domingo, 2 de septiembre de 2007

Capítulo Vigésimo cuarto





Sus ojos, rasgados y muy abiertos, me observaban, brillando desde un profundo verde grisáceo, en un rostro de edad indeterminable, a la suficiente altura y a una distancia más que prudente. Cuando, tras la sorprendente aparición, la observé, aunque sin levantarme —por miedo a asustarlas—, vi también que era la única que se alzaba de rodillas fuera de la corriente. Una gran cabellera cobriza le cubría toda la espalda y caía a los lados de sus estrechas caderas, mientras, con sus brazos tensos y estirados frente a mí, mostraba con indiferencia sus breves pechos, sólo turgentes alrededor de las rosadas aréolas.

- Sabemos quién eres —Me dijo como si, al tiempo, quisiera tocarme.

¿por qué guardé silencio? Era la forma de esa afirmación, la que me dejó sin habla, porque era la misma que, sin darme cuenta, se estaba formando en mi mente: Ella sabía de mí. No lo pude explicar, pero un escalofrío recorrió mi espalda. Yo no sabía quiénes eran o qué eran. Desde luego, no eran muchachas como las que había podido contemplar, allá en Lidia, en mi pueblo, ni tampoco en Esmirna. Aquellas que durante un breve tiempo, apenas unos años o, a veces, por unos breves meses, habían sido nuestras compañeras de correrías; con las que habíamos cogido fruta, nos habíamos bañado en las pozas o buceado a por las monedas que nos tiraban los mercaderes desde la mura del puerto, para mejor disfrutar de nuestra cobriza lozanía. Curia, la anguila; Selene, de ojos de gato y tantas otras que, de un día para otro, crecían sin ton ni son; comenzaban a mirar de otra forma, guardando secretos tras sus largos silencios o mareándonos con sus comentarios, sin poder dejar de hablar. Al final, siempre terminaban por desaparecer. Primero, cambiaba totalmente su interés por nuestras cosas, luego, una especie de azoramiento les nacía cuando las empujábamos para pelear o nadar. Hasta el día en que no regresaban al tinglado del puerto o a las redes.

En apariencia, estas no eran distintas de las muchachas de entonces; seguramente aquellas eran más morenas, con una mirada más pícara y menos intensa, pero en lo referente a su físico, yo diría que sus padres estaría a punto de llevársela a la casa para disponerla para los ritos. ¡Si fuesen realmente muchachas!

- Tú tienes una pena —dijo una de ellas con voz compasiva, antes de dejarse sumergir con una triste mohín.
- Nosotras podemos ayudarte —añadió otra, mientras se sentaba en el borde de la ribera y desenredaba las oscuras guedejas de su pelo, entreveradas de plantas acuáticas.
- Sólo tienes que prestarnos tu atención — afirmó otra, de piel brillante que se deslizó entre la corriente hasta quedar varada en el lecho de arena del remanso.
- Te llevaremos a donde está ella —aseguró la primera.
- Esperándote…—añadió la del pelo oscuro y luego sonrieron mientras se miraban con la frente gacha o tras los desordenados mechones.
- Ven, asómate, si quieres verla de nuevo —me indicaron a coro.

¡Señora de la luna, Artemisa de argentea aljaba! ¿Por qué no me mandaste una dulce muerte entonces y me evitaste tan doloroso trance? Pero, no, en lugar de marcharme, me incorporé hasta sentarme, sin dejar de mirarlas. La cabeza me daba vueltas y el estómago era como un puño bajo mi esternón. Entonces se desató mi llanto sin ruido y hundí mi cabeza entre los brazos, mientras abrazaba mis rodillas y repetía para mí —Talia, Talia, Talia…

- No tiene porqué ser así —su voz sonó cercana al tiempo que una vaharada del perfume de Talia me rodeaba. ¿Qué magia era esa?

Su mano fue suave al posarse sobre mi hombro. Más fuerte, sólo nos sujetan los dioses. Buscó mi pelo, como si cercase mis pensamientos, haciendo que las imágenes brotasen como si ella estuviese viva, sonriente y deseable. Volví a estremecerme.

- ¿Dónde está? —inquirí levantando mi rostro a la doncella que me miraba con ojos dulces.
- Ven con nosotras —me dijo, cogiéndome levemente del brazo— Mira en la corriente.

Me ladee junto a ella y gateé hacia donde me indicaba. Un tapiz de hierva y flores crecía a nuestro penoso paso. Mientras las demás alborotaban y reían, saltando, ahora dentro del río, ahora elevando sus torsos fuera del curso del agua. El sol comenzó a iluminar y caldear el paraje que se inundó de destellos brumosos.

- Sí, sí —gritaban con cristalino júbilo las demás— acércate a mirarla.

Me arrodillé junto a la ribera y miré en el fondo de la corriente. Ellas se hicieron a un lado, junto a mí, como un corro que abriese un espacio en su interior. Me incliné más y más hasta que, como dormida entre las brazadas de largas hiervas del fondo, vi su encantador rostro, su cuerpo altivo y desnudo mecido por la sumergida fronda, su pelo ondulando en el légamo del río, brillando con los rayos que atravesaban los sauces y alisos del paraje. Me tomaron, entonces, de las mano, como para hacerme más sencillo el abrazo. La cabeza me daba vueltas y el estómago se me vino a la garganta.

- Pero, si está muerta —llegué a murmurar, mirándola a los ojos e interrogando a las muchachas.
- Allí donde está, volveréis a estar unidos.
- Por siempre… —Y tiraban levemente de mis manos que buscaban su imagen.
- ¿Por siempre? —pregunté a los ojos de la joven que se alzaba a la altura de mi mano derecha— Pero, entonces yo también estaré muerto ¿no? Y me eché hacia atrás, librándome de su amorosa insistencia.
- Si no vienes la perderás —dijo otra, removiendo el fondo, haciendo su imagen fluctuar y desvanecerse.
- La pena y el amor te consumirán como un matorral desenraizado.
- La comida se volverá ceniza en tu boca.
- Las noche te abrasarán de deseo baldío.
- Su hermosa sonrisa se mustiará
- Encanecerás solo y triste.
- Ven con nosotras a donde siempre es el instante perfecto.
- Donde el dolor se olvida.
- ¿quién te espera ya, si no ella? Que lo dio todo por ti.

Me acurruqué sobre mi cuerpo que se sacudía por el llanto. Nada hay más amargo que la verdad que se esconde tras la muerte. Se puede ir a su encuentro o mirarla a los ojos y callar. Por siempre…

Debí quedarme dormido o sumido en un sopor cálido y silencioso. Los sonidos comenzaron a hacerse presentes en mi duermevela, inundándome de placidez y tranquilidad. Me acordaba de todo y, al mismo tiempo, me pareció como un sueño que las divinidades del río habían depositado en mi mente ¿y si me hubiese precipitado tras ella? ¿Habrían dispuesto los dioses que, en verdad, hubiésemos vuelto a reunirnos como amantes en los Elíseos? Pero yo no deseaba morir y tampoco era cierto que estuviera solo; bueno, ahora sí, pero tenía con seguridad a alguien que me esperaba angustiado. Lo podía sentir. No todo era olvido y padecimiento.

Cuando me levanté y estiré mi magullado cuerpo el sol brillaba en todo lo alto. Tenía aun una misión que cumplir y, aunque incierta, sentía que el camino me aguardaba y que no podía echarme atrás.

Me había desecho de la ropa que me llevé al amanecer y estaba cubierto con mi calzón y descalzo. Pero no me importaba porque hacía una temperatura agradable y el suelo estaba mullido y cálido. Así que me decidí a caminar hacia levante en busca de algún claro desde el que pudiera otear el monte y buscar de nuevo mi ruta hacia el dichoso promontorio con forma de cuerno.

El efecto del bebedizo que me diera el rastrero Ileo no había terminado de hacer su efecto, pues los colores y la luces brillaban con un fulgor especial y mis sentidos estaban tan excitados, que podía oír a cada habitante del monte. Eso me hizo estar alerta y, prudentemente, continuar caminando por entre las sombra y las veredas más resguardadas. Pensé que, si esa droga la bebían también los hyperiones, deberían gualmente estar dotados, en aquel preciso instante, de sus extraños poderes y, por tanto, escucharme claramente en mi torpe caminar.

La sombra de los árboles se acortaba, pero aun indicaba la dirección deseada. Al cabo de un tiempo pude alcanzar un prado que caía hacia el sur y desde el que se vislumbraba con claridad las estribaciones del Pelión. ¡allí estaba! ¡La peña del cuerno!. Todavía me quedaba media jornada para ganar el valle por el que debería descender, esta vez en sentido contrario, hasta aroximarme al territorio de los centauros.
Sin embargo, este pensamiento me condujo a otros de índole más práctica, aunque menos alentadores. ¿qué haría cuando me encontrase en su proximidad? ¿disponía de algún plan o estrategia? ¿qué pretendía hacer? Realmente, debía de haber sido cegado por el dolor y la presunción si creía que, por el mero hecho de allegarme a su campamento, sería capaz de detener la inminencia del ataque sobre la ciudadela. ¿Quién era yo y de qué disponía para ello? Nada; menos que nada.

Mientras estas oscuras dudas rondaban entre mi corazón y mi mente, la rabía iba ganándome mientras alcanzaba a media tarde el cabezo del monte y el comienzo del valle que se abría, frondoso, hacia el sol poniente. A partir de allí debería andarme con buen ojo y ser silencioso como un ratón, pues no era menos cierto que los centauros deberían estar apostados por todas partes con vigías o partidas que avisarían sin dilación de mi presencia. Acallé con esfuerzo la creciente indignación por mi necio proceder a fin de que, de esta forma, cauto aunque desesperado, pudiese ir descendiendo al paso de las sombras que ya se prolongaban, trayendo la humedad y el relente fresco y húmedo.

¿Sentía temor por mi vida? Sin duda, pero lo que verdaderamente me inundaba era esa profundo desprecio por mi proceder. Mi torpeza me quemaba como una lengua de fuego en mi interior. Mi falta de claridad y recursos me llenaban de ira y estaba seguro de que moriría como una alimaña, de un golpe de clava en la nuca o, retorcido el pescuezo como un estúpido conejo. ¿Por qué continuaba descendiendo hacia mi perdición?

La noche caía y aun no había sido descubierto. Lo mejor sería encontrar un refugio y dejar que mi cuerpo se limpiase de esa ponzoña y mi mente se aclarara para ver si algún dios favorable traía a mi sueño algún recurso. Fue entonces cuando descubrí la lobera.

Sobre un breve altozano, cubierto por la espesa y alta hierva, se adelantaba una gran roca creando un refugio que los lobos habían profundizado hasta hacer una amplia guarida. Cuando iba a introducirme, ¡cual fue mi sorpresa al encontrarme ante cuatro pequeños lobeznos de apenas unas semanas y que aun gemían dulcemente a la espera de las ubres de su madre! Una suerte de temor encendido corrió mi espinazo y nubló mis pensamientos. Cogí una gran piedra dispuesto a acabar con ellos, despedazarlos y saciar mi hambre con su sangre. ¿quien, en mi lugar y situación, no hubiera actuado igual contra tan odiosa progenie? Ahora que aun no les habían crecido los colmillos que tajan el cuello de las crías ni las manadas estaban aun adiestradas para agotar a la presa. ¡Este era el momento oportuno para acabar con estas salvajes alimañas y devolver la energía a mis cansados huesos! ¡La ocasión estaba dispuesta!
Pero, me contuve. No podía creer los deseos y pensamiento que nacían en mí. ¿Realmente iba a destrozar a esos indefensos seres y alimentarme de su carne cruda como si yo mismo fuese una alimaña? ¿Por qué esa furia incontenible? ¿Acaso estaba en peligro mi vida? No, pensé al tiempo que me sentaba sobre mis corvas y dejaba caer el peñasco que había arrancado para tan funesto fin. ¡Tal vez estaba al límite de mis fuerzas! y había perdido toda templanza y la capacidad de conmiseración que mi maestro me enseñara a mostrar por todo lo que vive y nos rodea en su ávido y, no siempre gratificante empeño.

