sábado, 28 de abril de 2007

Capítulo Decimocuarto



Apenas se vislumbraban otras luces que las hogueras de los vigías, algunas lámparas del templo y las estrellas que brillaban en la despejada noche; por eso se distinguía, con siniestra claridad, aquel extenso resplandor sobre la boscosa ladera, a vuelo de pájaro de la ciudadela.

- Hay mucha astucia en todo lo que emprenden –señaló pensativo Aristeo; cuando se percató de que hablaba a un ciego. No por ello perdió la compostura y con igual tono continuó –… Están a la distancia justa para hacernos sentir su presencia, pero no tan cerca como para estar a nuestro alcance; en una vertiente de fácil defensa, pero de difícil acceso; a la altura suficiente para vigilarnos, pero tan ocultos por bosques y lomas que es imposible que descubramos sus movimientos. Es poco lo que podemos oponer a tantas ventajas.
- Y después de Dryade … sabemos también que estos muros no son inexpugnables. –comentó Demódoco, provocando el inicial asombro y la posterior sonrisa de Aristeo.
- Nunca más permitan los dioses que me burle de un homérida y, aun así, – Añadió Aristeo – no lamento haber tenido esta grata experiencia.
- Gracias por el cumplido, pero vuestro asombro no está provocado por mi pericia, Señor, sino por la precipitación con la que presumís de conocer y gobernar los asuntos humanos; lo que os vuelve, a menudo, más ciego que este viejo que os habla. Sin embargo, vuestros pasos se vuelven claros rastros que pueden seguirse sin excesiva dificultad.
- No os preocupéis por la cortesía, ni por la adulación. – comentó con sarcasmo Aristeo, herido en su orgullo –. Sed franco, Demódoco, ¿Puedo llamaros así?.
- Como gustéis… –contestó el anciano divertido ante tan forzada confianza; absurda, por otra parte, pues ya había sido directo, lo que Aristeo no tenían más remedio que aceptar.
- Bien pues, –Prosiguió el señor de Tántalo – Me doy cuenta de que os debo la vida, al menos en un sentido que a lo mejor no llegáis a distinguir.
- ¿Os referís a vuestras intenciones matrimoniales? –Atajó con ironía el aedo –… ¡Os pido disculpas!. Me ofrecéis franqueza y fijaos como os correspondo, mencionando vuestros íntimos anhelos… Pero, habréis de convenir que provocaros se me está convirtiendo en un juego demasiado grato.
- No, si lo entiendo…pero sólo…¿cómo os habéis…? –Apenas llegaba a pronunciar Aristeo, atento a las consecuencias de esta noticia si llegase a otros oídos, como los de la gente de Yolcos –…¿A quién se lo…?
- …Como antes dije –le cortó con serenidad, mi maestro —, presuponéis con excesiva facilidad que quienes os rodean son unos ignorantes; que los centauros son unos salvajes; que la sacerdotisa es manejable; en fin, que yo, por estar ciego, no me doy cuenta de nada. Y así vais, de sorpresa en sorpresa. Pero, desenredemos la madeja…Cómo he averiguado las circunstancias de la caída de Dryade. Es sencillo. Me han informado al tiempo que a uno de vuestros contactos en el templo. ¿Por qué así?, preguntaos más bien, si alguien que os conozca, os comunicaría sin reparos aquello que hiciese imposible vuestras ambiciones. ¿Pondría en peligro su vida por tamaña imprudencia?. No, sería preferible informar a quienes os informan, de un modo aparentemente casual, por supuesto, y aguardar a que os hagan llegar el recado. Así me enteré de la caída de Dryade y de aspectos mucho más alarmantes, ya que parecen extender este conflicto hasta una complejidad mayor de la que había podido considerar. El primer detalle fue el empleo de estrategias que no son usuales entre las gentes de estas tierras. Según parece, en Dryade se socavaron los cimientos de los edificios que parapetaban el recinto, haciéndolos colapsar en el instante en que arremetían contra las puertas. Lo siguiente fue que saquearon y mataron a todos, pero respetaron la herrería. ¿Me intriga esta clase de Centauros que, repentinamente, tienen interés por la metalurgia? Esto, por sí sólo, nos indica la presencia entre los centauros hyperiones de alguien con conocimientos de artes de guerra extranjeras. Como me habéis confirmado hace un instante con vuestro sagaz comentario, el proceder de los centauros esconde una mente sumamente inteligente y astuta. Ésta debería ser vuestra primera preocupación, no las ambiciones de emparentar con el linaje real de magnesia y convertiros en un autócrata. Plan que, por otro lado, los muertos de Dryade hace inviable lo que ya era, de por sí, imposible; baste con mencionar vuestra expansión agrícola y ganadera. Habéis invadido los territorios de caza de los Centauros sin acuerdos ni pactos, por la fuerza. Con ello no os habéis ganado la simpatía de los hyperiones, pero, sin embargo sí que habéis ofrecido razones más que suficientes a vuestros enemigos. En cuanto a vuestras intenciones matrimoniales. La liga estaba pendiente de esa eventualidad desde el momento en que murió Quirón, su aliado, y quedó libre el trono de Magnesia. Luego, cuando se comprobó que ninguna partida de guerreros se había enfrentado a esta revuelta cuando aun estaba en gestación, cuando no era poderosa, ni se había extendido; en Yolcos se preguntaron por qué no arrancabais la mala hierva cuando apenas había brotado. ¿Es que, acaso, esperabais cortarla sin esfuerzo cuando os invadiese el huerto? Fue entonces cuando me llamaron con urgencia para averiguar, dada la delicadeza de una frontera montañosa tan extensa y estratégica, cuáles podían se los motivos de vuestra pasividad e indulgencia. Cuando llegué, me di cuenta de que no era por falta de información, porque por vuestra nutrida red, tarde o temprano os llegaban los pormenores más insignificantes, como nuestra llegada a Milopótamos. Y como tampoco se os considera un cobarde, la razón debería ser otra, muy digna de vuestro carácter. Esta noche, que os he conocido, he comprendido que deberíais tener planeado solucionar este conflicto sin derramar ninguna sangre que pudiera dificultar vuestras ambiciones. Podríais pretender tener a los Centauros de vuestra parte lo que, dadas vuestra aspiraciones, redundaría en un mayor apoyo; algo que únicamente conseguiríais uniendo, en vuestra persona, la fuerza y la legitimidad de los antiguos linajes magnesios. Cuando sugerí la verdadera identidad de la sacerdotisa, no sólo os sorprendisteis, sino que os quedasteis paralizado. Y no era para menos, pues la gran cantidad de cambios que se introducían con esa simple información, tan próxima y tan alejada de vos, tan evidente y, al tiempo, tan oscura, terminó por bloquear vuestra inmensa capacidad de intriga. A saber qué información tendría la reina Deyanira de mano de su propia hija, qué misiones habrá desempeñado la sacerdotisa en vuestro nombre o, lo que es más peligroso, que confidencias podríais haber tenido que hacer para ganaros su confianza… Simplemente os quedasteis sin saber que pensar…
- Cualquier cosa que piense…llega demasiado tarde – se lamentaba Aristeo, cabizbajo, lo que provocaba un gesto de incredulidad en Demódoco –… bien me doy cuenta. Los planes que pude haber hecho, como habéis adivinado, estaban intermediados por la sacerdotisa, quién debía concertarme para dentro de unos días una cita con la reina Deyanira a fin de convenir los esponsales. Creí que con ello salvaba a Tántalo y daba un nuevo impulso a mis justas reivindicaciones. Ahora sé que ese día hubiera sido el fin de la ciudadela y el mío propio. Así que, como os dije, os debo la vida. Aunque de poco ha de serviros, pues tenéis que enfrentaros a Plastene. También a ella le habéis trabado algunos proyectos y, aunque pueda ponerla bajo estrecha vigilancia para que no se comunique con los sitiadores, no puedo evitar que alguno de los suyos os aguarde en cualquier esquina. Vos y vuestro pupilo deberíais dormir en palacio esta noche y mañana intentar alcanzar Yolcos. A lo mejor tenéis suerte y todavía no sois una presa codiciada, incluso puede que Plastene no os considere sino un insignificante tábano posado sobre el lomo de la gran vaca…

Ambos rieron con la ocurrencia, pero una bruma de inquietud envolvía a Demódoco mientras descendía por la escalera que comunicaba la torre con la puerta principal del recinto. Después de cruzar el huerto y de llegar al mégaron, se sentaron un momento para dar tiempo a las esclavas a limpiar los restos del banquete y adecentar la habitación donde pasarían la noche.

