domingo, 8 de abril de 2007

Capítulo Undécimo


La ascensión a la ciudadela no se nos hizo tan penosa como la tarde anterior, pues era claro que otras fuerzas nos animaban a lo largo de la empinada cuesta. Aun así, nos detuvimos al llegar delante del portón de la última muralla y el frescor de la brisa nocturna nos reanimó. ¡Divina brisa! –exclamó mi maestro —, cuando una voz familiar surgiendo junto al crepitar de una gran hoguera, nos saludó con simpatía.

- Buenas noches, venerable anciano y compañía –exclamó Acasto, el Pentarca, que parecía estar allí aguardando con una sonrisa en la boca –. Me es grato volveros a encontrar, aunque la pasada noche tuve ocasión de disfrutar y mucho, con vuestro canto. Lamentablemente los posteriores sucesos reclamaron mi presencia y no pude acercarme para saludaros. Pero, ¡a lo que íbamos!…mi señor Aristeo me ha encarecido que, en cuanto llegaseis, os condujese al mégaron… Espero que tengáis hambre, porque mis ojos han contemplado delicias de las que ignoro su sabor y hasta su nombre y, como podéis comprobar, mis hombres husmean, como perros de caza, el aroma del asado… ¿Si tenéis a bien seguirme?
- Como no, Pentarca – Convino Demódoco y añadió, no sin una pizca de ironía –… de nuevo dirigís nuestros pasos. Pero, ¡Decidme! ¿Habita este palacio gente temerosa de los dioses y benévola con el extranjero o son, para nuestra desgracia, injustos y soberbios?…
- Nada tenéis que temer, – contestó el Pentarca algo contrariado y luego añadió con seca voz –… ¡por el perro! Que respondo de ello!

Me sorprendió contemplar como la tensión rejuvenecía el semblante de mi maestro, nunca lo había conocido antes afrontando el riesgo con tanto humor y decisión. Para él tal vez fuese fácil, pero yo sentía la noche poblada de tantas novedades que caminaba con los ojos bien abiertos y el ánimo en vilo, mientras nos internábamos en el pasaje bajo la atenta mirada de una pareja de hermosos leones de piedra que parecían contemplarnos con fiereza. En nuestros oídos reverberaban las voces procedentes del interior del recinto y hasta nosotros llegaba el calor del fanal que pendía del techo, iluminando los recovecos que servirían de parapeto llegado el caso. Al salir del pasaje, nos hallamos ante una amplia explanada que se extendía desde el recinto donde la guardia tenía sus dependencias hasta la puerta principal del palacio. Aunque Demódoco no podía contemplar las estrellas, ni la muralla, sobre la que los vigías iban y venían, disponía de sus propio mundo de señales; el espacio abierto, cuyo eco expandía los sonidos o la íntima sensación de un elevado vacío hacia donde las voces se ponían en fuga; todas estas cosas le hacía sentirse bajo la sobrecogedora inmensidad de un firmamento en el que proyectaba la mirada atenta de seres superiores.

Del patio de armas al palacio apenas se ascendía entre parapetos de sillería donde se apoyaban delicados altares del mármol, erigidos de tal modo que hacían del camino un recorrido serpenteante. El tortuoso sendero mostraba con claridad la astuta mente que concibió los terraplenes de piedra labrada y los altares para que se mostrasen como elegantes y amables construcciones, pero que, a la luz de nuestras antorchas, se alternaban con una sabia disposición defensiva a lo largo del zigzagueante camino que conducía hasta la entrada del palacio.

Al traspasar las puertas de doble hoja nos envolvió, como un bálsamo, un apacible murmullo de corrientes que repiqueteaban desde los caños de una sencilla alberca donde, jugando con el burbujeante surtidor de una fuente, bullían los irisados lomos de las percas. Del huerto pasamos al atrio que conducía, finalmente, al mégaron, a cuyos lados se abrían amplias estancias caldeadas por braseros y rodeadas por bancadas que cubrían su recia obra con mullidos cojines, pieles y cobertores. Varias mesas bajas, relucientes y fragantes de cera, estaban colocadas con acierto, mostrando delicados bocados y trabajadas copas dispuestas para el vino. En el centro del mégaron las brasas de una hoguera doraban las carnes ensartadas en los espetones. Las luces de delicadas lámparas suspendidas por doradas cadenas prestaban su resplandor al recinto que se llenaba poco a poco de voces.

