sábado, 21 de abril de 2007

Capítulo Decimotercero



Cuando finalizó, Demódoco parecía más cansado que en ninguna otra ocasión anterior. Ningún auditorio es igual a otro, bien lo sabía; cada uno demanda una porción de sabiduría y arrebata, con ella, parte de las fuerzas. Con todo, la relación con el público ante el que había cantado, no dejaba de haber sido distinta, como bien diferentes habían sido las expectativas del canto.

-¡Ayúdame a levantarme! –me susurró al oído, mientras recuperaba el resuello con la cara vuelta hacia las estrellas…–. Pero antes, búscame algo de beber, este canto me ha exigido mucho más que otros… porque estaba dominado por una extraña tensión ¿no lo has notado? Y terminando por esta guardia que ahora atrona el recinto con sus vocingleos.

No había medida posible entre la calidad del canto y la reacción del público; unas veces frío y otras de gestos desmesurados. ¿En cuántas ocasiones nos había sorprendido una reacción desconocida al dar fin al canto ante gente que hacía de la guerra su oficio? A menudo lo atribuía a que la necesidad de tener que enfrentarse con la muerte a cambio de una soldada, cuando se hacía costumbre, destruye la sensibilidad; que se abotargaba o, en los peores casos, termina por perderse. ¿Sería el trato continuo con la posibilidad de matar lo que llevaba a estos curtidos hombre al extremo de estos excesos? Antiguamente, entre los linajes, también se aliaban para participar en incursiones, más o menos hostiles, en busca de ganado robado o para vengar alguna afrenta, sin contratar mercenarios como estos. Incluso, a pesar de que, una semana antes, esos mismos parientes hubiesen estado peleándose por los derechos ancestrales sobre los pozos de agua. Por lo tanto, no podía ser por causa del trato continuo con la muerte, lo que les hacía inaccesibles a la comprensión de mi maestro y de su canto. Debían existir, otras razones. Yo los miraba y sentía ¡cuan distintos eran unos de otros! ¿De cuantas nacionalidades, tribus, valles o poblados habrán salido? ¿Cuántas familias, madres, esposas e hijos esperarán su regreso o la protección de su señor por el sacrificio hecho? El mundo era realmente complejo.

-En mi tierra -comentaba mi maestro, adivinando mis reflexiones o caminando parejo a ellas -, los grupos de muchachos de las tribus eran iniciados en un mismo ritual y, de este modo, constituíamos lazos de por vida, hasta el punto que nuestros descendientes no podrían casarse entre sí, por considerarse parientes. En algunos lugares, incluso, los muchachos y muchachas crecían juntos, dormían y comían en recintos propios, separados de los adultos; con lo que crecía en ellos un vínculo de mutua estima y dependencia, hasta el punto de ser capaces de entregar la propia vida por su hetairos o camarada. Por el contrarios, entre los hombre de Aristeo, sólo los jefes guardaban relación con los linajes de la zona, los demás formaban una composición heterogénea, sin trabazón. Ahí tiene que estar la raíz de todo… –Y me sonreía, por fin, Demódoco, al tiempo que se erguía nada más llegar a la litera decorada de mullidas pieles y cobertores, coincidencia que fue recibida con júbilo por los otros comensales –…

¿Por qué se preocupaba tanto mi maestro por la composición del público y su reacción? A menudo se había sentido intranquilo al no llegar a anticipar el proceder de un auditorio como aquel, pero se debía al hecho de que, por tratar él con las emociones del público, el conocimiento previo del tipo de relaciones que predominaban entre ellos se volvía de suma importancia para la elección de la música y el canto. El afloramiento de tales sentimientos en el canto, permitía a Demódoco referirse a una experiencia común y convertirla en cauce de su mutuo conocimiento. Así, cuando cantábamos entre parientes por unos esponsales, entre camaradas que inician una nueva empresa, incluso entre simples philoi o compañeros que se celebran periódicamente unos a otros; siempre primaban entre ellos, los vínculos de afectos, de confianza y lealtad.

Sin embargo, el público que le había estado escuchando estaba habituado a ejercer un férreo control sobre sus emociones; únicamente debían lealtad a ellos mismos o a aquellos que le garantizaban botín y seguridad; por eso se les gobernaba con disciplina, autoridad o carisma. De hecho, no me pasó desapercibido, nada más acomodarnos, la disparidad de rasgos y ropajes.