- Decidme, Demódoco. – Preguntaba Aristeo –. Hay algo que me gustaría comentaros y que no hago más que darle vueltas.
- Hablad en confianza, Aristeo, no hay muchas cosas que puedan interesaros sobre las que ya deba guardar reserva – fingía Demódoco, quien no confiaba en el noble Aristeo.
- Bien… Entonces os diré que, de vuestras propia palabras se conoce que sois algo semejante a un agente o a un mensajero de la Liga, enviado para indagar sobre la situación en Magnesia… Después de nuestra entrevista comprendo las implicaciones tribales, comerciales y bélicas de un asunto que, hasta hace no poco, consideraba más bien como algo personal. Pero lo que no llego a comprender, ni de lejos, es cómo a los hegemones de la Liga se les ha podido ocurrir que un aedo pudiera servir de componedor en este o en cualquier otro conflicto.
- ¿Estáis cuestionando el valor que tiene la Musa para nuestras tribus? –Replicó ofendido Demódoco.
- Ya…pero os ruego que no os enfadéis. Lo que quiero decir es que, aunque fuese vuestro canto el que ha provocado a la sacerdotisa, no fue este el que me puso sobre aviso, sino vos mismo, un instante antes de iniciar el canto.
- Sin duda, pero cada canto posee múltiples tramas que unas veces se reconocen y otras veces no. Está en la sabiduría del aedo regular su presencia. La fuerza de la Diosa reside en el don que le otorga la oportunidad; cuando el canto se despliega en momento y contexto apropiado, puede llegar hacer de un cobarde, el guerrero más arrojado o del engreído, un mojigato…
- Luego me dais la razón. Vos sois dueño del canto. Sin embargo afirmabais que vuestro canto no estaba compuestos bajo el dictado de cada ocasión. Decidme, pues sigo sin comprender. Alguna forma ha de haber para referir el canto al momento presente, ¿cómo si no, podemos comprender las protestas de la sacerdotisa? Vos mismo habéis compuesto el canto pensando en ella y en su culto, así como en mí y en mi situación.
- No debéis creeros tan particular, Aristeo, – Replicó Demódoco –, antes que vos hubo gente resentida y ambiciosa que se sintió injustamente desplazada en sus legítimos derechos. El canto trae al presente antiguas historias de los dioses y los hombres que encierran la experiencia humana; luego cada uno escucha dentro de sí la verdad que le trae la diosa…
- Ya veo, así que según vos, Plastene se ha marchado ofendida y prevenida contra ambos, a pesar de que no había nada en vuestro ánimo que lo motivase. ¿No es eso un poco, como diría, ingenuo? Esto no es un juego de niños a los que se les ha pillado haciendo trampas. ¡Nos jugamos la vida!… pero vos, por un lado sois un penetrante intérprete de la presente situación, pero al tiempo parecéis eso, un niño risueño que cree en cuentos de cocina… Son dos cosas que no puedo casar. Sois para mi un enigma que me desconcierta. Pero vos… ¿de que parte estáis?…
- ¿Queréis decir, cuál es la posición de la liga? ¿Querríais saber si se ha tomado alguna decisión antes de mi venida y si hay tropas de camino? – Añadió Demódoco, traduciendo los ocultos intereses del señor de Tántalo –. La liga no actúa como vos, Aristeo. ¿Queríais tener poder sobre los sucesos de Magnesia y Tesalia? Pues lo habéis conseguido. Simplemente responded de vuestros actos… Los dioses, cuando quieren mostrarnos nuestros límites, conceden nuestros más íntimos deseos… No esperéis que la liga venga aquí o que yo os de la clave para que no se derrumben las murallas.
- ¿Y los Lapitas del Lago Boibe? – añadió con un leve apremio, Aristeo.
- Ya escuchasteis a Plastene. – respondió Demódoco – Los pasos del Pelión están en manos de los centauros. Además, los centauros no temen a los lapita; siempre los han derrotado.
- Sí, pero fue con ayuda de los aqueos de Ftía y Yolcos – Apuntó Aristeo, deseoso de arrancarle alguna información o algún compromiso. Nunca se han enfrentado sólo a los Lapitas y, si se hiciese un ataque conjunto desde Yolcos y la cara norte del Pelión, podríamos vencerlos para siempre.
- No he venido ha concertar contigo una estrategia, Aristeo. – Dijo seriamente Demódoco, para que no hubiera lugar a equívocos –. Implicar a más tribus de la Liga y extender las escaramuzas por Magnesia no contribuiría sino a debilitarnos, ya que, al contrario de lo que pensáis, no está clara una victoria definitiva. Peleamos en su terreno y nuestras técnicas de guerra están hechas para combatir en la llanura. Ni los caballos ni los hoplitas podrían maniobrar con presteza ante las emboscadas que, con toda seguridad tenderán los centauros.
- Entonces, ¿A qué habéis venido? – Dijo, Aristeo, evidentemente molesto –.
- ¿Todavía no lo habéis captado? Vengo a recabar información y a advertiros. Ante vos me encuentro como un emisario que os habla como la liga lo haría, situando vuestra ambición en el contexto preciso. Los dioses pueden tener preferencias, Demódoco también, pero al homérida le compete averiguar, escuchar, comprender y ofrecer la verdad que la sabiduría de la diosa guarda para cada hombre. – y añadió, queriendo desviar el tema hacia otros derroteros – Lo que le ofendió a Plastene no era otra cosa que ver representado en el canto la nueva posición y dignidad de la diosa Calipso y que afectaba, por supuesto, al culto de la triple diosa en toda su extensión. Su orgullo ha debido sentirse herido, no lo dudo, pero lo que haga es cosa suya.
- Luego reconocéis que compusisteis el canto para ella –Insistió el señor de Tántalo, deseoso de tener, al menos, esa victoria.
- El canto ya estaba compuesto, Aristeo –Recordaba Demódoco, visiblemente cansado del tema –. Nosotros los homéridas traemos la memoria de las experiencias pasadas en forma de cantos que entonamos sobre el presente, de esta forma los asuntos humanos adquieren un valor distinto del que carecían cuando se manifestaban en el cada uno, fruto de nuestra humana urgencia. Lo que escuchen y comprendan los reyes, los guerreros o las gentes de las tabernas, es parte de la porción que a cada uno le corresponde en la composición del su porvenir. El canto sólo advierte a aquel que está, por así decirlo, avisado; para otros puede que tan sólo sea ocasión para la distracción o el juego. Por otro lado, vuestras inquietudes son comprensibles, pues estáis necesitado de información y ayuda. Pero no soy hombre de acción en el sentido en el que la precisáis. No tengo una posición personal, ni estrategia que ofreceros. Sólo guardo una íntima y humilde revelación que pongo a disposición de los demás siempre que puedo y que trataré de transmitir a mi discípulo, si los dioses me lo permiten. Su verdad parece insignificante, pues se reduce a una simple aporía: “Sólo en el pasado tiene futuro el presente. Sólo por el futuro tiene el presente pasado. Sólo por el presente tiene pasado el futuro.”
- Ya veo…–Dijo claramente decepcionado el señor de Tántalo –. Así pues, según entiendo, todo se reduce a que, en lo que me siento avisado debo estar advertido… Hoy puede que os deba la vida y puede que esta deuda me hiera mucho más que todo vuestro canto. Por otro lado, el presente ya es pasado mientras hablo…sólo espero que tengamos algún futuro…pero es seguro, os lo vaticino, vos lo sabréis antes que yo.

Un doloroso silencio les envolvió entonces. Era claro que ambos estaban a disgusto y, de tener que separarse en aquel instante, ambos lo lamentarían con seguridad más tarde. No era poco ni pequeño el orgullo y las energías que los dos había invertido en esa entrevista, pues el arte de la simulación, la metis empleada, no era un simple juego, sino una habilidad que se había gestado durante años de difíciles y a veces amargas experiencias. Demódoco, ya fuese por su edad o por la bondad con la que la vida había adornado su carácter, consideró que era responsabilidad suya romper una lanza por la reconciliación. Así que, con buena voluntad, le habló…

- Señor, si me concedéis un instante antes de retiraros… – Dijo Demódoco, cambiando de tema y de tono –. Yo también tengo un preocupación que me ronda como una molesta mosca.
- Vos diréis, aedo. – Concedió Aristeo.
- Lo que no llego a ver de forma clara en todo este asunto, es la implicación de Plastene. Vengarse de los sucesos de Yolcos de hace diez años no es razón suficiente que justifique el riesgo de poner en guerra a toda Magnesia, desde el Olimpo hasta Punta Sepia. Al mismo tiempo, ¿Qué ganan los Centauros destruyendo Tántalo? ¿Hacer una demostración de poder para retar a la Liga? ¿Con qué objeto? Quiero decir, ¿Que propondrían en una mesa de negociación que no tengan ya? ¿Frenar vuestra colonización de los valles? ¿Y todo esto para tan poca cosa?… Y de nuevo volvemos al principio… Me he pasado el tiempo viendo indicios de un alzamiento conjunto que implicase la acción concertada del culto de la triple diosa y alguna potencia extranjera. Los dos habéis tenido la ocasión y presentáis rasgos de influencia del exterior, pero…y si nada esto es cierto…y si todo es casual. Y si me encuentro ante un mundo que simplemente se resiste a ser arrastrado por los cambios, como aquellos ancianos, de los que ya no estoy tan lejos, que se empecinan en sostener una opinión, aun a sabiendas de que están equivocados.
- Lo que verdaderamente saben –Se sumó Aristeo a la meditación – es que no encuentran su lugar en medio de los cambios. A menudo me han dicho, sobre cosas nimias, que les falto al honor. Sienten que su honor está siendo puesto continuamente en entredicho por cualquier acción que yo o Yolcos emprenda; incapaces de comprender que es el mundo antiguo el que se desmorona irremisiblemente.
- Os confieso que todo esto me produce una enorme tristeza y piedad –Se compadecía el Aedo.
- ¿Piedad? ¿De estos salvajes? – Protestaba, incrédulo, Aristeo.
- Esos salvajes, como vos los llamáis. Tendrán muchos defectos, pero también nos enseñaron a las tribus eolias, cuando apenas éramos grupos nómadas en busca de pastos, cosas sin las cuales no hubiésemos sobrevivido. Los Centauros nos enseñaron a mirar hacia arriba y leer en el firmamento el orden y el tiempo; nos enseñaron a mirar hacia abajo y ver la baya, el hongo y el jugo que sana o alimenta; a mirar de frente y morir o vencer con dignidad.
- Entonces ¿ cuál fue su error para que perdieran el favor de la Liga? – inquiría, incrédulo el señor de Tántalo.
- No aprendieron a mirar hacia dentro… – Añadió Demódoco compasivo – Cuando nosotros comenzamos a interrogarnos, descubrimos en ellos al animal que somos y que queríamos dejar atrás. Lo que vimos en su interior era tan terrible que nos fuimos alejando de ellos poco a poco.
- Mirar dentro de uno mismo. Parece extraño. ¿En qué consiste? – Preguntaba Aristeo, incrédulo.
- Dicho de la forma más simple que conozco, se trata de nombrar en nosotros lo que tenemos de común y que no permite comprender lo que nos distingue. Para ello se necesita un mirada nueva, como nuevas palabras. Pero es un camino que, a mi edad, es arduo y trabajoso; una empresa demasiado grande para un sólo hombre… Pasarán generaciones hasta que conozcamos qué nos hace ser humanos… –contestó el aedo.
- Sabéis Demódoco… – Le dijo Aristeo en tono de confidencia –. Tal vez, ni Plastene ni los Centauros pretendan ninguna ventaja, sino un desesperado camino por continuar siendo como son. Sé que suena extraño, pero todo esto me ha traído a la memoria un episodio de mi juventud. Durante algún tiempo, mi familia vivió exiliada más allá del Ponto Euxinos, en Olbia. Un día, tendría yo trece o catorce años, salí fuera de las murallas de la ciudad a cabalgar en compañía de un criado y de un guía escita. No sé si conocéis esa inmensa extensión de llanura que los lugareños llaman estepa. Es un océano de tierra sin límites, en el que uno podría cabalgar, días y días, sin encontrar nada ni a nadie, sin alcanzar el horizonte siquiera; sólo la llanura bajo los cascos del caballo y el cielo sobre la cabeza. En ese espanto inhumano, únicamente sobresale de la vasta extensión algunos montículos de diez o quince codos de altura, cubiertos de hiervas y sin cercado ni señal que los identifique. Pregunté al guía si podía decirme qué era aquello y me dijo que eran kurgany, las tumbas de los grandes hombres de su tribu, señores de inmensos rebaños y grandes riquezas que habían muerto. Le insistí para que continuase hablándome sobre las tumbas y los ritos que presidían la muerte de aquellos hombres. Aquel montículo pertenecía a un hombre que había muerto después de una escaramuza con los sármatas. Cuando sintió que estaba próxima la muerte, pidió que lo llevaran tierra adentro, a la llanura que había gobernado toda su vida. Allí dio la vida y fue enterrado en una cámara junto con todas sus pertenencias y las cosas que más había amado. Luego cubrieron todo con cenizas, piedras y arena, hasta formar el túmulo que se podía ver desde la distancia, recordando a los señores de la llanura la persona de aquel hombre de la estepa. Con la ingenuidad que nos depara la juventud, le pregunté que eran para su pueblo las cosas que más amaban los escitas, como para llevárselas a la tumba. Me contestó que en una gran fiesta que dura días, se acumulaban ropajes, joyas, la tienda que era su hogar, su espada y después se degollaban a sus caballos totalmente enjaezados, a los criados, a las esclavas y a sus mujeres. Al oír aquello, quedé espantado. De un salto subí a mi caballo y me alejé de allí lo más rápido que pude. Ahora que pienso en aquel túmulo y en el caudillo con su monstruoso botín, considero que para algunas gentes hay algo en el cambio, del cual la muerte no es más que el postrero, que lo vuelve inaceptable; como si la sola idea de que la vida pudiera continuar, transformando las cosas sin nuestro concurso, se les hiciera insoportable; hasta el punto, incluso, de arrastrar con ellos a todo su mundo.

