viernes, 25 de mayo de 2007

Capítulo Decimoctavo




- “¡Dime!, Oh Diosa, lo que ocurrió cuando, al mostrarse la joven Eos de rosados dedos; Odiseo bajó del lecho de la divina Calipso, única entre las diosas. ¡Desgrana el canto por allí donde desee tu ánimo! Que nosotros, atentos, lo seguiremos.”

Tenía la intención de continuar el relato que la noche anterior iniciara mi maestro, pero con la emoción, me salió una invocación titubeante y atropellada. No obstante había conseguido que la gente se sentara a escuchar y que su interés creciese al tiempo que aguardaban a los siguientes versos.

- “Odiseo se vistió con la túnica y el manto; mientras que la ninfa se cubrió con una gran túnica blanca, fina y graciosa, colocando alrededor de su talle un hermoso cinturón de oro y un velo sobre la cabeza con la intención de disponer la marchar del magnánimo Odiseo. Le dio, entonces, una gran hacha de bronce bien manejable, afilada por ambos lados y con un hermoso mango de madera de olivo bien ajustado. También le dio una azuela bien aguzada, y emprendió el camino hacia el extremo de la isla donde habían crecido grandes árboles, alisos y álamos negros y abetos que ascienden hasta el cielo, de madera ya reseca para que, ligeros, pudiesen flotar en las aguas. Luego que le hubo mostrado los árboles, marchó Calipso hacia el palacio mientras él quedóse cortando los troncos; acabando con rapidez su trabajo. Veinte cayeron a tierra, cortados por el bronce, tras lo que los pulió con destreza y los regló con la cuerda. Tornó entre tanto Calipso con unos taladros y, después de que hubo perforado todos los troncos, los unió unos con otros y los ajusto con recias clavijas y juntas de firmes encaje. Cuanto redondearía las tablas para hacer la quilla de una amplia nave de carga un hombre buen conocedor del arte de construir, así se esforzó Odiseo para construirse la vasta almadía. Labró después la cubierta, adaptándola a espesas cuadernas y dándole remate con un piso de largas regalas; puso en el centro un mástil con su verga en lo alto y construyó un timón para gobernarla y tras protegerla por todas partes con mimbres entretejidos como defensa del oleaje, la lastró con abundante madera. Mientras tanto, Calipso, divina entre las diosas, le trajo un lienzo para las velas que Odiseo fabricó con gran habilidad, adaptando luego en ellas escotas, drizas y bolinas, tras lo que la echó por medio de unos parales al mar divino.”

A medida que cantaba, mayor seguridad y soltura adquiría mi voz y volaban a mi mente los versos que había repetido, una y otra vez, a los largo de mi educación. Y, aunque nada sabía de navegación, allí estaba la balsa, flotando en la amplia cala, preparada para llevar a Odiseo por las rutas del mar de vuelta a su patria. La mayoría del auditorio no conocería el duro trajinar del marino, pero escuchaban con embeleso la destreza de Odiseo, haciendo suya la diligencia con que se aprestaba para afrontar la aventura de su regreso.

- “Al cuarto día ya tenía todo preparado. Y al quinto la divina Calipso lo dejó marchar de la isla después de lavarlo y vestirlo con ropas perfumadas. Entrególe además un odre de negro vino, otro grande de agua y un morral con víveres, y le añadió muchos manjares, gratos al ánimo; después le procuró un viento próspero y suave. Gozando de aquel dulce viento, desplegó las velas el divino Odiseo y, sentándose, comenzó a gobernar hábilmente con el timón la balsa; sin que cayese el sueño en sus párpados, pues velaba vuelto a las Pléyades, al Boyero de ocaso tardío, y a la Osa que otros dan por nombre el Carro, y que gira siempre en el mismo lugar, al acecho de Orión, y no se baña nunca en las aguas del océano. La divina Calipso, en efecto, le había ordenado que mantuviera la Osa a la mano izquierda durante la travesía. Diecisiete días navegó, atravesando el mar, y al decimoctavo pudo ver los umbrosos montes del país de los Feacios en la parte más cercana, apareciéndole como un escudo en medio del oscuro Ponto.”

