viernes, 1 de junio de 2007

Capítulo Decimonoveno


El fuego del hogar crepitaba en mitad del patio. Las llamas se elevaban coronándose de oro y azul sin conseguir caldear la destemplada noche. las bujías de sebo, dispuestas en cada mesa, exhalaban una cola de negro humo, denso y cimbreante, sembrando el recinto de pequeñas islas de luz entre las que transitaba la gente como naves extraviadas en la oscuridad. En medio de ellas distinguí a Demódoco de camino a su asiento, como una batea que la corriente arrastrase sobre los costados de los navíos anclados en la rada. Al menos ya no debía temer por el auditorio, pues este, arrobado por el poder del canto, reposaba en calma. ¿Por qué persistía en él ese aspecto, como si la zozobra cayese sobre su ánimo como una enojosa carga que entumeciese sus miembros? También Etón e Ileo, no sabiendo qué hacer, miraban sus manos como si les fuesen ajenas y las restregaban contra la bruñida superficie de la mesa en un aturdido intento por sentirlas activas y atentas.

- ¿Qué haremos ahora, anciano? –Se atrevió al fin a preguntar Etón, con rostro taciturno– Porque, ¿supongo que os mantenéis en todo lo que habéis referido?.
- ¡Ojalá me equivocase y todo fuese de otro modo!, Etón –contestó Demódoco, apesadumbrado–. ¿Crees que no considero que Acasto podría tener razón y que me dejo llevar por mi arte cuando trato de explicar todas estas calamidades?… ¡Podría ser!… –concedía cansino – No quieras saber cuántas vueltas le he dado a este asunto pero, ¿qué me queda por hacer?… Aquellos que ciertamente conocen lo que ocurre no van a venir esta noche a confiarse a nosotros… así que únicamente puedo dejarme guiar por mi saber y esperar a que no nos perjudique…
- ¡No quieran los dioses –añadió Ileo–, pues sólo faltaba que, además, nos golpeásemos en la herida…¡ Aunque, bien mirado, habéis vertido faltas muy graves contra los poderosos y esto, resulte o no cierta esta historia, igual nos dará motivos para desesperar. Al fin y al cabo, con Aristeo o los centauros, según sea el caso, cambiaremos de verdugo para un idéntico destino.
- ¡Amigos!… –exclamó Demódoco– ¡tened paciencia!, en nada nos conviene esos negros pensamientos. Es cierto que no se me ocurre otra salida, pero considerad que Acasto se halla en la situación idónea para ayudarnos.
- ¿Y qué ganamos nosotros con ello? –preguntaba Etón.
- Mi buen Etón. El Pentarca camina de regreso a la acrópolis con más sospechas de las que nunca hubiera tenido y, puesto que él es el único que está próximo a Aristeo, podrá comprobar la magnitud de mi error o su cruel realidad. ¡Ahora, todo depende de él!.
- ¡Por Zeus que no sé si anhelo que tengáis razón, Demódoco! –contestó Etón–. En tanto, y puesto que las próximas horas van a parecernos muy largas, mejor será que nos mezclemos con esta buena gente y nos distraigamos con el canto como si fuese ésta una noche cualquiera. Si lo consideráis oportuno, os acompañaré junto a la tarima en la que canta vuestro discípulo y luego Ileo y yo nos retiraremos a las cocinas para intentar distraer nuestro tiempo organizando vuestra partida.

- ¡Quiera Atenea que no sea necesaria!… –Rogó el aedo, mientras se levantaba asiéndose al fornido hombro del tabernero.