- ¿Verdaderamente, – Preguntó con seriedad el aedo – creéis que los Centauros o Plastene están dispuestos a arrasar su mundo porque les resulta insoportable la recientes cambios habidos en Tesalia?.
- ¿No sois, acaso, vos el que podría conocer los pensamientos de Plastene? – Añadió con pesar Aristeo –. ¿Qué puede provocar la incertidumbre de un pueblo poderoso y antaño respetado, como el de los centauros, cuando sienten que están amenazados de muerte?.
- Tal vez tengáis razón, Aristeo, y el hombre necesite, a pesar de todo, tener siempre presente que sus pasos tienen un sentido, que les espera una lumbre, un familia y la lealtad de los vecinos. Pero es tarde, Señor. El silencio que nos rodea me dice que todo está dispuesto para el descanso.
- !Que descanséis, Demódoco! y no olvidéis mis palabras – Le encareció Aristeo –. Salid de la ciudadela. Mañana al anochecer, lo más tarde, que yo os proporcionaré algún guía. Aguardad en la taberna sin hacer ninguna salida y manteneos siempre alerta.
- ¡Que descanséis, Señor! – Contestó Demódoco, al que no gustaban las recomendaciones de última hora.

sábado, 21 de abril de 2007

Capítulo Decimotercero



Cuando finalizó, Demódoco parecía más cansado que en ninguna otra ocasión anterior. Ningún auditorio es igual a otro, bien lo sabía; cada uno demanda una porción de sabiduría y arrebata, con ella, parte de las fuerzas. Con todo, la relación con el público ante el que había cantado, no dejaba de haber sido distinta, como bien diferentes habían sido las expectativas del canto.

-¡Ayúdame a levantarme! –me susurró al oído, mientras recuperaba el resuello con la cara vuelta hacia las estrellas…–. Pero antes, búscame algo de beber, este canto me ha exigido mucho más que otros… porque estaba dominado por una extraña tensión ¿no lo has notado? Y terminando por esta guardia que ahora atrona el recinto con sus vocingleos.

No había medida posible entre la calidad del canto y la reacción del público; unas veces frío y otras de gestos desmesurados. ¿En cuántas ocasiones nos había sorprendido una reacción desconocida al dar fin al canto ante gente que hacía de la guerra su oficio? A menudo lo atribuía a que la necesidad de tener que enfrentarse con la muerte a cambio de una soldada, cuando se hacía costumbre, destruye la sensibilidad; que se abotargaba o, en los peores casos, termina por perderse. ¿Sería el trato continuo con la posibilidad de matar lo que llevaba a estos curtidos hombre al extremo de estos excesos? Antiguamente, entre los linajes, también se aliaban para participar en incursiones, más o menos hostiles, en busca de ganado robado o para vengar alguna afrenta, sin contratar mercenarios como estos. Incluso, a pesar de que, una semana antes, esos mismos parientes hubiesen estado peleándose por los derechos ancestrales sobre los pozos de agua. Por lo tanto, no podía ser por causa del trato continuo con la muerte, lo que les hacía inaccesibles a la comprensión de mi maestro y de su canto. Debían existir, otras razones. Yo los miraba y sentía ¡cuan distintos eran unos de otros! ¿De cuantas nacionalidades, tribus, valles o poblados habrán salido? ¿Cuántas familias, madres, esposas e hijos esperarán su regreso o la protección de su señor por el sacrificio hecho? El mundo era realmente complejo.

-En mi tierra -comentaba mi maestro, adivinando mis reflexiones o caminando parejo a ellas -, los grupos de muchachos de las tribus eran iniciados en un mismo ritual y, de este modo, constituíamos lazos de por vida, hasta el punto que nuestros descendientes no podrían casarse entre sí, por considerarse parientes. En algunos lugares, incluso, los muchachos y muchachas crecían juntos, dormían y comían en recintos propios, separados de los adultos; con lo que crecía en ellos un vínculo de mutua estima y dependencia, hasta el punto de ser capaces de entregar la propia vida por su hetairos o camarada. Por el contrarios, entre los hombre de Aristeo, sólo los jefes guardaban relación con los linajes de la zona, los demás formaban una composición heterogénea, sin trabazón. Ahí tiene que estar la raíz de todo… –Y me sonreía, por fin, Demódoco, al tiempo que se erguía nada más llegar a la litera decorada de mullidas pieles y cobertores, coincidencia que fue recibida con júbilo por los otros comensales –…

¿Por qué se preocupaba tanto mi maestro por la composición del público y su reacción? A menudo se había sentido intranquilo al no llegar a anticipar el proceder de un auditorio como aquel, pero se debía al hecho de que, por tratar él con las emociones del público, el conocimiento previo del tipo de relaciones que predominaban entre ellos se volvía de suma importancia para la elección de la música y el canto. El afloramiento de tales sentimientos en el canto, permitía a Demódoco referirse a una experiencia común y convertirla en cauce de su mutuo conocimiento. Así, cuando cantábamos entre parientes por unos esponsales, entre camaradas que inician una nueva empresa, incluso entre simples philoi o compañeros que se celebran periódicamente unos a otros; siempre primaban entre ellos, los vínculos de afectos, de confianza y lealtad.

Sin embargo, el público que le había estado escuchando estaba habituado a ejercer un férreo control sobre sus emociones; únicamente debían lealtad a ellos mismos o a aquellos que le garantizaban botín y seguridad; por eso se les gobernaba con disciplina, autoridad o carisma. De hecho, no me pasó desapercibido, nada más acomodarnos, la disparidad de rasgos y ropajes.

Pero Demódoco estaba considerando otras cosas. Ahora se me hacía evidente. ¿Por qué no estábamos rodeados de los kouroi de Magnesia? ¿Cuáles eran los motivos por lo que Aristeo habría de tener necesidad de extranjeros para su guardia? Para ello, el señor de Tántalo debía poseer una inmensa fortuna personal o, considerando estos nuevos detalles a la luz de los hechos más recientes, podía haber establecido alianzas a lo largo de su juventud, de los que recibía ayuda desde hace unos años, aunque ignoraba que era capaz de ofrecerles a cambio. Desde luego, la ciudadela era relativamente nueva; no más allá de una decena de casas conservaban la techumbre de retamas y estas eran las que estaban más próxima a la antigua muralla de la acrópolis, otras eran de reciente construcción, de doble altura y terminados en un tejado de adobe sobre cañizo, cuya inclinación los hacía aptos para resistir la copiosa lluvia del otoño e, incluso, alguna que otra tormenta, si el año fuese de nieves. Pocos edificios disponían de aterrazamiento pero, de entre ellos, destacaba la taberna, en cuya construcción no se habían omitido ninguno de los detalles que rememoraban el origen cretense de Etón y de los maestros de obras traídos de allí para la construcción de las murallas.