No pudo Demódoco por menos que alzar el rostro con agrado al escuchar, pues el canto cuadraba como ninguno en mostrar el rostro benévolo de la divina Calipso, iniciando al héroe, tras la última prueba, en el camino de regreso a la tierra patria a través del inmenso mar, donde no existen rutas trazadas. …¡Tampoco es pequeña la travesía que tengo yo aquí delante! –sonrió al pensar el anciano. ¡Mas me vale encomendarme también a Atenea protectora de los pilotos para trazar con tino mi discurso!…
- No es mucho lo que puedo deciros en este instante, Acasto, – comenzó el aedo– pero, esta tarde, mientras volvíamos desde la acrópolis, me hablabas de las excelencias de Aristeo, asegurando que eran en todo dignas de vuestro padre.
- Así es, Demódoco – contestó el Pentarca.
- Al hablarme como hiciste, – prosiguió Demódoco– entendí que Hipomenes no tuvo durante toda su vida otro aliento que el de devolver a su linaje el poder que tuvo antaño en Pagasa. ¿No?
- Y así fue, en efecto –asintió Acasto.
- Y, recuerdo vivamente que me referisteis una sentencia que usaba para exhortaros. ¿recuerdas cuál era?
- Claro, Anciano. Hipomenes nos repetía que cuanto más cerca nos encontrásemos de la bahía de la diosa Tetis, mayor habría de ser nuestra cautela y determinación; solía decir que había que aprender a ocultar nuestras intenciones y controlar nuestros sentimientos, procurándonos siempre varias opciones para cada dificultad. Y repetía para exhortarnos: “si no puedo engañarlos, los compraré, si no puedo comprarlos, los conquistaré, si no puedo conquistarlos, los destruiré.”
- Te lo agradezco, Acasto. –Aprobó el aedo– Sin embargo, hemos de convenir que él no pudo ver su gran ambición culminada. ¿No es así?
- Tal como afirmas. –Asintió el Pentarca– Hipomenes murió en Pagasa pero, aunque pudo ver a su hijo aceptado por el consejo, no pudo conseguir que su linaje recuperase su derecho al trono de Yolcos.
- He de confesaros –prosiguió Demódoco dando un giro a la conversación– que al principio la composición que me hice de los asuntos de Magnesia era harto confusa. A menudo un extranjero, cuando llega por vez primera a otra tierra, se asemeja mucho a un ciego. ¡Imaginadme pues, ciego por partida doble! Así andaba, tanteando el terreno para poder reconocerlo. Con toda seguridad me dejé impresionar por el templo y esta sorprendente taberna. Las conversaciones que en ella escuché contribuyeron a que mi mente comenzase a dejarse obsesionar por ciertos aspectos de la rivalidad habida entre pelasgos y dorios en lo referente a los ritos femeninos; enredándome sin remedio. Sin embargo, la caída de Dryade hizo el peligro tan inminente, que mis pasos se volvieron de nuevo hacia otro punto de vista con los que considerar los asuntos que habían suscitado mi viaje: ¿por qué Aristeo, señor del Pináculo de Tántalo, nombrado para la atender de la frontera de magnesia, había extendido sus territorios de una forma tan provocadora, como contraria a justicia? Y ¿por qué lo había hecho tras la muerte del Rey Quirón, aliado de la liga? ¿Lo sabes tú?
- No. –Contestó con seriedad Acasto– Aristeo nunca me ha consultado los asuntos que tienen que ver con los colonos. Los suele tratar con los agrimensores y administradores.
- He de creerte, Acasto, –concedió en aedo– pero, sin duda, no serás ajeno a la conducta de vuestros mercenarios, un vez comenzaron los ataques a las granjas y los saqueos. Sin embargo, al parecer, no se tomó ninguna medida. ¿Por qué?
