viernes, 15 de junio de 2007

Capítulo Vigésimo primero


Erguido frente a nosotros, firme cuan alto era, Acasto nos miraba con severidad, sin mover un músculo de su rostro. Sus ojos parecían abarcarlo todo; la muchacha tendida sobre la mesa; el llanto callado de las compañeras; las tocas que cubrían las cabezas de la mujeres; el temor animal del tabernero y hasta mi semblante desencajado. No preguntó más. Miró con seriedad en derredor y la gente, como si ejecutara una orden, comenzó a marcharse con la cabeza gacha y en silencio. Tal era la autoridad que emanaba de su persona.


Entonces divisó a Demódoco, sentado junto al cuerpo exánime de la joven Talia. Mi venerable maestro semejaba un indigente de los que pueblan las escaleras de los templos; abatido, con el brazo derecho sobre la mesa, la imponente testa caída sobre el pecho y la preocupación que poblaba de surcos su frente. Pero lo que detuvo al Pentarca en su escrutinio fue las manos del aedo, abandonadas sobre su regazo, con las palmas vueltas hacia arriba, en un gesto de impotencia, casi de súplica. No era así como le gustaba ver a la gente, con esa expresión de abandono y, menos que a nadie, a Demódoco, por quien había llegado a sentir una especial admiración.


- Ya ves, Acasto, la muerte comienza a rondarnos –susurró, repentinamente, volviéndose hacia el Pentarca – Mas tú pareces marchar a su encuentro…


Sólo entonces nos dimos cuenta de que el Pentarca estaba peculiarmente pertrechado. Llevaba en el brazo derecho un casquete de cuero oscuro, del que pendían dos tiras de dura piel de cabra para sujetarlas bajo la mandíbula. Sobre el pecho destacaba una coraza de cuero tachonado de placas de bronce bruñido, dispuestas como escamas de pez y que se ajustaban a los hombros por anchas tiras superpuestas y fijas entre sí por prietos nudos de cáñamo. Luego vestía unos calzones también de piel, como los que llevan los jinetes sármatas, unas espinilleras de fino bronce guateado y un calzado de piel con tiras de cuero que ataba trenzándose en torno de las canillas. Sobre el pecho le cruzaba un ajustado tahalí del que colgaba la espada. En su mano izquierda llevaba una lanza corta de caza con una vistosa cruceta. Todos miramos el imponente aspecto de Acasto, pero fue Etón el primero en hablar.


- No estás armado para luchar en la defensa de la ciudadela, Acasto. –Dijo mientras secaba el sudor de su ancho cuello – Se diría que vas a hacer una incursión, ¿No?
- Sin duda ha sido idea de Penteo el enviarte a acechar a los centauros –Se adelantó Demódoco –. ¿Acaso no te das cuenta de que es una temeridad calculada y que su intención no es otra que alejarte de la ciudadela? El primer golpe lo debía haber asestado Plastene, acabando con nosotros, pero la joven que ves no ha querido sacrificarnos y ha preferido quitarse la vida; ahora tú debes morir en una absurda misión para dejar sin mando a la guarnición.
- Lo sé, –dijo Acasto sin cambiar su expresión – Por eso he regresado a advertiros y a preparar vuestra huída. En cuanto a mí…no debéis preocuparos, sé el peligro que corro.
- Pero ¿Algo se podrá hacer? –Protestó el tabernero. Tenéis la lealtad de la guarnición y el apoyo del poblado.
- No, no hará nada deshonroso –terció mi maestro –. Además, están los centauros. ¿Verdad?
- Tenéis razón, Demódoco, –respondió el Pentarca – como siempre. Pero repito, debéis marcharos. Afuera os espera un guía que os conducirá a un lugar seguro y luego os acompañará a Yolcos.
- ¿Sabes que no puedo pedir refuerzos? –Contestó Demódoco – Es justamente lo que espera Acasto.
- Lo sé – repuso Penteo –. Y ahora salgamos; ya nada podéis hacer aquí, si no es poner en peligro vuestras vidas y las de esta gente.