En esto estaba yo cuando, inexplicablemente, las crías, en lugar de acurrucarse, amedrentados o salir huyendo, se acercaban a mí torpemente, gimiendo y husmeándome. Las dejé hacer y me acurruqué sobre las hojas y pieles que hacía las veces de su lecho. ¿Qué hicieron, entretanto los lobeznos? De una forma asombrosa, me rodearon al tiempo que me lamían. ¡De entre todos, era yo el desvalido! Ellos sólo precisaban del reconfortante calor de mi cuerpo. Y así, cansancio con cansancio, desvalimiento con desvalimiento, animal entre animales, quedé profundamente dormido.






sábado, 30 de junio de 2007

Capítulo Vigésimo tercero


Después de andar al acecho por aquellas oscuridades, agachado y silencioso, siempre con el viento de frente y sin perder de vista a Ífito, me encontraba en medio de la claridad más densa que hubiera podido imaginar; pues la niebla, ascendiendo desde los profundos valles, nos había envuelto con su blancura y una humedad, pegajosa y fría, nos recorría el rostro, mientras las espectrales formas del bosque aparecían y volvían a disolverse a nuestro paso.Todo se volvía irreal bajo la glauca bóveda y hasta los rumores que solían poblar las veredas y el roce de nuestra ropa, crepitaba con una sonido mullido, profundo y amortiguado.

Ignoro cuanto estuvimos andando por esas espesuras, pero se me hizo un tiempo interminable, hasta que, llegados a lo que parecía un lindero, Ífito volvió su rostro con una breve mueca que podía o no ser una sonrisa, esperando, erguido, a que llegase a su altura, como si hubiese algo que contemplar para mi sorpresa y su regocijo.

- ¿No notas nada, muchacho? –Me preguntó con la mirada perdida en la profunda blancura que aguardaba para engullirnos –. La niebla de Hera es hoy tan densa que bien podría confundir de nuevo al viejo Ixión, pero, hasta un joven kouros como tú puede encararla para que algo le susurre.

Y, en efecto, algo había cambiado en derredor, aunque no pudiese discernir bien qué era. Nos encamaramos a la cerca y, tras cruzarla, anduvimos un trecho más sobre un pastoso lecho y percibí que nuestros pasos no sonaban ya como antes. Me volví y le miré fijamente, entonces sonrío con generosidad, mostrando unos dientes amarillos y deslavazados.

- La niebla parece tener otra consistencia, más cuerpo y brillo; incluso mi voz resuena con otro timbre!. Es como si el sonido ascendiese, perdiéndose en las alturas –Contesté –, no como antes que parecíamos caminar dentro de una vasija. El aire es incluso más limpio… Además, no hay hojarasca y bajo nuestros pies la hierva chapotea .
- ¡Bravo! bien podrías haber sido un rastreador, ¡Por la diosa! – Exclamó satisfecho –. Que bien has reconocido el rastro, aunque aún no sepas de quien son las huellas. ¡Yo te lo diré!… Hemos salido del bosque para comenzar a atravesar las dehesas del Pelión. Ahora sólo nos queda caminar hacia levante, hasta que esta niebla deje de ocultarnos, entonces espero que hayamos llegado hasta el alto del cuerno. Desde allí habrá que bajar por el valle hacia poniente para acercarnos por detrás al territorio que ahora ocupan los hyperiones.
- Ya veo –Dije, no muy sorprendido por la explicación – Parece un largo trecho. ¿Piensas que lo haremos en una sola jornada?.
- ¿Y por qué no? Tu eres joven y yo me he criado por estas breñas –Me dijo, mientras rebuscaba en su zurrón -. Además, ¡siempre contamos con la ayuda de los dioses! –Añadió, ofreciéndome una pequeña y alargada calabaza – .¡Toma y bebe! Este brebaje es lo que hace a los centauros tan buenos cazadores como guerreros.

Tomé con mis manos el recipiente y, quitando el tapón de madera, dejé caer en mi gaznate un líquido dulzón y espeso que sabía a leche cuajada y que refrescó mi garganta. Le devolví el recipiente que guardó y, bajo su disimulada mirada, seguí andando. Al poco tiempo, sentí como el cansancio se marchaba de brazos y piernas, volviéndome ágil y ligero y sentí que una repentina euforia me inundaba, caldeándome desde el interior todo el cuerpo. Miraba a Ífito y le sonreía como si fuese un zagal, libre y despreocupado. Tampoco la niebla, que hasta ese momento me pareció una molestia interminable, se libró del asombroso influjo del brebaje, pues su aspecto varió adquiriendo la densidad de la leche batida, dándome la impresión de caminar entre ríos de untuosa blancura.

- ¡Dioses inmortales! ¿Qué me has dado? ¡Ya no siento cansancio! –Le dije al rato con una sonrisa de oreja a oreja.
- ¡Ya te lo dije! Y no será ese el último efecto… –Me contestó, devolviéndome la sonrisa.
- ¿Qué quieres decir? –Le pregunté mientras me volvía hacia él, descubriendo para mi asombro que ya no estaba a mi espalda.
- ¡Vale Ífito! –Me detuve, bajando los brazos y ladeando la cabeza, sin que me abandonase el rostro festivo – …Ya sé que puedes desaparecer cuando quieras, nos lo mostraste la otra noche, pero ahora no es el momento…

Esperé mirando en derredor a la espesa bruma. Paulatinamente, un temor fue naciendo en mi interior. ¿Y si me hubiera abandonado a mi suerte? …Giré una y otra vez en derredor para mirar a mi espalda y, cada vez que lo hacía, era como si la niebla se enredara, describiendo un suave remolino que se elevase hacia la luminosa altura. ¿Y si me había traído hasta ahí con engaños para separarme de mi maestro a fin de dejarlo solo y a su merced? …Un águila emitió un grito que resonó en la glauca inmensidad que me envolvía. ¡Estoy perdido!… Me dije, cada vez más desconcertado. ¿Qué podía hacer? ¿Regresar sobre mis pasos? Pero ignoraba qué camino habíamos recorrido, ni siquiera dónde podía encontrarme en ese preciso instante. No había rastro del sol, ni se podía vislumbra el mar o el Pelión ¿Cómo iba a orientarme?

Esa cosas iba pensando con angustia pero sin dejar de moverme a trompicones. Repentinamente, salido de la nada, un torrente bramó a mis pies, como potro desbocado. No pude moverme y un sudor frío ascendió por mi espalda. Me detuve al borde de la cortada que caía directamente sobre la corriente. ¡Ya no había duda! Ífito había planeado perderme! … Instintivamente, me agaché para buscar el apoyo de la tierra. ¡Cual no sería mi sorpresa cuando sentí que la misma tierra palpitaba, desbocada, como mi corazón, bajo mi mano! Hasta ella bajé la cabeza para escuchar cómo, en efecto, el corazón de Gea palpitaba. ¡Qué magia era aquella!

Trastabillando fui alzándome, preso de un temor que me nacía en medio del estómago; entonces corrí a lo largo del curso del torrente que ascendía,
desovillado y girándome de vez en cuando, hasta que me condujo, de nuevo, a la linde del bosque. ¿Qué podía hacer? Volví de nuevo a preguntarme ¿Regresar? ¿Por dónde? Si no regresaba mi maestro estaba perdido, pues Ífito podía volver y darle muerte. Aunque, bien pensado, cabía la esperanza de que considerase que un ciego sin su guía se había vuelto un ser mísero, inmovilizado y temeroso. ¡Demódoco ya no resultaría un peligro para nadie! Con toda seguridad permanecería junto al bollero hasta que recibiese noticias de mi regreso…o de mi muerte.

Todas estas cosas pensaba cuando, al abrigo de un gran roble, me senté para recuperarme. Si hubiese buscado mi muerte, lo habría podido hacer en cualquier momento a lo largo del camino, pero, por otro lado, ¿Para qué contaminarse con mi sangre? Si bastaba con dejarme abandonado en medio del Khoros para conseguir su propósito. ¡Pero tenía que hacer algo! No podía quedarme mano sobre mano viendo como la perdición se cernía sobre todos nosotros. ¡otra vez, no!… Intentaría terminar esta aventura por mí mismo. ¿No había decidido acercarme al campamento de los hyperiones? ¿no me había mostrado el canalla de Ífito el camino, confiado en que algún mal paso acabase conmigo?

Así que me levanté y fue como si me elevase sobre mi altura, tan gran impulso di que lo consideré un buen augurio, ya que, casi de inmediato la niebla comenzó a despejarse a girones dejando que el cielo se vislumbrase de cuando en cuando. Recibiendo esta señales con súbita alegría, decidí que debía cavilar por mi mismo cómo debía proceder. Era evidente mi inexperiencia y que me encontraba en una situación apremiante de la que ignoraba si sabría salir.

Miré en derredor por ver si podía orientarme, pero únicamente contaba con la presencia del torrente y la inclinación del terreno. ¿Qué había dicho Ífito sobre el camino a seguir? Debía continuar hacia levante hasta que la niebla se despejase totalmente y buscar un monte que se asemejaba a un cuerno para luego descender y caminar hacia poniente. Entonces me encontraría en el territorio que ocupaban los centauros.Parecía sencillo así que, confiado, me dirigí hacia la corriente por ver si era capaz de hallar un paso que me condujese hacia el otro lado, dispuesto a continuar mientras pudiese. Pero entonces descubrí que no todos los dioses estaban conmigo.

No bien hube bajado por un terraplén abierto en la tierra por las aguas del torrente, mientras buscaba un paso entre las pulidas piedras para no tener que descender a la tremenda corriente que rugía a mis pies, sentí de nuevo un profundo temor que me arrebató las fuerzas, pues, por cada camino que emprendía, descubría que no podía dar un paso más allá sin que, irremediablemente, cayese al agua. Una y otra vez traté de sostenerme abrazado a las pulidas rocas, tanteando su estabilidad y haciendo todo lo posible por descubrir un paso que me llevase a la otra orilla, pero una y otra vez debía volver sobre mis pasos consumiendo mi paciencia y aumentando mi temor. No sabía qué hacer, así que decidí seguir el curso del torrente abajo, con la esperanza de que alcanzase un terreno más propicio.

Llevaba un buen tramo descendiendo cuando sentí un tremendo rugido a mi espalda, un sonido sordo y hueco que parecía precipitarse desde las alturas y que se aproximaba a mí, cada vez más. No sin verdadera aprensión, miré hacía el curso alto del torrente y lo que entonces creí ver no me es fácil de describír, pues por medio de las piedras, bajando por el cauce del torrente, venía una partida de centauros bramando y portando sobre sus equinos cuerpos grandes varas del tamaño de gruesas ramas. Saltaban y brincaban con el torso pintado de azul y el largo pelo trenzado sobre la cabeza, ofreciendo un espectáculo terrible. La espeluznante visión me erizó el cabello e hizo que perdiese el pié cayendo al agua, penuria que la corriente se encargó de mejorar, arrastrándome sin remedio de poza a poza y de cascada a cascada. Era tal la fuerza del agua que me giraba y hundía, mientras me esforzaba por encontrar asidero en alguna roca o en el fondo. Pero no sé que me daba más miedo, si perecer golpeado por las rocas o despedazado por los seres que descendían tras de mí.

Así pasó lo que me pareció una eternidad, vapuleado de un costado al otro, a cada sacudida de la espumosa corriente, esperando que en la siguiente poza o en el siguiente rápido encontrase en mi camino la cortante roca que recibiese mi cuerpo y le diese el golpe definitivo o sentir mi cuerpo alzándose por el aire suspendido por un poderoso brazo que, con igual violencia, me lanzase contra cualquier pedrusco para partirme el espinazo como una simple presa.

Entonces, para remate, caí desde una gran altura por una rugiente cascada. Invoqué a Poseidón, señor de las corrientes y a las náyades, antes de sumergírme en una profunda sima. No recuerdo bien lo que entonces sucedió, pues me arrastró tal fuerza que confundió mis sentidos. Tal vez los dioses se apiadaron de mí y me condujesen hasta un remanso donde el torrente perdió su furia y las aguas lamiesen dulcemente la orilla de fina arena en la que recuperé el sentido. Tal vez hubiese otra explicación, pues todo transcurrió como en un sueño. No lo sé, pero cómo sucediese, es lo de menos, ya que lo que me había ocurrido, superaba a cualquiera de las cosas que habían vivido hasta entonces.