- Por supuesto que lo tratamos en consejo – Contestó Acasto con brusquedad, pues comenzaba a darse cuenta de que Demódoco lo interrogaba sin contemplaciones–. Aristeo hizo ver que la prudencia nos aconsejaba permanecer a la expectativa, pues no teníamos suficiente tropas para atacar a los centauros en su propio territorio sin vernos obligados a dejar desprotegida la ciudadela. Sus ataques eran violentos, concecía, pero estaba convencido de que, tal como habían aparecido, volverían a desaparecer. Así pues, confiábamos que, como otras veces, terminarían por cansarse y volverían de nuevo a enredarse en sus propias disputas.
- Pero no ha sido así ¿no? – Insistió el anciano–. ¿Podéis conjeturar qué plan podrían seguir los centauros hyperiones? ¿Cuáles eran sus objetivos?
- No, en efecto. –contestó-. Los centauros, entre tanto, encontraron un hegemón en el hermano de Quirón y sus ataques ya no fueron furiosos y repentinos, sino que se hicieron constantes y premeditados.
- ¿Podrías decirme si hallasteis alguna razón para ese extraño proceder? – quiso saber Demódoco.
- Lo ignoro. –Confesó el Pentarca– Si lo supiera, podríamos haber intentado alguna solución.
- Bien Acasto. A ver si yo me he enterado correctamente. Convengamos que, actuando de modo aparentemente inoportuno e inadecuado, Aristeo provoca la furia de los centauros, pero esta comienza bien pronto a no corresponderse en nada con su forma habitual de tomar venganza. ¿Dirías tú que su cambio podría deberse a que estuviesen siguiendo a un nuevo estratega?
- Podría ser, Demódoco –Concedió Acasto- . Ni siquiera hemos podido mandar emisarios para llegar a alguna forma de mediación. Pero de estar guiados por algún extranjero ¿no crees que nuestros informadores lo hubieran descubierto?
- Antes de poder responder –Advirtió Demódoco-, debemos continuar considerando juntos estos hechos, Acasto. De los sucesos de Dryade se desprende que los centauros parecen demostrar unos conocimientos bélicos que muy pocos saben desplegar por estas tierras. Quiero decir que han demostrado saber como trazar minas en el interior de los taludes de las murallas hasta desmoronarlas, así mismo, han tenido la presencia de ánimo necesarias para cumplir un asedio completo y, lo que culmina nuestra sorpresa, han mostrado un reciente e inesperado interés por el arte de la metalurgia. ¿No es así?
- Sin duda, y es de lo más extraño – Convino Acasto.
- Recuerdo – prosiguió Demódoco- que cuando Aristeo me condujo a la terraza de palacio, llamó mi atención sobre la inteligencia que demostraban los centauros al prepararse para el asedio de la ciudadela. ¿Crees que Aristeo también quería sugerir que alguien ajeno a los hyperiones podría estar guiándolos?
- Podría ser una explicación, pero me sorprende que albergando tal sospecha, Aristeo no me hubiese comentado nada. – comentó el Pentarca.
- Pero caso de aceptar esa posibilidad –Continuó el aedo–, concluiríamos que, como sin duda no se te escapa, los asuntos podrían llegar a enredarse más aun. ¿Quien podría tener interés en hacerse con la fragua de Dryade y acabar con la guarnición para dominar los pasos del Pelión? Y abordando el verdadero peligro, ¿quien se beneficiaría de que la guerra se extendiese por toda Magnesia, dominando las fronteras con Tracia y cercando las llanura de la fértil Larissa?…

