Demódoco se irguió con el brazo extendido al advertir mi apremiante voz que trataba de orientarle hacia el lugar en el que me hallaba. Su rostro, hasta entonces sosegado, estaba tenso y expectante; su porte, que solía adornar de la serenidad apropiada a su venerable edad, se mostraba alterado, pues temía, más que a nada, el irrefrenable pánico de la gente.
Rápidamente alcancé su mano, al tiempo que apartaba a los que se arremolinaban junto al estrado, camino de la salida o de la compañía del infausto emisario. Cuando me abrí paso, por fin y como pude, le conduje hacia algún lugar resguardado, mientras trataba de calmar su ansiedad y paliar su desamparo comentándole lo que sucedía en medio de aquel aturullado trance. Parecía yo una de aquellas aves que se arriman al borde del nido para saciar el voraz apetito de los polluelos; así andaba, alzando la cabeza para atisbar por cima del bullicio y agachándola de nuevo para servirle, en breves y continuados retazos, lo que ocurría en esos instantes de desconcierto. “Parece ser que una importante factoría, cercana a esta ciudad, ha caído tras el asedio de los centauros hyperiones” –Y, de nuevo, repetía la misma operación –. “¡Etón está ordenando que se despeje la entrada! La gente llora en la puerta y hay corrillos donde se cuentan o se inventan noticias” –Entonces miraba a mi maestro y si este me hacía un gesto con la cabeza, buscaba la mirada de alguien y le preguntaba lo que sabía –. “Han encendido hogueras sobre trípodes en los puestos de las murallas. Desean mostrarse alertas y preparados. Ha habido algún superviviente… Otros dicen que desde la acrópolis se puede presentir el resplandor del recinto en llamas.”
Finalmente, cuando pudo estar sentado junto a la columna, confiado de encontrarse a salvo de la marea que iba y venía a empujones, recobró el ánimo y aceptó un poco de caldo y un trozo de queso que alguien se molestó en servirnos. Al cabo de un rato, se restableció la calma y Etón pudo sentarse junto a nosotros, pesadamente, con el semblante serio y ceniciento la color de su rostro. Demódoco sintió su agitada respiración y el silencio pesaroso, como si nadie se atreviese o no supiese cómo ni cuando romperlo.
- Venerable aedo. –Habló al fin el tabernero secándose la frente con un paño –. Debéis disculparme… Con todo este jaleo… se me ha ido de la cabeza. Poco antes de que esta desdichada noticia nos trastocase a todos el ánimo, vino un importante emisario de la ciudad alta. Como estabais en mitad
Mi maestro acogió el mensaje con tranquilidad, casi podía decirse que con cierto alivio, pues enseguida se levantó para que le condujese a lo que Etón llamaba la contaduría. Era esta una oscura y polvorienta habitación rectangular, repleta de estantes de madera desde el suelo hasta el bajo techo; con tablillas de cerámica en las que se conservaban los registros de las operaciones emprendidas por el templo. A Demódoco le hubiera encantado conocer su contenido, lo mismo que al emisario que, sentado sobre un banco ante una larga mesa de madera, miraba en derredor con aparente interés. Varias lámparas de aceite iluminaban la estancia, aunque de día entraba la luz a través de varios tragaluces abiertos en la pared. En una esquina había un depósito de arcilla en remojo y, al lado, una mesa con varios moldes de madera y punzones en un recipiente de madera. Junto a la única puerta se hallaba otro recipiente que recogía las tablillas destruidas, seguramente para llevar a moler y volverlas a utilizar. Cuando se hubieron acercado, Etón hizo las presentaciones.
- Venerable Aedo, este que está ante vos es Augias, el administrador de la Acrópolis. Viene a traeros un mensaje de nuestro señor, Aristeo. –A lo que Demódoco respondió haciendo una breve inclinación de respeto.
- ¿Sois vos Demódoco el homérida, nacido en Esmirna? –Preguntó el secretario, quien no podía evitar cumplir con la debida solemnidad la tarea encomendada.
- En efecto, tal me precio de ser. ¿A qué se debe esta grata ocasión, mi señor Augias? –contestó respetuosamente el anciano, quien por experiencia sabía cuanto pueden ayudar o trabar la mano de un administrador.