Cuando, por fin abrí lo ojos, no sabía lo que había sido de mí. Pero la luz se abría paso entre los árboles, sin trazos de niebla, mostrando un cielo azul y una claridad límpida que bañaba una umbrosa ribera. Traté de incorporarme, pero apenas pude apoyarme sobre los codos. Volví a dejarme caer con pesadez, sintiendo que todo me daba vueltas. La cabeza me dolía al igual que todo el cuerpo. ¿Estaba vivo? Me pregunté. Podía respirar, podía mover los ojos en todos los sentidos y reconocer trazos de lo que me rodeaba, pero como no sabía lo que era estar muerto, ignoraba si me hallaba más allá de las tierras de los mortales, habitando ahora en algún bosque de sombras. Alcé mi mano para acercarla al rostro y poder contemplarla. Allí estaba, larga, huesuda y tensa por tantos años de práctica con el instrumento. La giré del derecho y del revés y alcé la otra a su altura hasta que se juntaron. Una y otra se palpaban como si fuesen dos conocidas que se encontrasen después de mucho tiempo. Luego juntaron sus palmas y se volvieron hacia mi rostro. Como dos alas de mariposa se posaron sobre mi cara, abarcándola; allí estaban mis mejillas, tersas y huesudas, los ojos, ahora cerrados, sintieron con alegría su presión hasta provocar pequeñas luces que brillaron con un fulgor fugaz y doloroso. Allí estaban mis labios, aun con el sabor dulzón del barro. Entonces, dejé caer los dos brazos a ambos lados y di un fuerte suspiro. ¡estaba vivo! Lentamente me giré para mejor observar dónde me podía encontrar. No si esfuerzo, pues lo oídos me zumbaban como si tuviese un enjambre dentro. Observé mi cuerpo, con las ropas empapadas. Había perdido el jitón, gracias a los dioses, puesto que, mojado como estaba, podría haberme hundido arrastrado por su peso. Lentamente me despojé de la vestimenta para dejarla sobre la hierva de la orilla hasta que se secasen y así, semidesnudo, me volví a tumbar, dejando que el sol que comenzaba a caldear ese remanso, calentase mi dolorido cuerpo.

Entonces fue cuando escuché, por primera vez, una suerte de risas entrecortadas que parecían sonar a mi vera. Me incorporé de nuevo sobre mi codo y las descubrí, allí, en la suave orilla, observándome con ojos dulces y risueños.

jueves, 21 de junio de 2007

Capítulo Vigésimo Segundo


La hoguera caldeaba nuestros entumecidos huesos, mientras creaba por las irregulares oquedades de la caverna terribles figuras danzantes que parecían respirar y cobrar vida ante nuestra mirada. Envuelto en mi manta, yacía sobre un costado y miraba la gran abertura de la cueva y la profunda noche que se vislumbraba en el exterior. No podía dormir, a pesar de tener el cuerpo rendido por el esfuerzo de guiar a mi maestro a través de aquel fragoso terreno; no conseguía conciliar el sueño. La propia calma del momento, tras las experiencias recientemente vividas, torturaban mi mente, una y otra vez, al revivirlas. Lo mismo debía ocurrir a Demódoco pues, al rato, le oí girarse y dirigirse a mí con voz queda:

- Demasiadas cosas en tan joven cabeza ¿No, Hijo?
- No sé… las imágenes no dejan de volver a mi mente, dejando en mí una desagradable sensación, como si fuese un mal sueño, pero me despierto y aún despierto me torturo imaginando a Talia amortajada por las otras nereidas o arrojada a la corriente o, ¡Dioses inmortales! Como pasto las fieras y las aves de rapiña, castigada por haber contrariado la voluntad de la sacerdotisa, quien, ahora que caigo, paseará su cólera por el recinto hasta averiguar la forma de llegar hasta nosotros.
- No dudes que tratará de saber dónde estamos, pero no para acabar con nosotros. Lo que ella y Acasto desean es que dé la voz de alarma y haga subir a las fuerzas de Yolcos para llevarlas a la destrucción y apoderarse del Pelión y, quien sabe, si de la propia ciudad de Yolcos.
- Pero, ¿Por qué no acabamos con ella cuando pudimos? Allí estaba Penteo para hacer justicia. La misma Talia me dijo que Plastene la había enviado para hacernos envenenar…
- Lo sé, hijo, todo eso lo sé. Pero no se puede tocar a una sacerdotisa y, menos aún, en su propio templo. Además, dudo de que Acasto hubiese dado permiso a esa detención. No olvides de que fue ella quien se dio muerte…
- Sí, pero por salvaros a vos y a mí. Ella ha dado su vida, y nosotros ¿Qué hemos hecho? Nada. Bueno, sí; salir huyendo rápidamente, bien escoltados hasta este no lugar donde nos espera una vida de sombras con nada por hacer. ¿En qué nos hemos convertido? ¡menos que nada!
- Comprendo cómo te sientes, pero si me escuchas un instante…
- ¡Perdone maestro! Vos no puede saber cómo me siento, ni lo que pienso por el simple hecho de que ni yo mismo lo sé. Lo único que puedo decirle es que no estoy dispuesto a quedarme de brazos cruzados…
- Pero muchacho, ¿qué podemos hacer…?
- No lo sé… ¿acaso no lo sabéis todo?…



Y cogiendo mi manta me marché hacia la entrada de la caverna. Allí me arrebujé cuanto pude para preservarme de la húmeda noche, sentado sobre una plana roca donde, a buen seguro, vigilaban los ocasionales habitantes de la cueva cuando traían sus reses durante el estío hasta los verdes pastos de la pequeña vega. Descubrí que no me encontraba a disgusto allí fuera, acompañado por los insectos de la noche y con el lejano crepitar del fuego a mi espalda. Pero mi mente no me dejaba en paz, buscando la forma de hacer algo que pudiese poner a salvo a los habitantes de la ciudadela, alguna gesta que les devolviese la esperanza y una compensación por todo el sufrimiento que vivían y que les habíamos causado; porque a mi inexperto parecer, nosotros éramos, en parte, causantes de su dramática situación y porque, por encima de todo, sentía mi persona unida íntimamente al lugar y a su gente.



¿Por qué sería? no sólo por la presencia de Talia, sino porque, el mundo comenzaba a dibujarse allí de otra forma; implicándome, afectándome hasta no poder estarme quieto sin resolver algo; sin poder dejar de considerar los peligros que se cernían sobre la ciudadela. Era cierto que el peligro más inminente eran los centauros, pero como había oído a mi maestro, nuestra presencia en la ciudadela había aumentado la tensión entre el templo y el palacio hasta hacerme temer cualquier locura, fruto de ese reciente encono. ¿Estarían en peligro todas las personas que nos acompañaron y ayudaron durante estos días?



- ¿No puedes dormir? Muchacho –resonó una voz grave a mi espalda y la figura de Ífito se acercó a donde yo me encontraba.
- Así es, Ífito. –le contesté con amabilidad, haciéndome a un lado para dejarle un sitio junto a mí en la misma piedra.
- No me extraña. Tan joven y envuelto en tu primera pelea entre montañeses. Pero no debes preocuparte. Estas cosas ocurren aquí de vez en cuando e igual que empiezan, acaban.
- Ya, pero ahora el peligro es mayor. –Contesté tristemente.
- ¡Que sabrás tú, rapaz! De lo que es grave o no. Deja eso a los mayores, para ti habrán, a buen seguro, doncellas solícitas por donde vayas, con esa carita sonrosada y la labia que tienes.
- Sé muy bien lo que me digo y no hace falta que venga faltándome; ya pasé mis noches en vela y crucé la hoguera que consume los juguetes infantiles, así que si sabe de algún hecho de varones con el que enfrentar esta situación, me lo cuenta, si no,… ¡aire!
- Vale, vale…vaya con el joven. Yo no falto a nadie, ni hablo por hablar. ¿Quiere realizar hechos de varón? Pues bueno, no hay más que pensarlo y ya está. ¡estamos! ¡Por el arco de la luna! Si hasta puede que tenga razón, que ya lo afirma el dicho: “allí donde no pueden ciento, lo puede uno atento”
- ¿Qué me querrás con tanta cháchara? ¿Acaso acabarás lo que empiezas?
- No os calentéis, su enormidad, que ahora mismo os lo participo… ¿No queréis salvar al pueblo y cumplir una gesta?
- Ahora hablas con sentido, dime ¿Qué sabes tú que pueda ayudarme?
- Yo sé donde está el campamento de los centauros y si queréis puedo llevaros allí. Lo demás es cosa vuestra.
- Y cómo es que no se lo comunicaste a Penteo para que pudiese atacarles.
- Porque no lo supe hasta después, cuando me alejé para comprobar la seguridad de nuestro camino. ¡Bueno! ¿Qué me decís valentón? ¿Os hace?…
- Claro que sí, pero ahora mismo y de esto nada a nadie.
- Descuidad, voy a buscar unas cuantas cosas para el camino. Para vos una espada, ¿no iréis a luchar con la lira?…
- No os preocupéis por mí, esas las cosas corren de mi cuidado.
- Como no. Lo que dispongáis. Ahora mismo no encontramos en la orilla de la corriente. Hoy es buena noche, apenas hay luna y amanecerá con niebla, lo que favorece nuestras intenciones.
- ¡Sea pues!

viernes, 15 de junio de 2007

Capítulo Vigésimo primero


Erguido frente a nosotros, firme cuan alto era, Acasto nos miraba con severidad, sin mover un músculo de su rostro. Sus ojos parecían abarcarlo todo; la muchacha tendida sobre la mesa; el llanto callado de las compañeras; las tocas que cubrían las cabezas de la mujeres; el temor animal del tabernero y hasta mi semblante desencajado. No preguntó más. Miró con seriedad en derredor y la gente, como si ejecutara una orden, comenzó a marcharse con la cabeza gacha y en silencio. Tal era la autoridad que emanaba de su persona.


Entonces divisó a Demódoco, sentado junto al cuerpo exánime de la joven Talia. Mi venerable maestro semejaba un indigente de los que pueblan las escaleras de los templos; abatido, con el brazo derecho sobre la mesa, la imponente testa caída sobre el pecho y la preocupación que poblaba de surcos su frente. Pero lo que detuvo al Pentarca en su escrutinio fue las manos del aedo, abandonadas sobre su regazo, con las palmas vueltas hacia arriba, en un gesto de impotencia, casi de súplica. No era así como le gustaba ver a la gente, con esa expresión de abandono y, menos que a nadie, a Demódoco, por quien había llegado a sentir una especial admiración.


- Ya ves, Acasto, la muerte comienza a rondarnos –susurró, repentinamente, volviéndose hacia el Pentarca – Mas tú pareces marchar a su encuentro…


Sólo entonces nos dimos cuenta de que el Pentarca estaba peculiarmente pertrechado. Llevaba en el brazo derecho un casquete de cuero oscuro, del que pendían dos tiras de dura piel de cabra para sujetarlas bajo la mandíbula. Sobre el pecho destacaba una coraza de cuero tachonado de placas de bronce bruñido, dispuestas como escamas de pez y que se ajustaban a los hombros por anchas tiras superpuestas y fijas entre sí por prietos nudos de cáñamo. Luego vestía unos calzones también de piel, como los que llevan los jinetes sármatas, unas espinilleras de fino bronce guateado y un calzado de piel con tiras de cuero que ataba trenzándose en torno de las canillas. Sobre el pecho le cruzaba un ajustado tahalí del que colgaba la espada. En su mano izquierda llevaba una lanza corta de caza con una vistosa cruceta. Todos miramos el imponente aspecto de Acasto, pero fue Etón el primero en hablar.


- No estás armado para luchar en la defensa de la ciudadela, Acasto. –Dijo mientras secaba el sudor de su ancho cuello – Se diría que vas a hacer una incursión, ¿No?
- Sin duda ha sido idea de Penteo el enviarte a acechar a los centauros –Se adelantó Demódoco –. ¿Acaso no te das cuenta de que es una temeridad calculada y que su intención no es otra que alejarte de la ciudadela? El primer golpe lo debía haber asestado Plastene, acabando con nosotros, pero la joven que ves no ha querido sacrificarnos y ha preferido quitarse la vida; ahora tú debes morir en una absurda misión para dejar sin mando a la guarnición.
- Lo sé, –dijo Acasto sin cambiar su expresión – Por eso he regresado a advertiros y a preparar vuestra huída. En cuanto a mí…no debéis preocuparos, sé el peligro que corro.
- Pero ¿Algo se podrá hacer? –Protestó el tabernero. Tenéis la lealtad de la guarnición y el apoyo del poblado.
- No, no hará nada deshonroso –terció mi maestro –. Además, están los centauros. ¿Verdad?
- Tenéis razón, Demódoco, –respondió el Pentarca – como siempre. Pero repito, debéis marcharos. Afuera os espera un guía que os conducirá a un lugar seguro y luego os acompañará a Yolcos.
- ¿Sabes que no puedo pedir refuerzos? –Contestó Demódoco – Es justamente lo que espera Acasto.
- Lo sé – repuso Penteo –. Y ahora salgamos; ya nada podéis hacer aquí, si no es poner en peligro vuestras vidas y las de esta gente.