Acasto y los presentes guardaron un sombrío silencio, pues las preguntas que había dejado caer Demódoco entrañaban implicaciones tan graves como sombrías. Etón estaba tenso, con las dos manos sobre la mesa, mirando nervioso en derredor, a pesar de que todo permanecía en calma, pues la gente estaba distraída con el canto.

- Pero, si las cosas pueden llegar a este punto, ¡Dime Acasto! ¿Cuál sería la posición de vuestro señor hermano? –preguntó el aedo con violencia para probar al Pentarca– ¿Por qué no han intervenido hasta ahora esas fuerzas mercenarias que Hipomenes adiestró, en las que os formasteis y que Aristeo continúa aumentando? ¿Acaso no podrían haber obligado a los centauros de regresar a sus campamentos antes de asolar Dryade y cercar la ciudadela?
- ¡No sigas, Aedo! ¡No he de escuchar ni un instante más insinuaciones que no hacen sino infamar a mi Señor Aristeo y a mí mismo! – exclamó el Pentarca, mientras se erguía con el rostro acalorado por la ira, apoyando las manos firmemente sobre la mesa que contenía, temblando, su poderosa fuerza. Por un momento el pecho ascendía y bajaba con violencia hasta que, con un lento pero profundo suspiro consiguió de nuevo refrenarse y hablar de manera sosegada.
- Nos hacéis responsables de la destrucción de Dryade como si fuese parte de un plan premeditado, de tal monstruosidad, que mi ánimo no lo puede aceptar. ¡Juro por la tierra, Demódoco, y por la cabeza de mi madre, Euriclea, que yo no he tenido nada que ver en esa horrible matanza!… Y ahora, he de irme a cumplir con mi obligación, pues no se si podré contenerme una tercera vez.

Demódoco se alzó con tanta rapidez que Acasto no tuvo tiempo de retirarse. El anciano, con increíble y tenaz fuerza, le asió por los hombros, atrayéndole hacia sí como para transmitirle, sólo a él, un secreto.

- ¡Pentarca!… ¿Queréis saber o no, lo que ha provocado esta tarde mi alarma? Si accedéis a escucharme, os lo diré…pero antes, volvamos a sentarnos, pues las miradas nos acechan y no es conveniente, en las presentes circunstancias, que os vean alterado por culpa de un forastero.

Efectivamente, a pesar de que yo cantaba con pasión los denodados esfuerzos de Odiseo por salvar su vida, no fueron pocos los que desviaron su vista hacia el grupo donde estaban Demódoco y el Pentarca. Ambos se habían vuelto a sentar, pero ni por esas dejó Demódoco de liberar los poderosos brazos del Pentarca.

- Cuando rememoro mi conversación con Aristeo –prosiguió con calma y seguridad el anciano aedo–, llama mi atención, una y otra vez, que tratase de distraer mi atención hacia asuntos triviales que mantuviesen mi mente ocupada. Cuando le pregunté por su interpretación de los planes bélicos de los centauros ¿sabes lo que me contestó? Según él, los centauros no tendrían otro objetivo que la mera destrucción de la ciudadela. Y esto a causa de que, según él, los centauros no estaban preparados para los irremediables cambios que la expansión de los aqueos estaba provocando. Tal conjetura sobre las motivaciones de los centauros me pareció al principio una extraña sugerencia. Me refiero a que sería un modo melancólico de afrontar el destino de su forma de vida. Sin embargo, algo más tarde… relacionando el relato de vuestra madre con el retrato de Hipomenes que me ofrecisteis mientras descendíamos hacia la taberna, una nueva luz se hizo en mi interior que me permitía ver hacia delante y hacia atrás lo que había ocurrió y lo que estaba por venir …
- ¡Queréis dejar de hacer el relato tan largo como nuestro regreso e ir directamente al asunto! – protestó Acasto, con impaciencia.
- Sí, tenéis razón… ¡Disculpad! –Titubeó Demódoco– Lo que quiero deciros es que mientras Aristeo trataba de hacer convincente esta imagen de las intenciones de los Centauros, lo recreó de un modo tan poético que en su interior creí descubrir las semillas de una verdad bien distinta.
- Sigo sin entender. –Protestó Acasto– Como no me deis nada concreto a lo que asirme, no pensare sino que los dioses os han arrebatado las mientes de las que tanto os gloriáis y no hacéis más que desvariar.
- Ya, ya voy…–rezongaba el aedo y por un instante distraído.