- Bien, venerable aedo. Ha llegado a mi señor, como no ha de extrañaros, la fama de vuestro arte que tan delicadamente habéis prodigado entre las gentes de la ciudadela. Ya desde hace algunos días, –añadió con orgullo –, distintas fuentes habían señalado que una nave mercante había desembarcado en la bahía de Milopotamos a dos pasajeros. Ayer mismo, el Pentarca mencionó la llegada de ambos sujetos a la puerta de la ciudadela, donde pidieron hospedaje, siendo encomendados a los cuidados de estas dependencias. En fin, para concluir, mi señor Aristeo os ruega aceptéis su hospitalidad y gustéis en acompañarme hasta la acrópolis para el banquete que dispensará esta noche, rogando que le permitáis disfrutar de la maestría de vuestro arte.
Demódoco no pudo por menos que sonreír con cierta sorna, imaginándose a Etón como informador de Aristeo, ¡menudo zángano estaba hecho! Pero, aunque se abstuvo de hacer ningún comentario, no por ello dejaba de mostrar una actitud festiva.
- Decid a vuestro señor que con sumo gusto iré y que, en la medida en que mi edad y mi pobre destreza pueda contribuir a hacerle este amargo trago más llevadero, puede disponer de nuestras personas para lo que buenamente guste. –contestó, probándolo por ver cómo reaccionaba – …
- ¡Como!, ¿no me acompañáis? –Exclamó el administrador sorprendido.
- Pero, mí querido señor, si sois vos el que no vais a poder aguardarme. –Le contestó mi maestro sin perder la sonrisa de los labios.
- Y ¿Cómo va a ser eso? Si puede saberse. –Protestó de nuevo, temiendo ser objeto de una broma.
Mientras el aedo sonreía ante los presentes que le observaban con extrañeza, se presentó precipitadamente un joven bien vestido, aunque sudoroso, exclamando:
- ¡Mi señor Augias!, hace tiempo que se os buscaba. Nuestro amo le requiere de inmediato en su presencia. Hay terribles noticias que aguardan de la intervención del consejo… en el que debéis estar presente.
- ¿Cómo es posible?…Sí, por su puesto, ya voy… –llegó a pronunciar Augias, mirando asombrado a Demódoco. –Hasta más tarde, pues. –Y salió precipitadamente por la puerta con el ceño fruncido.
- ¡Pues si que estáis hecho un bribón, mi buen Aedo! –Se reían Etón –. No se puede uno burlar así del poderoso Augias.
- Querido Etón. –Le contestó Demódoco liberándome de su peso y sujetándose a sus anchos hombros –. No me digáis que una persona tan estirada es de vuestro agrado. Había que hacerle perder un poco esa afectada seguridad. Tanta información, tanto poder, para quedar encerrado aguardando entre estas cuatro paredes. Seguro que le debió seducir tanto el contenido de estas tablillas, que ni se percató de lo sucedido.
Etón se rió a gusto con la broma, pero la alegría no duró lo suficiente como para hacer olvidar los sucesos del día y las interrogantes de la reciente noche. Mientras los esclavos apagaban las lámparas y cerraban la estancia, Etón nos condujo a una mesa retirada en la que poder hablar. A pesar del tiempo transcurrido desde la marcha del secretario, Demódoco sentía aun la inquietud del tabernero.
- ¿Qué tienes en la garganta, buen hombre, que no te deja pasar ni un mal trago? ¡Suéltalo o, a poco, te perderemos con el más ligero golpe de viento…!