Así que todos comenzaron a organizarse a mi alrededor, mientras yo caminaba por el oscuro sendero del duelo, aturdido y desgarrado por el mudo pesar en el que se mezclaban tantas rabiosas preguntas… ¿Por qué, cuando más temía por mi propia vida, ha sido ella arebatada de este modo; llevándose, como única gloria, nuestra desolada pena? Cuando nos conocimos estaba radiante, desbordando vida y sensualidad ¿Por qué tuvimos la desgracia de encontrarnos y de que me convirtieras en el camino para llegar a mi maestro? La observaba ya sin expresión, más muda y vacía que una estatua, sin intensidad, mientras las lágrimas corrían por mi rostro y caían sobre ella. ¡Extraña suerte la tuya, Talia! Venida de Creta a esta ciudadela perdida para encontrar la muerte por un amor no cumplido…


- ¡Vamos muchacho! –Me urgió Etón mientras tomaba mi brazo para desprenderme de Talia – Derrama la última lágrima por esta malhadada muchacha y da gracias a la Musa porque te encontró digno de entregar su vida a cambio de la tuya. Ahora tenemos que poner las mientes en salir con bien de este trance. –Y añadió acto seguido, dirigiéndose al Pentarca – Ífito, el cazador también les acompañará. Ellos conocen estas breñas y les llevará a la cueva de Peleo hasta que queráis o se disponga de otro modo… ¿Os parece bien?


Me pareció que ambos se sostuvieron por un tiempo la mirada sin hablar, hasta que Penteo cortó el silencio.


- Como os parezca, Etón. Me alegra que estés preparado, cualquier ayuda es poca en estas circunstancias.
- ¡Vamos pues! Acasto – Añadió Demódoco levantándose entre los presentes – Nada puedo ya hacer aquí y me temo que poco en cualquier otro sitio. Pero la incertidumbre no es buena consejera cuando se requiere resolución.

Me desprendí de Talia para dejarla a cargo de las mujeres y nereidas y me encaminé hacia mi maestro, quien me estrechó con firmeza provocando de nuevo mi llanto. Pero no duró mucho tiempo, Acasto puso su recia mano sobre mi hombre al tiempo que Demódoco suspiraba profundamente, haciéndose a un lado. Aglaya me entregó la lira ya envuelta en su suave cobertura. Ambos acarreamos nuestros morrales acompañados por los demás que no se atrevían a pronunciar palabra alguna. ¿En esto ha quedaba todo? –Me preguntaba – Tres días hacía que habíamos desembarcado y parecía mentira que ahora tuviéramos que marchar y separarnos. ¿Qué será de todos ellos? Apenas unos días atrás, no los conocía, pero ahora, sentía mi destino estrechamente unido al suyo. ¡Y no había nada que nosotros pudiéramos hacer!


Salimos al exterior donde se habían formado pequeños grupos que comentaban alarmados los recientes sucesos. Acasto nos presentó al pastor que sería nuestro guía y al rato llegó Etón con Ífito, el cazador. Entonces nos dirigimos hacia la poterna norte, por donde vierten sus inmundicias los habitantes del poblado a la fuerza purificante del torrente. Casi íbamos a tientas para que nuestros movimientos no fuesen delatados. La peor parte fue descender por la roca viva, húmeda de la noche y la proximidad del torrente. Al llegar allí, Acasto descubrió, tras un manto de hiedra, un hueco del tamaño de un ternero. Era angosto y húmedo y estaba cruzado por barras de hierro en forma de aspas que impedían que cualquiera pudiera entrar o salir. Pero el Pentarca introdujo su espada en una hendidura de la pared y, haciendo fuerza hacia abajo, accionó un mecanismo oculto que elevó las barras para permitirnos salir en cuclillas.


Primero salió uno de los seis guerreros del Pentarca, luego, cuando dio aviso de que todo parecía tranquilo, siguieron nuestros guías, el resto de la partida, nosotros y, cerrando el grupo, el Pentarca. Fuera, el camino no era menos angosto ni resbaladizo que antes, por lo que Demódoco me cedió su rabdos, mientras con una mano iba tanteando la pared rocosa y con la otra se aferraba a mi hombro con fuerza. Los pasos se hacían cortos y cautelosos, no sólo por la proximidad del que avanzaba delante nuestro con igual temor, sino porque la humedad de aquella oscura noche poblaba de reflejos el camino, obligándonos a aumentar nuestras cautelas.


Finalmente llegamos a una pequeña plataforma en la que apenas cabíamos los nueve. Acasto se adelantó con otro guerrero para inspeccionar el tramo más difícil y expuesto, pues ahora el camino ascendía a la par que la muralla hasta llegar al nivel del torrente. Allí nuestros pasos se separarían. Las ascensión duró casi una hora, con tramos en los que tuvimos que caminar de cara a la muralla para no mirar al vació. El estruendo del torrente era tan grande que no nos oíamos los unos a los otros. Mi maestro, peso a todo el esfuerzo, ni rechistó, sólo una vez le sentí presa del temor sin poder avanzar un pié ni una mano, ni para proseguir ni para retroceder. Como si estuviera paralizado. Recuerdo que el miedo me recorrió con su roce helador toda la espalda, hasta que, apoyado sobre la roca, medio adormecido, consiguió reponerse y alcanzar el último trecho.


- Al menos en Tántalo no podrán horadar una mina. La ciudadela de eleva sobre la roca viva – Señaló Demódoco superando el trance con esa observación práctica – ¿Me pregunto que estrategia seguirán?
- Más me preocupa el que todavía no hayamos detectado ningún vigía – Prosiguió con normalidad Penteo – ¿Esperarán el momento propicio para un ataque masivo? Esta son las cosas de las que deberíamos enterarnos en esta incursión.
- Tened cuidado –Le urgió mi maestro, satisfecho por el giro que había dado Acasto a la orden de su hermano – Temo que os estén esperando emboscados.
- Nos os preocupéis por mí, he adoptado mis medidas –repuso con una sonrisa el Pentarca – Y ahora hemos de separarnos. Procurad ser silenciosos y todo lo rápidos que podáis.


Así que al llegar a una breve planicie junto al torrente, antes de que este se lanzase con un profundo bramido en torno a la ciudadela, cruzamos por un vado hacia los bosques que oscurecían las lomas circundantes. La partida de Penteo continuó a lo largo del torrente hacia la espesura y desapareció tras las lomas dejándonos una sensación de vació y soledad indescriptible. Rápidamente nos encontramos en medio del sagrado horos, rodeado por las aterradoras voces del bosque y su profunda respiración. Temblaba terriblemente, más debido a la humedad que había empapado mis ropas que por el pavor que me provocaba la espesura. El cazador Ífito abría la marcha, detrás íbamos nosotros, seguidos por la fiel sombra del pastor.


- Tomad –Dijo al ver mi estado – Cubríos con esto. Os ayudará a calentaros.


Y me alargó una pelliza de blanca lana de oveja con la que caldear mi entumecido cuerpo. Le sonreí al ponérmela, pero él no hizo ningún ademán de reconocimiento y reemprendió la marcha. Llevábamos un buen ritmo de ascensión cuando, al poco, llegamos a un breve otero desde el que se divisaba Tántalo y la espesura circundante. Allí hicimos un breve alto que Ífito aprovechó para desaparecer, mientras nosotros observábamos, agazapados, si éramos capaces de descubrir algún signo de la partida de Penteo o de algún movimiento de los centauros, pero todo estaba tranquilo. Ninguna luz rompía la oscuridad circundante y la ciudadela destacaba tranquila con sus luminarias sobre los muros y las antorchas del cuerpo de guardia. Demódoco estaba a mi lado y podía sentir la tensión que le embargaba en la rigidez de su mano.


- ¿No tarda mucho Ífito? –Señaló con preocupación mi maestro.
- No temáis –Respondió el pastor – Se habrá adelantado para comprobar si el camino es seguro.


Y como si hubiese atendido a nuestra curiosidad, apareció en el claro indicándonos por señas que le siguiéramos. Emprendimos la marcha siguiendo los pasos de Ífito al que apenas se distinguía, pues se confundía a menudo con los helechos. De cuando en cuando nos deteníamos por una orden suya, alzando la mano y llevándosela a la boca, conteníamos entonces la respiración y nos agachábamos hasta que regresaba para indicarnos que podíamos seguir. Tanta era la tensión que ni un momento volví a pensar en la desgarradora experiencia que acababa de vivir; la urgencia del momento, la necesidad que tenía Demódoco de mi guía y la incertidumbre del futuro, ocupaban completamente mis pensamientos. Así continuamos caminando como si no hubiésemos de detenernos nunca, como si no hubiésemos hecho otra cosa desde que desembarcamos en Milopótamos, pero cuando ya comenzaba a clarear por las cumbres del Pelión, una oscura gruta, flanqueada de rediles a la sombra de dos grandes fresnos, se mostraba ante nosotros como un gran bostezo que todo lo engullese.

viernes, 8 de junio de 2007

Capítulo Vigésimo


– “Despertó Odiseo, y sentándose meditaba entre su mente y su ánimo: « ¡Ay de mí! ¿Qué mortales tendrá esta tierra a la que he llegado? ¿Serán soberbios y crueles e injustos o brindarán amistad al huésped y habrá entre ellos reverencia a los dioses? Aquí en torno sentí como un griterío de doncellas; ¿serán de ninfas que cazan entre las cumbres del monte, los veneros que alimentan los ríos y los prados cubiertos de hierba? ¿Podrá ser cierto que me hallo entre hombres dotados de habla? Mas ¿Qué aguardo? Yo mismo iré a cerciorarme con mis ojos.» Tal diciendo salió del ramaje el divino Odiseo tras tronchar con su robusta mano la maleza una rama bien frondosa con la que cubrir sus viriles vergüenzas, así avanzó semejante a un león montaraz que, fiado de su fuerza, mientras le azota el viento y la lluvia, va a lanzarse con ojos de fuego en mitad de las majadas, urgido por el vacío en el vientre a penetrar en el fuerte cercado y atacar a las reses o a dar caza de las ciervas salvajes. Así parecía ir Odiseo al encuentro de aquellas muchachas de trenzados cabellos, desnudo como estaba, apremiado por la necesidad. Y ante ellas se apareció como una visión espantosa, mostrándose con su costra de sal. Así es que las mozas salieron cada una por su lado, hacia los bajíos de la ribera tomando la dirección al mar. Únicamente se mantuvo en su sitio la hija de Alcínoo, pues Atenea le infundió coraje a su ánimo y alejó de sus miembros todo temor. Así que permaneció firme frente a Odiseo. Éste dudaba si llegarse a la hermosa muchacha y abrazarme a sus rodillas, suplicante, o, desde allí donde estaba, con dulces razones, persuadirla para que le mostrase el país y le entregara alguna ropa. Meditando para sí estas cosas, le pareció que lo mejor sería suplicarle allí mismo, de lejos, con frases de halago; no fuese que al acercarse a sus pies se irritase con él la doncella.”