Pero… ¿Qué le había perturbado, robándole su concentración? ¿Tal vez había sido mi canto, el que le había robado la atención?… Un escalofrío recorrió su espalda de arriba a abajo, al percatarse de que yo estaba comenzando a improvisar ante su primer auditorio. Eso había sido, sin duda, lo que le arrebataba sin remedio del hilo de su discurso, colocando una sonrisa de reconocimiento allí donde la mirada no podía traslucir su asombro.

- “Lo descubrió entonces Ino Leucotea, la de hermosos tobillos, la hija Cadmo que en tiempos fue una mortal con voz humana, pero que ahora participaba del honor de los dioses en el fondo del mar. Compadeciéndose de Odiseo, pues sufría pesares yendo a la deriva; salió de las aguas semejante a una gran gaviota y, posándose en la balsa junto a él, le habló de este modo: <¡Desdichado! ¿Por qué con tal encono se ha encolerizado contigo Poseidón, el que sacude la tierra, para sembrarte de males de este modo? Es seguro que no habrá de destruirte por mucho que se ofusque; por lo tanto, obra de la siguiente manera, pues no me pareces andar falto de entendimiento. Despójate de esas vestiduras que en nada te convienen y abandona la balsa al poder de los vientos; entre tanto, bracea esforzándote por alcanzar la tierra de los Feacios, pues allí te está destinada la salvación. Vamos, toma este mantellina inmortal y extiéndela del pecho para abajo; no habrás de temer con ella, ni a los dolores ni a la muerte. Mas, cuando alcances con tus manos la tierra firme, libérala en seguida y arrójalo al ponto rojo como el vino, lejos de la firme tierra, manteniéndote apartado> Así dijo, entregándole el velo; tras lo que se sumergió en el alborotado Ponto, al igual que una gaviota, tragándosela una negra ola.

¿Por qué había insertado esa escena? –Me interrogaría Demódoco días más tarde, tratando de dar satisfacción a las preguntas que le asaltaron esa noche– ¿Por que hacer surgir a una diosa mostrando piedad por el destino de Odiseo? ¿Cuál era el sentido de esa asombrosa mantellina en la que le hizo envolverse para preservarle de toda fatalidad hasta llegar a tierra firme? Demódoco no dejaba de admirarse, pues el efecto que yo había conseguido era grandioso de pura sencillez. Por un instante, Leucotea –cuyo nombre era también el de la diosa Calipso y Tetis- coincidía con Atenea, la hija de Zeus, en prestar su auxilio al sufrido héroe para que renazca de la espuma y pueda regresar entre los demás mortales. Aquello le parecía asombroso, pero… ¿Con que fin –se preguntaba– había tejido en el canto ese exquisito brocado de imágenes y ecos?…

