Cuanto más nos aproximábamos a la ciudadela los preparativos bélicos se hacían más y más evidentes. Por doquier se levantaban albarradas tras las que parapetarse en caso de necesidad; se acarreaban reses de curvas cornamentas al interior y se cegaba el pozo extramuros con ramajes de acebo. A todas luces se veía que Tántalo era una ciudadela sitiada. Los rostros con los que nos cruzábamos no nos miraban con amabilidad y los guardianes de las dobles puertas, plantados bajo la sombra de dos grifos rampantes, nos detuvieron con rudeza.
- Como podéis comprobar por mi atuendo y pertenencias, soy un aedo –respondió con corrección y afabilidad mi maestro –, un cantor que únicamente busca cobijo para esta noche en tiempos demasiados revueltos para pasarla a la intemperie. Mi nombre es Demódoco de Esmirna y este es Femio de Sardes, mi discípulo. Ese voluminoso hatillo que veis a su espalda es la lira, mi única posesión y fuente de sustento. A los tres nos gustaría encontrar alguna hostería o taberna donde poder reponer las fuerzas y, quien sabe, solazar el espíritu con alguna vieja canción. ¿O es que acaso teméis a un aedo ciego y a un joven al que apenas despunta el vello?
- Pasad, venerable anciano –medió un poderoso soldado que por su aspecto debía ser el hegemón de la guardia – y que los dioses os sean propicios. Nada es comparable como estar a
- Tus palabras hacen honor a la educación que has recibido, pues eres amable con el forastero y temeroso de los dioses. Dichosos han de estar tus progenitores ya que no hay nada más feliz que ver cumplida la formación del hijo y que sus hechos adornen y eleven la honra de los suyos. Más ¡ea!, dime, ¿Sería mucho pediros que nos informarais de algún lugar en el que la compañía haga honor a la pulcritud de sus aposentos?
- No hay cuidado anciano – contestó a su vez sonriendo el jefe de la guardia –. Que vuestro guía siga la rampa principal que llega hasta el ágora. Allá encontrará un recinto sagrado de columnas negras y rojas, dedicado a la Diosa Leucotea; bien, pues adosado al templo por un breve atrio, se encuentra un edificio que alberga a los responsables del culto y a la escuela de nereidas. Preguntad allí, ya que también hace las veces de hostería y ofrecen alimento y cobijo a los que se acercan a la diosa, ya me entendéis. Decid que vais de parte de Acasto, todos me conocen… os aseguro que seréis bien recibidos.
- Las Gracias sean contigo Pentarca. Espero que compartamos
- Pero, ¿cómo sabéis…?–Le oí preguntar sorprendido al jefe de la guardia –, pero ya subíamos el talud que conducía a las dobles puertas de la ciudadela, para perdernos luego por entre el trasiego de las gentes.
Cruzamos las elevadas puertas de madera de cedro, cuyas hojas, tachonadas de placas de bronce, brillaban a la luz de la tarde. El camino desde allí se nos hizo doblemente pesado; primero porque la pendiente no se acababa una vez atravesado el amplio umbral, sino que continuaba flanqueado por dos muros de media altura sobre el que se levantaban sendos parapetos, de forma que si el eventual enemigo lograba romper la defensa de las puertas, se tendría que enfrentar a un mortífero callejón. Pero es que, además, una vez vencido el desnivel, uno creería estar en el ágora de Esmirna en día de mercado donde la muchedumbre se afanaba de un lado a otro, entre tropiezos e improperios.
Viendo como estaban las cosas, me arrimé a la pared para proteger a mi maestro y, elevando el callado, fui abriéndome paso entre cabras, pollinos y jamelgos; gallinas, vecinos y tablones; carretillas, aguadores y chiquillos, hasta traspasar el primer frente de casas y subir hasta la segunda cuesta que lo dividía. El terreno parecía estar en buen estado, a pesar del barro, los desperdicios y escombros que se acumulaban ante las casas más recientes. Si no fuera por lo que habíamos presenciado fuera de los lindes del poblado se podría pensar que la viviendas se habían acabado de construir hacía bien poco y que estaban rematando los últimos detalles, antes de que los operarios reuniesen los aperos para continuar en la siguiente edificación.
Finalmente, llegamos al ágora que comprendía una extensa terraza natural formada por la roca viva que había irrumpido en la superficie, oscura y rugosa como la costra de una herida, sobre cuyo frente se destacaba, como había indicado el Pentarca, el templo, con su alargado pórtico abierto sobre el altozano y el edificio de la hostería, más bajo y cuadrado, haciendo esquina con la calle que daba al siguiente tramo de construcciones; el último antes de elevarse en una pronunciada sucesión de casas y huertos hasta la muralla que guardaba la formidable acrópolis.
Al contrario de la mayoría de las hosterías que había conocido a los largo de los viajes, la Casa de Sémele, pues así nos dijeron con posterioridad que se hacía llamar, parecía formar parte del templo, ya que se comunicaban a través de un pequeño atrio del que también partía una escalera hacia las estancias de la elevada planta.
Como tal vez sepáis, si la memoria no habéis perdido, todo lo referido al culto de la Diosa estaba regentado por mujeres pues, entre los antiguos habitantes pelasgos y hermones, ella era la que detentaba los antiguos derecho de propiedad sobre los recursos de cada linaje. Por ello, cuando nos adentramos en el local y nos hallamos ante la despensera que respondía al grácil apelativo de Ismena, tuve yo que capear su torva mirada que, como el perro de Hades, nos escrutaba mientras le dirigía la palabra, pues los homéridas guardaban algunas prevenciones a la hora de tratar directamente con mujeres implicadas en la administración de ciertos cultos.