Observe entonces fijamente el rostro de Talia como nunca antes lo había hecho; recorriéndolo lentamente, como si pudiese tocarlo y ella sentir mi mirada posarse sobre su frente, apartando los bucles de su lustroso cabello; acariciando las arqueadas cejas; recorriendo la nariz, larga y desafiante, los cándidos labios; admirando los marcados pómulos y los profundos ojos de amplios párpados, acerados por sombras de kohl. ¡Cuantas cosas quería decirle! ¡Tantos cambios en estos dos días! ¡Cuán grande y misterioso le parecía en ese instante el mundo! ¡Ah…! ¡Si pudiese compartir con ella todas esas nuevas sensaciones que me atravesaban de parte a parte! ¡Qué complicado se había vuelto todo en esos pocos días! Hacia apenas un mes, no era más que un muchacho tras un anciano, un aprendiz cuya misión en la vida era seguir el camino trazado por su maestro, mientras que en ese instante, ¡quién se lo iba a decir!, cantaba para una nereida con un sentimiento tan intenso como inoportuno. ¿Qué hacer? Así que, encomendándome a la protección de la diosa, con la visión del interior que el amor concede, inicié las palabras del leártida Odiseo, como si fuesen propias:
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“«!Yo te suplico, soberana, seas diosa o mortal!– Si bien eres una diosa de las que habitan el espacioso cielo, pues Artemisa yo te creería, la hija del gran Zeus, por tu belleza, talle y distinción; o si naciste de los hombres que moran la tierra, dichosos mil veces tus padres, tu venerada madre y tus hermanos, pues su alma debe alegrarse intensamente a todas horas cuando ven a tal retoño salir a las danzas. Y dichosísimo en su corazón, más que ningún otro, aquel que, descollando por la generosidad de sus dones nupciales, consiga llevarte a su casa como esposa. Que nunca se ofreció a mis ojos un mortal semejante, ni hombre ni mujer, y me he quedado atónito al contemplarte. Solamente una vez vi algo que se te pudiera compara en un joven retoño de palmera que creció en Delos, junto al altar de Apolo, cuando estuve allá con numerosa gente, en aquel viaje del que habían de seguirse funestos males, de suerte que a la vista del retoño quédeme estupefacto mucho tiempo, pues jamás había brotado de la tierra un vástago como aquel; de la misma manera te contemplo con admiración, ¡Oh mujer!, y me tienes absorto y me infunde miedo abrazar tus rodillas, aunque estoy abrumado por un pesar muy grande. Ayer pude salir del vinoso ponto, después de veinte días de permanecer en el mar, en el cual me vi a merced de las olas y de los veloces torbellinos desde que abandoné la isla de Ogigia; y algún numen me ha echado acá, para que padezca nuevas desgracias, que no espero que éstas se hayan acabado, antes los dioses deben de prepararme otras muchas todavía. Pero tú, ¡Oh reina! Apiádate de mi, ya que eres la primera persona a quien me acerco después de soportar tantos males y me son desconocidos los hombre que viven en la ciudad y en esta región. Muéstrame la población y, si al venir trajiste alguno para envolver la ropa, dame un trapo para atármelo alrededor del cuerpo. Así los dioses te concedan cuanto en tu corazón anhelas: marido, familia y feliz concordia: pues no hay nada mejor ni más útil que el marido y la mujer gobiernen la casa con parecer acorde; provocando gran pena a sus enemigos y alegría a los que los quieren, mas son ellos lo que más aprecian sus ventajas».

Miraba con lastimoso semblante hacia la galería, mientras Talia no podía retener las lágrimas que rodaban arrasando sus mejillas. El auditorio miraba a uno y a otro cómo si, efectivamente, fuese el aedo el que rogase a los pies de la nereida. Pero, aunque el tiempo pareció detenerse por un instante, un agudo lamento se oyó en la galería y se extendió por el patio seguido de un lúgubre rumor que hizo que abandonase la lira en el entarimado y que me alzase para observar con ansiedad el ir y venir de la gente camino de escalera. Repentinamente, todos se apartaron cuando tras la cortina pareció Talia; con el rostro acerado y la mirada decidida, avanzaba con paso lento precediendo a las compañeras que la seguían a cierta distancia, con expresión de espanto y abrazadas unas a otras.

Yo la miraba avanzar hacia donde yo me encontraba con gesto interrogante, pero sin pronunciar una palabra ni dar un paso, cuando, como una columna de ropa desmadejada, se derrumbó sobre el pavimento, sin ruido ni queja. Rápidamente salté a su lado, como lo hicieran las demás compañeras. Demódoco se incorporó ayudándose de su bastón pero no dio un paso por temor a tropezar. Estaba tan alarmado que únicamente podía extender su brazo libre y moverlo a derecha e izquierda por ver si agarraba a alguien que le sirviese de ayuda. Los más próximos ya se abalanzaban también, arrastrando al anciano donde yo me encontraba, abrazado a la muchacha, tratando de reanimarla llamándola dulcemente por su nombre.

- ¡Talia! ¿Qué tienes? ¡Talia! ¡Dime algo! ­– rogaba angustiado, mientras trataba de apartar a la gente para abrir un espacio alrededor que le permitiese un poco de aire fresco.

Lentamente, Talia abrió los ojos, parpadeando, sin reconocer dónde se encontraba, cuando me miró fijamente alzando su mano hasta acariciar mi mejilla.


- ¡Gracias por devolverme a mi hogar, Femio! –dijo en un murmullo- ¡No te preocupes más!, Ahora ya está todo bien. Podéis marcharos sin cuidado.
- Pero ¿que te ha pasado? ¡dime! – La urgía, preocupado- ¿Por qué te abandona el animo y los ojos se te hunden sin brillo?
- ¡Dejadla respirar! –gritaba Etón que había llegado alarmado por las voces– ¡Echadla sobre aquella mesa. ¡Rápido!, Berenice, trae aquella jarra de agua para refrescarle la cara.

Cuando ya estaba Talia aparentemente restablecida y yo trataba de incorporarla para que respirase con más libertad, Demódoco se acercó y comenzó a tantearle con dulzura el rostro, los hombros y los brazos, mas cuando alcanzó a coger sus manos, se irguió con violencia, mostrando lentamente un pequeño frasco en su palma. Lo olió con cuidado y luego lo dejo caer con repulsión.

- ¡Niña! ¿Qué es esto? ¿qué has hecho? –dijo con medida preocupación, mientras Etón alzaba el frasco y, tras estudiarlo, observaba fijamente a la muchacha y a los presentes con los ojos bien abiertos.
- ¿Ha bebido esto? –quiso saber.
- Mucho me temo que sí –contestó– su respiración es lenta y la rigidez de los miembros lo indica.

Yo miraba a uno y a otro sin entender nada. Luego, mirando a los adormecidos ojos de Talia, quise saber.

- ¡Talia! ¿Qué dicen? ¿qué has tomado? –la desesperación se apoderaba de mí por momentos. No sabía qué hacer…
- …Plastene quería que os lo ofreciese antes de vuestra partida –contestó con dificultad–, mezclado en un refrigerio para el camino, pero yo… no he podido –añadió Talia mirándole con una media y dulce sonrisa- ¿Cómo iba yo a querer tu muerte si tu me has devuelto mi música, mis pasadas alegrías y los más cálidos sentimientos?…
- ¿Pero esto? –añadía Demódoco, apesadumbrado- ¿Por qué dirigir contra ti la cólera homicida de tu señora?
- No había otro camino, aedo. –contestó la nereida arrastrando la voz- Plastene no aceptaría el fracaso de una de sus nereidas. El final habría sido el mismo, de uno u otro modo tenía que ocurrir porque yo no iba a cumplir su voluntad. ¿Cómo hubiera ya podido? -añadió en un hilo y mirando de nuevo con candor al rostro de Femio- …Todo en ti me rogaba auxilio y amparo, y todo en mi te respondía…

No bien hubo pronunciado esas palabras cuando la cabeza se ladeó bruscamente, dejando caer el pelo sobre el rostro y la mano de mi rostro que miraba a Demódoco y a Etón sin saber qué hacer; incrédulo e inexperto, sacudiendo levemente a la muchacha que respondía con desparejada laxitud a su inútil empeño. Entonces Etón agarró al muchacho mientras con un gesto ordenaba a las mujeres que apartasen a Talia y se hicieran cargo de su cuerpo. Yo me dejé hacer, entretanto, inerte y anonadado.

- ¡¿Qué es esto?! ¿qué ha pasado aquí? –tronó un voz potente y todo el mundo se volvió para mirar a Acasto que se aproximaba, resuelto, hacia el apesadumbrado grupo.

viernes, 1 de junio de 2007

Capítulo Decimonoveno


El fuego del hogar crepitaba en mitad del patio. Las llamas se elevaban coronándose de oro y azul sin conseguir caldear la destemplada noche. las bujías de sebo, dispuestas en cada mesa, exhalaban una cola de negro humo, denso y cimbreante, sembrando el recinto de pequeñas islas de luz entre las que transitaba la gente como naves extraviadas en la oscuridad. En medio de ellas distinguí a Demódoco de camino a su asiento, como una batea que la corriente arrastrase sobre los costados de los navíos anclados en la rada. Al menos ya no debía temer por el auditorio, pues este, arrobado por el poder del canto, reposaba en calma. ¿Por qué persistía en él ese aspecto, como si la zozobra cayese sobre su ánimo como una enojosa carga que entumeciese sus miembros? También Etón e Ileo, no sabiendo qué hacer, miraban sus manos como si les fuesen ajenas y las restregaban contra la bruñida superficie de la mesa en un aturdido intento por sentirlas activas y atentas.

- ¿Qué haremos ahora, anciano? –Se atrevió al fin a preguntar Etón, con rostro taciturno– Porque, ¿supongo que os mantenéis en todo lo que habéis referido?.
- ¡Ojalá me equivocase y todo fuese de otro modo!, Etón –contestó Demódoco, apesadumbrado–. ¿Crees que no considero que Acasto podría tener razón y que me dejo llevar por mi arte cuando trato de explicar todas estas calamidades?… ¡Podría ser!… –concedía cansino – No quieras saber cuántas vueltas le he dado a este asunto pero, ¿qué me queda por hacer?… Aquellos que ciertamente conocen lo que ocurre no van a venir esta noche a confiarse a nosotros… así que únicamente puedo dejarme guiar por mi saber y esperar a que no nos perjudique…
- ¡No quieran los dioses –añadió Ileo–, pues sólo faltaba que, además, nos golpeásemos en la herida…¡ Aunque, bien mirado, habéis vertido faltas muy graves contra los poderosos y esto, resulte o no cierta esta historia, igual nos dará motivos para desesperar. Al fin y al cabo, con Aristeo o los centauros, según sea el caso, cambiaremos de verdugo para un idéntico destino.
- ¡Amigos!… –exclamó Demódoco– ¡tened paciencia!, en nada nos conviene esos negros pensamientos. Es cierto que no se me ocurre otra salida, pero considerad que Acasto se halla en la situación idónea para ayudarnos.
- ¿Y qué ganamos nosotros con ello? –preguntaba Etón.
- Mi buen Etón. El Pentarca camina de regreso a la acrópolis con más sospechas de las que nunca hubiera tenido y, puesto que él es el único que está próximo a Aristeo, podrá comprobar la magnitud de mi error o su cruel realidad. ¡Ahora, todo depende de él!.
- ¡Por Zeus que no sé si anhelo que tengáis razón, Demódoco! –contestó Etón–. En tanto, y puesto que las próximas horas van a parecernos muy largas, mejor será que nos mezclemos con esta buena gente y nos distraigamos con el canto como si fuese ésta una noche cualquiera. Si lo consideráis oportuno, os acompañaré junto a la tarima en la que canta vuestro discípulo y luego Ileo y yo nos retiraremos a las cocinas para intentar distraer nuestro tiempo organizando vuestra partida.

- ¡Quiera Atenea que no sea necesaria!… –Rogó el aedo, mientras se levantaba asiéndose al fornido hombro del tabernero.

Una vez junto al estrado, lo vi concentrarse en mi representación, en la que yo ponía, sin duda, más intensidad que la soltura y el equilibrio que debería haber adquirido con años de práctica. Sí maestro, ¡Los lamentos del paciente Odiseo! –pensé dirigiéndome a mi venerable aedo- ¿Hay mejor compañía para los pesares de esta buena gente?, todo lo que precisan en este instante está en el relato. Un sufrimiento paciente con un esperanzado objetivo. Un lamento moderado ante el destino y un porfiado empeño por vivir ¡Cuanto nos queda aun por aprender de los regalos de la Musa!… Así que volví al canto con el ánimo sosegado, elevando la mirada, de cuando en cuando, hacia la galería donde las nereidas habían ido acudiendo, convocadas por la novedad del cantor, pero Talia no se encontraba allí para escucharme.

- Ay de mí, desgraciado, ¿cómo acabará esto? Mucho me temo que todo lo que dijo la diosa cuando me aseguró que sufriría desgracias en el Ponto antes de regresar a mi patria, sea verdad, pues que ahora todo se va cumpliendo. !Ya de nubes ha ocultado Zeus el vasto cielo, mientras vientos de todas clases se lanzan con ímpetu y las tempestades agitan el Ponto! Seguro que ahora tendré una terrible muerte. ¡Felices tres y cuatro veces los dánaos que murieron en la vasta Troya por dar satisfacción a los Atridas! Ojalá hubiera muerto yo y me hubiera enfrentado con mi destino el día en que tantos troyanos lanzaban contra mí broncíneas lanzas alrededor del Pélida muerto.! Allí tendría ganados honores fúnebres y los aqueos celebrarían mi gloria, y no que ahora está determinado que sea sorprendido por una penosa muerte.