Etón sonrío cansinamente la ocurrencia y, extrañado como siempre por ese rostro que no le sostenía la mirada, le dijo…
- Ya me di cuenta, nada más conoceros, de que nada se os escapaba. Pensé entonces, ¡he ahí alguien que sabe…! Cuando Augias mencionó de forma tan imprudente vuestra identidad, me dije: ¡De ese hilo sacará la madeja…! Y no me he de equivocar ¿verdad? Así que, dejémonos de tanta finta y adorno. No quiero sagacidades ni engaños con vos. Quiero hablaros claro y por derecho…Sí, vivo en el templo, pero informo a Aristeo. ¿lo sabrá mi señora, la gran abeja? Espero que no o, todo puede darse, tal vez deja que haga este juego, controlando la información que transmito. No tengo hecha una opinión al respecto. Pero, cuando me he enterado de la invitación y he recordado nuestra conversación pasada, no he podido dejar de temer por vos. No sé si venís como aedo, aunque me barrunto que tenéis otros asuntos que tratar con Aristeo. Pero no le conocéis y he de preveniros. Lo hago por mí, por mi seguridad. Cuanto más sepáis, mejor podréis encubrirme o protegerme. Así que os diré lo que creo necesitáis conocer antes de entrevistaros con él.
- ¡Adelante, buen amigo!, pues os quiero llamar así. No creo que el trato entre los hombres deba estar exento de intereses. La amistad es compartir y ayudarse mutuamente para mejor vivir. Que, dadas las circunstancias, busques tu seguridad, lo entiendo. Ofreciéndome lo que sabes, tal vez pueda contribuir a ese mismo fin. Y a mi propia misión. Pues estoy aquí como embajador de la Anfictionía para tratar de que este conflicto no extienda sus consecuencias a toda Magnesia, poniendo en peligro también a Tesalia. Como ves, entiendo que nuestros intereses son afines.
- Bien, os agradezco la franqueza. –repuso con seriedad el tabernero –. No creo conoceros, pero me precio de tener suficiente experiencia como para saber de que pasta esta hecha la gente. Vuestro ánimo es benévolo, tanto como paciente vuestro espíritu. Tenéis humor y curiosidad, además de un carácter templado para aguardar en cada ocasión a que la oportunidad esta presente; dejo, pues, a vuestro juicio lo que habrá de hacerse. –Añadió para dar comienzo a su advertencia – Bien, lo primero que tenéis que considerar de Aristeo es que ha crecido tan dividido en sus lealtades, que ha terminado por simplificar su conducta y ser únicamente fiel a su propia ambición. Por parte de padre es hijo de un eupátrida de Yolco y, por línea materna, es descendiente de un antiguo linaje magnesio con aspiraciones al trono. Como política y linajes son la misma cosa, Aristeo representa en su persona lo que el poder de Yolcos precisaba, con lo que consiguió ser destacado a esta ciudadela como un favor, después de volver del exilio. El pináculo de Tántalo se constituyó como el limen que sería preservado por alguien del lugar, con lo que las relaciones entre las tribus debían mantenerse equilibradas. Pero esta situación empezó a cambiar. Hasta hace bien poco no conocía los motivos, pero se han ido haciendo cada vez más claros. El señor de Tántalo se hallaba en buena disposición con las tribus del Pelión, con los centauros Hyperiones que estaban bajo el gobierno de Quirón. Sin embargo, el señor jugó a dos bandos para beneficio propio y, cediendo a sus deseos, ha exacerbado un conflicto que puede llevarnos a la perdición.
- Los antecedentes, Etón, son de suma importancia –interrumpió Demódoco, urgiéndole –… incluso los detalles. En esta misión, la más leve y diminuta información, reunida junto a otras, nos puede dar un punto de apoyo fundamental a la hora de entablar negociaciones.