Una vez junto al estrado, lo vi concentrarse en mi representación, en la que yo ponía, sin duda, más intensidad que la soltura y el equilibrio que debería haber adquirido con años de práctica. Sí maestro, ¡Los lamentos del paciente Odiseo! –pensé dirigiéndome a mi venerable aedo- ¿Hay mejor compañía para los pesares de esta buena gente?, todo lo que precisan en este instante está en el relato. Un sufrimiento paciente con un esperanzado objetivo. Un lamento moderado ante el destino y un porfiado empeño por vivir ¡Cuanto nos queda aun por aprender de los regalos de la Musa!… Así que volví al canto con el ánimo sosegado, elevando la mirada, de cuando en cuando, hacia la galería donde las nereidas habían ido acudiendo, convocadas por la novedad del cantor, pero Talia no se encontraba allí para escucharme.

- Ay de mí, desgraciado, ¿cómo acabará esto? Mucho me temo que todo lo que dijo la diosa cuando me aseguró que sufriría desgracias en el Ponto antes de regresar a mi patria, sea verdad, pues que ahora todo se va cumpliendo. !Ya de nubes ha ocultado Zeus el vasto cielo, mientras vientos de todas clases se lanzan con ímpetu y las tempestades agitan el Ponto! Seguro que ahora tendré una terrible muerte. ¡Felices tres y cuatro veces los dánaos que murieron en la vasta Troya por dar satisfacción a los Atridas! Ojalá hubiera muerto yo y me hubiera enfrentado con mi destino el día en que tantos troyanos lanzaban contra mí broncíneas lanzas alrededor del Pélida muerto.! Allí tendría ganados honores fúnebres y los aqueos celebrarían mi gloria, y no que ahora está determinado que sea sorprendido por una penosa muerte.

¡Qué podrían saber ellas de lo que mi alma padecía!… ¡Desaparecido sin pena ni gloria!, sin conocidos que lloren una vida breve y fulgurante, ni levanten una imperecedera estela en su honor… ¡olvidado!, ¡sumergido en un vasto mundo de silencio perenne donde todo se confunde; una joven vida que apenas ha conocido otra cosa que las calles y plazas de Esmirna y que, en su primer viaje a la Hélade, apenas tiene la oportunidad de descubrir la dulzura de Afrodita para acabar abatido en medio de un conflicto que le es totalmente ajeno!. Tanta era la tristeza con la que mis pensamiento investía el canto que, a cada nuevo verso, una mano invisible tocaba a los presentes, inundándoles de melancolía y moviéndoles a la compasión. Algunas muchachas habían enlazado sus manos, esperando que el próximo embate de la marejada las sorprendiera con la proximidad consoladora de la otra; más de uno me miraba con la boca medio abierta, provocando la sonrisa del vecino.

– ¡Ay de mi! Después de que Zeus me ha concedido inesperadamente ver la tierra tras cruzar de confín a confín este abismo marino, no encuentro por dónde salir del espumoso mar. Afuera las rocas son puntiagudas, y alrededor las olas se levantan rugientes, y la rompiente se yergue lisa y en su orilla el mar parece no tener fondo, pues no es posible hacer pie y escapar de lo peor. Temo que al querer salir me arrebate una gran ola y me lance contra la dura roca, malogrando mi esfuerzo. Y si sigo nadando a lo largo por si encuentro una playa donde rompa el mar sesgado o una ensenada que me albergue, temo que la marejada me arrebate de nuevo, arrastrándome al profundo Ponto abundante en peces sin tiempo para dar gritos de auxilio o que alguna deidad azuce desde el salado fondo a algún monstruo marino de los que cría la feroz Anfritite. ¡Pues me es claro el encono que me tiene el ilustre, el que a la tierra sacude.

No bien hube alcanzado ese punto, una cálida punzada se clavó en mi interior al ver aparecer a Talia de pié junto a las demás compañeras. Creí sonreírla, mientras ella permanecía erguida y seria; en nada semejante a las otras nereidas a las que había arrebatado el pudor y que derramaban lágrimas sin cuento.

