viernes, 4 de mayo de 2007

Capítulo Decimoquinto




Aquella mañana me desperté reconociendo aquellos sonidos que acompañaron mi infancia y que me guiaban como brillantes luciérnagas cuando regresaba de la aterradora oscuridad del sueño. El breve chasquido de los cobertores, al ser sacudidos al aire fresco de la galería; el rápido trasiego de los cántaros, haciendo brotar de su interior el dulce gorgojeo; éstas y otras coincidencias animaron en mí el eco de una alegría que creí olvidada y que me permitió, con placentera morosidad, ir recuperándome del letargo; retomando, primero, la posición del cuerpo, arrebujado bajo el cobertor como gazapo en madriguera; después, al acecho del siguiente siseo que la escoba de retama despertaba sobre las losetas; finalmente, dejando perezosamente vagar la mirada en lento recorrido por la estancia, al tiempo que paladeaba con desagrado mi pastosa lengua.

La claridad que se vertía a raudales, alegraba la estancia, pues en otras similares en las que habíamos tenido que dormir, la luz que llegaba –tan sórdidas eran a menudos nuestros lechos—, solía ser tan mortecina que uno se entristecía hasta de despertar. Esta sala, sin embargo, estaba recorrida de lado a lado por una franja de ventanas de papel acerado, cuyas celosías dibujaban bellas figuras en las paredes festoneadas de relumbrantes reflejos.
Cuando por fin salí de la sala, me llevé una sorpresa al encontrarme con una niña, sentada junto a la puerta, moviendo los pies en nervioso balanceo, de atrás adelante, de adelante hacia atrás. Aquel tedioso ejercicio se acabó no bien traspuse el umbral, ya que, animada por una repentina energía, se irguió de un salto brindándome salud en el nuevo día con una amplia sonrisa que se detuvo, resplandeciente, en su alegre rostro.

- Si queréis lavaros y…esas cosas, yo sé el camino. –dijo, mirándome con expectación, sin saber que acomodo dar a sus pies, ni donde pararían sus manos.
- Muy bien, te sigo. –Contesté después de simular que reflexionaba la proposición, lo que, por supuesto, no hizo sino acrecentar su agitación.

La niña me condujo a la esquina del mégaron donde, tras una estera de esparto, se ocultaba un corredor de luz tan tenue que, al salir la claridad, tuve que cerrar los ojos para no deslumbrarme. Una vez me hube acostumbrado pude ver que ante mí se abría una amplísimo recinto, con tres niveles que se comunicaban bajando amplios escalones de cantos de piedra en sardinel. Las paredes estaban bastamente lucidas de arenisca rosada mezclada con yeso, lo que les daba un brillo característico. La edificación era tan reciente que no había ni rastro de humo ni grasa que lo cubriese con su untuosa huella.

Nada más acceder al primer rellano se encontraba el horno de pan; una construcción encalada, panda como una mujer encinta, a cuyo gobierno estaban dos vigorosas panaderas, con el pelo recogido con un pañuelo y el torso desnudo debido a las altas temperaturas que habían de soportar cada vez que se introducían los palones para trajinar con las hogazas. Justo al lado del horno se abría una puerta a través de la que se divisaba un sucio corral al que se abrían las cochiqueras y gallineros, los pesebres y los silos. El corral estaba, a su vez, abierto por medio de un elevado portillo a lo que parecía el lateral del palacio que comunicaba con la explanada donde se encontraban los altares. Por allí debían acceder las carretas que llevaban los suministros a la casa.

Al descender el breve tramo de escalones, la cocina se ampliaba y se extendía hacia la izquierda, apoyándose sobre los relieves de la roca. La pared de la izquierda, larga como era, estaba horadada por amplias aberturas que mostraban los hornos para la carne, las parrillas de refulgentes carbones y el depósito que recibía la leña nueva, para proveer después, conforme a las necesidades, de madera a cada horno. El calor allí sería insoportable si no fuera por unos ventanucos que permitían el intercambio constante de aire. Allí también se afanaban las mujeres con igual vigor y desnudez, pero a ellas no parecía importarle, en cuanto a mí, me habían inquietado más las vaporosas muselinas que cubrían a Plastene que la oronda musculatura de las fogoneras.