¡Qué podrían saber ellas de lo que mi alma padecía!… ¡Desaparecido sin pena ni gloria!, sin conocidos que lloren una vida breve y fulgurante, ni levanten una imperecedera estela en su honor… ¡olvidado!, ¡sumergido en un vasto mundo de silencio perenne donde todo se confunde; una joven vida que apenas ha conocido otra cosa que las calles y plazas de Esmirna y que, en su primer viaje a la Hélade, apenas tiene la oportunidad de descubrir la dulzura de Afrodita para acabar abatido en medio de un conflicto que le es totalmente ajeno!. Tanta era la tristeza con la que mis pensamiento investía el canto que, a cada nuevo verso, una mano invisible tocaba a los presentes, inundándoles de melancolía y moviéndoles a la compasión. Algunas muchachas habían enlazado sus manos, esperando que el próximo embate de la marejada las sorprendiera con la proximidad consoladora de la otra; más de uno me miraba con la boca medio abierta, provocando la sonrisa del vecino.

– ¡Ay de mi! Después de que Zeus me ha concedido inesperadamente ver la tierra tras cruzar de confín a confín este abismo marino, no encuentro por dónde salir del espumoso mar. Afuera las rocas son puntiagudas, y alrededor las olas se levantan rugientes, y la rompiente se yergue lisa y en su orilla el mar parece no tener fondo, pues no es posible hacer pie y escapar de lo peor. Temo que al querer salir me arrebate una gran ola y me lance contra la dura roca, malogrando mi esfuerzo. Y si sigo nadando a lo largo por si encuentro una playa donde rompa el mar sesgado o una ensenada que me albergue, temo que la marejada me arrebate de nuevo, arrastrándome al profundo Ponto abundante en peces sin tiempo para dar gritos de auxilio o que alguna deidad azuce desde el salado fondo a algún monstruo marino de los que cría la feroz Anfritite. ¡Pues me es claro el encono que me tiene el ilustre, el que a la tierra sacude.

No bien hube alcanzado ese punto, una cálida punzada se clavó en mi interior al ver aparecer a Talia de pié junto a las demás compañeras. Creí sonreírla, mientras ella permanecía erguida y seria; en nada semejante a las otras nereidas a las que había arrebatado el pudor y que derramaban lágrimas sin cuento.

– “Mientras estas cosas revolvía en su interior, entre su mente y su corazón, lo arrastró una gran ola contra la escarpada orilla, y allí se habría desgarrado la piel y roto los huesos si Atenea, la diosa de los glaucos ojos, no le hubiese inspirado en su mente lo siguiente: alargando las manos, asió la roca y se mantuvo en ella gimiendo hasta que pasó el embate. Y así logró esquivarlo, pero el reflujo lo golpeó cuando se apresuraba a evitarla y lo lanzó a lo lejos en el Ponto. Igual que al sacar un pulpo de su escondrijo se pegan a sus tentáculo multitud de lascas, así se quedo desgarrada en la roca la piel de sus robustas manos. Luego lo cubrió una gran ola, y allí habría muerto el desgraciado Odiseo contra lo dispuesto por el destino, si Atenea no le hubiera inspirado discreción; así que emergió del oleaje que rugía en dirección a la costa, y nadó a lo largo de la tierra, buscando alguna orilla en las olas batieses sesgadas o donde hubiese alguna ensenada. Así vino a encontrarse en la desembocadura de un río de hermosa corriente que le pareció el mejor lugar, libre de piedras y al abrigo del viento. Entonces, cuando sintió a la fluyente deidad la invocó en su corazón. ¡Atiende, soberano, quienquiera que seas; llego a ti, tras largas jornadas, escapando del mar y esquivando el acoso de su señor Poseidón. Las propias deidades inmortales muestran respeto al varón que a ellas llega, cual yo llego a tu corriente, abrazando tus rodillas después de mucho sufrir. Compadécete, soberano, pues ante ti vengo como suplicante!. Así hablo y el río detuvo al punto su corriente, retirando el oleaje, e hizo la calma delante de él, portándolo a salvo hasta la misma desembocadura.”


¡Al fin te dignaste, nereida! –Musité con orgullo–, mientras iniciaba en la cítara un largo pasaje instrumental que otorgase pausa y quietud tras tantas emociones. ¡Quien pudiera rendirse a tus pies para ser cautivo de tus deseos!, pero tu gesto severo y tu dura mirada no me presagia nada bueno! ¿Qué puedo hacer para devolverme a tu favor?. Será preciso que el relato se locuaz y entretenido para captar tu atención y templar ese ánimo de modo que se vuelva flexible a mis súplicas… Fue entonces, en el interior de mi mente que se dispuso el canto para dar nacimiento a los pensamientos de la princesa Nausicaa, la hija del señor de los feacios, pobladores de la isla a donde las tormentas habían conducido al hijo de Laertes, el paciente Odiseo. Y así se comenzó a desarrollar todo en un plácido canto; los dulces e inconfesados deseos de una doncella que comienza a soñar con su próximos esponsales; la tierna y comprensiva mirada del padre cuando le otorga el permiso para ausentarse de palacio con sus compañera y sirvientas hacia el río donde tener limpias las finas ropas de la familia y su propio ajuar; la embriagadora libertad que aleteaba los miembros, llevándola de lado a lado para cuidar de que todo estuviese bien dispuesto; el concienzudo trabajo, salpicado de comentarios, insinuaciones y risas, en fin, la lozana alegría que alborozaba a Nausicaa como si fuese una joven gacela, persiguiendo en el juego a las otras compañeras, corriendo entre gritos al ser descubierta en su guarida o saltando para dar alcance a la pelota de trapo antes de que llegase al grupo de sus compañeras. Así, poco a poco se fue creando la escena y a medida que ésta se desplegaba comprobaba como el júbilo contagiaba a los presentes y el rigor de Talia cedía, adueñándose de su rostro la ensoñación de la princesa.

Entonces arribé al instante en que era preciso presentar en escena al héroe en grave contraste con la grácil figura de Nausicaa
y las despreocupadas doncellas, que se distraían de las labores cotidianas. Así debía mostrarse el varón, curtido por el destino, con terrible figura, para suplicar su ayuda. ¡Qué más se podría pedir! –pensé al observar al público deseoso de saber qué ocurriría entonces.

viernes, 25 de mayo de 2007

Capítulo Decimoctavo




- “¡Dime!, Oh Diosa, lo que ocurrió cuando, al mostrarse la joven Eos de rosados dedos; Odiseo bajó del lecho de la divina Calipso, única entre las diosas. ¡Desgrana el canto por allí donde desee tu ánimo! Que nosotros, atentos, lo seguiremos.”

Tenía la intención de continuar el relato que la noche anterior iniciara mi maestro, pero con la emoción, me salió una invocación titubeante y atropellada. No obstante había conseguido que la gente se sentara a escuchar y que su interés creciese al tiempo que aguardaban a los siguientes versos.

- “Odiseo se vistió con la túnica y el manto; mientras que la ninfa se cubrió con una gran túnica blanca, fina y graciosa, colocando alrededor de su talle un hermoso cinturón de oro y un velo sobre la cabeza con la intención de disponer la marchar del magnánimo Odiseo. Le dio, entonces, una gran hacha de bronce bien manejable, afilada por ambos lados y con un hermoso mango de madera de olivo bien ajustado. También le dio una azuela bien aguzada, y emprendió el camino hacia el extremo de la isla donde habían crecido grandes árboles, alisos y álamos negros y abetos que ascienden hasta el cielo, de madera ya reseca para que, ligeros, pudiesen flotar en las aguas. Luego que le hubo mostrado los árboles, marchó Calipso hacia el palacio mientras él quedóse cortando los troncos; acabando con rapidez su trabajo. Veinte cayeron a tierra, cortados por el bronce, tras lo que los pulió con destreza y los regló con la cuerda. Tornó entre tanto Calipso con unos taladros y, después de que hubo perforado todos los troncos, los unió unos con otros y los ajusto con recias clavijas y juntas de firmes encaje. Cuanto redondearía las tablas para hacer la quilla de una amplia nave de carga un hombre buen conocedor del arte de construir, así se esforzó Odiseo para construirse la vasta almadía. Labró después la cubierta, adaptándola a espesas cuadernas y dándole remate con un piso de largas regalas; puso en el centro un mástil con su verga en lo alto y construyó un timón para gobernarla y tras protegerla por todas partes con mimbres entretejidos como defensa del oleaje, la lastró con abundante madera. Mientras tanto, Calipso, divina entre las diosas, le trajo un lienzo para las velas que Odiseo fabricó con gran habilidad, adaptando luego en ellas escotas, drizas y bolinas, tras lo que la echó por medio de unos parales al mar divino.”

A medida que cantaba, mayor seguridad y soltura adquiría mi voz y volaban a mi mente los versos que había repetido, una y otra vez, a los largo de mi educación. Y, aunque nada sabía de navegación, allí estaba la balsa, flotando en la amplia cala, preparada para llevar a Odiseo por las rutas del mar de vuelta a su patria. La mayoría del auditorio no conocería el duro trajinar del marino, pero escuchaban con embeleso la destreza de Odiseo, haciendo suya la diligencia con que se aprestaba para afrontar la aventura de su regreso.

- “Al cuarto día ya tenía todo preparado. Y al quinto la divina Calipso lo dejó marchar de la isla después de lavarlo y vestirlo con ropas perfumadas. Entrególe además un odre de negro vino, otro grande de agua y un morral con víveres, y le añadió muchos manjares, gratos al ánimo; después le procuró un viento próspero y suave. Gozando de aquel dulce viento, desplegó las velas el divino Odiseo y, sentándose, comenzó a gobernar hábilmente con el timón la balsa; sin que cayese el sueño en sus párpados, pues velaba vuelto a las Pléyades, al Boyero de ocaso tardío, y a la Osa que otros dan por nombre el Carro, y que gira siempre en el mismo lugar, al acecho de Orión, y no se baña nunca en las aguas del océano. La divina Calipso, en efecto, le había ordenado que mantuviera la Osa a la mano izquierda durante la travesía. Diecisiete días navegó, atravesando el mar, y al decimoctavo pudo ver los umbrosos montes del país de los Feacios en la parte más cercana, apareciéndole como un escudo en medio del oscuro Ponto.”