– “Mientras estas cosas revolvía en su interior, entre su mente y su corazón, lo arrastró una gran ola contra la escarpada orilla, y allí se habría desgarrado la piel y roto los huesos si Atenea, la diosa de los glaucos ojos, no le hubiese inspirado en su mente lo siguiente: alargando las manos, asió la roca y se mantuvo en ella gimiendo hasta que pasó el embate. Y así logró esquivarlo, pero el reflujo lo golpeó cuando se apresuraba a evitarla y lo lanzó a lo lejos en el Ponto. Igual que al sacar un pulpo de su escondrijo se pegan a sus tentáculo multitud de lascas, así se quedo desgarrada en la roca la piel de sus robustas manos. Luego lo cubrió una gran ola, y allí habría muerto el desgraciado Odiseo contra lo dispuesto por el destino, si Atenea no le hubiera inspirado discreción; así que emergió del oleaje que rugía en dirección a la costa, y nadó a lo largo de la tierra, buscando alguna orilla en las olas batieses sesgadas o donde hubiese alguna ensenada. Así vino a encontrarse en la desembocadura de un río de hermosa corriente que le pareció el mejor lugar, libre de piedras y al abrigo del viento. Entonces, cuando sintió a la fluyente deidad la invocó en su corazón. ¡Atiende, soberano, quienquiera que seas; llego a ti, tras largas jornadas, escapando del mar y esquivando el acoso de su señor Poseidón. Las propias deidades inmortales muestran respeto al varón que a ellas llega, cual yo llego a tu corriente, abrazando tus rodillas después de mucho sufrir. Compadécete, soberano, pues ante ti vengo como suplicante!. Así hablo y el río detuvo al punto su corriente, retirando el oleaje, e hizo la calma delante de él, portándolo a salvo hasta la misma desembocadura.”


¡Al fin te dignaste, nereida! –Musité con orgullo–, mientras iniciaba en la cítara un largo pasaje instrumental que otorgase pausa y quietud tras tantas emociones. ¡Quien pudiera rendirse a tus pies para ser cautivo de tus deseos!, pero tu gesto severo y tu dura mirada no me presagia nada bueno! ¿Qué puedo hacer para devolverme a tu favor?. Será preciso que el relato se locuaz y entretenido para captar tu atención y templar ese ánimo de modo que se vuelva flexible a mis súplicas… Fue entonces, en el interior de mi mente que se dispuso el canto para dar nacimiento a los pensamientos de la princesa Nausicaa, la hija del señor de los feacios, pobladores de la isla a donde las tormentas habían conducido al hijo de Laertes, el paciente Odiseo. Y así se comenzó a desarrollar todo en un plácido canto; los dulces e inconfesados deseos de una doncella que comienza a soñar con su próximos esponsales; la tierna y comprensiva mirada del padre cuando le otorga el permiso para ausentarse de palacio con sus compañera y sirvientas hacia el río donde tener limpias las finas ropas de la familia y su propio ajuar; la embriagadora libertad que aleteaba los miembros, llevándola de lado a lado para cuidar de que todo estuviese bien dispuesto; el concienzudo trabajo, salpicado de comentarios, insinuaciones y risas, en fin, la lozana alegría que alborozaba a Nausicaa como si fuese una joven gacela, persiguiendo en el juego a las otras compañeras, corriendo entre gritos al ser descubierta en su guarida o saltando para dar alcance a la pelota de trapo antes de que llegase al grupo de sus compañeras. Así, poco a poco se fue creando la escena y a medida que ésta se desplegaba comprobaba como el júbilo contagiaba a los presentes y el rigor de Talia cedía, adueñándose de su rostro la ensoñación de la princesa.

Entonces arribé al instante en que era preciso presentar en escena al héroe en grave contraste con la grácil figura de Nausicaa
y las despreocupadas doncellas, que se distraían de las labores cotidianas. Así debía mostrarse el varón, curtido por el destino, con terrible figura, para suplicar su ayuda. ¡Qué más se podría pedir! –pensé al observar al público deseoso de saber qué ocurriría entonces.

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