-Decididamente – Me susurró Demódoco –, el poder de Aristeo se asemeja, también, una isla en el océano. Fíjate que, en su forma de hablar, en sus gustos, ¡cuan-to contraste con la aldea! Sí, Femio, aquí hay peligro, pues el señor de Tántalo continúa siendo un exiliado en su propia tierra. ¿Sería por eso por lo que pudiera tener como objetivo el gobierno de Yolcos? ¿Era la íntima necesidad de pertenecer a algún lugar, apropiándoselo?

Todos estos asuntos íbamos considerando entre los dos mientras recorríamos, torpemente, el interminable trecho que separaba la columna desde la que había cantado, hasta llegar al diván donde ya le aguardaban los esclavos con un lienzo, sin duda perfumado, para enjugar el sudor surgido tras el esfuerzo. Yo, he de confesar, también estaba tenso, pero apenas podía considerar nada, atento como estaba en conducir a mi maestro y en ir comentándole, a grandes rasgos, la contenida irritación de Plastene y la aparente ausencia de Aristeo que contrastaban abiertamente con los parabienes y las oleadas de copas alzándose, como una marea, a medida que íbamos aproximándonos al fatídico encuentro.

- Salud y larga vida, aedo – Brindó el señor de la ciudadela, al tiempo que los demás sonreían e iban pasándose y alzando hacia él la adornada copa que el copero se encargaba de mantener siempre llena y en la proporción que requería, a cada momento, el banquete –… Nada hay como escuchar después de una grata comida la canción de un aedo favorecido por los dioses. Con cuanta gracia se culmina, en vuestra maestría, años de esfuerzo y trabajo. Estoy convencido que la venerable sacerdotisa convendrá conmigo, en que vuestro canto proyecta, como diría… una nueva luz, tanto sobre el pasado que sobre el presente y el porvenir, he de añadir. ¿No es así querida? ¿No os sentís después de escuchar a Demódoco, no sé, más instruida… más sabia? ¿No sé si me explico? Seguro que hay gente en esta reunión más hábil que yo con la palabra. Lo mío no son lo discursos…

- Y ¿dónde, si no os molesta contestarme, se supone que hemos de encontrar vuestra destreza? ¡Oh, señor de Tántalo! ¿En las lizas bajo los cobertores, en el campo…de cultivo o descollando por delante de todos… tras las perdidas reses? – Contestó cortante la joven sacerdotisa.

-Vamos, querida, no debéis tomároslo a mal. Seguro que el aedo no pretendía ofenderos. Su narración ha sido deliciosa, a la par que amena. ¿qué es, pues, lo que ha de molestaros?…

-Bien lo sabéis, pues anteriormente os dije que no tengo otra lealtad que para con la diosa. Y en el canto de este homérida, la divina Calipso se ha convertido en una débil y solitaria mujer, arrastrada por el deseo de un varón lastimero y receloso. ¿Es así como consideran los nuevos amos la majestad del culto de la gran diosa? ¿Qué otra cosa hubieseis hecho vos, si os considerasen como Egisto, el no tan jo-ven y seductor asesino del rey legítimo de magnesia?…

-Ya veo. – Concedió Aristeo –. Pero este no es el caso ¿No Demódoco?… No… el aedo no podría haber sido tan zafio… e inoportuno. En cuanto a la venerable dio-sa. Creo que es tratada con sumo respeto y cortesía, como corresponde a su dignidad, pues habita en el Elíseo, en el centro mismo de su reino, el océano sin límites…

-Y ¿Qué me decís de la displicencia, por no decir grosería, con que es tratada por ese, corre, ve y dile? – Protestaba Plastene, refiriéndose al dios Hermes –. ¿No es acaso insultante la altanería con la que transmite los elevados designios de su señor? No, no es posible aceptar que la gente escuche un canto así que rebaja y hace mofa de asuntos sagrados. Pero, ¿qué se han creído estos nuevos pastores, vástagos del toro y sembradores de olivos, para enseñorearse de este modo con una deidad primigenia que siempre dio a los suyos lo que más valor hay en el mundo, la vida renovada en el vientre de cada madre y en los campos donde habitan?

-¿Acaso lo ignoráis? – Contestó Aristeo, casi lamentándose – Lo que esto dioses han traído estas tierras es un nuevo poder. No un poder, que por antiguo nos resulte extraño, sino uno irremediable e irresistible.

-Y según vos, Señor, ¿cuál es ese poder? – intervino Demódoco, intrigado por el rumbo que había adquirido la conversación.

-Un poder que ya no se ejerce desde las redes de templos o desde las prerrogativas del linaje – Sentenciaba el señor de Tántalo –. El poder del cetro otorgado al patriarca del clan, por voluntad del señor de los cielos, y que le confiere el gobierno de las gentes, siempre que lo ejerza con paternal autoridad y cuidado. Lo he visto en otros lugares antes que aquí y, créeme, es como una poderosa corriente que arrastra a las antiguas comunidades hacia cambios ante los que de nada pueden servir el tesón de sus gentes o la fuerza de sus recursos…

-El poder de esos dioses se halla escondido bajo sus vestidos –Exclamó indignada la sacerdotisa –. Es el poder del varón, forjado con fuerza bruta y arrogancia y que no respeta ni la sangre que los engendró. ¿No habéis escuchado la alusión a Ores-tes quien se hizo célebre por dar muerte a su propia madre? No son más que pastores con miras de pastores… adoradores del macho y con un proceder de sementales.

-No seáis soez, querida, no os van esas maneras – Apostilló Aristeo –. No son los ganados los responsables de nuestra decadencia, sino la guerra que por doquier se ha instalado y asola nuestra querida patria. Si las mujeres peleaseis como lo hacen mi gente… otro gallo nos cantara…

-Si vos os plegáis… ¡que os vaya bien, Aristeo! – Exclamó Plastene –. Yo, por mi parte no tengo porqué sufrirlo. Es digno de verse como os sirven vuestra gente cuando ha caído ya Dryade y están tomados todos los pasos desde Yolcos hasta el Pelión… Y vos, Demódoco, ¡que decepción! tanta sabiduría para no haber comprendido nada. Habéis confundido el sentido del culto como sólo podría haberlo hecho el ignorante poder al que consentís como un lacayo complaciente. Nos representáis como rameras lascivas, sin comprender que es por el respeto y el temor que nos provoca la primera sangre femenina, por lo que alejamos a los nuestros del peligro de la contaminación. Por eso ordenamos las cosas de modo que la sangre de la vida y la que se vierte en la guerra queden separadas; por eso, cuando han de presidir lo actos de muerte y el nacimiento, permanece virgen; por eso no sacrificamos animales a la divinidad, a pesar que nos retratáis como asesinos y devoradores de niños. Pero, claro, vosotros debéis atender a vuestros intereses que no son otros que la expansión de los territorios de pastoreo; mientras que nosotros permanecemos fieles a la tierra, a las corrientes, a los árboles o al monte, como no podíais dejar de reconocer, al representar el asombro de Hermes ante la isla de Calipso. Nuestra religión es de vida, de renacer en ese ónfalos donde Odiseo se enfrenta a su última prueba, antes de renovar su compromiso de humanidad, antes de arribar a su isla, junto su esposa e hijo, como legítimo heredero de su hogar y señor de Ítaca. La diosa blanca –prosiguió vehemente, como poseída Plastene - siempre ha acompañado a los jóvenes a las grutas de su renacimiento, antes de poder tomar esposa y construir su hogar. Por lo demás, aedo, puedes comunicarle a esos varones, si tenéis ocasión, que Plastene, la sacerdotisa de Leucotea, no acepta contemporizar con su proceder; por lo que se encontrarán siempre con la tenaz resistencia de nuestro pueblo. Somos mujeres, no guerreros, Aristeo tenía razón, hemos tenido que apoyarnos en otros varones para la defensa de nuestra tierra. Pero no nos acoséis en exceso, también las furias son divinidades femeninas, y su fiereza es tal, que hace enloquecer a los héroes. ! ¡Buenas noches, señores! lamento no poder seguir en su grata compañía, pero otras responsabilidades me reclaman.

Y, diciendo esto, tomó el camino de la puerta, donde aguardó, sin volverse, a que Aristeo señalase al Pentarca la misión de darle escolta hasta el templo. Después de lo cual, un denso y pesado silencio se hizo en la reunión, enturbiando la velada y empujando a los invitados a retirarse a sus hogares. Únicamente Demódoco y Femio permanecieron en la sala, expectantes. Al rato, cuando hubo despedido el último de los comensales, apareció Aristeo en el umbral, con aspecto cansado y serio.

- Sólo puedo decir que era inevitable. Ya veis. Hubiese deseado que la noche transcurriese de otra forma, pero es demasiado lo que está en juego. ¿No es así, venerable aedo? ¿Os molestaría acompañarme con vuestro discípulo? Hay algo que quisiera mostraros. Algo sobre lo que meditar durante el resto de la noche…

domingo, 15 de abril de 2007

Capítulo Duocécimo

Era evidente que Demódoco había comenzado a desconfiar de Plastene y así lo había hecho manifiesto antes de comenzar el canto. Si no, ¿qué sentido tenía esa revelación, sino la de vincular a la sacerdotisa con el linaje real de los hyperiones? Una pregunta destelló entonces en mi mente ¿Era ella esa nueva influencia que había azuzado a los centauros para combatir a los aqueos de Yolcos y a los lapitas de Boibe? Todas esas cuestiones me tenían en ascuas, pero lo peor era que no podía abordar a mi maestro. En ese sentido me encontraba como el señor de Tántalo y su principal invitada; a la espera del canto por ver si en él se traslucía algo de lo que tenía en mente.