El último tramo estaba ocupado por dos amplias mesas de madera de sabina, veteada y olorosa, donde jóvenes sirvientes partían verdura, molían condimentos, troceaban las aves o componían las fuentes. En uno de los laterales había dos grandes pilas de piedra labrada, una llena de agua sucia y grasienta a cuyo lado se escurrían perolos y jofainas, frascos y escudillas. En la pared opuesta había un pequeño y bajo hornillo de cocina, con seis fogones fabricados de un barro especial que resistían el fuego directo sin quebrarse y cuyos anillos concéntricos podían retirarse o añadirse para hacer el fuego más o menos vivo.

Junto a los fogones se alineaban amplias alacenas a cuyos pies descansaban los cántaros con el agua. En la esquina se abría una puerta tachonada de hierro, por la que se bajaba a la despensa, una habitación oscura y fría, donde se guardaba la harina, el aceite, los cántaros con la cecina, los quesos curándose, los grandes toneles de vino puro y los arcones con vestidos, regios regalos y tesoros. Ese era el depósito del palacio, un lugar al que sólo podía accederse llevado por la despensera quien guardaría, celosamente, las llaves de su caudal.

Mientras admiraba todo esto no hice sino sonreír a todo aquel con quien me cruzaba. El personal estaba ocupado cada uno con una tarea precisa, pues se aproximaba la hora en la que se hacía el primer alto de la mañana, cuando el sol llegaba a la mitad de su recorrido. Bien se veía que debían estar advertidos de quién era, pues a cada instante se detenían o demoraban para sonreír o saludarme con alguna amable palabra en dialectos que apenas entendía. Así que yo hice otro tanto, compartiendo en dulce lidio la alegría de encontrarnos en la claridad de la mañana. Y así avanzaba, como un trompo, impulsado o detenido a cada encuentro, girando y frenando mi paso, hasta que la niña se me acercaba y tiraba de mi ropa para proseguir el camino.

Nada más entrar, me había dirigido al corral, a dar satisfacción a mis urgencias, después descendí al último rellano, hacia el pilón de agua limpia para llenar el hueco de mis manos de ese líquido claro y sorprendente. Entonces, levanté las palmas rebosantes de agua hasta la altura del rostro, mientras las gotas resbalaban por entre los dedos; por tres veces lo hice, y a la cuarta la derramé sobre la cabeza y lavé mi rostro. Tras esta prescrita ablución, me abrí la almilla y, desnudando el torso, procedí a lavarme. Cuando hube terminado, me encontraba observado por cuanta servidumbre se hallaba en aquellos momentos en las cocinas. Una recatada sirvienta me acercó un lienzo limpio sin dejar de sonreírse con disimulo, lo que produjo en mí la extraña sensación de haber sido espiado con festiva curiosidad. Entonces, como pilluelo de mercado, se me ocurrió emerger lentamente de detrás del lienzo con la semblanza de una joven de turbada timidez; lo que hizo que las risas se extendieran por la cocina como vuela la harina al dejar caer la masa en la artesa. Todavía sonriendo cada uno regresó a su ocupación, mientras me sirvieron pan reciente, un cántaro con leche, fruta y un humeante cuenco de sopa. Demasiada comida –pensé—, aunque estaba hambriento.

- Comed, joven kouros, que estáis aun despuntando. –Me dijo en lidio una sonriente matrona de oscuro vestido, aunque impecable, quien debería ser sin duda la despensera.
- ¡Cómo! ¿Sois lidia? –le pregunté, mientras mordía el pan caliente— ¿De dónde venís, pues no reconozco ese deje vuestro?..
- No, muchacho, –Contestó la mujer— soy de Creta, cuna del rey Minos, pero he ido aprendiendo el lidio desde mi juventud… pero aguarda, que ya siento que se acerca Megara con nuestro venerable aedo. Vuestra sorpresa no va a ser ni la cuarta parte de la suya…

En Efecto, la niña caminaba hacia la mesa despacio y con cuidado, mientras Demódoco la seguía con el rostro elevado, absorbiendo los olores y sonriendo abiertamente. Luego que llegó a la mesa y se hubo sentado, la despensera le colocó una bandeja que contenía una escudilla de gachas con vino y requesón.

- ! Gachas con vino! –exclamó complacido en anciano— Hacía años que no desayunaba estas gachas… desde que estuve en Festo, en la corte del rey Toante, cuando no era más que un joven citarista en busca de un destino.
- Entonces puedes comerlas a gusto –añadió la despensera—, aquí ya no hay nadie que os reclame y os eche a perder el momento.
- ¡Esa voz!… –se sorprendió Demódoco, girándose hacia donde estaba la despensera— Esa voz la conozco… Hubo una joven, camarera de la hija de Toante… ¿Euriclea?… ¿Sois vos?… No es posible… Femio, dime, ¿Es alta, de cabellos cobrizos y sonrientes ojos verdes?

