seguir el curso del torrente abajo, con la esperanza de que alcanzase un terreno más propicio.

Llevaba un buen tramo descendiendo cuando sentí un tremendo rugido a mi espalda, un sonido sordo y hueco que parecía precipitarse desde las alturas y que se aproximaba a mí, cada vez más. No sin verdadera aprensión, miré hacía el curso alto del torrente y lo que entonces creí ver no me es fácil de describír, pues por medio de las piedras, bajando por el cauce del torrente, venía una partida de centauros bramando y portando sobre sus equinos cuerpos grandes varas del tamaño de gruesas ramas. Saltaban y brincaban con el torso pintado de azul y el largo pelo trenzado sobre la cabeza, ofreciendo un espectáculo terrible. La espeluznante visión me erizó el cabello e hizo que perdiese el pié cayendo al agua, penuria que la corriente se encargó de mejorar, arrastrándome sin remedio de poza a poza y de cascada a cascada. Era tal la fuerza del agua que me giraba y hundía, mientras me esforzaba por encontrar asidero en alguna roca o en el fondo. Pero no sé que me daba más miedo, si perecer golpeado por las rocas o despedazado por los seres que descendían tras de mí.

Así pasó lo que me pareció una eternidad, vapuleado de un costado al otro, a cada sacudida de la espumosa corriente, esperando que en la siguiente poza o en el siguiente rápido encontrase en mi camino la cortante roca que recibiese mi cuerpo y le diese el golpe definitivo o sentir mi cuerpo alzándose por el aire suspendido por un poderoso brazo que, con igual violencia, me lanzase contra cualquier pedrusco para partirme el espinazo como una simple presa.

Entonces, para remate, caí desde una gran altura por una rugiente cascada. Invoqué a Poseidón, señor de las corrientes y a las náyades, antes de sumergírme en una profunda sima. No recuerdo bien lo que entonces sucedió, pues me arrastró tal fuerza que confundió mis sentidos. Tal vez los dioses se apiadaron de mí y me condujesen hasta un remanso donde el torrente perdió su furia y las aguas lamiesen dulcemente la orilla de fina arena en la que recuperé el sentido. Tal vez hubiese otra explicación, pues todo transcurrió como en un sueño. No lo sé, pero cómo sucediese, es lo de menos, ya que lo que me había ocurrido, superaba a cualquiera de las cosas que habían vivido hasta entonces.

Cuando, por fin abrí lo ojos, no sabía lo que había sido de mí. Pero la luz se abría paso entre los árboles, sin trazos de niebla, mostrando un cielo azul y una claridad límpida que bañaba una umbrosa ribera. Traté de incorporarme, pero apenas pude apoyarme sobre los codos. Volví a dejarme caer con pesadez, sintiendo que todo me daba vueltas. La cabeza me dolía al igual que todo el cuerpo. ¿Estaba vivo? Me pregunté. Podía respirar, podía mover los ojos en todos los sentidos y reconocer trazos de lo que me rodeaba, pero como no sabía lo que era estar muerto, ignoraba si me hallaba más allá de las tierras de los mortales, habitando ahora en algún bosque de sombras. Alcé mi mano para acercarla al rostro y poder contemplarla. Allí estaba, larga, huesuda y tensa por tantos años de práctica con el instrumento. La giré del derecho y del revés y alcé la otra a su altura hasta que se juntaron. Una y otra se palpaban como si fuesen dos conocidas que se encontrasen después de mucho tiempo. Luego juntaron sus palmas y se volvieron hacia mi rostro. Como dos alas de mariposa se posaron sobre mi cara, abarcándola; allí estaban mis mejillas, tersas y huesudas, los ojos, ahora cerrados, sintieron con alegría su presión hasta provocar pequeñas luces que brillaron con un fulgor fugaz y doloroso. Allí estaban mis labios, aun con el sabor dulzón del barro. Entonces, dejé caer los dos brazos a ambos lados y di un fuerte suspiro. ¡estaba vivo! Lentamente me giré para mejor observar dónde me podía encontrar. No si esfuerzo, pues lo oídos me zumbaban como si tuviese un enjambre dentro. Observé mi cuerpo, con las ropas empapadas. Había perdido el jitón, gracias a los dioses, puesto que, mojado como estaba, podría haberme hundido arrastrado por su peso. Lentamente me despojé de la vestimenta para dejarla sobre la hierva de la orilla hasta que se secasen y así, semidesnudo, me volví a tumbar, dejando que el sol que comenzaba a caldear ese remanso, calentase mi dolorido cuerpo.

Entonces fue cuando escuché, por primera vez, una suerte de risas entrecortadas que parecían sonar a mi vera. Me incorporé de nuevo sobre mi codo y las descubrí, allí, en la suave orilla, observándome con ojos dulces y risueños.

jueves, 21 de junio de 2007

Capítulo Vigésimo Segundo


La hoguera caldeaba nuestros entumecidos huesos, mientras creaba por las irregulares oquedades de la caverna terribles figuras danzantes que parecían respirar y cobrar vida ante nuestra mirada. Envuelto en mi manta, yacía sobre un costado y miraba la gran abertura de la cueva y la profunda noche que se vislumbraba en el exterior. No podía dormir, a pesar de tener el cuerpo rendido por el esfuerzo de guiar a mi maestro a través de aquel fragoso terreno; no conseguía conciliar el sueño. La propia calma del momento, tras las experiencias recientemente vividas, torturaban mi mente, una y otra vez, al revivirlas. Lo mismo debía ocurrir a Demódoco pues, al rato, le oí girarse y dirigirse a mí con voz queda:

- Demasiadas cosas en tan joven cabeza ¿No, Hijo?
- No sé… las imágenes no dejan de volver a mi mente, dejando en mí una desagradable sensación, como si fuese un mal sueño, pero me despierto y aún despierto me torturo imaginando a Talia amortajada por las otras nereidas o arrojada a la corriente o, ¡Dioses inmortales! Como pasto las fieras y las aves de rapiña, castigada por haber contrariado la voluntad de la sacerdotisa, quien, ahora que caigo, paseará su cólera por el recinto hasta averiguar la forma de llegar hasta nosotros.
- No dudes que tratará de saber dónde estamos, pero no para acabar con nosotros. Lo que ella y Acasto desean es que dé la voz de alarma y haga subir a las fuerzas de Yolcos para llevarlas a la destrucción y apoderarse del Pelión y, quien sabe, si de la propia ciudad de Yolcos.
- Pero, ¿Por qué no acabamos con ella cuando pudimos? Allí estaba Penteo para hacer justicia. La misma Talia me dijo que Plastene la había enviado para hacernos envenenar…
- Lo sé, hijo, todo eso lo sé. Pero no se puede tocar a una sacerdotisa y, menos aún, en su propio templo. Además, dudo de que Acasto hubiese dado permiso a esa detención. No olvides de que fue ella quien se dio muerte…
- Sí, pero por salvaros a vos y a mí. Ella ha dado su vida, y nosotros ¿Qué hemos hecho? Nada. Bueno, sí; salir huyendo rápidamente, bien escoltados hasta este no lugar donde nos espera una vida de sombras con nada por hacer. ¿En qué nos hemos convertido? ¡menos que nada!
- Comprendo cómo te sientes, pero si me escuchas un instante…
- ¡Perdone maestro! Vos no puede saber cómo me siento, ni lo que pienso por el simple hecho de que ni yo mismo lo sé. Lo único que puedo decirle es que no estoy dispuesto a quedarme de brazos cruzados…
- Pero muchacho, ¿qué podemos hacer…?
- No lo sé… ¿acaso no lo sabéis todo?…



Y cogiendo mi manta me marché hacia la entrada de la caverna. Allí me arrebujé cuanto pude para preservarme de la húmeda noche, sentado sobre una plana roca donde, a buen seguro, vigilaban los ocasionales habitantes de la cueva cuando traían sus reses durante el estío hasta los verdes pastos de la pequeña vega. Descubrí que no me encontraba a disgusto allí fuera, acompañado por los insectos de la noche y con el lejano crepitar del fuego a mi espalda. Pero mi mente no me dejaba en paz, buscando la forma de hacer algo que pudiese poner a salvo a los habitantes de la ciudadela, alguna gesta que les devolviese la esperanza y una compensación por todo el sufrimiento que vivían y que les habíamos causado; porque a mi inexperto parecer, nosotros éramos, en parte, causantes de su dramática situación y porque, por encima de todo, sentía mi persona unida íntimamente al lugar y a su gente.



¿Por qué sería? no sólo por la presencia de Talia, sino porque, el mundo comenzaba a dibujarse allí de otra forma; implicándome, afectándome hasta no poder estarme quieto sin resolver algo; sin poder dejar de considerar los peligros que se cernían sobre la ciudadela. Era cierto que el peligro más inminente eran los centauros, pero como había oído a mi maestro, nuestra presencia en la ciudadela había aumentado la tensión entre el templo y el palacio hasta hacerme temer cualquier locura, fruto de ese reciente encono. ¿Estarían en peligro todas las personas que nos acompañaron y ayudaron durante estos días?



- ¿No puedes dormir? Muchacho –resonó una voz grave a mi espalda y la figura de Ífito se acercó a donde yo me encontraba.
- Así es, Ífito. –le contesté con amabilidad, haciéndome a un lado para dejarle un sitio junto a mí en la misma piedra.
- No me extraña. Tan joven y envuelto en tu primera pelea entre montañeses. Pero no debes preocuparte. Estas cosas ocurren aquí de vez en cuando e igual que empiezan, acaban.
- Ya, pero ahora el peligro es mayor. –Contesté tristemente.
- ¡Que sabrás tú, rapaz! De lo que es grave o no. Deja eso a los mayores, para ti habrán, a buen seguro, doncellas solícitas por donde vayas, con esa carita sonrosada y la labia que tienes.
- Sé muy bien lo que me digo y no hace falta que venga faltándome; ya pasé mis noches en vela y crucé la hoguera que consume los juguetes infantiles, así que si sabe de algún hecho de varones con el que enfrentar esta situación, me lo cuenta, si no,… ¡aire!
- Vale, vale…vaya con el joven. Yo no falto a nadie, ni hablo por hablar. ¿Quiere realizar hechos de varón? Pues bueno, no hay más que pensarlo y ya está. ¡estamos! ¡Por el arco de la luna! Si hasta puede que tenga razón, que ya lo afirma el dicho: “allí donde no pueden ciento, lo puede uno atento”
- ¿Qué me querrás con tanta cháchara? ¿Acaso acabarás lo que empiezas?
- No os calentéis, su enormidad, que ahora mismo os lo participo… ¿No queréis salvar al pueblo y cumplir una gesta?
- Ahora hablas con sentido, dime ¿Qué sabes tú que pueda ayudarme?
- Yo sé donde está el campamento de los centauros y si queréis puedo llevaros allí. Lo demás es cosa vuestra.
- Y cómo es que no se lo comunicaste a Penteo para que pudiese atacarles.
- Porque no lo supe hasta después, cuando me alejé para comprobar la seguridad de nuestro camino. ¡Bueno! ¿Qué me decís valentón? ¿Os hace?…
- Claro que sí, pero ahora mismo y de esto nada a nadie.
- Descuidad, voy a buscar unas cuantas cosas para el camino. Para vos una espada, ¿no iréis a luchar con la lira?…
- No os preocupéis por mí, esas las cosas corren de mi cuidado.
- Como no. Lo que dispongáis. Ahora mismo no encontramos en la orilla de la corriente. Hoy es buena noche, apenas hay luna y amanecerá con niebla, lo que favorece nuestras intenciones.
- ¡Sea pues!

viernes, 15 de junio de 2007

Capítulo Vigésimo primero


Erguido frente a nosotros, firme cuan alto era, Acasto nos miraba con severidad, sin mover un músculo de su rostro. Sus ojos parecían abarcarlo todo; la muchacha tendida sobre la mesa; el llanto callado de las compañeras; las tocas que cubrían las cabezas de la mujeres; el temor animal del tabernero y hasta mi semblante desencajado. No preguntó más. Miró con seriedad en derredor y la gente, como si ejecutara una orden, comenzó a marcharse con la cabeza gacha y en silencio. Tal era la autoridad que emanaba de su persona.