Pero Demódoco estaba considerando otras cosas. Ahora se me hacía evidente. ¿Por qué no estábamos rodeados de los kouroi de Magnesia? ¿Cuáles eran los motivos por lo que Aristeo habría de tener necesidad de extranjeros para su guardia? Para ello, el señor de Tántalo debía poseer una inmensa fortuna personal o, considerando estos nuevos detalles a la luz de los hechos más recientes, podía haber establecido alianzas a lo largo de su juventud, de los que recibía ayuda desde hace unos años, aunque ignoraba que era capaz de ofrecerles a cambio. Desde luego, la ciudadela era relativamente nueva; no más allá de una decena de casas conservaban la techumbre de retamas y estas eran las que estaban más próxima a la antigua muralla de la acrópolis, otras eran de reciente construcción, de doble altura y terminados en un tejado de adobe sobre cañizo, cuya inclinación los hacía aptos para resistir la copiosa lluvia del otoño e, incluso, alguna que otra tormenta, si el año fuese de nieves. Pocos edificios disponían de aterrazamiento pero, de entre ellos, destacaba la taberna, en cuya construcción no se habían omitido ninguno de los detalles que rememoraban el origen cretense de Etón y de los maestros de obras traídos de allí para la construcción de las murallas.

-Decididamente – Me susurró Demódoco –, el poder de Aristeo se asemeja, también, una isla en el océano. Fíjate que, en su forma de hablar, en sus gustos, ¡cuan-to contraste con la aldea! Sí, Femio, aquí hay peligro, pues el señor de Tántalo continúa siendo un exiliado en su propia tierra. ¿Sería por eso por lo que pudiera tener como objetivo el gobierno de Yolcos? ¿Era la íntima necesidad de pertenecer a algún lugar, apropiándoselo?

Todos estos asuntos íbamos considerando entre los dos mientras recorríamos, torpemente, el interminable trecho que separaba la columna desde la que había cantado, hasta llegar al diván donde ya le aguardaban los esclavos con un lienzo, sin duda perfumado, para enjugar el sudor surgido tras el esfuerzo. Yo, he de confesar, también estaba tenso, pero apenas podía considerar nada, atento como estaba en conducir a mi maestro y en ir comentándole, a grandes rasgos, la contenida irritación de Plastene y la aparente ausencia de Aristeo que contrastaban abiertamente con los parabienes y las oleadas de copas alzándose, como una marea, a medida que íbamos aproximándonos al fatídico encuentro.

- Salud y larga vida, aedo – Brindó el señor de la ciudadela, al tiempo que los demás sonreían e iban pasándose y alzando hacia él la adornada copa que el copero se encargaba de mantener siempre llena y en la proporción que requería, a cada momento, el banquete –… Nada hay como escuchar después de una grata comida la canción de un aedo favorecido por los dioses. Con cuanta gracia se culmina, en vuestra maestría, años de esfuerzo y trabajo. Estoy convencido que la venerable sacerdotisa convendrá conmigo, en que vuestro canto proyecta, como diría… una nueva luz, tanto sobre el pasado que sobre el presente y el porvenir, he de añadir. ¿No es así querida? ¿No os sentís después de escuchar a Demódoco, no sé, más instruida… más sabia? ¿No sé si me explico? Seguro que hay gente en esta reunión más hábil que yo con la palabra. Lo mío no son lo discursos…

- Y ¿dónde, si no os molesta contestarme, se supone que hemos de encontrar vuestra destreza? ¡Oh, señor de Tántalo! ¿En las lizas bajo los cobertores, en el campo…de cultivo o descollando por delante de todos… tras las perdidas reses? – Contestó cortante la joven sacerdotisa.

-Vamos, querida, no debéis tomároslo a mal. Seguro que el aedo no pretendía ofenderos. Su narración ha sido deliciosa, a la par que amena. ¿qué es, pues, lo que ha de molestaros?…

-Bien lo sabéis, pues anteriormente os dije que no tengo otra lealtad que para con la diosa. Y en el canto de este homérida, la divina Calipso se ha convertido en una débil y solitaria mujer, arrastrada por el deseo de un varón lastimero y receloso. ¿Es así como consideran los nuevos amos la majestad del culto de la gran diosa? ¿Qué otra cosa hubieseis hecho vos, si os considerasen como Egisto, el no tan jo-ven y seductor asesino del rey legítimo de magnesia?…

-Ya veo. – Concedió Aristeo –. Pero este no es el caso ¿No Demódoco?… No… el aedo no podría haber sido tan zafio… e inoportuno. En cuanto a la venerable dio-sa. Creo que es tratada con sumo respeto y cortesía, como corresponde a su dignidad, pues habita en el Elíseo, en el centro mismo de su reino, el océano sin límites…

-Y ¿Qué me decís de la displicencia, por no decir grosería, con que es tratada por ese, corre, ve y dile? – Protestaba Plastene, refiriéndose al dios Hermes –. ¿No es acaso insultante la altanería con la que transmite los elevados designios de su señor? No, no es posible aceptar que la gente escuche un canto así que rebaja y hace mofa de asuntos sagrados. Pero, ¿qué se han creído estos nuevos pastores, vástagos del toro y sembradores de olivos, para enseñorearse de este modo con una deidad primigenia que siempre dio a los suyos lo que más valor hay en el mundo, la vida renovada en el vientre de cada madre y en los campos donde habitan?