Entonces Euriclea se sentó junto al aedo y cogiéndole las manos se las llevó al rostro. Mi maestro estaba aturdido, dejándose guiar. Así se estuvo un tiempo, callado, interrogando con sus manos el rostro de Euriclea. Por fin, cuando ninguna duda le cupo, dejó que las lágrimas hablasen por él. Con la emoción, la gente que atendía a la cocina fue acercándose y hasta las camareras y coperos que se llegaban en busca de lo necesario para el almuerzo, interrogaban a los presentes con voz queda. Cuando dejó de correr toda la pena y la alegría por sus ojos sin vida, Demódoco liberó una mano del cariñoso aprieto y acarició con ella el cabello de la mujer. Ella, sonriendo entre llantos, se irguió y compuso su tocado; luego limpió con la punta del mandil los ojos que las lágrimas habían arrasado y correspondió con su mirada a cada uno de los presentes que la miraban conmovidos, pero sobre todo a Demódoco, al que acarició tiernamente la mejilla.

- Mis cabellos hace tiempo que están blanco –dijo dulcemente, Euriclea—, como los vuestros. Aun así, hemos de agradecer a los dioses que hayan sido doblemente bondadosos con nosotros, puesto que han permitido que nos encontremos de nuevo, mientras aun guardas en tu memoria el recuerdo de mi juventud.
- ¡Mi buena Euriclea…! –Dijo mi maestro, conmovido— No puede ser. ¡Por los dioses siempre felices!… ya no hay nada que pueda sorprenderme. ¡Después de tantos años! ¡Aquí!… Cuantas preguntas, cuantas palabras, cómo se entorpecen y se atoran en los labios… Pero, dime, cuéntame tu historia. ¿Cómo has llegado a parar aquí, tan lejos de los tuyos?

Yo no había visto nunca tan emocionado a mi maestro. Me sentía, a un tiempo, feliz y asombrado. No solía hablar de sí mismo, aunque a menudo sentía que algo le atormentaba, sobre todo en aquellos días en los que parecía ausente, prolongando los silencios, pesados y dolorosos. Tampoco sabía cómo había sido su vida y menos, como había perdido la vista. Por donde quiera que hubiéramos viajado, poblados, palacios y puertos, la gente parecía conocerlo y respetarlo, mas nadie me había referido su historia. Así que, me arrellané en el duro banco y guardé silencio, como todos los presentes, para escuchar el relato de Euriclea. Mi actitud no pasó desapercibida a la despensera quien debió leer en mis ojos la curiosidad y el interés por su relato, que era también la historia de mi maestro; así que, fuese por esto o porque sabía que no podría dirigirse al querido rostro de Demódoco, mirándome, comenzó con voz alegre.