Entonces divisó a Demódoco, sentado junto al cuerpo exánime de la joven Talia. Mi venerable maestro semejaba un indigente de los que pueblan las escaleras de los templos; abatido, con el brazo derecho sobre la mesa, la imponente testa caída sobre el pecho y la preocupación que poblaba de surcos su frente. Pero lo que detuvo al Pentarca en su escrutinio fue las manos del aedo, abandonadas sobre su regazo, con las palmas vueltas hacia arriba, en un gesto de impotencia, casi de súplica. No era así como le gustaba ver a la gente, con esa expresión de abandono y, menos que a nadie, a Demódoco, por quien había llegado a sentir una especial admiración.


- Ya ves, Acasto, la muerte comienza a rondarnos –susurró, repentinamente, volviéndose hacia el Pentarca – Mas tú pareces marchar a su encuentro…


Sólo entonces nos dimos cuenta de que el Pentarca estaba peculiarmente pertrechado. Llevaba en el brazo derecho un casquete de cuero oscuro, del que pendían dos tiras de dura piel de cabra para sujetarlas bajo la mandíbula. Sobre el pecho destacaba una coraza de cuero tachonado de placas de bronce bruñido, dispuestas como escamas de pez y que se ajustaban a los hombros por anchas tiras superpuestas y fijas entre sí por prietos nudos de cáñamo. Luego vestía unos calzones también de piel, como los que llevan los jinetes sármatas, unas espinilleras de fino bronce guateado y un calzado de piel con tiras de cuero que ataba trenzándose en torno de las canillas. Sobre el pecho le cruzaba un ajustado tahalí del que colgaba la espada. En su mano izquierda llevaba una lanza corta de caza con una vistosa cruceta. Todos miramos el imponente aspecto de Acasto, pero fue Etón el primero en hablar.


- No estás armado para luchar en la defensa de la ciudadela, Acasto. –Dijo mientras secaba el sudor de su ancho cuello – Se diría que vas a hacer una incursión, ¿No?
- Sin duda ha sido idea de Penteo el enviarte a acechar a los centauros –Se adelantó Demódoco –. ¿Acaso no te das cuenta de que es una temeridad calculada y que su intención no es otra que alejarte de la ciudadela? El primer golpe lo debía haber asestado Plastene, acabando con nosotros, pero la joven que ves no ha querido sacrificarnos y ha preferido quitarse la vida; ahora tú debes morir en una absurda misión para dejar sin mando a la guarnición.
- Lo sé, –dijo Acasto sin cambiar su expresión – Por eso he regresado a advertiros y a preparar vuestra huída. En cuanto a mí…no debéis preocuparos, sé el peligro que corro.
- Pero ¿Algo se podrá hacer? –Protestó el tabernero. Tenéis la lealtad de la guarnición y el apoyo del poblado.
- No, no hará nada deshonroso –terció mi maestro –. Además, están los centauros. ¿Verdad?
- Tenéis razón, Demódoco, –respondió el Pentarca – como siempre. Pero repito, debéis marcharos. Afuera os espera un guía que os conducirá a un lugar seguro y luego os acompañará a Yolcos.
- ¿Sabes que no puedo pedir refuerzos? –Contestó Demódoco – Es justamente lo que espera Acasto.
- Lo sé – repuso Penteo –. Y ahora salgamos; ya nada podéis hacer aquí, si no es poner en peligro vuestras vidas y las de esta gente.


Así que todos comenzaron a organizarse a mi alrededor, mientras yo caminaba por el oscuro sendero del duelo, aturdido y desgarrado por el mudo pesar en el que se mezclaban tantas rabiosas preguntas… ¿Por qué, cuando más temía por mi propia vida, ha sido ella arebatada de este modo; llevándose, como única gloria, nuestra desolada pena? Cuando nos conocimos estaba radiante, desbordando vida y sensualidad ¿Por qué tuvimos la desgracia de encontrarnos y de que me convirtieras en el camino para llegar a mi maestro? La observaba ya sin expresión, más muda y vacía que una estatua, sin intensidad, mientras las lágrimas corrían por mi rostro y caían sobre ella. ¡Extraña suerte la tuya, Talia! Venida de Creta a esta ciudadela perdida para encontrar la muerte por un amor no cumplido…


- ¡Vamos muchacho! –Me urgió Etón mientras tomaba mi brazo para desprenderme de Talia – Derrama la última lágrima por esta malhadada muchacha y da gracias a la Musa porque te encontró digno de entregar su vida a cambio de la tuya. Ahora tenemos que poner las mientes en salir con bien de este trance. –Y añadió acto seguido, dirigiéndose al Pentarca – Ífito, el cazador también les acompañará. Ellos conocen estas breñas y les llevará a la cueva de Peleo hasta que queráis o se disponga de otro modo… ¿Os parece bien?


Me pareció que ambos se sostuvieron por un tiempo la mirada sin hablar, hasta que Penteo cortó el silencio.


- Como os parezca, Etón. Me alegra que estés preparado, cualquier ayuda es poca en estas circunstancias.
- ¡Vamos pues! Acasto – Añadió Demódoco levantándose entre los presentes – Nada puedo ya hacer aquí y me temo que poco en cualquier otro sitio. Pero la incertidumbre no es buena consejera cuando se requiere resolución.