- ¡Señor!… ¿Qué os ocurre?… – preguntaba, extrañado, el tabernero.
- ¡Ah, sí!… –dijo Demódoco, recuperándose rápidamente– Disculpadme…Bien, considerad con detenimiento lo que se manifestó a mi corazón y a mi mente… –Continuó el aedo retomando el hilo– ¿Que suponemos que hizo Hipomenes cuando regresó a Pagasa? No nos resulta nada extraño que comprase para su hijo el favor del consejo de Yolcos. ¿A cambio de qué? Hemos de suponer que su fortuna era grande, pero la seguridad nunca se ha comprado con dinero, así que adquiere para su hijo una posición a cambio de no volver a hacer ninguna reivindicación, ni intentar revancha alguna. Con ello, es cierto, su ambición no se vio culminada, pero dejaba a su hijo en el camino. ¿No os lo parece, Acasto?
- Así podría haber sido. –Admitió todavía desorientado el Pentarca.
- A partir de ahí –prosiguió con una sonrisa Demódoco–, le tocaba a Aristeo hacer uso de las excelencias heredadas de su padre, como nos recordaste, y trabar con astucia, una audaz estrategia para ir a la conquista de una nueva posición. Lo primero que necesitaba era una base, un enclave donde asentarse y luego, más tarde, seguidores. Aceptó, para alegría de los notables de Yolcos, trasladarse a Tántalo; por entonces, un nido de águilas construido para vigilar las lindes con las tribus magnesias. Pero, con sentido práctico y gran disimulo, emprendió la colonización del valle del Anuros, trayendo gente de muchos sitios; gente que le serían fieles llegada la ocasión. En Yolcos les pareció un alivio que Aristeo se dedicase a mejorar las condiciones del limen magnesio; volviendo habitable lo que antes era un perdido castro en medio de la montaña. Mas, una vez dado ese paso, otros le fueron a la zaga. Efectivamente, los colonos demandaban herramientas y se abrían almacenes para abastecerlos, además, bajo la aceptable cobertura de la protección de las cosechas y del incipiente mercadeo poco a poco fueron engrosándose las edificaciones en el exterior de la acrópolis. Con lo que tomó forma su siguiente demanda: la construcción de la muralla. Aristeo propuso al consejo, de forma conveniente y persuasiva, la construcción de un recinto amurallado. Evidentemente los señores de Yolcos respondieron con prudencia que no había dinero en las arcas para tal gasto y que tendría que conformarse, como en otros lugares, con una empalizada. ¿Voy desencaminado, Acasto?
- No está muy lejos de lo que sucedió –convino el Pentarca.
- Aristeo –continuó el anciano–, les convencería de que se estaban originando tributos para Yolcos con el comercio y que él mismo costearía la edificación, si permitían construir unas murallas y trazar nuevos terrenos dentro del recinto. A lo que, por lo que se ve, consintieron. Así que, siguiendo con los contactos hechos en vida por su padre, Aristeo trajo ayuda de expertos para edificar la muralla. Pero, para que comprobéis que en todo esto también juegan su parte los dioses, el siguiente suceso no tuvo nada que ver con la previsión de Aristeo, sino que fue un regalo del consejo, fruto de la inepta gestión de los asuntos de la ciudad. Me refiero a la llegada de Plastene a Tántalo y la construcción del Templo. Por lo que he podido entender, alguien en Yolcos creyó que, al igual que en el Ática, se podría poner fin a las rivalidades entre los cultos dorios y los autóctonos, reformando el culto de Tetis, sin saber que este culto estaba enraizado, no ya en la bahía, sino también entre varias tribus a lo largo de las costas y de distantes islas. Tan torpe visión condujo a la expulsión de la escuela de nereidas de todos los recintos de la bahía y el sometimiento de los templos de la triple diosa a un único templo radicado en Yolcos. Aristeo, conocedor de la importancia política de la diosa –no en vano su padre se había movido por todas las costas–, se apresuró a acoger a la escuela de nereidas del puerto de Malea, donde estaba siendo iniciada la princesa de los centauros hyperiones, Plastene. ¿Estoy en lo cierto, Etón?
- No te equivocas. –Contestó el tabernero.
- No me extrañaría nada –prosiguió– que una vez que estuviera asentada la colmena, Aristeo pasase a acrecentar el odio de Plastene hacia los dorios y la sed de venganza. De todos es sabido que compartir un enemigo, une con mayor fuerza que cualquier otro interés común. Anoche pude darme cuenta de lo mucho que se conocen entre sí; no dejaron de mostrarme una animadversión tan sutil que se podía sentir la profunda familiaridad que se tenían. Pero ¿Por qué habían dispuesto esa parodia para mí? Pero, dejemos esto para más adelante y sigamos con la reconstrucción del proceder de Aristeo, ahora con una nueva aliada. Yo conjeturo que sería hasta cierto punto admisible que entre ellos se hubiera podido establecer una alianza política mediante un acuerdo matrimonial, pero para que tal ventajoso acuerdo fraguase, había que enfrentarse a un obstáculo infranqueable: el rey Quirón, padre de Plastene, aliado de los aqueos y una pieza clave en el equilibrio entre las tribus magnesias. Sin embargo, supongo que, llegado a ese punto, Aristeo descubrió que ya era tarde para contemplaciones y que, en esta ocasión, el obstáculo debía ser destruido. Accidentalmente Quirón muere de las heridas causadas por un jabalí en una partida de caza por las estribaciones del Pelión; esta circunstancia es utilizada por Aristeo con una rapidez inusitada. Sabedor de la rivalidad entre los hermanos y de la importancia de la mujer en la transmisión de la soberanía, concibe una excusa para provocar a los centauros y favorecer un líder más próximo a sus ambiciones.