- Os diré que, Aristeo, –continuó Etón – ha promovido, poco a poco, la expansión agrícola, ganadera y militar de los aqueos. El pasado invierno extendió sus terrenos de cultivo, plantando vides y manzanos a lo largo de las mejores navas, y ha comenzado a establecer nuevas dehesas con los ganados. Como consecuencia de este proceder perturba la caza, que es el fundamento de la forma de vida de los Centauros. Así que, al no haber respetado Aristeo las lindes y no haber mandando emisarios para hacer pactos o acuerdos, ha provocado la cólera de los temibles habitantes de las montañas. Pero eso no es todo. Para colmo de males, el pasado otoño, el rey Quirón fue muerto por un jabalí durante una partida de caza. Este luctuoso suceso ha tenido consecuencias terribles, porque no sólo ha privado a los aqueos de un inapreciable aliado en Magnesia, sino que ha desatado la competencia por la herencia del reino que se disputa entre varios pretendientes. Se rumorea que uno de ellos pudiera ser el propio Aristeo…
Mientras estaba por continuar, Aglaia se había plantado junto a Etón. Demódoco sonrío al reconocer la voz que comunicaba a su amo que en la puerta aguardaba un visitante inesperado que deseaba hablarle. Ante lo que el buen posadero le indicó que le hicieran pasar y que le trajesen comida y bebida, mas también advirtió de que, en adelante, no nos molestasen; ni aunque Afrodita preguntase por él. Todos aguardamos como pudimos nuestra curiosidad. Únicamente Demódoco rumiaba, ausente, la información que le acababan de ofrecer, ajeno a la aparición de un hombre envuelto en una capa con capucha que le cubría el rostro. Caminaba apoyándose en dos hombres que casi lo llevaban en vilo y que miraban con ansiedad a la sala del patio mientras avanzaban. Parecían buscar a Etón, quien se levantó hasta que sus miradas se cruzaron, entonces les indicó que podían dirigirse hacia
- Vengo de Dryade, como sabréis. Mi nombre es Ileo. Los centauros me han dejado con vida para que venga y cuente lo ocurrido a Aristeo, señor de Tántalo. Como puedes imaginar, Etón, ni loco se me ocurriría subir a la Acrópolis. Lo que he visto con mis propios ojos no es nada que el señor de Tántalo quiera que se difunda y, de hacerlo, es seguro que no podré librarme de la negra muerte.
- Nada tenéis que temer, Ileo. –Le aseguró Etón – Aquí estás entre amigos. Ya encontraremos la forma de hacer llegar a los oídos de Augias y su señor lo que sea de menester, sin ponerte en peligro.
- Pero…y disculpa Etón –Interrumpió Demódoco, interesado –. Antes de nada, quisiera saber algo sobre Dryade. ¿Dónde se encuentra?
Ileo, miró a Demódoco y luego a Etón, quien le hizo un gesto asintiendo para que contestase a las preguntas del aedo.
- Dryade se encuentra en el valle que nace por cima de Tántalo, hacia el norte. Desde la azotea podéis contemplar claramente su cabecera. En el vierte sus aguas el Khrisos y, a mitad de camino, el torrente Melanion, desembocando juntos cerca de la muralla oriental de Yolcos.
- Bien, mi buen Ileo, veo que eres preciso es tus respuestas a pesar de tu estado –concedió mi maestro – Ahora quisiera que me dijeses cómo es Dryade ¿Cómo está edificada?
- En un principio, hace muchas lunas, se edificó allí una alquería con una casa solariega, a la que llamamos “la gran casa”. Cuando Eurípilo, el Joven, reinaba en Yolcos, subieron unos técnicos venidos de la tierra del Gran Rey que permitieron sacar un caz del apresamiento del torrente para mover una muela de piedra con noria con la que hacer harina. ¡Algo digno de verse! También instalaron una forja y caballerizas para atender a los trabajos de roturación de las vegas y navas de los alrededores. Diariamente subían las acémilas los 39 estadios que separan Dryade de Yolcos para hacer moler el trigo y el centeno que se traían de los campos de Larissa. Con el tiempo, la alquería fue haciéndose más y más grande, reuniendo a los colonos que, cada amanecer, marchaban a cuidar las tierras, las colmenas o mirar por las piaras y rebaños, regresando a la noche. Las casas más importantes fueron creciendo sobre el cortado
- Vaya ¡que curioso ver un centro tan importante tan lejos de Yolcos! –comentó con ironía Demódoco –. Dime ¿A qué se debe que un centro tan laborioso se encuentre perdido en medio de bosques y valles?
- Dryade era importante ya en los tiempos antiguos. Allí señoreaba un linaje extinto de los hermones que debía su valor a encontrarse en el cruce de dos senderos de montaña; uno sube al Pelión, parejo al Khrisos, y culmina allá, a un estadio de Tántalo; enlazando con los senderos que llevan hacia la otra vertiente, hacia los poblados de Amyros y de Pelasgiotis; el otro, sube por el Melanion y gira hacia el norte, para volver a verterse en el río Enipo, conduciendo hacia los poblados tesalios de Glaphyrai y Boibe, junto al lago.