Me desprendí de Talia para dejarla a cargo de las mujeres y nereidas y me encaminé hacia mi maestro, quien me estrechó con firmeza provocando de nuevo mi llanto. Pero no duró mucho tiempo, Acasto puso su recia mano sobre mi hombre al tiempo que Demódoco suspiraba profundamente, haciéndose a un lado. Aglaya me entregó la lira ya envuelta en su suave cobertura. Ambos acarreamos nuestros morrales acompañados por los demás que no se atrevían a pronunciar palabra alguna. ¿En esto ha quedaba todo? –Me preguntaba – Tres días hacía que habíamos desembarcado y parecía mentira que ahora tuviéramos que marchar y separarnos. ¿Qué será de todos ellos? Apenas unos días atrás, no los conocía, pero ahora, sentía mi destino estrechamente unido al suyo. ¡Y no había nada que nosotros pudiéramos hacer!


Salimos al exterior donde se habían formado pequeños grupos que comentaban alarmados los recientes sucesos. Acasto nos presentó al pastor que sería nuestro guía y al rato llegó Etón con Ífito, el cazador. Entonces nos dirigimos hacia la poterna norte, por donde vierten sus inmundicias los habitantes del poblado a la fuerza purificante del torrente. Casi íbamos a tientas para que nuestros movimientos no fuesen delatados. La peor parte fue descender por la roca viva, húmeda de la noche y la proximidad del torrente. Al llegar allí, Acasto descubrió, tras un manto de hiedra, un hueco del tamaño de un ternero. Era angosto y húmedo y estaba cruzado por barras de hierro en forma de aspas que impedían que cualquiera pudiera entrar o salir. Pero el Pentarca introdujo su espada en una hendidura de la pared y, haciendo fuerza hacia abajo, accionó un mecanismo oculto que elevó las barras para permitirnos salir en cuclillas.


Primero salió uno de los seis guerreros del Pentarca, luego, cuando dio aviso de que todo parecía tranquilo, siguieron nuestros guías, el resto de la partida, nosotros y, cerrando el grupo, el Pentarca. Fuera, el camino no era menos angosto ni resbaladizo que antes, por lo que Demódoco me cedió su rabdos, mientras con una mano iba tanteando la pared rocosa y con la otra se aferraba a mi hombro con fuerza. Los pasos se hacían cortos y cautelosos, no sólo por la proximidad del que avanzaba delante nuestro con igual temor, sino porque la humedad de aquella oscura noche poblaba de reflejos el camino, obligándonos a aumentar nuestras cautelas.


Finalmente llegamos a una pequeña plataforma en la que apenas cabíamos los nueve. Acasto se adelantó con otro guerrero para inspeccionar el tramo más difícil y expuesto, pues ahora el camino ascendía a la par que la muralla hasta llegar al nivel del torrente. Allí nuestros pasos se separarían. Las ascensión duró casi una hora, con tramos en los que tuvimos que caminar de cara a la muralla para no mirar al vació. El estruendo del torrente era tan grande que no nos oíamos los unos a los otros. Mi maestro, peso a todo el esfuerzo, ni rechistó, sólo una vez le sentí presa del temor sin poder avanzar un pié ni una mano, ni para proseguir ni para retroceder. Como si estuviera paralizado. Recuerdo que el miedo me recorrió con su roce helador toda la espalda, hasta que, apoyado sobre la roca, medio adormecido, consiguió reponerse y alcanzar el último trecho.


- Al menos en Tántalo no podrán horadar una mina. La ciudadela de eleva sobre la roca viva – Señaló Demódoco superando el trance con esa observación práctica – ¿Me pregunto que estrategia seguirán?
- Más me preocupa el que todavía no hayamos detectado ningún vigía – Prosiguió con normalidad Penteo – ¿Esperarán el momento propicio para un ataque masivo? Esta son las cosas de las que deberíamos enterarnos en esta incursión.
- Tened cuidado –Le urgió mi maestro, satisfecho por el giro que había dado Acasto a la orden de su hermano – Temo que os estén esperando emboscados.
- Nos os preocupéis por mí, he adoptado mis medidas –repuso con una sonrisa el Pentarca – Y ahora hemos de separarnos. Procurad ser silenciosos y todo lo rápidos que podáis.


Así que al llegar a una breve planicie junto al torrente, antes de que este se lanzase con un profundo bramido en torno a la ciudadela, cruzamos por un vado hacia los bosques que oscurecían las lomas circundantes. La partida de Penteo continuó a lo largo del torrente hacia la espesura y desapareció tras las lomas dejándonos una sensación de vació y soledad indescriptible. Rápidamente nos encontramos en medio del sagrado horos, rodeado por las aterradoras voces del bosque y su profunda respiración. Temblaba terriblemente, más debido a la humedad que había empapado mis ropas que por el pavor que me provocaba la espesura. El cazador Ífito abría la marcha, detrás íbamos nosotros, seguidos por la fiel sombra del pastor.


- Tomad –Dijo al ver mi estado – Cubríos con esto. Os ayudará a calentaros.


Y me alargó una pelliza de blanca lana de oveja con la que caldear mi entumecido cuerpo. Le sonreí al ponérmela, pero él no hizo ningún ademán de reconocimiento y reemprendió la marcha. Llevábamos un buen ritmo de ascensión cuando, al poco, llegamos a un breve otero desde el que se divisaba Tántalo y la espesura circundante. Allí hicimos un breve alto que Ífito aprovechó para desaparecer, mientras nosotros observábamos, agazapados, si éramos capaces de descubrir algún signo de la partida de Penteo o de algún movimiento de los centauros, pero todo estaba tranquilo. Ninguna luz rompía la oscuridad circundante y la ciudadela destacaba tranquila con sus luminarias sobre los muros y las antorchas del cuerpo de guardia. Demódoco estaba a mi lado y podía sentir la tensión que le embargaba en la rigidez de su mano.