Demódoco estaba sediento, con la boca pastosa y el estómago vacío. A su edad, no era mucho lo que necesitaba para sentirse recuperado, por lo que debía llevarse algo a la boca, aunque fuese un poco de carne seca o un trozo de pan duro. Así que hizo una breve pausa, pero cuando iba a pedirle al tabernero que le acercase un poco de vino, se detuvo pensativo… ¡ya no podía fiarse de nadie!, así que se contentó con algunas aceitunas que comió acompañadas de pan mientras se concedía un poco de tranquilidad y descanso.

- Entre tanto, –prosiguió Demódoco, mientras daba cuenta de la última aceituna y dejaba el güito en el cuenco vacío–… los preparativos de Aristeo continúan. Necesita dos cosas en su inminente conflicto con Yolcos: hacerse con el control de los desfiladeros del Pelión y abastecerse de armas; ambas cosas las consigue con la toma de Dryade. ¿Cómo lo hizo? Nada tan sencillo. Conocedor de las técnicas lidias de asalto, Aristeo enseña a los sitiadores a derrumbar fácilmente el recinto; se hace con la fragua, aniquila a la guarnición y toma posiciones en los pasos que comunican con Tesalia; como me señaló Ileo la otra noche. Una vez tomados los pasos entre el Pelión y Yolcos, consigue con ello que la ciudadela no puede recibir refuerzos de los Lapitas del Lago Boibe; sólo le queda aguardar, como la araña en la tela, a que las fuerzas de Yolcos intenten ascender a sofocar la revuelta. Las fuerzas mercenarias estarán preparadas una vez hayan sido desembarcadas en Milopótamos; mientras otras se dirigirán, a su debido tiempo, directamente contra los principales puertos de la bahía. Todo habría marchado sobre ruedas, si no fuese porque, un poco antes de su desenlace, aparece un molesto forastero que levanta sospechas y temores… entonces deciden, como es su costumbre, confundirme, enredándome en un sin fin de sospechas sobre Plastene o engatusarme con disquisiciones sobre los misterios del canto, todo con tal de impedirme que considerase una conspiración contra Yolcos. Yo, en efecto, me dejé enredar. Le dije que Liga le hacía el único responsable de lo sucedido y que Yolcos no tiene pensado enviar tropas para pacificar el Pelión. ¡La frustración de Aristeo debió ser enorme! ¡Todo ese esfuerzo para conseguir una posición más encumbrada y un nuevo aliado entre las tribus Magnesias! Y se veían en riesgo de perder los dos objetivos principales: la venganza sobre Yolcos y el trono.
- Entonces – prosigue con pasión- decide jugárselo todo a una sola baza. Debe conseguir, como sea, alejarme de la ciudadela y provocar que las tropas de Yolcos suban por esos desfiladeros. Con ese fin, monta una pantomima, realizando un sacrificio a Atenea y declarando solemnemente a continuación la ruptura con su propio linaje, con lo que me comprometía, como delegado de la Liga, con su protección y con la suerte de la ciudadela. ¡Aquello estaba fuera de toda expectativa!… ¿Qué tramaba, me preguntaba mientras volvíamos? No supe lo que os he relatado, hasta que me referisteis esa sentencia cuya parte final me aterró: “…
si no puedo comprarlos, los conquistaré, si no puedo conquistarlos, los destruiré.”…

El silencio se cernió de nuevo sobre los presentes como una densa oscuridad. Esta vez Acasto separo lentamente el taburete de la larga mesa y, con igual lentitud, observó a Demódoco y a los presentes. Sólo entonces posó sus manos sobre los muslos y bajando la cabeza dijo.