“El canto dime, Musa, del sagaz varón quien,
tras asolar la sagrada ciudadela de Troya,
mucho anduvo errante y muchas ciudades
de los hombres contempló aprendiendo de su talante;
innumerables fueron los pesares que sufrió en su ánimo
afanándose en el ponto por asegurar su vida y el retorno de los suyos.
Pero a estos compañeros no consiguió salvarlos,
por mucho que lo quisiera, pues por su propia arrogancia perecieron.
¡Necios!, devoraron las reses de Hiperión del linaje de Helios,
y por ello les arrebató la luz del regreso.
De tales asuntos el relato, Diosa hija de Zeus,
por donde quieras da inicio ante nosotros”.


Hizo Demódoco entonces la pausa instrumental obligada tras el proemio y aprovechó para, por así decirlo, aspirar el ambiente. Como era su costumbre, había cantado este umbral del relato con un especial acento que mostraba el tema principal; el con-traste entre los recursos de un hombre esforzado que, tras la caída de Troya, lucha por el regreso a la patria –tema que circulaba en múltiples cantos por las principales cortes – y la negra suerte de aquellos que se habían dejado arrastrar por la insensatez, ignorando las normas más sagradas. Así, en el interior de los viajes del paciente y astuto Odiseo, estaba entrelazando la representación de la conducta que debería restituirle a su patria, a su hogar y a la vida familiar perdida, hacía ya casi veinte años. Pero ya la coda musical tocaba a su fin y ardía de impaciencia por saber si mi maestro tejería, con las urdimbres de su memoria, una trama que, de algún modo, se aviniera al caso.


"Ello es que todos los otros,
cuantos habían conseguido evitar la amarga muerte,
estaban ya en casa, a salvo de la guerra y el mar.
Sólo él, privado del regreso y de su esposa,
era retenido por la soberana ninfa Calipso,
divina entre las deidades, en su lóbrega cueva,
deseosa de hacerle su señor".


Fue entonces cuando me pareció que los brillantes ojos de Plastene mostraron sor-presa. ¿Qué intenciones tendría Demódoco para mencionar a la divinidad? No me cabía la menor duda de que Demódoco percibía la tensión que estaba ejerciendo sobre la sacerdotisa, a pesar del trecho que les separaba. Entonces, al igual que un pescador, una vez que ha notando en el tirón de la tanza que el pez ha hecho presa en el anzuelo, afloja la línea para que el animal se confíe y consuma en la huida la energía que habrá de precisar más tarde en la lucha por su vida, así, descendiendo a tonos más dulces, continuó el canto.


“Mas, cuando con el pasar de las estaciones,
llegado fue lo que para él los dioses habían ordenado,
que debería regresar a su casa en Itaca,
ni entonces estuvo libre de pruebas;
ni tan siquiera cuando estuvo entre los suyos.
Y todos los dioses se compadecían de él,
todos excepto Poseidón, quien siempre guardó rencor a Odiseo,
semejante a las deidades, hasta que al cabo llegó a su tierra.
Pero, ya que estaba entre los alejados Etíopes
–quienes en dos tribus suelen dividirse,
las que habitan donde Hiperión se oculta y las otras,
donde se alza –, sentado al festín, embelesado con el sacrificio de toros
y carneros; los demás dioses se reunieron
en las habitaciones de Zeus Olímpico.
Entonces, ante ellos comenzó a hablar el padre de hombres y dioses,
pues a su ánimo se presentado el recuerdo del noble Egisto,
a quien el afamado Orestes, el hijo de Agamenón, había dado muerte.
Acordándose, pues, de éste, tomó la palabra entre los inmortales y dijo:

'¡Observad, cómo están dispuestos los mortales a culpar a los dioses!
Es de nosotros, afirman, de donde proceden los males.
Pero de ellos también, por su arrogancia,
les viene sufrir pesares en exceso. Como es el caso de Egisto quien,
yendo más allá de lo conveniente, ha desposado a la esposa legítima
del atreida y lo ha matado al regresar.
Y esto, pese a conocer de su lamentable final,
pues, enviándole a Hermes, el pastor arguifonte, le advertimos
-¡Que no le matara ni pretendiera a su esposa!
¡que habría venganza por parte de Orestes cuando fuese mozo
y sintiese añoranza de su patria!– Así se lo dijo Hermes pero,
aunque este sólo pensaba en su bien, no por ello cambió
la forma de pensar de Egisto; y ahora las ha pagado todas juntas.”


Asentían los guerreros, entre murmullos. Malo era pretender la esposa de otro, más aún cuando estaba fuera, luchando en una lejana guerra. La venganza del hijo estaba justificada pues la sangre llama a la sangre. A ellos, apegados a las tradiciones, se les escapaba la sutileza del divino argumento. No así, esperaba mi maestro, a la regia pareja. Algo había comenzado a trazar para ellos, algo novedoso y directo. Todo eso, me daba cuenta, estaba por llegar…


“Entonces le respondió Atenea, la diosa de glauca mirada:
"Crónida, padre de todos nosotros, supremo entre los poderosos,
¡claro que yace ese víctima de una justa muerte!,
así perezca cualquiera que cometa tales acciones.
Pero mi corazón se acongoja por el prudente Odiseo,
desdichado, que lejos de los suyos ha estado ya sufriendo
en una isla cercada por la corriente, en el ombligo del océano.
En una isla frondosa, donde tiene su morada la diosa hija de Atlante,
de mente perniciosa, el que conoce las honduras de todo el mar
y vigila las largas columnas que separan la tierra del cielo.
La hija de éste lo retiene entre pesares y lamentos
tratando de continuo de encantarlo con melifluas y astutas razones
para que se olvide de Itaca. Pero Odiseo, anhelando ver elevarse el humo de su tierra,
prefiere morir. Y ni aun así, olímpico,
te conmueve en lo más íntimo. ¿Es que acaso no te era grato Odiseo
cuando junto a las naves aqueas te sacrificaba víctimas sin tacha
en la amplia planicie de Troya? ¿De dónde procede tanto rencor contra él, Zeus?”


¡Una deidad que retiene al varón protegido de los dioses! ¡Una diosa astuta y seductora cuyo afán era hacer del héroe su amante inmortal! ¿Podría esperar Demódoco que la sacerdotisa aceptase el nuevo escenario en el que situaba a su patrona? o, por el contrario, ¿su honor le impediría asumir los cambios hechos a su dignidad? Pero, ¿qué pretendía mi maestro con tamaña provocación?


"Entonces Zeus, el que agrupa las nubes, le contestó:
'Hija mía, ¡que palabra se escapó del valladar de tus dientes!
¿Cómo habría de olvidarme tan pronto del divino Odiseo,
quien está más allá de los demás mortales en inteligencia
y más que nadie ha ofrendado sacrificios a los inmortales dioses
que poseen el vasto cielo? En absoluto. Es Poseidón,
el que embraza la tierra, quien mantiene un incesante encono
por causa del cíclope a quien aquél privo de la vista, Polifemo,
semejante a los dioses, el más poderoso entre los cíclopes.
Lo engendró la ninfa Toosa, la hija de Forcis,
el que señorea en el oscuro mar, tras unirse a Poseidón
en una profunda cueva. Por esto, Poseidón, el que sacude la tierra,
no mata a Odiseo, pero lo hace andar errante lejos de su patria.
Con que, ¡ea!, pensemos todos en su regreso,
en cómo ha de volver a su hogar; y Poseidón tendrá que abandonar
su cólera, que no podrá el sólo enfrentarse
contra la voluntad de todos los dioses inmortales”


Ya no era sólo la diosa, algo más había en el canto. La reclamación hecha por un pariente, por el mismo hermano de Zeus, Poseidón, debía ceder ante la voluntad del soberano y del consejo de los demás dioses. La venganza de la sangre era, pues, regulada por una juicio más allá del linaje y debía someterse al poder del rey. Mi maestro estaba atendiendo a cambios que se iban fraguando poco a poco en distintas partes del Egeo, la superación de los enfrentamientos entre los linajes hegemónicos mediante la constitución de un consejo de iguales, gobernado por un monarca legitimado por los dioses. Pero todavía no sabía en qué afectaba todo este cambio a la situación presente, pero podía sentir el interés de los presentes ante tantas novedades.


“Entonces le contestó Atenea, la diosa de glaucos ojos:
‘Hijo de Cronos, padre de todos nosotros,
supremo entre los poderosos, si acaso esto es del agrado de los dioses
dichosos, que el sesudo Odiseo pueda regresas a su hogar,
enviemos entonces a Hermes, el mensajero arguifonte,
a la isla de Ogygia para que anuncie inmediatamente
a la ninfa de lindas trenzas nuestra determinante decisión:
la vuelta del sufrido Odiseo’ Así pues, se dirigió Zeus a Hermes,
su hijo, y le dijo: ‘Hermes, encárgate tú de esto,
ya que otras veces fuiste nuestro mensajero,
comunícale a la ninfa de lindas trenzas nuestra inamovible resolución:
la vuelta del sufrido Odiseo; habrá de regresar
sin la compañía de dioses ni de hombres mortales,
sino que después de veinte jornadas, tras padecer muchos reveses,
arribará en una balsa bien trabada a la fértil Esqueria,
la tierra de los Feacios, parientes de los dioses,
quienes de corazón le honrarán igual que a un dios,
enviándole en un barco de regreso a su querida tierra,
tras de haberle regalado bronce y oro, así como ropa en abundancia,
mucho más de lo que hubiera sacado de Troya
si hubiera vuelto indemne con su porción del botín.
Pues su destino es que a los suyos vea y se llegue a su hogar
de elevada techumbre y la tierra paterna’.
Así habló, y el mensajero arguifonte atendió a su mandato.


De nuevo mi maestro dejó que la coda instrumental diese pausa al espíritu para que las palabras decantasen su agridulce sentido. … ¡Nuevos amos, nuevos usos! ¡Una justicia más alta que impone sus decretos por encima de las reclamaciones de la sangre! Un consejo que asiste la voluntad de un dios supremo; la petición hecha por una hija virgen, nacida de su propia cabeza; un artero heraldo, señor de los truques y cambios que marcha al refugio de la divinidad de los pelasgos, para someterla. ¿Cómo afectaría lo dicho y lo que habría de venir a la encumbrada pareja? Había que ir un poco más allá para ver.