El primero en hacer su aparición fue Aristeo y, seguido a cierta distancia, su guardia personal. Era el señor de la ciudadela de complexión elástica, alto, de mirada sagaz y con un porte natural para el mando. En ese instante, caminaba sonriente a nuestro encuentro mas, al llegar a nuestra altura, en lugar de saludarnos se apartó, lo que ejecutó así mismo la escolta como si se tratase de un movimiento táctico, para mostrar en el centro de todas las miradas a una mujer cuya hermosura rivalizaría con las mismas diosas. Así fue nuestra primera visión de Plastene, la sacerdotisa del culto de la diosa blanca, como un tesoro que los guerreros custodiasen.

- ¡Por los dioses siempre dichosos! – Se dirigió finalmente a nosotros el señor de Tántalo – ¿Qué tenemos ante nosotros, mi querida señora? ¿No es acaso el venerable aedo que endulza las noches de vuestro antro con su melodiosa voz? Me han informado que ayer hubo que pagar por las mesas y los bancos. –añadiendo luego con medida ironía — ¿Espero que hayan aumentado los donativos a vuestro templo? Por los temas que vuestro aedo difundió por el auditorio no me extrañaría nada. Además, me han asegurado que la diosa escucha con agrado tales cantos, lo que aumentará las cosechas.
- Sería una bendición –le contestó la sacerdotisa poblando de insinuaciones sus palabras –, pues parece que nos quedaremos sin la siembra de esta estación; es decir, si vos no ponéis remedio, poderoso Aristeo.
- Yo que vos no me preocuparía, venerable señora – Le replicó Aristeo, disfrutando con la liza –. Me han dicho que esos hyperiones cambian con el humor de la luna, ¿Será esa la razón por la que aman a la diosa tanto como a sus yeguas?…Pero venid con nosotros mi buen aedo…y no os quedéis ahí pasmado…no os corresponde.

Así, charlando con desenfado, Aristeo fue conduciendo a la comitiva hacia la estancia principal, donde nos distribuyó a su antojo por la amplia sala. Únicamente la guardia permaneció en el patio donde se encontraba en verdadera francachela, sentados en simples taburetes en torno de las mesas, sin el formalismo que el señor de Tántalo exigía cuando recibía en la acrópolis. A pesar de todo, a mi parecer, la cordialidad reinaba en el selecto grupo que formaban Aristeo, la sacerdotisa, los representantes de los antiguos linajes del territorio, Demódoco y Augias, el administrador. Aunque, a decir verdad, la señora del templo guardaba dulces dardos para cada uno de los presentes. Ya había regalado los oídos del señor de Tántalo con palabras mordaces, muy de su gusto, así que, haciendo muestra de su encanto, pareció decidirse a jugar sus bazas, comenzando por ignorar a los invitados más ilustres…

- Y este debe ser el joven citarista que puebla de sueños al colegio de las nereidas –Dijo con encanto casi maternal –. Te saludo, Femio, pronto alcanzarás la destreza de tu maestro y su fama se fundirá con la tuya, elevándose a los cielos.

Un repentino calor ascendió a mi rostro ante el repentino homenaje. Ingenuo como era, nada sospechaba de las artes de Plastene y quedé subyugado por las caricias de su melodiosa voz. Cuando hablaba, sus palabras fluían sonoras, profundas y suaves, recordándome cuando jugaba entre las grandes tinajas de barro que limpiábamos al final del verano para recibir la reciente cosecha. Entonces, cuando alguno se introducía dentro de esos pithoi, las voces adquirían esa vibración honda y envolvente. Así sonaba la voz de la sacerdotisa y, aunque la observaba con detenimiento, no me atrevía a sostener su mirada. Y eso que sus ojos eran de un color extraordinario. No conocía el linaje de Plastene, pero sabía que su azulado brillo, semejante al color del mar en la bahía, solía proceder de las gentes de más allá de Tracia, donde se confunden los caminos de la noche y el día. Tenía el cabello pajizo recogido en un elevado tocado que resaltaba la delicada línea de su óvalo enmarcada con dos pendientes que reproducían en oro sendas abejas libando una flor. Sus labios, resaltados con granate, daban fulgor a una complacida sonrisa donde se insinuaba el nacarado brillo de sus menudos dientes. Su cuello era largo y terso, de una blancura opalina, y lucía un collar de innumerables vueltas, cuajado de cuentas egipcias, gotas de oro y ámbar. No pude evitar descender con la mirada y admirar su talle, cubierto por un Khitón de color granate y una sucesión de livianos peplos de esa tela vaporosa que elaboran las mujeres de Nínive, la ciudad de los asirios. Tan arrobado estaba por lo que contemplaba que me sorprendió el gesto del señor de Tántalo para que se llegasen unos jóvenes a verter unas cuantas porciones de diminutas sales en los braseros, difundiendo por la estancia un agradable olor a mirra. Lo que llamó la atención de mi maestro quien se decidió a participar en la amable conversación…