- ¡Señora!, mi maestro ruega le concedáis los dones de la hospitalidad. ¿Habría para nosotros algo de cenar y un lugar donde recoger esta noche nuestros cansados huesos? Nos envía Acasto, el Pentarca, asegurando que no dejaríais sin amparo a un famoso aedo que va de paso a Yolcos donde tiene que reunirse con la comitiva que parte para los próximos festivales de Delfos.
- ¡Yo no daría un paso con la gente de la costa, ni para acompañarlos al Erebo! –protestó la despensera escupiendo en el suelo – ¡los dioses los confunda! Pero veremos la forma de ofreceros acomodo ¡siempre que encontréis tiempo esta noche para ofrecernos algo de vuestro repertorio! Las gentes necesitan de todo tipo de distracciones para olvidar sus muchas preocupaciones y penas.
Aquella noche, en cuanto descendimos por la escalera al amplio patio central, atestado de mesas, comprendí que sería una noche distinta a las demás. Aunque Demódoco no podía ver los rostros, con seguridad que podía percibir la atmósfera de su futuro auditorio, aunque la algarabía que montaba, parecía encontrarse lejos de poder atender a su arte.
Las gentes se movían a nuestro alrededor como polillas a la luz del candil, voceando de un extremo al otro y haciendo surgir, por encima de las conversaciones, las inconfundibles bromas que delataban el tipo de asuntos que mantenía tanto trasiego entre el patio y el acceso al piso superior.
- ¡Maestro! Por aquí…– le murmuré mientras tiraba de él, pues había visto a una moza con un grasiento trapo al hombro que nos hacía gestos señalando un rincón en la esquina opuesta a la que nos encontrábamos. ¡Me parece que nos han elegido un lugar al resguardo de una columna! Allí distingo una mesa junto a una tarima con su taburete y su escabel.
- ¡Marcha tu delante, Femio! Esta noche realmente hemos de pedir el concurso de la Musa, pues sólo un portento convertirá esta piara en oyentes. Y puesto que el lugar acoge los manejos de Afrodita, invócala cuando llegue el momento con tu más briosa melodía. –y diciendo esto, arribamos al lugar indicado.
Con las primeras notas, algunos ocupantes de las mesas más cercanas se volvieron, pero era tal el vocerío que
Una joven, cual yegua encelada que agitase violentamente las crines, echó su mata de rojizo pelo repentinamente hacia atrás y, describiendo un amplio arco, inició unos pasos de baile que fueron celebrados por la concurrencia con alborozo. Los grandes ojos de profunda mirada evocaban en mí los rasgos de las hijas de Minos, el legendario rey de
Talia -como descubrí más tarde que se hacía llamar la espontánea danzante-, compuso una sucesión de acompasados y breves saltos, impulsados por el cadencioso movimiento de sus largos brazos. Uno de los rítmicos acentos de la melodía le dio ocasión para describir un amplio giro que finalizó con una genuflexión frente al estrado. El cabello había cubierto, como una cascada, su cuerpo y hasta mí ascendió la almibarada fragancia del almizcle y del jazmín.
Lentamente, mientras pude interpretar su leve balanceó con una reiteración lenta de trinos graves, la bailarina se fue irguiendo hasta alzar los brazos, tras lo que, con una leve elevación de la rodilla, pareció indicarme que estaba dispuesta para seguirme de nuevo en el embriagador juego.
En ese instante me sentí inundado de una melodía que las mujeres de mi tierra bailaban con ocasión de las fiestas de Adonai, el señor de los perfumes, con un corro de encanto y frenesí. Así que, inicié unos acordes para mostrarle la melodía y darle tiempo de acompasar la cadencia de su cuerpo al nuevo ritmo, tras lo que acometí con pulso diestro y templado el complejo entramado de una febril danza.
A esas alturas, la gente había vuelto sus rostros al corro central del patio. Algunos, más alejados, se alzaban sobre los bancos para ver mejor e incluso había algunas parejas que, aplazando sus placenteros tratos, se acodaban al barandal del piso superior para asistir al acontecimiento. La mayoría acompañaba con entusiasmo y palmas los pasos y requiebros del baile, que se aceleró vertiginosamente hasta concluir en un extasiado e interminable remolino. Entonces el público prorrumpió en atronadoras muestras de júbilo y alegría. Mientras, Talia, reclinada sobre los brazos extendidos, levemente cruzados sobre las muñecas y vueltas éstas hacia el cielo y a medias cubiertas por su rojiza, espesa y larga cabellera, jadeaba, recuperando el resuello.
Tras el baile, se hizo al instante un lánguido silencio, como si la noche y el fuego que chispeaba alzando sus lenguas candentes, respirasen con idéntico pulso. Entonces la muchacha, con igual parsimonia, se irguió y, sonriendo, extendió delicadamente ambas manos al reconocimiento que la brindaban.
Me dirigía yo a templar de nuevo las cinco doble cuerdas, cuando la hermosa joven se giró hacia donde yo me encontraba y me miró fijamente de solasyo, primero con aparente asombro, aunque tan sólo un instante, para al cabo dejar pendiendo de su mirada una expresión retadora en la que creí reconocer la intensa emoción que la había arrebatado.
¡Que queréis que os diga!, ingenuo como era entonces, únicamente supe sonreír a mi vez, en parte por atenuar la confusión que me atenazó en aquel momento, en parte para corresponderla. Luego, cuando me rehice del vértigo, me levanté de la silla y ejecuté, lo mejor que pude, una sincera reverencia.
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