“Mas, al arribar a la lejana isla, emergió del violáceo ponto
y marchó tierra adentro hasta llegar a la gran cueva
en la que habitaba la crinada ninfa. Y la halló en su interior.
Un gran fuego ardía sobre la tierra y por toda la isla
se extendía mientras de quemaba la fragancia del alerce
y del cedro de buen corte. Ella estaba en el interior
cantando con dulce voz, pendiente del ir y venir de la trama
que tejía con la lanzadera de oro.
Cercaba a la cueva un frondoso bosque de alisos,
chopos negros y olorosos cipreses, donde anidaban
las aves de largas alas, los búhos, alcotanes
y las parlanchinas cornejas marinas
que viven trajinando entre las olas.
En el mismo lugar y en torno a la cóncava gruta
extendíase una tupida viña, de frutos cuajada.
Cuatro fuentes de agua clara corrían cercanas unas de otras,
con un caño para cada vertiente, mientras suaves
y fresco prados de violetas y apio las rodeaban.
Allí, incluso un inmortal que tuviera la ocasión de pasar,
se admiraría al contemplarlo, disfrutando en sus entrañas.
Así, en pie, se estuvo el mensajero arguifonte contemplándolo y,
luego que hubo admirado cada cosa según su parecer,
se encaminó hacia la amplia cueva.
No le pasó inadvertida
su presencia a Calipso, divina entre las diosas,
pues los dioses no se extrañan
por más que tengan su hogar lejos unos de otros.
El orgulloso Odiseo no estaba dentro,
sino sentado en los elevados cantiles,
desgarrando su ánimo con lamentos,
gemidos y el llanto que caían de sus ojos,
fijos en el estéril ponto.”


Si Plastene no se había enfurecido por el entramado de dones con los que había caracterizado el divino destierro, entonces lo que vendría a continuación no haría sino exasperarla aun más. Calipso era la divinidad que retenía a Odiseo y le proponía una inmortalidad sin vejez, perdido y desarmado, en una isla cercada por las corrientes del océano, tan distante de los dioses como de los hombres; poblada por funestas aves -búhos, cornejas y alcotanes – y por cipreses, alisos y chopos negros, árboles para los ya idos. Sí, podría causar admiración la isla de Ogygia, pero tal y como la representó mi maestro, la vida de Odiseo allí se detendría para siempre como si fuera un daimón.


“Mientras tanto, Calipso, Divina entre las diosas,
interrogó a Hermes cuando lo hubo sentado
en un resplandeciente y espléndido trono.
‘¿A qué has venido a mí, Hermes del áureo bastón,
honorable y grato huésped? Antes no te era de tu gusto acercarte.
Di lo que piensas, que si es realizable y puedo,
mi animo se dispone a verlo cumplido.
Pero sígueme primero para que te ofrezca
los dones de la hospitalidad’ Una vez hubo dicho esto la diosa
colocó delante una mesa que colmó de ambrosía y mezcló rojo néctar.
El mensajero arguifonte bebió y comió.
Y cuando hubo comido y repuesto su ánimo con la comida,
se dirigió a ella, diciendo: ‘Vos, Diosa, preguntabais porqué yo,
un dios, había llegado hasta aquí, pues bien, voy a decir con verdad,
porque así me lo pides, que vine por mandato de Zeus,
que no por mi gusto. ¿Quién cruzaría por placer tan grande extensión
de agua salada? No hay a mano ninguna ciudad de mortales
que ofrezcan a los dioses sacrificios ni hecatombes sin tacha.
Pero no le es posible a ningún dios transgredir o dejar sin cumplir
la voluntad de Zeus, el que lleva la égida.
Afirma que tienes contigo a un varón, el más desdichado
de aquellos guerreros que lucharon en torno de la ciudad
de Príamo durante nueve años y que en el décimo año
regresaron a sus casas después de saquear la ciudadela,
mas en el camino de vuelta ofendieron a Atenea,
y ésta lanzó contra ellos vendavales contrarios e inmenso oleaje.
Allí perecieron todos los fieles compañeros, pero a él el viento
y las grandes olas lo arrimaron aquí.
A él ahora ordena Zeus que dejes partir sin tardanza,
ya que no es su destino morir aquí lejos de los suyos,
sino que le tocó en suerte ver a los amigos y tornar a la mansión
de elevada techumbre y a la tierra paterna’.

Así habló, y Calipso, divina entre las diosas, se estremeció
y dejándose oír le contestó con aladas palabras:
‘Sois crueles, dioses, y en envidia destacáis por encima de todos,
ya que os irritáis contra las diosas que sin disimulo
eligen a algún mortal por compañero de lecho.
Así, cuando Eos, de rosados dedos, raptó a Orión,
os irritasteis los dioses que vivís sin esfuerzo,
hasta el día que, en Ortigia, la casta de Ártemis de dorado trono
lo abatió disparando dulces dardos.
Y cuando la de hermosos cabellos, Deméter,
cediendo a su pasión, yació en amor con Jasión
sobre el barbecho de un campo tres veces labrado,
Zeus, no bien se hubo enterado, lo mató
alcanzándole con el resplandeciente rayo.
Así ahora, dioses, me envidiáis que quede conmigo un varón mortal,
al que yo salvé cuando erraba a horcajadas sobre un leño,
pues Zeus con el rayo refulgente le había destrozado el ligero bajel
en mitad del vinoso ponto. Allí perecieron todos sus compañeros,
pero a él el viento y las olas lo arrimaron aquí.
Yo lo traté con amabilidad y lo alimenté,
y meditaba hacerle inmortal y sin vejez por siempre.
Pero puesto que no es posible transgredir ni dejar sin efecto
la voluntad de Zeus que embraza la égida,
dejemos que marche por el denso mar si aquel lo promueve y ordena.
Mas, no seré yo quien lo disponga a partir,
pues no tengo barcos a mano provistos de remos
ni tripulación para que lo acompañe en su ruta
por el dorso del oscuro mar. Sin embargo le aconsejaré,
benévola, y nada le ocultaré a fin de que llegue sano y salvo
a la tierra de su padre.’ Entonces repuso nuevamente el mensajero
arguifonte: ‘Deja, pues, que se marche y evita la cólera de Zeus,
no sea que se irrite contigo y de aquí en adelante
continúe enojado contigo.’ Así dijo, y se marchó el poderoso arguifonte;
mientras que la soberana ninfa, una vez hubo escuchado
el mensaje de Zeus, partió al encuentro del orgulloso Odiseo."


Lo más importante, ahora lo sé, estaba ya dicho. Pero, aun así, mi maestro no podía dar por concluido el canto. Las diferencias establecidas en la dignidad de las deidades eran sobradamente manifiestas, pero no ocurría lo mismo con relación al linaje de los hombres. Mostraría la condición humana en otra dimensión, poniendo en juego otros valores. De su pericia dependía que el auditorio no perdiese su ánimo festivo ni dejara de identificarse con las desdichas de Odiseo.


“Lo halló sentado en el mismo cantil, y en sus ojos no acababa
de secarse nunca el llanto, y se le iba la dulce vida
añorando el regreso, pues ya no le agradaba la ninfa;
aunque de noche forzoso era que durmiera en la lóbrega cueva
junto a la que le amaba sin el corresponderle.
Mas de día podía iba en cambio a sentarse sobre las rocas
y la arena, desgarrando su ánimo con gemidos,
pesares y lágrimas que vertían sus ojos
perdidos en el incansable mar. Y deteniéndose junto a él, le dijo:
‘¡Infeliz! no me llores ya más ni consumas tu vida
de ese modo ya que estoy ahora dispuesta a dejarte partir.
Anda, corta con el hacha de bronce largos maderos
y ensambla una amplia balsa en la que dispongas
cruzado un entablado que pueda conducirte
a través del brumoso ponto. Que yo colocaré dentro
pan y agua junto con el rojo vino, que te sacie
por dentro y alejen de ti el hambre, vestidos te pondré
y te enviaré por detrás viento favorable para que llegues
indemne a tu patria, si ello es el deseo de los dioses
que habitan en el anchuroso cielo quienes son capaces
mejor que yo en planear y realizarlo.’


Así dijo, y se estremeció el sufrido Odiseo
semejante a los dioses, y dirigiéndose a ella
le dijo con aladas palabras: ‘Diosa, creo que otra cosa meditas
que no mi partida, viendo que me apremias a atravesar
sobre una balsa el gran abismo del más, terrible y peligroso,
que ni siquiera las bien equilibradas naves de veloz proa
las navegan animadas por el viento de Zeus.
No, yo no pondría un pie a una balsa mal que te pese,
si no aceptas darme tu palabra con terrible juramento,
diosa, de que no planeas contra mí una nueva desgracia
para perjudicarme.’ Así habló; sonriese Calipso,
diosa entre las diosas, le tomo la mano y le respondió diciendo:
‘En verdad que eres agudo y no sin seso,
ya que meditas las palabras que te has atrevido a decir.
Ahora, sean testigos de ello la tierra y arriba el anchuroso cielo,
por las aguas vierte la Estige, el más grande y terrible juramento
para los bienaventurados dioses, no maquinaré contra ti
desgracia en tu perjuicio. Sino que tengo en mente y proyecto
lo mismo que para mi planearía si me hallase en tu necesidad.
Porque también poseo pensamientos justos y en mi pecho
un corazón que no es de hierro, sino compasivo’.
Tal diciendo, la diosa entre las diosas, marchó por delante
presurosa y el siguió los divinos pasos
y llegaron a la profunda cueva la diosa y el varón.
Éste se sentó en el sillón que había dejado Hermes,
y la ninfa le ofreció toda clase de manjares para comer y beber
de los que gustan a los mortales. Sentóse ella frente al divino Odiseo
y las siervas le pusieron delante ambrosía y néctar.
Entonces echaron mano a los alimentos allí dispuestos.”