- Créeme, muchacho, – dijo Euriclea— si te digo que no había en Palacio joven más apuesto que Demódoco. Y no sólo era por su porte; allí abundaban los kouroi, esbeltos como juncos, pero ellos no le hacían… ni sombra; ni a su sonrisa, ni a su melena dorada, ni a su cuerpo de palma cuando se cimbreaba al bailar. ¡Ay de nosotras!, inexpertas como éramos en el trato con los forasteros. Los jóvenes que merodeaban el palacio eran vecinos de tez oscura y estrechos de miras, mientras que él procedía de oriente, allende el mar, y tocaba la cítara guiando los pasos de la danza. ¡Ay! Cuando vestía su túnica color azafrán y su cinta blanca ceñida a la frente; estaba tan hermoso, que parecía el mismo dios Apolo. ¿a quién no encandiló? Con esa mirada que lo abarcaba todo, que a todo se prendía y que, cuando posaba sus ojos en ti, parecía robarte el aliento. Pero él no tenía ojos para ninguna de nosotras, las jóvenes de palacio, sino para Calíope, la princesa.
- Con la edad, – intervino, pensativo, el anciano— aquella pasión se me ha hecho cada vez más distante; como si esa urgencia de los sentidos, aquel ardor, hubiese adquirido una suerte de vida propia y me asombrase incluso de que Calíope la hubiese provocado. Su recuerdo se ha desvanecido y tan sólo me queda de ella algunos detalles, como jalones de aquella visión… sus grandes ojos o el timbre de su voz… En cambio, cuando ahora vienen a mi memoria aquellos días, siento el cálido bálsamo que fue tu presencia y los cuidados que me dispensaste en los momentos de mi desgracia; pues fuiste la única persona que se atrevió a desobedecer al rey, yendo hasta la cabaña donde me abandonaron, para ayudar a que sanaran mis heridas.
- Te agradezco el cumplido; – sonrió con malicia Euriclea— a mi edad no son muchos los que han de oírse, pero no malgastes lisonjas conmigo. Lo que hice, lo hice por mi bien; aquellos años fueron una cosecha que no han dejado de darme frutos, son aquellos recuerdos lo que caldean mi lecho en las noches destempladas o vuelven mi ánimo paciente cuando los huesos me duelen como alfileres que me ensartaran el cuerpo; así que, ya ves, estoy compensada. De ahí a creerte cuando dices que no la recuerdas… Si parece que la estoy viendo: hermosa y delicada, con su túnica ceñida, bien arriba, para que la tela cayese en pliegues rectos; con su alto tocado, sin armazones ni cintas, sólo sus guedejas de pelo castaño trenzado y ensortijado como un panal; con esa piel tersa y suave; con ese olor, dulce y levemente perfumado… como los membrillos en sazón.
- Pero Euriclea, – protestó dulcemente Demódoco— si iba dejando tal rastro a almizcle que bastaba cerrar los ojos para guiarse hasta su alcoba. ¡Cuantas noches tuve que bañarme para disipar su olor y no levantar sospechas! No entiendo como no fui descubierto antes…
- Todo el servicio lo sabía o bien lo sospechaba, pero callaba. Además, ¿quién iba a poder sorprenderos? ¿qué varón se iba a atrever a entrar en los aposentos de las mujeres? – Apostilló— Aunque, al fin y al cabo, no hizo falta un varón para perdernos…
- ¿Qué quieres insinuar? Siempre creí que fue el afrentado orgullo del rey quien me envió al verdugo.
- Siempre se recibe todo, – le reprochaba Euriclea— lo bueno y lo malo, de una mujer; parece que lo hayas olvidado. En tu caso, el mal vino de una mujer poderosa, triste y despechada.
- Sí, así pudo ser. – convino Demódoco cambiando el tono— Pero dejemos atrás esa triste historia y cuéntame, ¿Qué ocurrió cuando ya no tuviste que conducir a este bisoño amante a las estancias de tu princesa, ni consolarle cuando nos separaban los compromiso de la corte. ¿Dónde fuiste después de que pude partir para ponerme a salvo de la cólera del rey?

Creí que Euriclea se sonrojaba con las medias palabras del aedo. Luego, poco a poco, sus ojos se fueron ensombreciendo y una expresión triste, como si la mente, al remontarse a aquello días en los que ambos compartieron una misma pasión, se precipitase hacia algún episodio especialmente doloroso.