- ¿No tarda mucho Ífito? –Señaló con preocupación mi maestro.
- No temáis –Respondió el pastor – Se habrá adelantado para comprobar si el camino es seguro.


Y como si hubiese atendido a nuestra curiosidad, apareció en el claro indicándonos por señas que le siguiéramos. Emprendimos la marcha siguiendo los pasos de Ífito al que apenas se distinguía, pues se confundía a menudo con los helechos. De cuando en cuando nos deteníamos por una orden suya, alzando la mano y llevándosela a la boca, conteníamos entonces la respiración y nos agachábamos hasta que regresaba para indicarnos que podíamos seguir. Tanta era la tensión que ni un momento volví a pensar en la desgarradora experiencia que acababa de vivir; la urgencia del momento, la necesidad que tenía Demódoco de mi guía y la incertidumbre del futuro, ocupaban completamente mis pensamientos. Así continuamos caminando como si no hubiésemos de detenernos nunca, como si no hubiésemos hecho otra cosa desde que desembarcamos en Milopótamos, pero cuando ya comenzaba a clarear por las cumbres del Pelión, una oscura gruta, flanqueada de rediles a la sombra de dos grandes fresnos, se mostraba ante nosotros como un gran bostezo que todo lo engullese.

viernes, 8 de junio de 2007

Capítulo Vigésimo


– “Despertó Odiseo, y sentándose meditaba entre su mente y su ánimo: « ¡Ay de mí! ¿Qué mortales tendrá esta tierra a la que he llegado? ¿Serán soberbios y crueles e injustos o brindarán amistad al huésped y habrá entre ellos reverencia a los dioses? Aquí en torno sentí como un griterío de doncellas; ¿serán de ninfas que cazan entre las cumbres del monte, los veneros que alimentan los ríos y los prados cubiertos de hierba? ¿Podrá ser cierto que me hallo entre hombres dotados de habla? Mas ¿Qué aguardo? Yo mismo iré a cerciorarme con mis ojos.» Tal diciendo salió del ramaje el divino Odiseo tras tronchar con su robusta mano la maleza una rama bien frondosa con la que cubrir sus viriles vergüenzas, así avanzó semejante a un león montaraz que, fiado de su fuerza, mientras le azota el viento y la lluvia, va a lanzarse con ojos de fuego en mitad de las majadas, urgido por el vacío en el vientre a penetrar en el fuerte cercado y atacar a las reses o a dar caza de las ciervas salvajes. Así parecía ir Odiseo al encuentro de aquellas muchachas de trenzados cabellos, desnudo como estaba, apremiado por la necesidad. Y ante ellas se apareció como una visión espantosa, mostrándose con su costra de sal. Así es que las mozas salieron cada una por su lado, hacia los bajíos de la ribera tomando la dirección al mar. Únicamente se mantuvo en su sitio la hija de Alcínoo, pues Atenea le infundió coraje a su ánimo y alejó de sus miembros todo temor. Así que permaneció firme frente a Odiseo. Éste dudaba si llegarse a la hermosa muchacha y abrazarme a sus rodillas, suplicante, o, desde allí donde estaba, con dulces razones, persuadirla para que le mostrase el país y le entregara alguna ropa. Meditando para sí estas cosas, le pareció que lo mejor sería suplicarle allí mismo, de lejos, con frases de halago; no fuese que al acercarse a sus pies se irritase con él la doncella.”

Observe entonces fijamente el rostro de Talia como nunca antes lo había hecho; recorriéndolo lentamente, como si pudiese tocarlo y ella sentir mi mirada posarse sobre su frente, apartando los bucles de su lustroso cabello; acariciando las arqueadas cejas; recorriendo la nariz, larga y desafiante, los cándidos labios; admirando los marcados pómulos y los profundos ojos de amplios párpados, acerados por sombras de kohl. ¡Cuantas cosas quería decirle! ¡Tantos cambios en estos dos días! ¡Cuán grande y misterioso le parecía en ese instante el mundo! ¡Ah…! ¡Si pudiese compartir con ella todas esas nuevas sensaciones que me atravesaban de parte a parte! ¡Qué complicado se había vuelto todo en esos pocos días! Hacia apenas un mes, no era más que un muchacho tras un anciano, un aprendiz cuya misión en la vida era seguir el camino trazado por su maestro, mientras que en ese instante, ¡quién se lo iba a decir!, cantaba para una nereida con un sentimiento tan intenso como inoportuno. ¿Qué hacer? Así que, encomendándome a la protección de la diosa, con la visión del interior que el amor concede, inicié las palabras del leártida Odiseo, como si fuesen propias:
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“«!Yo te suplico, soberana, seas diosa o mortal!– Si bien eres una diosa de las que habitan el espacioso cielo, pues Artemisa yo te creería, la hija del gran Zeus, por tu belleza, talle y distinción; o si naciste de los hombres que moran la tierra, dichosos mil veces tus padres, tu venerada madre y tus hermanos, pues su alma debe alegrarse intensamente a todas horas cuando ven a tal retoño salir a las danzas. Y dichosísimo en su corazón, más que ningún otro, aquel que, descollando por la generosidad de sus dones nupciales, consiga llevarte a su casa como esposa. Que nunca se ofreció a mis ojos un mortal semejante, ni hombre ni mujer, y me he quedado atónito al contemplarte. Solamente una vez vi algo que se te pudiera compara en un joven retoño de palmera que creció en Delos, junto al altar de Apolo, cuando estuve allá con numerosa gente, en aquel viaje del que habían de seguirse funestos males, de suerte que a la vista del retoño quédeme estupefacto mucho tiempo, pues jamás había brotado de la tierra un vástago como aquel; de la misma manera te contemplo con admiración, ¡Oh mujer!, y me tienes absorto y me infunde miedo abrazar tus rodillas, aunque estoy abrumado por un pesar muy grande. Ayer pude salir del vinoso ponto, después de veinte días de permanecer en el mar, en el cual me vi a merced de las olas y de los veloces torbellinos desde que abandoné la isla de Ogigia; y algún numen me ha echado acá, para que padezca nuevas desgracias, que no espero que éstas se hayan acabado, antes los dioses deben de prepararme otras muchas todavía. Pero tú, ¡Oh reina! Apiádate de mi, ya que eres la primera persona a quien me acerco después de soportar tantos males y me son desconocidos los hombre que viven en la ciudad y en esta región. Muéstrame la población y, si al venir trajiste alguno para envolver la ropa, dame un trapo para atármelo alrededor del cuerpo. Así los dioses te concedan cuanto en tu corazón anhelas: marido, familia y feliz concordia: pues no hay nada mejor ni más útil que el marido y la mujer gobiernen la casa con parecer acorde; provocando gran pena a sus enemigos y alegría a los que los quieren, mas son ellos lo que más aprecian sus ventajas».