- Habréis de disculparme, venerable anciano –comenzó el Pentarca con dificultad–, pero me es imposible aceptar las acusaciones que habéis hecho. Aun aceptando parte de la reconstrucción de vuestro relato, no llego a comprender como extraéis esas crueles consideraciones sobre Aristeo y su conducta. Entre vos y yo hay mucha diferencia. Vos sois un sabio, mientras que yo soy un hombre de armas; vos componéis cantos y relatos sobre héroes y dioses. Vuestro es el dominio de la trama y del ritmo; yo he aprendido a recorrer desde mi infancia el camino del esfuerzo… Habéis compuesto, sin duda, una aventura asombrosa, aedo – prosiguió con más calma Acasto, tras un breve descanso–, como tenéis por uso en vuestro oficio. Sin embargo, de lo que habéis relatado no conocisteis nada que no fuera referido por otros y, aún así, ya os creéis con el conocimiento suficiente para abarcarlo todo, hasta lo que se guarda oculto en las entrañas de los hombres. ¡Venerable anciano!, soy un guerrero, apegado a los hechos y éstos son, por ahora, muy precisos: el señor de mi linaje es Aristeo, mi hermano de leche, y no me cabría mayor anhelo para mí que luchar por la suerte del linaje de los Hermones y, si así lo decretase la negra Ker, morir valientemente por ello.

Demódoco se levantó al mismo tiempo que el Pentarca, como si quisiera acompañarlo hacia la salida, pero, cuando hubo dado la vuelta a la larga mesa y estuvo a su altura, puso una mano sobre su hombro.

- Si es verdad lo que decís, Acasto, entonces temo por vos. Porque si yo estoy en lo cierto y vos equivocado, Aristeo no querrá dejar ningún testigo directo de una estrategia que se hará cada vez más cruel. Pero, no hay tiempo, querido Acasto. Estoy convencido de que Aristeo debe estar concertando la reunificación de las fuerzas para tomar posiciones. Si nada lo remedia, pronto llegará el momento en que el Pentarca deba luchar heroicamente en la defensa del Pináculo de Tántalo…y morir. ¿De qué otra forma crees que podría atraer a las tropas de Yolcos y a los Lapitas de Boibe, si no es con la caída de Tántalo? Y con ello borraría definitivamente toda sospecha que pudiera recaer sobre él, pues ¿A quién se le va a ocurrir que Aristeo planease la destrucción de la ciudadela, por la que se había esforzado tanto? Además, destruidas las fuerzas de Yolcos, podría aparecer como pacificador, estableciendo una conveniente alianza con los hyperiones a través de un matrimonio con Plastene y reclamando a cambio el ansiado trono. ¡Medítalo! ¿No da, con todo ello, por fin cumplimiento a su ambición, al odio de Plastene y al deseo de su padre? Sopésalo con calma y recuerda la estrategia del linaje de Hermón que Aristeo no ha dejado de seguir:

“si no puedo engañarlos, los compraré, si no puedo comprarlos, los conquistaré, si no puedo conquistarlos, los destruiré.”…

El Pentarca puso por un instante su mano sobre la del anciano aedo, queriendo transmitirle su afecto y, sobre todo, que no se marchaba resentido; luego, inclinando hacia los demás la cabeza a modo de saludo, giró sobre sí y salió con amplias zancadas hacia la puerta. La gente se volvía a su paso; algunos lo descubrían por vez primera y no sabían que concluir de su presencia en la taberna a tales horas. Otros ojos, que ya se habían fijado en Acasto desde hacía tiempo, temieron que una conversación tan prolongada no presagiara nada bueno.


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