El canto se alargaba y Demódoco temía perder la atención de los allí reunidos, -ues ya había sentido que algunos susurros se levantaban aquí y allá. Pero no quería impacientarse, pues sabía que no tendría otra oportunidad como esta para presentarse ante un auditorio que tuviese tanta importante para su situación. Debía, por los medios que le permitiese su maestría, introducir una nueva y favorable disposición sobre su persona y la visión del mundo que representaba. Era pues, crucial que mostrase otra perspectiva al auditorio para poder considerar los usos y el proceder de sus señores. Y esto podía conseguirlo únicamente apelando a la condición que compartían con Odiseo. Por lo tanto, debía proseguir, aun a costa de fracasar en el banquete. Entonces, entonó una dulce melodía que derramaba por todo en antro una cálida atmósfera que invitaba al amoroso encuentro.


“Entonces, una vez que calmaron el hambre y la sed,
comenzó a hablar Calipso, diosa entre las diosas.
Preguntando: ‘Hijo de Laertes, retoño de Zeus, Odiseo mañero,
¿En verdad quieres marcharte enseguida a tu querido hogar
y regresar a la tierra paterna? Parte en hora buena.
Pero si pudiese ver en tu mente cuantas pesares
te hará soportar el destino antes de que arribes a tu patria,
te quedaría aquí conmigo guardando esta morada y serías inmortal,
pese a todo el deseo que tienes de ver a tu compañera,
aquella por la que suspirar todos los días.
Yo me precio de no ser inferior, ciertamente,
ni en porte ni en estatura, que nunca ha sido posible
a las mortales competir en belleza y figura con las inmortales’.
Entonces le respondió el muy astuto Odiseo:
‘Venerable diosa, no te enfades conmigo,
que bien sé cuán inferior es a ti la discreta Penélope
en porte y estatura, en cuanto se os compara,
pues ella es una mortal y tú sin vejez ni muerte.
Mas a pesar de todo, yo quiero y deseo todos los días
marcharme a mi hogar y ver el día de mi regreso.
Y si de nuevo algún dios me acosara en el vinoso ponto,
lo soportaré paciente en el ánimo que guarda mi pecho;
muchas penas y esfuerzos llevo ya sufridos en la guerra
y entre las olas. añádanse a aquellas estas otras’
Así hablo y ya se iba poniendo el sol y llegando el ocaso.
Así que se dirigieron los dos al interior de la cóncava gruta
a disfrutar del amor, uno del otro”.

domingo, 8 de abril de 2007

Capítulo Undécimo


La ascensión a la ciudadela no se nos hizo tan penosa como la tarde anterior, pues era claro que otras fuerzas nos animaban a lo largo de la empinada cuesta. Aun así, nos detuvimos al llegar delante del portón de la última muralla y el frescor de la brisa nocturna nos reanimó. ¡Divina brisa! –exclamó mi maestro —, cuando una voz familiar surgiendo junto al crepitar de una gran hoguera, nos saludó con simpatía.

- Buenas noches, venerable anciano y compañía –exclamó Acasto, el Pentarca, que parecía estar allí aguardando con una sonrisa en la boca –. Me es grato volveros a encontrar, aunque la pasada noche tuve ocasión de disfrutar y mucho, con vuestro canto. Lamentablemente los posteriores sucesos reclamaron mi presencia y no pude acercarme para saludaros. Pero, ¡a lo que íbamos!…mi señor Aristeo me ha encarecido que, en cuanto llegaseis, os condujese al mégaron… Espero que tengáis hambre, porque mis ojos han contemplado delicias de las que ignoro su sabor y hasta su nombre y, como podéis comprobar, mis hombres husmean, como perros de caza, el aroma del asado… ¿Si tenéis a bien seguirme?
- Como no, Pentarca – Convino Demódoco y añadió, no sin una pizca de ironía –… de nuevo dirigís nuestros pasos. Pero, ¡Decidme! ¿Habita este palacio gente temerosa de los dioses y benévola con el extranjero o son, para nuestra desgracia, injustos y soberbios?…
- Nada tenéis que temer, – contestó el Pentarca algo contrariado y luego añadió con seca voz –… ¡por el perro! Que respondo de ello!

Me sorprendió contemplar como la tensión rejuvenecía el semblante de mi maestro, nunca lo había conocido antes afrontando el riesgo con tanto humor y decisión. Para él tal vez fuese fácil, pero yo sentía la noche poblada de tantas novedades que caminaba con los ojos bien abiertos y el ánimo en vilo, mientras nos internábamos en el pasaje bajo la atenta mirada de una pareja de hermosos leones de piedra que parecían contemplarnos con fiereza. En nuestros oídos reverberaban las voces procedentes del interior del recinto y hasta nosotros llegaba el calor del fanal que pendía del techo, iluminando los recovecos que servirían de parapeto llegado el caso. Al salir del pasaje, nos hallamos ante una amplia explanada que se extendía desde el recinto donde la guardia tenía sus dependencias hasta la puerta principal del palacio. Aunque Demódoco no podía contemplar las estrellas, ni la muralla, sobre la que los vigías iban y venían, disponía de sus propio mundo de señales; el espacio abierto, cuyo eco expandía los sonidos o la íntima sensación de un elevado vacío hacia donde las voces se ponían en fuga; todas estas cosas le hacía sentirse bajo la sobrecogedora inmensidad de un firmamento en el que proyectaba la mirada atenta de seres superiores.

Del patio de armas al palacio apenas se ascendía entre parapetos de sillería donde se apoyaban delicados altares del mármol, erigidos de tal modo que hacían del camino un recorrido serpenteante. El tortuoso sendero mostraba con claridad la astuta mente que concibió los terraplenes de piedra labrada y los altares para que se mostrasen como elegantes y amables construcciones, pero que, a la luz de nuestras antorchas, se alternaban con una sabia disposición defensiva a lo largo del zigzagueante camino que conducía hasta la entrada del palacio.

Al traspasar las puertas de doble hoja nos envolvió, como un bálsamo, un apacible murmullo de corrientes que repiqueteaban desde los caños de una sencilla alberca donde, jugando con el burbujeante surtidor de una fuente, bullían los irisados lomos de las percas. Del huerto pasamos al atrio que conducía, finalmente, al mégaron, a cuyos lados se abrían amplias estancias caldeadas por braseros y rodeadas por bancadas que cubrían su recia obra con mullidos cojines, pieles y cobertores. Varias mesas bajas, relucientes y fragantes de cera, estaban colocadas con acierto, mostrando delicados bocados y trabajadas copas dispuestas para el vino. En el centro del mégaron las brasas de una hoguera doraban las carnes ensartadas en los espetones. Las luces de delicadas lámparas suspendidas por doradas cadenas prestaban su resplandor al recinto que se llenaba poco a poco de voces.

El primero en hacer su aparición fue Aristeo y, seguido a cierta distancia, su guardia personal. Era el señor de la ciudadela de complexión elástica, alto, de mirada sagaz y con un porte natural para el mando. En ese instante, caminaba sonriente a nuestro encuentro mas, al llegar a nuestra altura, en lugar de saludarnos se apartó, lo que ejecutó así mismo la escolta como si se tratase de un movimiento táctico, para mostrar en el centro de todas las miradas a una mujer cuya hermosura rivalizaría con las mismas diosas. Así fue nuestra primera visión de Plastene, la sacerdotisa del culto de la diosa blanca, como un tesoro que los guerreros custodiasen.

- ¡Por los dioses siempre dichosos! – Se dirigió finalmente a nosotros el señor de Tántalo – ¿Qué tenemos ante nosotros, mi querida señora? ¿No es acaso el venerable aedo que endulza las noches de vuestro antro con su melodiosa voz? Me han informado que ayer hubo que pagar por las mesas y los bancos. –añadiendo luego con medida ironía — ¿Espero que hayan aumentado los donativos a vuestro templo? Por los temas que vuestro aedo difundió por el auditorio no me extrañaría nada. Además, me han asegurado que la diosa escucha con agrado tales cantos, lo que aumentará las cosechas.
- Sería una bendición –le contestó la sacerdotisa poblando de insinuaciones sus palabras –, pues parece que nos quedaremos sin la siembra de esta estación; es decir, si vos no ponéis remedio, poderoso Aristeo.
- Yo que vos no me preocuparía, venerable señora – Le replicó Aristeo, disfrutando con la liza –. Me han dicho que esos hyperiones cambian con el humor de la luna, ¿Será esa la razón por la que aman a la diosa tanto como a sus yeguas?…Pero venid con nosotros mi buen aedo…y no os quedéis ahí pasmado…no os corresponde.

Así, charlando con desenfado, Aristeo fue conduciendo a la comitiva hacia la estancia principal, donde nos distribuyó a su antojo por la amplia sala. Únicamente la guardia permaneció en el patio donde se encontraba en verdadera francachela, sentados en simples taburetes en torno de las mesas, sin el formalismo que el señor de Tántalo exigía cuando recibía en la acrópolis. A pesar de todo, a mi parecer, la cordialidad reinaba en el selecto grupo que formaban Aristeo, la sacerdotisa, los representantes de los antiguos linajes del territorio, Demódoco y Augias, el administrador. Aunque, a decir verdad, la señora del templo guardaba dulces dardos para cada uno de los presentes. Ya había regalado los oídos del señor de Tántalo con palabras mordaces, muy de su gusto, así que, haciendo muestra de su encanto, pareció decidirse a jugar sus bazas, comenzando por ignorar a los invitados más ilustres…

- Y este debe ser el joven citarista que puebla de sueños al colegio de las nereidas –Dijo con encanto casi maternal –. Te saludo, Femio, pronto alcanzarás la destreza de tu maestro y su fama se fundirá con la tuya, elevándose a los cielos.