- Ya entiendo. –respondió pensativo –. Así que es un nudo de caminos en el que se creó un centro de elaboración de cereales y armas. Centralizar y distribuir… Por eso era peligroso perder Dryade, porque era la antesala que comunicaba Yolcos con Tesalia a través de las tierras altas. Por lo que me refieres permite introducirse por el valle hasta la costa y, quien lo dominase podría aislar a Tántalo y dejarla a merced de los grupos que rondasen por el Pelión, cercando Yolcos por su flanco. Pero dime, ¿un sitio así tendría gente armada para su defensa?.
- Cuando las escaramuzas comenzaron entre los centauros de Hyperea y las gentes de Tántalo –respondió Ileo –, Timón, señor de Yolcos, envió un destacamento a Dryade para que pudiese reforzar los caminos del Pelión y del valle del Enipo, pero de nada ha servido.
- Ya veo. Ha sido un plan muy astuto. ¿No os parece Etón? –afirmó el venerable aedo – Destruyendo Dryade, controlan con facilidad la ayuda que pudiera enviarse desde Yolcos o de los poblados lapitas. ¿De donde podría venir ahora la salvación de Tántalo? Un desembarco en la costa sería posible, pero durante dos jornadas estarían a merced de los centauros que les diezmarían en pequeñas escaramuzas por los escarpados del Pelión. ¡Tanta claridad y astucia no puede ser obra de una banda de cazadores de montaña, por muy sabios y fieros que fueran!…
- ¡He tenido en mente a menudo la misma idea, señor! –concedió con vehemencia Ileo – Hasta ahora estábamos acostumbrados a que los hyperiones basaran su poder en ataques repentinos y desordenados, basados en la rapidez, la fuerza y la elección del terreno. Por eso los comparábamos siempre con las riadas de los torrentes y los representamos llevando abetos enteros.
- No entiendo y perdona –interrumpió mi maestro –. ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra?
- Bueno, no es de extrañar, pues sois forastero. Debéis saber que cuando comienza el deshielo por estos pagos se producen muy a menudo violentas crecidas y no es raro que se bloquee alguna garganta con los ramajes y troncos arrastrados. Entonces el agua retenida aumenta su caudal y empuje hasta que, con un seco y prolongado bramido que hace retumbar la tierra cercana, se viene el mundo encima. Hay que estar muy atento durante el final del invierno para limpiar las gargantas y las orillas de esos lugares, porque en menos que canta un gallo, el valle y las terrazas son inundadas y todo se vienen abajo, arrastrado por la poderosa acometida… Así es el proceder de los Centauros, pero esta vez ha sido bien distinto.
- ¿En qué ha sido distinto, mi buen Ileo?…
- … Estábamos un total de cien personas entre colonos, los trabajadores del molino, la herrería, el destacamento y el servicio de la casa grande. Una noche oímos un gran estruendo. El polvo se levantó cegándonos e impidiéndonos respirar. La parte norte de la ciudadela se había venido abajo. El molino yacía, ladera abajo como una blanca lengua de piedras hasta lamer la orilla. Al mismo tiempo un carro cubierto subió hasta la puerta y sentimos como golpeaban violentamente contra la misma. Unos golpes atroces. La gente corrió de un lugar a otro llevando miel hirviendo, piedras y armas. La confusión fue enorme. Por la herida abierta en el ala norte comenzaron a parecer los primeros hyperiones, mientras la puerta se venía abajo, quebrándose la enorme tranca que la afianzaba y haciendo que la dobles hojas de roble se saliesen de sus goznes. Cuando se vinieron atierra con un pavoroso estruendo, entraron como avispas en verano, furiosas y rápidas, sembrando muerte y dolor a cuantos se atrevían a cruzarse. Se movieron con una dirección precisa. Fueron un grupo hacia la casa grande y otro hacia la herrería. En sus dependencias se oían los gritos; más de uno salió por la ventana. Las mujeres hacia tiempo que estaban en las despensas, en las cuevas labradas bajo la tierra, junto a las tinajas que guardan el grano, el vino y el aceite. Al amanecer habían acabado con toda resistencia y se repartían por todos lados, comiendo y bebiendo. Y disfrutando de las mujeres y niños… Por lo menos…los padres no tuvieron que contemplarlo.