No pudo Demódoco por menos que alzar el rostro con agrado al escuchar, pues el canto cuadraba como ninguno en mostrar el rostro benévolo de la divina Calipso, iniciando al héroe, tras la última prueba, en el camino de regreso a la tierra patria a través del inmenso mar, donde no existen rutas trazadas. …¡Tampoco es pequeña la travesía que tengo yo aquí delante! –sonrió al pensar el anciano. ¡Mas me vale encomendarme también a Atenea protectora de los pilotos para trazar con tino mi discurso!…
- No es mucho lo que puedo deciros en este instante, Acasto, – comenzó el aedo– pero, esta tarde, mientras volvíamos desde la acrópolis, me hablabas de las excelencias de Aristeo, asegurando que eran en todo dignas de vuestro padre.
- Así es, Demódoco – contestó el Pentarca.
- Al hablarme como hiciste, – prosiguió Demódoco– entendí que Hipomenes no tuvo durante toda su vida otro aliento que el de devolver a su linaje el poder que tuvo antaño en Pagasa. ¿No?
- Y así fue, en efecto –asintió Acasto.
- Y, recuerdo vivamente que me referisteis una sentencia que usaba para exhortaros. ¿recuerdas cuál era?
- Claro, Anciano. Hipomenes nos repetía que cuanto más cerca nos encontrásemos de la bahía de la diosa Tetis, mayor habría de ser nuestra cautela y determinación; solía decir que había que aprender a ocultar nuestras intenciones y controlar nuestros sentimientos, procurándonos siempre varias opciones para cada dificultad. Y repetía para exhortarnos: “si no puedo engañarlos, los compraré, si no puedo comprarlos, los conquistaré, si no puedo conquistarlos, los destruiré.”
- Te lo agradezco, Acasto. –Aprobó el aedo– Sin embargo, hemos de convenir que él no pudo ver su gran ambición culminada. ¿No es así?
- Tal como afirmas. –Asintió el Pentarca– Hipomenes murió en Pagasa pero, aunque pudo ver a su hijo aceptado por el consejo, no pudo conseguir que su linaje recuperase su derecho al trono de Yolcos.
- He de confesaros –prosiguió Demódoco dando un giro a la conversación– que al principio la composición que me hice de los asuntos de Magnesia era harto confusa. A menudo un extranjero, cuando llega por vez primera a otra tierra, se asemeja mucho a un ciego. ¡Imaginadme pues, ciego por partida doble! Así andaba, tanteando el terreno para poder reconocerlo. Con toda seguridad me dejé impresionar por el templo y esta sorprendente taberna. Las conversaciones que en ella escuché contribuyeron a que mi mente comenzase a dejarse obsesionar por ciertos aspectos de la rivalidad habida entre pelasgos y dorios en lo referente a los ritos femeninos; enredándome sin remedio. Sin embargo, la caída de Dryade hizo el peligro tan inminente, que mis pasos se volvieron de nuevo hacia otro punto de vista con los que considerar los asuntos que habían suscitado mi viaje: ¿por qué Aristeo, señor del Pináculo de Tántalo, nombrado para la atender de la frontera de magnesia, había extendido sus territorios de una forma tan provocadora, como contraria a justicia? Y ¿por qué lo había hecho tras la muerte del Rey Quirón, aliado de la liga? ¿Lo sabes tú?
- No. –Contestó con seriedad Acasto– Aristeo nunca me ha consultado los asuntos que tienen que ver con los colonos. Los suele tratar con los agrimensores y administradores.
- He de creerte, Acasto, –concedió en aedo– pero, sin duda, no serás ajeno a la conducta de vuestros mercenarios, un vez comenzaron los ataques a las granjas y los saqueos. Sin embargo, al parecer, no se tomó ninguna medida. ¿Por qué?
- Por supuesto que lo tratamos en consejo – Contestó Acasto con brusquedad, pues comenzaba a darse cuenta de que Demódoco lo interrogaba sin contemplaciones–. Aristeo hizo ver que la prudencia nos aconsejaba permanecer a la expectativa, pues no teníamos suficiente tropas para atacar a los centauros en su propio territorio sin vernos obligados a dejar desprotegida la ciudadela. Sus ataques eran violentos, concecía, pero estaba convencido de que, tal como habían aparecido, volverían a desaparecer. Así pues, confiábamos que, como otras veces, terminarían por cansarse y volverían de nuevo a enredarse en sus propias disputas.
- Pero no ha sido así ¿no? – Insistió el anciano–. ¿Podéis conjeturar qué plan podrían seguir los centauros hyperiones? ¿Cuáles eran sus objetivos?
- No, en efecto. –contestó-. Los centauros, entre tanto, encontraron un hegemón en el hermano de Quirón y sus ataques ya no fueron furiosos y repentinos, sino que se hicieron constantes y premeditados.
- ¿Podrías decirme si hallasteis alguna razón para ese extraño proceder? – quiso saber Demódoco.
- Lo ignoro. –Confesó el Pentarca– Si lo supiera, podríamos haber intentado alguna solución.
- Bien Acasto. A ver si yo me he enterado correctamente. Convengamos que, actuando de modo aparentemente inoportuno e inadecuado, Aristeo provoca la furia de los centauros, pero esta comienza bien pronto a no corresponderse en nada con su forma habitual de tomar venganza. ¿Dirías tú que su cambio podría deberse a que estuviesen siguiendo a un nuevo estratega?
- Podría ser, Demódoco –Concedió Acasto- . Ni siquiera hemos podido mandar emisarios para llegar a alguna forma de mediación. Pero de estar guiados por algún extranjero ¿no crees que nuestros informadores lo hubieran descubierto?
- Antes de poder responder –Advirtió Demódoco-, debemos continuar considerando juntos estos hechos, Acasto. De los sucesos de Dryade se desprende que los centauros parecen demostrar unos conocimientos bélicos que muy pocos saben desplegar por estas tierras. Quiero decir que han demostrado saber como trazar minas en el interior de los taludes de las murallas hasta desmoronarlas, así mismo, han tenido la presencia de ánimo necesarias para cumplir un asedio completo y, lo que culmina nuestra sorpresa, han mostrado un reciente e inesperado interés por el arte de la metalurgia. ¿No es así?
- Sin duda, y es de lo más extraño – Convino Acasto.
- Recuerdo – prosiguió Demódoco- que cuando Aristeo me condujo a la terraza de palacio, llamó mi atención sobre la inteligencia que demostraban los centauros al prepararse para el asedio de la ciudadela. ¿Crees que Aristeo también quería sugerir que alguien ajeno a los hyperiones podría estar guiándolos?
- Podría ser una explicación, pero me sorprende que albergando tal sospecha, Aristeo no me hubiese comentado nada. – comentó el Pentarca.
- Pero caso de aceptar esa posibilidad –Continuó el aedo–, concluiríamos que, como sin duda no se te escapa, los asuntos podrían llegar a enredarse más aun. ¿Quien podría tener interés en hacerse con la fragua de Dryade y acabar con la guarnición para dominar los pasos del Pelión? Y abordando el verdadero peligro, ¿quien se beneficiaría de que la guerra se extendiese por toda Magnesia, dominando las fronteras con Tracia y cercando las llanura de la fértil Larissa?…

Acasto y los presentes guardaron un sombrío silencio, pues las preguntas que había dejado caer Demódoco entrañaban implicaciones tan graves como sombrías. Etón estaba tenso, con las dos manos sobre la mesa, mirando nervioso en derredor, a pesar de que todo permanecía en calma, pues la gente estaba distraída con el canto.

- Pero, si las cosas pueden llegar a este punto, ¡Dime Acasto! ¿Cuál sería la posición de vuestro señor hermano? –preguntó el aedo con violencia para probar al Pentarca– ¿Por qué no han intervenido hasta ahora esas fuerzas mercenarias que Hipomenes adiestró, en las que os formasteis y que Aristeo continúa aumentando? ¿Acaso no podrían haber obligado a los centauros de regresar a sus campamentos antes de asolar Dryade y cercar la ciudadela?
- ¡No sigas, Aedo! ¡No he de escuchar ni un instante más insinuaciones que no hacen sino infamar a mi Señor Aristeo y a mí mismo! – exclamó el Pentarca, mientras se erguía con el rostro acalorado por la ira, apoyando las manos firmemente sobre la mesa que contenía, temblando, su poderosa fuerza. Por un momento el pecho ascendía y bajaba con violencia hasta que, con un lento pero profundo suspiro consiguió de nuevo refrenarse y hablar de manera sosegada.
- Nos hacéis responsables de la destrucción de Dryade como si fuese parte de un plan premeditado, de tal monstruosidad, que mi ánimo no lo puede aceptar. ¡Juro por la tierra, Demódoco, y por la cabeza de mi madre, Euriclea, que yo no he tenido nada que ver en esa horrible matanza!… Y ahora, he de irme a cumplir con mi obligación, pues no se si podré contenerme una tercera vez.

Demódoco se alzó con tanta rapidez que Acasto no tuvo tiempo de retirarse. El anciano, con increíble y tenaz fuerza, le asió por los hombros, atrayéndole hacia sí como para transmitirle, sólo a él, un secreto.

- ¡Pentarca!… ¿Queréis saber o no, lo que ha provocado esta tarde mi alarma? Si accedéis a escucharme, os lo diré…pero antes, volvamos a sentarnos, pues las miradas nos acechan y no es conveniente, en las presentes circunstancias, que os vean alterado por culpa de un forastero.

Efectivamente, a pesar de que yo cantaba con pasión los denodados esfuerzos de Odiseo por salvar su vida, no fueron pocos los que desviaron su vista hacia el grupo donde estaban Demódoco y el Pentarca. Ambos se habían vuelto a sentar, pero ni por esas dejó Demódoco de liberar los poderosos brazos del Pentarca.

- Cuando rememoro mi conversación con Aristeo –prosiguió con calma y seguridad el anciano aedo–, llama mi atención, una y otra vez, que tratase de distraer mi atención hacia asuntos triviales que mantuviesen mi mente ocupada. Cuando le pregunté por su interpretación de los planes bélicos de los centauros ¿sabes lo que me contestó? Según él, los centauros no tendrían otro objetivo que la mera destrucción de la ciudadela. Y esto a causa de que, según él, los centauros no estaban preparados para los irremediables cambios que la expansión de los aqueos estaba provocando. Tal conjetura sobre las motivaciones de los centauros me pareció al principio una extraña sugerencia. Me refiero a que sería un modo melancólico de afrontar el destino de su forma de vida. Sin embargo, algo más tarde… relacionando el relato de vuestra madre con el retrato de Hipomenes que me ofrecisteis mientras descendíamos hacia la taberna, una nueva luz se hizo en mi interior que me permitía ver hacia delante y hacia atrás lo que había ocurrió y lo que estaba por venir …
- ¡Queréis dejar de hacer el relato tan largo como nuestro regreso e ir directamente al asunto! – protestó Acasto, con impaciencia.
- Sí, tenéis razón… ¡Disculpad! –Titubeó Demódoco– Lo que quiero deciros es que mientras Aristeo trataba de hacer convincente esta imagen de las intenciones de los Centauros, lo recreó de un modo tan poético que en su interior creí descubrir las semillas de una verdad bien distinta.
- Sigo sin entender. –Protestó Acasto– Como no me deis nada concreto a lo que asirme, no pensare sino que los dioses os han arrebatado las mientes de las que tanto os gloriáis y no hacéis más que desvariar.
- Ya, ya voy…–rezongaba el aedo y por un instante distraído.

Pero… ¿Qué le había perturbado, robándole su concentración? ¿Tal vez había sido mi canto, el que le había robado la atención?… Un escalofrío recorrió su espalda de arriba a abajo, al percatarse de que yo estaba comenzando a improvisar ante su primer auditorio. Eso había sido, sin duda, lo que le arrebataba sin remedio del hilo de su discurso, colocando una sonrisa de reconocimiento allí donde la mirada no podía traslucir su asombro.

- “Lo descubrió entonces Ino Leucotea, la de hermosos tobillos, la hija Cadmo que en tiempos fue una mortal con voz humana, pero que ahora participaba del honor de los dioses en el fondo del mar. Compadeciéndose de Odiseo, pues sufría pesares yendo a la deriva; salió de las aguas semejante a una gran gaviota y, posándose en la balsa junto a él, le habló de este modo: <¡Desdichado! ¿Por qué con tal encono se ha encolerizado contigo Poseidón, el que sacude la tierra, para sembrarte de males de este modo? Es seguro que no habrá de destruirte por mucho que se ofusque; por lo tanto, obra de la siguiente manera, pues no me pareces andar falto de entendimiento. Despójate de esas vestiduras que en nada te convienen y abandona la balsa al poder de los vientos; entre tanto, bracea esforzándote por alcanzar la tierra de los Feacios, pues allí te está destinada la salvación. Vamos, toma este mantellina inmortal y extiéndela del pecho para abajo; no habrás de temer con ella, ni a los dolores ni a la muerte. Mas, cuando alcances con tus manos la tierra firme, libérala en seguida y arrójalo al ponto rojo como el vino, lejos de la firme tierra, manteniéndote apartado> Así dijo, entregándole el velo; tras lo que se sumergió en el alborotado Ponto, al igual que una gaviota, tragándosela una negra ola.