Así que todos comenzaron a organizarse a mi alrededor, mientras yo caminaba por el oscuro sendero del duelo, aturdido y desgarrado por el mudo pesar en el que se mezclaban tantas rabiosas preguntas… ¿Por qué, cuando más temía por mi propia vida, ha sido ella arebatada de este modo; llevándose, como única gloria, nuestra desolada pena? Cuando nos conocimos estaba radiante, desbordando vida y sensualidad ¿Por qué tuvimos la desgracia de encontrarnos y de que me convirtieras en el camino para llegar a mi maestro? La observaba ya sin expresión, más muda y vacía que una estatua, sin intensidad, mientras las lágrimas corrían por mi rostro y caían sobre ella. ¡Extraña suerte la tuya, Talia! Venida de Creta a esta ciudadela perdida para encontrar la muerte por un amor no cumplido…


- ¡Vamos muchacho! –Me urgió Etón mientras tomaba mi brazo para desprenderme de Talia – Derrama la última lágrima por esta malhadada muchacha y da gracias a la Musa porque te encontró digno de entregar su vida a cambio de la tuya. Ahora tenemos que poner las mientes en salir con bien de este trance. –Y añadió acto seguido, dirigiéndose al Pentarca – Ífito, el cazador también les acompañará. Ellos conocen estas breñas y les llevará a la cueva de Peleo hasta que queráis o se disponga de otro modo… ¿Os parece bien?


Me pareció que ambos se sostuvieron por un tiempo la mirada sin hablar, hasta que Penteo cortó el silencio.


- Como os parezca, Etón. Me alegra que estés preparado, cualquier ayuda es poca en estas circunstancias.
- ¡Vamos pues! Acasto – Añadió Demódoco levantándose entre los presentes – Nada puedo ya hacer aquí y me temo que poco en cualquier otro sitio. Pero la incertidumbre no es buena consejera cuando se requiere resolución.

Me desprendí de Talia para dejarla a cargo de las mujeres y nereidas y me encaminé hacia mi maestro, quien me estrechó con firmeza provocando de nuevo mi llanto. Pero no duró mucho tiempo, Acasto puso su recia mano sobre mi hombre al tiempo que Demódoco suspiraba profundamente, haciéndose a un lado. Aglaya me entregó la lira ya envuelta en su suave cobertura. Ambos acarreamos nuestros morrales acompañados por los demás que no se atrevían a pronunciar palabra alguna. ¿En esto ha quedaba todo? –Me preguntaba – Tres días hacía que habíamos desembarcado y parecía mentira que ahora tuviéramos que marchar y separarnos. ¿Qué será de todos ellos? Apenas unos días atrás, no los conocía, pero ahora, sentía mi destino estrechamente unido al suyo. ¡Y no había nada que nosotros pudiéramos hacer!


Salimos al exterior donde se habían formado pequeños grupos que comentaban alarmados los recientes sucesos. Acasto nos presentó al pastor que sería nuestro guía y al rato llegó Etón con Ífito, el cazador. Entonces nos dirigimos hacia la poterna norte, por donde vierten sus inmundicias los habitantes del poblado a la fuerza purificante del torrente. Casi íbamos a tientas para que nuestros movimientos no fuesen delatados. La peor parte fue descender por la roca viva, húmeda de la noche y la proximidad del torrente. Al llegar allí, Acasto descubrió, tras un manto de hiedra, un hueco del tamaño de un ternero. Era angosto y húmedo y estaba cruzado por barras de hierro en forma de aspas que impedían que cualquiera pudiera entrar o salir. Pero el Pentarca introdujo su espada en una hendidura de la pared y, haciendo fuerza hacia abajo, accionó un mecanismo oculto que elevó las barras para permitirnos salir en cuclillas.


Primero salió uno de los seis guerreros del Pentarca, luego, cuando dio aviso de que todo parecía tranquilo, siguieron nuestros guías, el resto de la partida, nosotros y, cerrando el grupo, el Pentarca. Fuera, el camino no era menos angosto ni resbaladizo que antes, por lo que Demódoco me cedió su rabdos, mientras con una mano iba tanteando la pared rocosa y con la otra se aferraba a mi hombro con fuerza. Los pasos se hacían cortos y cautelosos, no sólo por la proximidad del que avanzaba delante nuestro con igual temor, sino porque la humedad de aquella oscura noche poblaba de reflejos el camino, obligándonos a aumentar nuestras cautelas.