- Realmente encantador vuestro recibimiento, mi señor Aristeo –Comenzó Demódoco –. De un lujo asiático, me atrevería a afirmar. En mi patria únicamente se prodiga este esplendor en la corte de Sardes. Personalmente me siento indigno de tal atención, ¡nos tratáis como a dioses!…

La alusión hizo sonreír a Aristeo quien comenzó a medir al aedo con la mirada. La señora del templo, por su parte, tras una máscara de distante cordialidad, mostraba en sus ojos un complacido fulgor.

- No todos somos unos bárbaros, querido aedo –replicó, mundano, Aristeo –, ni hemos nacido de la tierra para permanecer atrapados en ella hasta echar raíces; también en la mocedad fuimos viajeros y visitamos otras cortes.
- Ciertamente se me olvidaba que vuestro linaje se remonta a los reyes hermones que tuvieron que exiliarse con la llegada de los Pelíadas – le tentó el anciano aedo, con intención de comprobar su temple – ¿Os refugiasteis en la corte de nuestro señor Mirso o visitasteis los territorios del rey Sargón?
- ¡Vaya, mi señor Aristeo! –Aplaudió con fingido júbilo la sacerdotisa –. Parece que habéis encontrado quien os de la réplica. Creo que realmente la velada va a ser apasionante.
- ¡Reportaos querida! – exclamó Aristeo componiendo en gesto –. No os conviene mostraros complacida tan abiertamente o mis invitados podrían confundir vuestras lealtades.
- Bien sabéis a quién debo yo lealtad, poderoso Aristeo – Dijo Plastene, fingiendo contrariedad –. Soy una sumisa servidora de la Diosa.
- ¡Que dura tarea tenéis, querida! – Se lamentaba con pareja doblez, el señor de Tántalo –. Yo no sabría reconocer la voluntad de la deidad o, más bien, la confundiría en mi mente con asuntos menos… decorosos. Seguramente andaría perdido entre la variedad de lozanos rostros en los que a la deidad tanto gusta transfigurarse.
- Ciertamente esa es una tarea para la que estáis bien dispuesto…– Reconoció con malicia la sacerdotisa –. Es sabido que el señor de Tántalo cree que sus inclinaciones son expresión de la divina voluntad…Pero, con tanta cháchara, estamos aburriendo a vuestro huésped. Él sabrá, con toda seguridad, sacaros del aprieto e indicaros la voluntad de esos dioses que habitan el monte Olimpo… ¿No es cierto, venerable aedo?
Demódoco aguardó un instante sonriente. Parecía considerar si debería contestar a la provocación de Plastene. Pero, había que ser prudentes, no fuese que la conversación le arrastrase a corrientes más profundas y peligrosas donde pudiera traicionarse. Así que prefirió, por el momento, mantenerse en la actitud más obsequiosa, a fin de poder ocultar sus intenciones.

- Ni nos hallamos en Delfos, venerable señora, ni los homéridas somos intérpretes de los dioses, sino miembros de una hermandad que trabajan sobre las gestas de los dioses y los héroes. Componemos himnos que celebran lo que a cada deidad le corresponde conforme a su dignidad – Replicó el anciano aedo y, cambiando levemente la inflexión de su voz, añadió –. No estamos especialmente consagrados, con ello quiero decir que no sacrificamos ni nuestra virilidad ni hacemos entrega de nuestra fertilidad… Únicamente escuchamos a la Musa, la divinidad de la memoria que se hace presente en el canto. De ella recibimos este único poder.
- No es poco ese poder, aedo. – Observó con seriedad la sacerdotisa –. Considerando que las gentes beben las palabras de vuestros labios; como he podido comprobar personalmente las pasadas noches. Lo que propagan vuestros cantos sobre dioses y humanos adquiere un crédito inmediato. De sobra sabéis que, al ser portavoz de la memoria, sois mensajero de la eternidad y eso, habréis de reconocer,… os da cierto poder.