Un repentino calor ascendió a mi rostro ante el repentino homenaje. Ingenuo como era, nada sospechaba de las artes de Plastene y quedé subyugado por las caricias de su melodiosa voz. Cuando hablaba, sus palabras fluían sonoras, profundas y suaves, recordándome cuando jugaba entre las grandes tinajas de barro que limpiábamos al final del verano para recibir la reciente cosecha. Entonces, cuando alguno se introducía dentro de esos pithoi, las voces adquirían esa vibración honda y envolvente. Así sonaba la voz de la sacerdotisa y, aunque la observaba con detenimiento, no me atrevía a sostener su mirada. Y eso que sus ojos eran de un color extraordinario. No conocía el linaje de Plastene, pero sabía que su azulado brillo, semejante al color del mar en la bahía, solía proceder de las gentes de más allá de Tracia, donde se confunden los caminos de la noche y el día. Tenía el cabello pajizo recogido en un elevado tocado que resaltaba la delicada línea de su óvalo enmarcada con dos pendientes que reproducían en oro sendas abejas libando una flor. Sus labios, resaltados con granate, daban fulgor a una complacida sonrisa donde se insinuaba el nacarado brillo de sus menudos dientes. Su cuello era largo y terso, de una blancura opalina, y lucía un collar de innumerables vueltas, cuajado de cuentas egipcias, gotas de oro y ámbar. No pude evitar descender con la mirada y admirar su talle, cubierto por un Khitón de color granate y una sucesión de livianos peplos de esa tela vaporosa que elaboran las mujeres de Nínive, la ciudad de los asirios. Tan arrobado estaba por lo que contemplaba que me sorprendió el gesto del señor de Tántalo para que se llegasen unos jóvenes a verter unas cuantas porciones de diminutas sales en los braseros, difundiendo por la estancia un agradable olor a mirra. Lo que llamó la atención de mi maestro quien se decidió a participar en la amable conversación…

- Realmente encantador vuestro recibimiento, mi señor Aristeo –Comenzó Demódoco –. De un lujo asiático, me atrevería a afirmar. En mi patria únicamente se prodiga este esplendor en la corte de Sardes. Personalmente me siento indigno de tal atención, ¡nos tratáis como a dioses!…

La alusión hizo sonreír a Aristeo quien comenzó a medir al aedo con la mirada. La señora del templo, por su parte, tras una máscara de distante cordialidad, mostraba en sus ojos un complacido fulgor.

- No todos somos unos bárbaros, querido aedo –replicó, mundano, Aristeo –, ni hemos nacido de la tierra para permanecer atrapados en ella hasta echar raíces; también en la mocedad fuimos viajeros y visitamos otras cortes.
- Ciertamente se me olvidaba que vuestro linaje se remonta a los reyes hermones que tuvieron que exiliarse con la llegada de los Pelíadas – le tentó el anciano aedo, con intención de comprobar su temple – ¿Os refugiasteis en la corte de nuestro señor Mirso o visitasteis los territorios del rey Sargón?
- ¡Vaya, mi señor Aristeo! –Aplaudió con fingido júbilo la sacerdotisa –. Parece que habéis encontrado quien os de la réplica. Creo que realmente la velada va a ser apasionante.
- ¡Reportaos querida! – exclamó Aristeo componiendo en gesto –. No os conviene mostraros complacida tan abiertamente o mis invitados podrían confundir vuestras lealtades.
- Bien sabéis a quién debo yo lealtad, poderoso Aristeo – Dijo Plastene, fingiendo contrariedad –. Soy una sumisa servidora de la Diosa.
- ¡Que dura tarea tenéis, querida! – Se lamentaba con pareja doblez, el señor de Tántalo –. Yo no sabría reconocer la voluntad de la deidad o, más bien, la confundiría en mi mente con asuntos menos… decorosos. Seguramente andaría perdido entre la variedad de lozanos rostros en los que a la deidad tanto gusta transfigurarse.
- Ciertamente esa es una tarea para la que estáis bien dispuesto…– Reconoció con malicia la sacerdotisa –. Es sabido que el señor de Tántalo cree que sus inclinaciones son expresión de la divina voluntad…Pero, con tanta cháchara, estamos aburriendo a vuestro huésped. Él sabrá, con toda seguridad, sacaros del aprieto e indicaros la voluntad de esos dioses que habitan el monte Olimpo… ¿No es cierto, venerable aedo?
Demódoco aguardó un instante sonriente. Parecía considerar si debería contestar a la provocación de Plastene. Pero, había que ser prudentes, no fuese que la conversación le arrastrase a corrientes más profundas y peligrosas donde pudiera traicionarse. Así que prefirió, por el momento, mantenerse en la actitud más obsequiosa, a fin de poder ocultar sus intenciones.

- Ni nos hallamos en Delfos, venerable señora, ni los homéridas somos intérpretes de los dioses, sino miembros de una hermandad que trabajan sobre las gestas de los dioses y los héroes. Componemos himnos que celebran lo que a cada deidad le corresponde conforme a su dignidad – Replicó el anciano aedo y, cambiando levemente la inflexión de su voz, añadió –. No estamos especialmente consagrados, con ello quiero decir que no sacrificamos ni nuestra virilidad ni hacemos entrega de nuestra fertilidad… Únicamente escuchamos a la Musa, la divinidad de la memoria que se hace presente en el canto. De ella recibimos este único poder.
- No es poco ese poder, aedo. – Observó con seriedad la sacerdotisa –. Considerando que las gentes beben las palabras de vuestros labios; como he podido comprobar personalmente las pasadas noches. Lo que propagan vuestros cantos sobre dioses y humanos adquiere un crédito inmediato. De sobra sabéis que, al ser portavoz de la memoria, sois mensajero de la eternidad y eso, habréis de reconocer,… os da cierto poder.

No le dio a mi maestro tiempo a responder pues, con otra señal apenas imperceptible, el señor de Tántalo hizo que entraran los coperos portando hermosas cráteras con vino e hidromiel que comenzaron a distribuir entre los comensales, mientras otros esclavos llevaban, a los distintos grupos, bandejas con doradas carnes recién asadas. Esa fue la ocasión que aproveché para contemplar si se había producido algún cambio en el porte de Aristeo. Lucía éste una exquisita túnica de un tono celeste, casi blanco, que hacía resaltar su oscura tez, al tiempo que daba lustre a su recortada barba y a los pesados rizos de su cabello. Verdaderamente era majestuoso y apuesto. Tenía unos profundos ojos castaños, largas pestañas y pobladas cejas. Antes de que hablase, sus ojos miraban en derredor, como para meditar las palabras y asegurarse de ser escuchado. Sin embargo, en ese instante se mantenía silencioso y a la expectativa. La presencia de los esclavos y la batahola que se armó con la distribución de la comida, introdujo una pausa en la buena lid de la conversación. Cuando las gentes de Aristeo terminaron de dar cumplida cuenta de las carnes y del vino, saciando su deseo de comer y beber, volvieron su rostro hacia los divanes donde se reclinaban los invitados de honor y comenzaron a hacer chocar las dagas contra las escudillas. Entonces Aristeo se acomodó la túnica y, alzando la mano, hizo acallar los acompasados reclamos.

- Querido aedo, creo que este es un merecido homenaje. No debéis prodigar vuestro arte por las hosterías y negárselo a mi guardia…no sería un buen negocio en las presentes circunstancias… –Y diciendo esto me hizo un ademán para que ayudase a mi maestro a levantarse; lo que cumplí, no sin sentirme azorado por el atrevimiento.
- Estimado señor, quién podría negarse a tan aguda petición… – Comentó Demódoco mientras trataba de incorporarse con lentitud –. Esperemos que la musa quiera correspondernos con su presencia para compartir con nosotros esta amena velada. En verdad que es mucho lo que en esta noche estoy aprendiendo. Nunca antes había tenido la ocasión de encontrar en la misma persona tantos divinos dones como en la sacerdotisa. Al conocerla se disipa todo el asombro que me había producido saber que una simple nereida del templo de Malea llegase a tan alto cargo…sobre todo cuando, es sabido, es una dignidad que sólo se otorgaba a las herederas de sangre real… ¡Pero la divinidad, que ha adornado tan excelentemente a Plastene, con seguridad debe haber procedido conforme a justicia!… quien somos nosotros que vivimos al albur del día, para pretender sondear la mente divina que todo lo alcanza…

No podía dar crédito del efecto que causaron las palabras del maestro. Plastene palideció y su rostro se asemejó al mármol, mientras que Aristeo sostenía con extrema rigidez la copa de vino, sin decidirse a llevarla a los labios. El momento se prolongó, como esa calma expectante que asalta al viajero en mitad del bosque, cuando todos los familiares sonidos desaparecen, trastornando todo en una espantosa irrealidad. Así permanecían los dos, mientras Demódoco se levantaba dejándose guiar hacia la columna más cercana, entre el patio y la sala principal, donde ya le habían preparado una guarnecida silla y un amplio escabel. Entonces Femio, situándose a su espalda, no dejaba de observar la inmovilidad de la pareja, que no se atrevía a mirarse.

¿Cómo es posible – Pensaba – que el señor de Tántalo no tuviese conocimiento de las condiciones para asumir la dignidad de Sacerdotisa del culto de la triple diosa? ¿O era el hecho de ser conocido por mi maestro lo que había provocado tal desconcierto? ¿En qué podía cambiar este hecho nuestra estancia en el palacio? Sin duda la calidad que adquiría la sacerdotisa ante la eventual acometida de los centauros era para ser considerada. Plastene se había convertido, en cuanto heredera de la reina Deyanira, en una baza importante, caso de necesitarse. Pero…y Plastene…quién podía saber de lo que la hermosa sacerdotisa pensaba cuando, con encantadora discreción, terminó por dibujar una sonrisa cuando el anciano aedo, tras armonizar las cuerdas, se acomodó para dar inicio al canto.