Miraba con lastimoso semblante hacia la galería, mientras Talia no podía retener las lágrimas que rodaban arrasando sus mejillas. El auditorio miraba a uno y a otro cómo si, efectivamente, fuese el aedo el que rogase a los pies de la nereida. Pero, aunque el tiempo pareció detenerse por un instante, un agudo lamento se oyó en la galería y se extendió por el patio seguido de un lúgubre rumor que hizo que abandonase la lira en el entarimado y que me alzase para observar con ansiedad el ir y venir de la gente camino de escalera. Repentinamente, todos se apartaron cuando tras la cortina pareció Talia; con el rostro acerado y la mirada decidida, avanzaba con paso lento precediendo a las compañeras que la seguían a cierta distancia, con expresión de espanto y abrazadas unas a otras.

Yo la miraba avanzar hacia donde yo me encontraba con gesto interrogante, pero sin pronunciar una palabra ni dar un paso, cuando, como una columna de ropa desmadejada, se derrumbó sobre el pavimento, sin ruido ni queja. Rápidamente salté a su lado, como lo hicieran las demás compañeras. Demódoco se incorporó ayudándose de su bastón pero no dio un paso por temor a tropezar. Estaba tan alarmado que únicamente podía extender su brazo libre y moverlo a derecha e izquierda por ver si agarraba a alguien que le sirviese de ayuda. Los más próximos ya se abalanzaban también, arrastrando al anciano donde yo me encontraba, abrazado a la muchacha, tratando de reanimarla llamándola dulcemente por su nombre.

- ¡Talia! ¿Qué tienes? ¡Talia! ¡Dime algo! ­– rogaba angustiado, mientras trataba de apartar a la gente para abrir un espacio alrededor que le permitiese un poco de aire fresco.

Lentamente, Talia abrió los ojos, parpadeando, sin reconocer dónde se encontraba, cuando me miró fijamente alzando su mano hasta acariciar mi mejilla.


- ¡Gracias por devolverme a mi hogar, Femio! –dijo en un murmullo- ¡No te preocupes más!, Ahora ya está todo bien. Podéis marcharos sin cuidado.
- Pero ¿que te ha pasado? ¡dime! – La urgía, preocupado- ¿Por qué te abandona el animo y los ojos se te hunden sin brillo?
- ¡Dejadla respirar! –gritaba Etón que había llegado alarmado por las voces– ¡Echadla sobre aquella mesa. ¡Rápido!, Berenice, trae aquella jarra de agua para refrescarle la cara.

Cuando ya estaba Talia aparentemente restablecida y yo trataba de incorporarla para que respirase con más libertad, Demódoco se acercó y comenzó a tantearle con dulzura el rostro, los hombros y los brazos, mas cuando alcanzó a coger sus manos, se irguió con violencia, mostrando lentamente un pequeño frasco en su palma. Lo olió con cuidado y luego lo dejo caer con repulsión.

- ¡Niña! ¿Qué es esto? ¿qué has hecho? –dijo con medida preocupación, mientras Etón alzaba el frasco y, tras estudiarlo, observaba fijamente a la muchacha y a los presentes con los ojos bien abiertos.
- ¿Ha bebido esto? –quiso saber.
- Mucho me temo que sí –contestó– su respiración es lenta y la rigidez de los miembros lo indica.

Yo miraba a uno y a otro sin entender nada. Luego, mirando a los adormecidos ojos de Talia, quise saber.

- ¡Talia! ¿Qué dicen? ¿qué has tomado? –la desesperación se apoderaba de mí por momentos. No sabía qué hacer…
- …Plastene quería que os lo ofreciese antes de vuestra partida –contestó con dificultad–, mezclado en un refrigerio para el camino, pero yo… no he podido –añadió Talia mirándole con una media y dulce sonrisa- ¿Cómo iba yo a querer tu muerte si tu me has devuelto mi música, mis pasadas alegrías y los más cálidos sentimientos?…
- ¿Pero esto? –añadía Demódoco, apesadumbrado- ¿Por qué dirigir contra ti la cólera homicida de tu señora?
- No había otro camino, aedo. –contestó la nereida arrastrando la voz- Plastene no aceptaría el fracaso de una de sus nereidas. El final habría sido el mismo, de uno u otro modo tenía que ocurrir porque yo no iba a cumplir su voluntad. ¿Cómo hubiera ya podido? -añadió en un hilo y mirando de nuevo con candor al rostro de Femio- …Todo en ti me rogaba auxilio y amparo, y todo en mi te respondía…

No bien hubo pronunciado esas palabras cuando la cabeza se ladeó bruscamente, dejando caer el pelo sobre el rostro y la mano de mi rostro que miraba a Demódoco y a Etón sin saber qué hacer; incrédulo e inexperto, sacudiendo levemente a la muchacha que respondía con desparejada laxitud a su inútil empeño. Entonces Etón agarró al muchacho mientras con un gesto ordenaba a las mujeres que apartasen a Talia y se hicieran cargo de su cuerpo. Yo me dejé hacer, entretanto, inerte y anonadado.