No le dio a mi maestro tiempo a responder pues, con otra señal apenas imperceptible, el señor de Tántalo hizo que entraran los coperos portando hermosas cráteras con vino e hidromiel que comenzaron a distribuir entre los comensales, mientras otros esclavos llevaban, a los distintos grupos, bandejas con doradas carnes recién asadas. Esa fue la ocasión que aproveché para contemplar si se había producido algún cambio en el porte de Aristeo. Lucía éste una exquisita túnica de un tono celeste, casi blanco, que hacía resaltar su oscura tez, al tiempo que daba lustre a su recortada barba y a los pesados rizos de su cabello. Verdaderamente era majestuoso y apuesto. Tenía unos profundos ojos castaños, largas pestañas y pobladas cejas. Antes de que hablase, sus ojos miraban en derredor, como para meditar las palabras y asegurarse de ser escuchado. Sin embargo, en ese instante se mantenía silencioso y a la expectativa. La presencia de los esclavos y la batahola que se armó con la distribución de la comida, introdujo una pausa en la buena lid de la conversación. Cuando las gentes de Aristeo terminaron de dar cumplida cuenta de las carnes y del vino, saciando su deseo de comer y beber, volvieron su rostro hacia los divanes donde se reclinaban los invitados de honor y comenzaron a hacer chocar las dagas contra las escudillas. Entonces Aristeo se acomodó la túnica y, alzando la mano, hizo acallar los acompasados reclamos.

- Querido aedo, creo que este es un merecido homenaje. No debéis prodigar vuestro arte por las hosterías y negárselo a mi guardia…no sería un buen negocio en las presentes circunstancias… –Y diciendo esto me hizo un ademán para que ayudase a mi maestro a levantarse; lo que cumplí, no sin sentirme azorado por el atrevimiento.
- Estimado señor, quién podría negarse a tan aguda petición… – Comentó Demódoco mientras trataba de incorporarse con lentitud –. Esperemos que la musa quiera correspondernos con su presencia para compartir con nosotros esta amena velada. En verdad que es mucho lo que en esta noche estoy aprendiendo. Nunca antes había tenido la ocasión de encontrar en la misma persona tantos divinos dones como en la sacerdotisa. Al conocerla se disipa todo el asombro que me había producido saber que una simple nereida del templo de Malea llegase a tan alto cargo…sobre todo cuando, es sabido, es una dignidad que sólo se otorgaba a las herederas de sangre real… ¡Pero la divinidad, que ha adornado tan excelentemente a Plastene, con seguridad debe haber procedido conforme a justicia!… quien somos nosotros que vivimos al albur del día, para pretender sondear la mente divina que todo lo alcanza…

No podía dar crédito del efecto que causaron las palabras del maestro. Plastene palideció y su rostro se asemejó al mármol, mientras que Aristeo sostenía con extrema rigidez la copa de vino, sin decidirse a llevarla a los labios. El momento se prolongó, como esa calma expectante que asalta al viajero en mitad del bosque, cuando todos los familiares sonidos desaparecen, trastornando todo en una espantosa irrealidad. Así permanecían los dos, mientras Demódoco se levantaba dejándose guiar hacia la columna más cercana, entre el patio y la sala principal, donde ya le habían preparado una guarnecida silla y un amplio escabel. Entonces Femio, situándose a su espalda, no dejaba de observar la inmovilidad de la pareja, que no se atrevía a mirarse.

¿Cómo es posible – Pensaba – que el señor de Tántalo no tuviese conocimiento de las condiciones para asumir la dignidad de Sacerdotisa del culto de la triple diosa? ¿O era el hecho de ser conocido por mi maestro lo que había provocado tal desconcierto? ¿En qué podía cambiar este hecho nuestra estancia en el palacio? Sin duda la calidad que adquiría la sacerdotisa ante la eventual acometida de los centauros era para ser considerada. Plastene se había convertido, en cuanto heredera de la reina Deyanira, en una baza importante, caso de necesitarse. Pero…y Plastene…quién podía saber de lo que la hermosa sacerdotisa pensaba cuando, con encantadora discreción, terminó por dibujar una sonrisa cuando el anciano aedo, tras armonizar las cuerdas, se acomodó para dar inicio al canto.

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