¿Por qué había insertado esa escena? –Me interrogaría Demódoco días más tarde, tratando de dar satisfacción a las preguntas que le asaltaron esa noche– ¿Por que hacer surgir a una diosa mostrando piedad por el destino de Odiseo? ¿Cuál era el sentido de esa asombrosa mantellina en la que le hizo envolverse para preservarle de toda fatalidad hasta llegar a tierra firme? Demódoco no dejaba de admirarse, pues el efecto que yo había conseguido era grandioso de pura sencillez. Por un instante, Leucotea –cuyo nombre era también el de la diosa Calipso y Tetis- coincidía con Atenea, la hija de Zeus, en prestar su auxilio al sufrido héroe para que renazca de la espuma y pueda regresar entre los demás mortales. Aquello le parecía asombroso, pero… ¿Con que fin –se preguntaba– había tejido en el canto ese exquisito brocado de imágenes y ecos?…

- ¡Señor!… ¿Qué os ocurre?… – preguntaba, extrañado, el tabernero.
- ¡Ah, sí!… –dijo Demódoco, recuperándose rápidamente– Disculpadme…Bien, considerad con detenimiento lo que se manifestó a mi corazón y a mi mente… –Continuó el aedo retomando el hilo– ¿Que suponemos que hizo Hipomenes cuando regresó a Pagasa? No nos resulta nada extraño que comprase para su hijo el favor del consejo de Yolcos. ¿A cambio de qué? Hemos de suponer que su fortuna era grande, pero la seguridad nunca se ha comprado con dinero, así que adquiere para su hijo una posición a cambio de no volver a hacer ninguna reivindicación, ni intentar revancha alguna. Con ello, es cierto, su ambición no se vio culminada, pero dejaba a su hijo en el camino. ¿No os lo parece, Acasto?
- Así podría haber sido. –Admitió todavía desorientado el Pentarca.
- A partir de ahí –prosiguió con una sonrisa Demódoco–, le tocaba a Aristeo hacer uso de las excelencias heredadas de su padre, como nos recordaste, y trabar con astucia, una audaz estrategia para ir a la conquista de una nueva posición. Lo primero que necesitaba era una base, un enclave donde asentarse y luego, más tarde, seguidores. Aceptó, para alegría de los notables de Yolcos, trasladarse a Tántalo; por entonces, un nido de águilas construido para vigilar las lindes con las tribus magnesias. Pero, con sentido práctico y gran disimulo, emprendió la colonización del valle del Anuros, trayendo gente de muchos sitios; gente que le serían fieles llegada la ocasión. En Yolcos les pareció un alivio que Aristeo se dedicase a mejorar las condiciones del limen magnesio; volviendo habitable lo que antes era un perdido castro en medio de la montaña. Mas, una vez dado ese paso, otros le fueron a la zaga. Efectivamente, los colonos demandaban herramientas y se abrían almacenes para abastecerlos, además, bajo la aceptable cobertura de la protección de las cosechas y del incipiente mercadeo poco a poco fueron engrosándose las edificaciones en el exterior de la acrópolis. Con lo que tomó forma su siguiente demanda: la construcción de la muralla. Aristeo propuso al consejo, de forma conveniente y persuasiva, la construcción de un recinto amurallado. Evidentemente los señores de Yolcos respondieron con prudencia que no había dinero en las arcas para tal gasto y que tendría que conformarse, como en otros lugares, con una empalizada. ¿Voy desencaminado, Acasto?
- No está muy lejos de lo que sucedió –convino el Pentarca.
- Aristeo –continuó el anciano–, les convencería de que se estaban originando tributos para Yolcos con el comercio y que él mismo costearía la edificación, si permitían construir unas murallas y trazar nuevos terrenos dentro del recinto. A lo que, por lo que se ve, consintieron. Así que, siguiendo con los contactos hechos en vida por su padre, Aristeo trajo ayuda de expertos para edificar la muralla. Pero, para que comprobéis que en todo esto también juegan su parte los dioses, el siguiente suceso no tuvo nada que ver con la previsión de Aristeo, sino que fue un regalo del consejo, fruto de la inepta gestión de los asuntos de la ciudad. Me refiero a la llegada de Plastene a Tántalo y la construcción del Templo. Por lo que he podido entender, alguien en Yolcos creyó que, al igual que en el Ática, se podría poner fin a las rivalidades entre los cultos dorios y los autóctonos, reformando el culto de Tetis, sin saber que este culto estaba enraizado, no ya en la bahía, sino también entre varias tribus a lo largo de las costas y de distantes islas. Tan torpe visión condujo a la expulsión de la escuela de nereidas de todos los recintos de la bahía y el sometimiento de los templos de la triple diosa a un único templo radicado en Yolcos. Aristeo, conocedor de la importancia política de la diosa –no en vano su padre se había movido por todas las costas–, se apresuró a acoger a la escuela de nereidas del puerto de Malea, donde estaba siendo iniciada la princesa de los centauros hyperiones, Plastene. ¿Estoy en lo cierto, Etón?
- No te equivocas. –Contestó el tabernero.
- No me extrañaría nada –prosiguió– que una vez que estuviera asentada la colmena, Aristeo pasase a acrecentar el odio de Plastene hacia los dorios y la sed de venganza. De todos es sabido que compartir un enemigo, une con mayor fuerza que cualquier otro interés común. Anoche pude darme cuenta de lo mucho que se conocen entre sí; no dejaron de mostrarme una animadversión tan sutil que se podía sentir la profunda familiaridad que se tenían. Pero ¿Por qué habían dispuesto esa parodia para mí? Pero, dejemos esto para más adelante y sigamos con la reconstrucción del proceder de Aristeo, ahora con una nueva aliada. Yo conjeturo que sería hasta cierto punto admisible que entre ellos se hubiera podido establecer una alianza política mediante un acuerdo matrimonial, pero para que tal ventajoso acuerdo fraguase, había que enfrentarse a un obstáculo infranqueable: el rey Quirón, padre de Plastene, aliado de los aqueos y una pieza clave en el equilibrio entre las tribus magnesias. Sin embargo, supongo que, llegado a ese punto, Aristeo descubrió que ya era tarde para contemplaciones y que, en esta ocasión, el obstáculo debía ser destruido. Accidentalmente Quirón muere de las heridas causadas por un jabalí en una partida de caza por las estribaciones del Pelión; esta circunstancia es utilizada por Aristeo con una rapidez inusitada. Sabedor de la rivalidad entre los hermanos y de la importancia de la mujer en la transmisión de la soberanía, concibe una excusa para provocar a los centauros y favorecer un líder más próximo a sus ambiciones.

Demódoco estaba sediento, con la boca pastosa y el estómago vacío. A su edad, no era mucho lo que necesitaba para sentirse recuperado, por lo que debía llevarse algo a la boca, aunque fuese un poco de carne seca o un trozo de pan duro. Así que hizo una breve pausa, pero cuando iba a pedirle al tabernero que le acercase un poco de vino, se detuvo pensativo… ¡ya no podía fiarse de nadie!, así que se contentó con algunas aceitunas que comió acompañadas de pan mientras se concedía un poco de tranquilidad y descanso.

- Entre tanto, –prosiguió Demódoco, mientras daba cuenta de la última aceituna y dejaba el güito en el cuenco vacío–… los preparativos de Aristeo continúan. Necesita dos cosas en su inminente conflicto con Yolcos: hacerse con el control de los desfiladeros del Pelión y abastecerse de armas; ambas cosas las consigue con la toma de Dryade. ¿Cómo lo hizo? Nada tan sencillo. Conocedor de las técnicas lidias de asalto, Aristeo enseña a los sitiadores a derrumbar fácilmente el recinto; se hace con la fragua, aniquila a la guarnición y toma posiciones en los pasos que comunican con Tesalia; como me señaló Ileo la otra noche. Una vez tomados los pasos entre el Pelión y Yolcos, consigue con ello que la ciudadela no puede recibir refuerzos de los Lapitas del Lago Boibe; sólo le queda aguardar, como la araña en la tela, a que las fuerzas de Yolcos intenten ascender a sofocar la revuelta. Las fuerzas mercenarias estarán preparadas una vez hayan sido desembarcadas en Milopótamos; mientras otras se dirigirán, a su debido tiempo, directamente contra los principales puertos de la bahía. Todo habría marchado sobre ruedas, si no fuese porque, un poco antes de su desenlace, aparece un molesto forastero que levanta sospechas y temores… entonces deciden, como es su costumbre, confundirme, enredándome en un sin fin de sospechas sobre Plastene o engatusarme con disquisiciones sobre los misterios del canto, todo con tal de impedirme que considerase una conspiración contra Yolcos. Yo, en efecto, me dejé enredar. Le dije que Liga le hacía el único responsable de lo sucedido y que Yolcos no tiene pensado enviar tropas para pacificar el Pelión. ¡La frustración de Aristeo debió ser enorme! ¡Todo ese esfuerzo para conseguir una posición más encumbrada y un nuevo aliado entre las tribus Magnesias! Y se veían en riesgo de perder los dos objetivos principales: la venganza sobre Yolcos y el trono.
- Entonces – prosigue con pasión- decide jugárselo todo a una sola baza. Debe conseguir, como sea, alejarme de la ciudadela y provocar que las tropas de Yolcos suban por esos desfiladeros. Con ese fin, monta una pantomima, realizando un sacrificio a Atenea y declarando solemnemente a continuación la ruptura con su propio linaje, con lo que me comprometía, como delegado de la Liga, con su protección y con la suerte de la ciudadela. ¡Aquello estaba fuera de toda expectativa!… ¿Qué tramaba, me preguntaba mientras volvíamos? No supe lo que os he relatado, hasta que me referisteis esa sentencia cuya parte final me aterró: “…
si no puedo comprarlos, los conquistaré, si no puedo conquistarlos, los destruiré.”…

El silencio se cernió de nuevo sobre los presentes como una densa oscuridad. Esta vez Acasto separo lentamente el taburete de la larga mesa y, con igual lentitud, observó a Demódoco y a los presentes. Sólo entonces posó sus manos sobre los muslos y bajando la cabeza dijo.

- Habréis de disculparme, venerable anciano –comenzó el Pentarca con dificultad–, pero me es imposible aceptar las acusaciones que habéis hecho. Aun aceptando parte de la reconstrucción de vuestro relato, no llego a comprender como extraéis esas crueles consideraciones sobre Aristeo y su conducta. Entre vos y yo hay mucha diferencia. Vos sois un sabio, mientras que yo soy un hombre de armas; vos componéis cantos y relatos sobre héroes y dioses. Vuestro es el dominio de la trama y del ritmo; yo he aprendido a recorrer desde mi infancia el camino del esfuerzo… Habéis compuesto, sin duda, una aventura asombrosa, aedo – prosiguió con más calma Acasto, tras un breve descanso–, como tenéis por uso en vuestro oficio. Sin embargo, de lo que habéis relatado no conocisteis nada que no fuera referido por otros y, aún así, ya os creéis con el conocimiento suficiente para abarcarlo todo, hasta lo que se guarda oculto en las entrañas de los hombres. ¡Venerable anciano!, soy un guerrero, apegado a los hechos y éstos son, por ahora, muy precisos: el señor de mi linaje es Aristeo, mi hermano de leche, y no me cabría mayor anhelo para mí que luchar por la suerte del linaje de los Hermones y, si así lo decretase la negra Ker, morir valientemente por ello.

Demódoco se levantó al mismo tiempo que el Pentarca, como si quisiera acompañarlo hacia la salida, pero, cuando hubo dado la vuelta a la larga mesa y estuvo a su altura, puso una mano sobre su hombro.

- Si es verdad lo que decís, Acasto, entonces temo por vos. Porque si yo estoy en lo cierto y vos equivocado, Aristeo no querrá dejar ningún testigo directo de una estrategia que se hará cada vez más cruel. Pero, no hay tiempo, querido Acasto. Estoy convencido de que Aristeo debe estar concertando la reunificación de las fuerzas para tomar posiciones. Si nada lo remedia, pronto llegará el momento en que el Pentarca deba luchar heroicamente en la defensa del Pináculo de Tántalo…y morir. ¿De qué otra forma crees que podría atraer a las tropas de Yolcos y a los Lapitas de Boibe, si no es con la caída de Tántalo? Y con ello borraría definitivamente toda sospecha que pudiera recaer sobre él, pues ¿A quién se le va a ocurrir que Aristeo planease la destrucción de la ciudadela, por la que se había esforzado tanto? Además, destruidas las fuerzas de Yolcos, podría aparecer como pacificador, estableciendo una conveniente alianza con los hyperiones a través de un matrimonio con Plastene y reclamando a cambio el ansiado trono. ¡Medítalo! ¿No da, con todo ello, por fin cumplimiento a su ambición, al odio de Plastene y al deseo de su padre? Sopésalo con calma y recuerda la estrategia del linaje de Hermón que Aristeo no ha dejado de seguir:

“si no puedo engañarlos, los compraré, si no puedo comprarlos, los conquistaré, si no puedo conquistarlos, los destruiré.”…

El Pentarca puso por un instante su mano sobre la del anciano aedo, queriendo transmitirle su afecto y, sobre todo, que no se marchaba resentido; luego, inclinando hacia los demás la cabeza a modo de saludo, giró sobre sí y salió con amplias zancadas hacia la puerta. La gente se volvía a su paso; algunos lo descubrían por vez primera y no sabían que concluir de su presencia en la taberna a tales horas. Otros ojos, que ya se habían fijado en Acasto desde hacía tiempo, temieron que una conversación tan prolongada no presagiara nada bueno.