- ¡¿Qué es esto?! ¿qué ha pasado aquí? –tronó un voz potente y todo el mundo se volvió para mirar a Acasto que se aproximaba, resuelto, hacia el apesadumbrado grupo.

viernes, 1 de junio de 2007

Capítulo Decimonoveno


El fuego del hogar crepitaba en mitad del patio. Las llamas se elevaban coronándose de oro y azul sin conseguir caldear la destemplada noche. las bujías de sebo, dispuestas en cada mesa, exhalaban una cola de negro humo, denso y cimbreante, sembrando el recinto de pequeñas islas de luz entre las que transitaba la gente como naves extraviadas en la oscuridad. En medio de ellas distinguí a Demódoco de camino a su asiento, como una batea que la corriente arrastrase sobre los costados de los navíos anclados en la rada. Al menos ya no debía temer por el auditorio, pues este, arrobado por el poder del canto, reposaba en calma. ¿Por qué persistía en él ese aspecto, como si la zozobra cayese sobre su ánimo como una enojosa carga que entumeciese sus miembros? También Etón e Ileo, no sabiendo qué hacer, miraban sus manos como si les fuesen ajenas y las restregaban contra la bruñida superficie de la mesa en un aturdido intento por sentirlas activas y atentas.

- ¿Qué haremos ahora, anciano? –Se atrevió al fin a preguntar Etón, con rostro taciturno– Porque, ¿supongo que os mantenéis en todo lo que habéis referido?.
- ¡Ojalá me equivocase y todo fuese de otro modo!, Etón –contestó Demódoco, apesadumbrado–. ¿Crees que no considero que Acasto podría tener razón y que me dejo llevar por mi arte cuando trato de explicar todas estas calamidades?… ¡Podría ser!… –concedía cansino – No quieras saber cuántas vueltas le he dado a este asunto pero, ¿qué me queda por hacer?… Aquellos que ciertamente conocen lo que ocurre no van a venir esta noche a confiarse a nosotros… así que únicamente puedo dejarme guiar por mi saber y esperar a que no nos perjudique…
- ¡No quieran los dioses –añadió Ileo–, pues sólo faltaba que, además, nos golpeásemos en la herida…¡ Aunque, bien mirado, habéis vertido faltas muy graves contra los poderosos y esto, resulte o no cierta esta historia, igual nos dará motivos para desesperar. Al fin y al cabo, con Aristeo o los centauros, según sea el caso, cambiaremos de verdugo para un idéntico destino.
- ¡Amigos!… –exclamó Demódoco– ¡tened paciencia!, en nada nos conviene esos negros pensamientos. Es cierto que no se me ocurre otra salida, pero considerad que Acasto se halla en la situación idónea para ayudarnos.
- ¿Y qué ganamos nosotros con ello? –preguntaba Etón.
- Mi buen Etón. El Pentarca camina de regreso a la acrópolis con más sospechas de las que nunca hubiera tenido y, puesto que él es el único que está próximo a Aristeo, podrá comprobar la magnitud de mi error o su cruel realidad. ¡Ahora, todo depende de él!.
- ¡Por Zeus que no sé si anhelo que tengáis razón, Demódoco! –contestó Etón–. En tanto, y puesto que las próximas horas van a parecernos muy largas, mejor será que nos mezclemos con esta buena gente y nos distraigamos con el canto como si fuese ésta una noche cualquiera. Si lo consideráis oportuno, os acompañaré junto a la tarima en la que canta vuestro discípulo y luego Ileo y yo nos retiraremos a las cocinas para intentar distraer nuestro tiempo organizando vuestra partida.

- ¡Quiera Atenea que no sea necesaria!… –Rogó el aedo, mientras se levantaba asiéndose al fornido hombro del tabernero.

Una vez junto al estrado, lo vi concentrarse en mi representación, en la que yo ponía, sin duda, más intensidad que la soltura y el equilibrio que debería haber adquirido con años de práctica. Sí maestro, ¡Los lamentos del paciente Odiseo! –pensé dirigiéndome a mi venerable aedo- ¿Hay mejor compañía para los pesares de esta buena gente?, todo lo que precisan en este instante está en el relato. Un sufrimiento paciente con un esperanzado objetivo. Un lamento moderado ante el destino y un porfiado empeño por vivir ¡Cuanto nos queda aun por aprender de los regalos de la Musa!… Así que volví al canto con el ánimo sosegado, elevando la mirada, de cuando en cuando, hacia la galería donde las nereidas habían ido acudiendo, convocadas por la novedad del cantor, pero Talia no se encontraba allí para escucharme.

- Ay de mí, desgraciado, ¿cómo acabará esto? Mucho me temo que todo lo que dijo la diosa cuando me aseguró que sufriría desgracias en el Ponto antes de regresar a mi patria, sea verdad, pues que ahora todo se va cumpliendo. !Ya de nubes ha ocultado Zeus el vasto cielo, mientras vientos de todas clases se lanzan con ímpetu y las tempestades agitan el Ponto! Seguro que ahora tendré una terrible muerte. ¡Felices tres y cuatro veces los dánaos que murieron en la vasta Troya por dar satisfacción a los Atridas! Ojalá hubiera muerto yo y me hubiera enfrentado con mi destino el día en que tantos troyanos lanzaban contra mí broncíneas lanzas alrededor del Pélida muerto.! Allí tendría ganados honores fúnebres y los aqueos celebrarían mi gloria, y no que ahora está determinado que sea sorprendido por una penosa muerte.