-¿Acaso lo ignoráis? – Contestó Aristeo, casi lamentándose – Lo que esto dioses han traído estas tierras es un nuevo poder. No un poder, que por antiguo nos resulte extraño, sino uno irremediable e irresistible.

-Y según vos, Señor, ¿cuál es ese poder? – intervino Demódoco, intrigado por el rumbo que había adquirido la conversación.

-Un poder que ya no se ejerce desde las redes de templos o desde las prerrogativas del linaje – Sentenciaba el señor de Tántalo –. El poder del cetro otorgado al patriarca del clan, por voluntad del señor de los cielos, y que le confiere el gobierno de las gentes, siempre que lo ejerza con paternal autoridad y cuidado. Lo he visto en otros lugares antes que aquí y, créeme, es como una poderosa corriente que arrastra a las antiguas comunidades hacia cambios ante los que de nada pueden servir el tesón de sus gentes o la fuerza de sus recursos…

-El poder de esos dioses se halla escondido bajo sus vestidos –Exclamó indignada la sacerdotisa –. Es el poder del varón, forjado con fuerza bruta y arrogancia y que no respeta ni la sangre que los engendró. ¿No habéis escuchado la alusión a Ores-tes quien se hizo célebre por dar muerte a su propia madre? No son más que pastores con miras de pastores… adoradores del macho y con un proceder de sementales.

-No seáis soez, querida, no os van esas maneras – Apostilló Aristeo –. No son los ganados los responsables de nuestra decadencia, sino la guerra que por doquier se ha instalado y asola nuestra querida patria. Si las mujeres peleaseis como lo hacen mi gente… otro gallo nos cantara…

-Si vos os plegáis… ¡que os vaya bien, Aristeo! – Exclamó Plastene –. Yo, por mi parte no tengo porqué sufrirlo. Es digno de verse como os sirven vuestra gente cuando ha caído ya Dryade y están tomados todos los pasos desde Yolcos hasta el Pelión… Y vos, Demódoco, ¡que decepción! tanta sabiduría para no haber comprendido nada. Habéis confundido el sentido del culto como sólo podría haberlo hecho el ignorante poder al que consentís como un lacayo complaciente. Nos representáis como rameras lascivas, sin comprender que es por el respeto y el temor que nos provoca la primera sangre femenina, por lo que alejamos a los nuestros del peligro de la contaminación. Por eso ordenamos las cosas de modo que la sangre de la vida y la que se vierte en la guerra queden separadas; por eso, cuando han de presidir lo actos de muerte y el nacimiento, permanece virgen; por eso no sacrificamos animales a la divinidad, a pesar que nos retratáis como asesinos y devoradores de niños. Pero, claro, vosotros debéis atender a vuestros intereses que no son otros que la expansión de los territorios de pastoreo; mientras que nosotros permanecemos fieles a la tierra, a las corrientes, a los árboles o al monte, como no podíais dejar de reconocer, al representar el asombro de Hermes ante la isla de Calipso. Nuestra religión es de vida, de renacer en ese ónfalos donde Odiseo se enfrenta a su última prueba, antes de renovar su compromiso de humanidad, antes de arribar a su isla, junto su esposa e hijo, como legítimo heredero de su hogar y señor de Ítaca. La diosa blanca –prosiguió vehemente, como poseída Plastene - siempre ha acompañado a los jóvenes a las grutas de su renacimiento, antes de poder tomar esposa y construir su hogar. Por lo demás, aedo, puedes comunicarle a esos varones, si tenéis ocasión, que Plastene, la sacerdotisa de Leucotea, no acepta contemporizar con su proceder; por lo que se encontrarán siempre con la tenaz resistencia de nuestro pueblo. Somos mujeres, no guerreros, Aristeo tenía razón, hemos tenido que apoyarnos en otros varones para la defensa de nuestra tierra. Pero no nos acoséis en exceso, también las furias son divinidades femeninas, y su fiereza es tal, que hace enloquecer a los héroes. ! ¡Buenas noches, señores! lamento no poder seguir en su grata compañía, pero otras responsabilidades me reclaman.

Y, diciendo esto, tomó el camino de la puerta, donde aguardó, sin volverse, a que Aristeo señalase al Pentarca la misión de darle escolta hasta el templo. Después de lo cual, un denso y pesado silencio se hizo en la reunión, enturbiando la velada y empujando a los invitados a retirarse a sus hogares. Únicamente Demódoco y Femio permanecieron en la sala, expectantes. Al rato, cuando hubo despedido el último de los comensales, apareció Aristeo en el umbral, con aspecto cansado y serio.

- Sólo puedo decir que era inevitable. Ya veis. Hubiese deseado que la noche transcurriese de otra forma, pero es demasiado lo que está en juego. ¿No es así, venerable aedo? ¿Os molestaría acompañarme con vuestro discípulo? Hay algo que quisiera mostraros. Algo sobre lo que meditar durante el resto de la noche…

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