Se hizo el silencio entre los presentes. Ileo ocultó por un tiempo su rostro con el embozo de su manto. Cuando mi maestro sintió, como los demás, que los sollozos cesaron, trató de compadecerle.
- Realmente es terrible lo que has vivido, Ileo. Nadie de los que aquí estamos podríamos asegurar que no sufriésemos, siquiera con la mitad de un relato como el que acabas de contarnos. ¡Hay que tener el corazón de hierro para haber llevado a cabo tal matanza y tales abusos!…pero, al menos estás aquí, buscando con nosotros una salida para los vivos en esta apurada situación.
- Sí, venerable anciano, sigo vivo…–asintió con una amarga mueca mientras le brillaban los ojos y su barbilla se contraía visiblemente – aunque no íntegro… un solo pensamiento ha hecho posible que aceptase la vida que me respetaron, ayudar a Tántalo para poder vengarnos.
Nada podíamos decir, pues todos comprendíamos ese sentimiento. Sin embargo, Etón reparó en mi maestro y, taciturno, le dijo:
- ¿Qué consideráis de un modo tan recio, Demódoco? –preguntó Etón.
- Que se hayan atrevido a tanto –Contestó con seriedad, mesándose la rala barba –. No es sencillo establecer un asedio ¿Sabéis? Normalmente eso requiere paciencia y el conocimiento de complejas técnicas para rendir una ciudadela. Necesitan también de gente suficiente para cerrar el cerco; como cuando echas un copo en la playa; si no hay suficiente gente, los corchos pueden hundirse por algún lado y abrirse una puerta por donde escaparan los peces. Además, se requiere de un constante control sobre el territorio, porque durante el largo tiempo en que las desocupadas hordas aguardan, es cuando son más vulnerables. Que se hayan vuelto osados, pacientes, confiados, numerosos y ordenados es lo que menos me gusta de todo. Como ha señalado Ileo, es algo nuevo, inaudito. Y esto únicamente se ha de deber a alguna nueva influencia.
- Pero ¿De quién? –Preguntó Etón.
- No hay muchos pueblos que sepan las técnicas del asedio –Contestó Demódoco –. Los lidios y los asirios, por supuesto, descartemos a los hebreos y los egipcios, por su distancia. Más ¿Quien se beneficiaría de una guerra generalizada entre Magnesia y Tesalia que enredase a la Anfictionía? El fin perseguido sería, sin duda, la desconfianza entre los vecinos, el aumento de la rivalidad política y comercial, para concluir con el debilitamiento general. ¿A quien le interesa que la frontera norte sea débil durante las próximas generaciones?…
Un profundo silencio se hizo en la reunión. Quien sabía la contestación callaba prudentemente. Quien la ignoraba, lo ocultaba. Todos se miraban. Todos menos Demódoco que interpretaba otros hechos. Para él la inquietud, el temor o la sospecha hablaban con el cuerpo y se manifestaban en la voz.
- Y ahora ¿Qué hacemos? –preguntó Etón – No podemos quedarnos cruzados de brazos.
- Dime Ileo, confías en mí –le interpeló mi maestro –. Porque tengo para ti una misión arriesgada, no tanto como una entrevista con Aristeo, pero casi.
- Hablad pues –Le contestó con vehemencia Ileo –. Etón os tiene por amigo y os confía sus pensamientos. Nosotros somos camaradas y nos lo debemos todos.
- ¿Podrías bajar hasta Yolcos y comunicarles nuestra conversación a Castoriades, el comerciante que organizó la caravana a Anteles en otoño pasado?
- Así lo haré, en cuanto esté preparado para el viaje.
- No hay tiempo que perder. La ciudadela corre un peligro inminente. Yo, como he convenido, he de partir con Femio a la recepción de la Acrópolis. Veremos si los dioses nos son propicios y sacamos algo en limpio. De lo que ocurra esta noche depende la suerte de la ciudadela, pues ya creo que los centauros acampan cerca de Tántalo. Y ¿Quién puede descansar en tal compañía?
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