¡Qué podrían saber ellas de lo que mi alma padecía!… ¡Desaparecido sin pena ni gloria!, sin conocidos que lloren una vida breve y fulgurante, ni levanten una imperecedera estela en su honor… ¡olvidado!, ¡sumergido en un vasto mundo de silencio perenne donde todo se confunde; una joven vida que apenas ha conocido otra cosa que las calles y plazas de Esmirna y que, en su primer viaje a la Hélade, apenas tiene la oportunidad de descubrir la dulzura de Afrodita para acabar abatido en medio de un conflicto que le es totalmente ajeno!. Tanta era la tristeza con la que mis pensamiento investía el canto que, a cada nuevo verso, una mano invisible tocaba a los presentes, inundándoles de melancolía y moviéndoles a la compasión. Algunas muchachas habían enlazado sus manos, esperando que el próximo embate de la marejada las sorprendiera con la proximidad consoladora de la otra; más de uno me miraba con la boca medio abierta, provocando la sonrisa del vecino.

– ¡Ay de mi! Después de que Zeus me ha concedido inesperadamente ver la tierra tras cruzar de confín a confín este abismo marino, no encuentro por dónde salir del espumoso mar. Afuera las rocas son puntiagudas, y alrededor las olas se levantan rugientes, y la rompiente se yergue lisa y en su orilla el mar parece no tener fondo, pues no es posible hacer pie y escapar de lo peor. Temo que al querer salir me arrebate una gran ola y me lance contra la dura roca, malogrando mi esfuerzo. Y si sigo nadando a lo largo por si encuentro una playa donde rompa el mar sesgado o una ensenada que me albergue, temo que la marejada me arrebate de nuevo, arrastrándome al profundo Ponto abundante en peces sin tiempo para dar gritos de auxilio o que alguna deidad azuce desde el salado fondo a algún monstruo marino de los que cría la feroz Anfritite. ¡Pues me es claro el encono que me tiene el ilustre, el que a la tierra sacude.

No bien hube alcanzado ese punto, una cálida punzada se clavó en mi interior al ver aparecer a Talia de pié junto a las demás compañeras. Creí sonreírla, mientras ella permanecía erguida y seria; en nada semejante a las otras nereidas a las que había arrebatado el pudor y que derramaban lágrimas sin cuento.

– “Mientras estas cosas revolvía en su interior, entre su mente y su corazón, lo arrastró una gran ola contra la escarpada orilla, y allí se habría desgarrado la piel y roto los huesos si Atenea, la diosa de los glaucos ojos, no le hubiese inspirado en su mente lo siguiente: alargando las manos, asió la roca y se mantuvo en ella gimiendo hasta que pasó el embate. Y así logró esquivarlo, pero el reflujo lo golpeó cuando se apresuraba a evitarla y lo lanzó a lo lejos en el Ponto. Igual que al sacar un pulpo de su escondrijo se pegan a sus tentáculo multitud de lascas, así se quedo desgarrada en la roca la piel de sus robustas manos. Luego lo cubrió una gran ola, y allí habría muerto el desgraciado Odiseo contra lo dispuesto por el destino, si Atenea no le hubiera inspirado discreción; así que emergió del oleaje que rugía en dirección a la costa, y nadó a lo largo de la tierra, buscando alguna orilla en las olas batieses sesgadas o donde hubiese alguna ensenada. Así vino a encontrarse en la desembocadura de un río de hermosa corriente que le pareció el mejor lugar, libre de piedras y al abrigo del viento. Entonces, cuando sintió a la fluyente deidad la invocó en su corazón. ¡Atiende, soberano, quienquiera que seas; llego a ti, tras largas jornadas, escapando del mar y esquivando el acoso de su señor Poseidón. Las propias deidades inmortales muestran respeto al varón que a ellas llega, cual yo llego a tu corriente, abrazando tus rodillas después de mucho sufrir. Compadécete, soberano, pues ante ti vengo como suplicante!. Así hablo y el río detuvo al punto su corriente, retirando el oleaje, e hizo la calma delante de él, portándolo a salvo hasta la misma desembocadura.”


¡Al fin te dignaste, nereida! –Musité con orgullo–, mientras iniciaba en la cítara un largo pasaje instrumental que otorgase pausa y quietud tras tantas emociones. ¡Quien pudiera rendirse a tus pies para ser cautivo de tus deseos!, pero tu gesto severo y tu dura mirada no me presagia nada bueno! ¿Qué puedo hacer para devolverme a tu favor?. Será preciso que el relato se locuaz y entretenido para captar tu atención y templar ese ánimo de modo que se vuelva flexible a mis súplicas… Fue entonces, en el interior de mi mente que se dispuso el canto para dar nacimiento a los pensamientos de la princesa Nausicaa, la hija del señor de los feacios, pobladores de la isla a donde las tormentas habían conducido al hijo de Laertes, el paciente Odiseo. Y así se comenzó a desarrollar todo en un plácido canto; los dulces e inconfesados deseos de una doncella que comienza a soñar con su próximos esponsales; la tierna y comprensiva mirada del padre cuando le otorga el permiso para ausentarse de palacio con sus compañera y sirvientas hacia el río donde tener limpias las finas ropas de la familia y su propio ajuar; la embriagadora libertad que aleteaba los miembros, llevándola de lado a lado para cuidar de que todo estuviese bien dispuesto; el concienzudo trabajo, salpicado de comentarios, insinuaciones y risas, en fin, la lozana alegría que alborozaba a Nausicaa como si fuese una joven gacela, persiguiendo en el juego a las otras compañeras, corriendo entre gritos al ser descubierta en su guarida o saltando para dar alcance a la pelota de trapo antes de que llegase al grupo de sus compañeras. Así, poco a poco se fue creando la escena y a medida que ésta se desplegaba comprobaba como el júbilo contagiaba a los presentes y el rigor de Talia cedía, adueñándose de su rostro la ensoñación de la princesa.

Entonces arribé al instante en que era preciso presentar en escena al héroe en grave contraste con la grácil figura de Nausicaa
y las despreocupadas doncellas, que se distraían de las labores cotidianas. Así debía mostrarse el varón, curtido por el destino, con terrible figura, para suplicar su ayuda. ¡Qué más se podría pedir! –pensé al observar al público deseoso de saber qué ocurriría entonces.