Finalmente llegamos a una pequeña plataforma en la que apenas cabíamos los nueve. Acasto se adelantó con otro guerrero para inspeccionar el tramo más difícil y expuesto, pues ahora el camino ascendía a la par que la muralla hasta llegar al nivel del torrente. Allí nuestros pasos se separarían. Las ascensión duró casi una hora, con tramos en los que tuvimos que caminar de cara a la muralla para no mirar al vació. El estruendo del torrente era tan grande que no nos oíamos los unos a los otros. Mi maestro, peso a todo el esfuerzo, ni rechistó, sólo una vez le sentí presa del temor sin poder avanzar un pié ni una mano, ni para proseguir ni para retroceder. Como si estuviera paralizado. Recuerdo que el miedo me recorrió con su roce helador toda la espalda, hasta que, apoyado sobre la roca, medio adormecido, consiguió reponerse y alcanzar el último trecho.


- Al menos en Tántalo no podrán horadar una mina. La ciudadela de eleva sobre la roca viva – Señaló Demódoco superando el trance con esa observación práctica – ¿Me pregunto que estrategia seguirán?
- Más me preocupa el que todavía no hayamos detectado ningún vigía – Prosiguió con normalidad Penteo – ¿Esperarán el momento propicio para un ataque masivo? Esta son las cosas de las que deberíamos enterarnos en esta incursión.
- Tened cuidado –Le urgió mi maestro, satisfecho por el giro que había dado Acasto a la orden de su hermano – Temo que os estén esperando emboscados.
- Nos os preocupéis por mí, he adoptado mis medidas –repuso con una sonrisa el Pentarca – Y ahora hemos de separarnos. Procurad ser silenciosos y todo lo rápidos que podáis.


Así que al llegar a una breve planicie junto al torrente, antes de que este se lanzase con un profundo bramido en torno a la ciudadela, cruzamos por un vado hacia los bosques que oscurecían las lomas circundantes. La partida de Penteo continuó a lo largo del torrente hacia la espesura y desapareció tras las lomas dejándonos una sensación de vació y soledad indescriptible. Rápidamente nos encontramos en medio del sagrado horos, rodeado por las aterradoras voces del bosque y su profunda respiración. Temblaba terriblemente, más debido a la humedad que había empapado mis ropas que por el pavor que me provocaba la espesura. El cazador Ífito abría la marcha, detrás íbamos nosotros, seguidos por la fiel sombra del pastor.


- Tomad –Dijo al ver mi estado – Cubríos con esto. Os ayudará a calentaros.


Y me alargó una pelliza de blanca lana de oveja con la que caldear mi entumecido cuerpo. Le sonreí al ponérmela, pero él no hizo ningún ademán de reconocimiento y reemprendió la marcha. Llevábamos un buen ritmo de ascensión cuando, al poco, llegamos a un breve otero desde el que se divisaba Tántalo y la espesura circundante. Allí hicimos un breve alto que Ífito aprovechó para desaparecer, mientras nosotros observábamos, agazapados, si éramos capaces de descubrir algún signo de la partida de Penteo o de algún movimiento de los centauros, pero todo estaba tranquilo. Ninguna luz rompía la oscuridad circundante y la ciudadela destacaba tranquila con sus luminarias sobre los muros y las antorchas del cuerpo de guardia. Demódoco estaba a mi lado y podía sentir la tensión que le embargaba en la rigidez de su mano.


- ¿No tarda mucho Ífito? –Señaló con preocupación mi maestro.
- No temáis –Respondió el pastor – Se habrá adelantado para comprobar si el camino es seguro.


Y como si hubiese atendido a nuestra curiosidad, apareció en el claro indicándonos por señas que le siguiéramos. Emprendimos la marcha siguiendo los pasos de Ífito al que apenas se distinguía, pues se confundía a menudo con los helechos. De cuando en cuando nos deteníamos por una orden suya, alzando la mano y llevándosela a la boca, conteníamos entonces la respiración y nos agachábamos hasta que regresaba para indicarnos que podíamos seguir. Tanta era la tensión que ni un momento volví a pensar en la desgarradora experiencia que acababa de vivir; la urgencia del momento, la necesidad que tenía Demódoco de mi guía y la incertidumbre del futuro, ocupaban completamente mis pensamientos. Así continuamos caminando como si no hubiésemos de detenernos nunca, como si no hubiésemos hecho otra cosa desde que desembarcamos en Milopótamos, pero cuando ya comenzaba a clarear por las cumbres del Pelión, una oscura gruta, flanqueada de rediles a la sombra de dos grandes fresnos, se mostraba ante nosotros como un gran bostezo que todo lo engullese.

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