- Lo que me sucedió bien compone una triste historia, – prosiguió Euriclea— de esas que sin duda andarás contando por palacios y mercados; tan antigua como la raza de los mortales, pero no por ello menos cruel. Es el destino de muchos de nosotros que aquí ves a tu alrededor; la historia de los que viven embridados a la voluntad de otro; de los que no pueden pensar en un mañana, pues los días se suceden sin cambio ni demora, uno igual al anterior; de los que perdieron la esperanza de vivir de nuevo junto a los suyos. Pues, seguro que no se te escapa que, después de vivir rodeada de toda la comodidad y el lujo que puedan ofrecer una casa solariega y un puesto en la corte, ahora estoy al servicio de casa, en la que he pasado toda mi vida; cuidando de mi señor Aristeo, al que ahora atiendo como despensera con las pocas fuerzas que me quedan.
- Discúlpame, Euriclea. – dijo, azorado, Demódoco— En verdad, los dioses me dieron un ambiguo presente cuando me arrebataron la vista y me concedieron el don de la palabra, pues me hicieron accesible al destino de los mortales de un modo cruel. Las pasiones humanas son la urdimbre de mi canto y únicamente soy capaz de sentirlas cuando se convierten en imágenes… En mi mundo la vida reverbera como voces en una gruta, adquiriendo otra figura, otro ritmo del cual, me doy cuenta, soy su único testigo. Así los dioses castigaron mi presunción, encerrándome con mi talento para vivir una vida de sombras y ecos… y por ello, te pido disculpas.
- Bien cruel, en efecto, ha sido tu destino si has dejado de sentir el batir acelerado de tu corazón o la compasión que despiertan las desgracias ajenas, pero ¡Quién conoce la voluntad de los dioses! Si en otro tiempo fuimos hermosos y de vida regalada, hemos de soportar, con ánimo paciente, lo que dispuso la Moira.
- ! Cuanta razón tienes!, Euriclea. – Reconoció mi maestro— La edad te ha hecho una mujer muy sensata. Pero cuéntame, no me dejes sin tu historia para que pueda conocerla.
- ¡Ah! Demódoco, ya veo que sigues con esa ansia de saberlo todo. –dijo, divertida, Euriclea— No te preocupes que ya estoy en ello, aunque sea bien triste. Pero ¿Por donde comenzar? Bueno, lo mejor será que te relate qué ocurrió después de que embarcases de vuelta a tu patria, cuando, por fin, pudimos conducirte a bordo de aquella nave amiga. Quedé, entonces, repentinamente sola en palacio; nadie me daba ninguna orden, ni me encomendaba ninguna tarea. Caliope fue enviada discretamente a Cnosos, donde quedó a cargo de unos familiares. Ya nunca más volví a verla. En cuanto a mí, vivía encerrada en la habitación de la princesa, donde poseía mi lecho, y recorría de noche el palacio, encogida por el miedo. No sé por qué no escapé entonces, hubiese sido lo mejor. Por fin, una noche, me mandó llamar la reina. Me espanté. Fui a su presencia temblando y allí, muy seria, me comunicó que en este asunto había que ser muy discretos, por el bien de la princesa. Había considerado con detenimiento mi conducta y resuelto que mi presencia no era conveniente en palacio. Lamentablemente, añadió, no sería enviada de regreso a casa de mis padres, pues sería una afrenta a mi familia, que tan querida era del rey. Tras lo que guardó silencio. Recuerdo que pensé que la reina parecía esperar que me lanzase a sus pies, suplicando por mi vida. En lugar de eso permanecí callada y observando fijamente su rostro. ¿Que mal había hecho? – Me preguntaba— ¿Secundar los deseos de una princesa o entorpecer los de una reina? Con el tiempo, creo haberlo averiguado. No recibiría un castigo por traición o deslealtad, sino por haber sido testigo de una pasión que la obligaba a reconocerse semejante a cualquiera en el reino. Mi presencia le recordaba la llaneza de sus deseos y, dime, ¿quién ha podido contemplar la desnudez de los poderosos sin haber recibido un castigo?
- La leyenda de Acteón y de tantos otros, así lo atestiguan. – concedió Demódoco con una sonrisa, animándola con su atención a proseguir con el relato.
- Así pues, marché de vuelta a mi encierro. A la mañana siguiente me entregaron a un lacayo de palacio, quien me condujo en un carro hasta el puerto. Allí me endosó a unos mercaderes de Sidón que llevaban meses comerciando con la gente del rey y se disponían a partir con las riquezas acumuladas. Debí costarles poco, porque apenas me hicieron caso. Es curioso, – se sorprendía Euriclea al recordar—, ahora que lo pienso, en todo ese tiempo no derramé ni una lágrima ni me resistí. ¿Por qué? No era miedo lo que sentía, ni rabia por la injusticia cometida. ¿Era orgullo o que, en mi mente, deseaba partir de allí y enfrentarme a otro destino?… Bueno será dejarlo para otra ocasión. ¿Por donde iba? Ah, sí… Nos hicimos a la mar y pasé terribles noches sin dormir, parapetada tras mi hatillo, cabeceando durante el día y mareada la mayor parte del tiempo. Mi aspecto debía ser tan deplorable; los ojos surcados por ojeras, el pelo despeinado con marañas de cabellos cubiertos por la sal y el vestido recorrido por los desahogos del cuerpo, que debieron considerar que había comprado a la Gorgona. Después de navegar varios días con sus noches, arribamos a un importante puerto que, más tarde supe, estaba en Chipre. Allí me condujeron, junto con otros desgraciados como yo, a una gran casa donde los mercaderes solían hacer tratos con otros clientes. Me dieron ropa limpia y mandaron lavarme y vestirme. Una vez recuperado mi mejor aspecto, fui conducida a una sala donde, reclinados sobre amplios divanes, compartían el almuerzo varios señores y dignatarios. Ante ellos me exhibieron. Estaba tan avergonzada que no podía moverme, ni alzar la cabeza. Comprendí donde me hallaba y cual iba a ser el resultado de esa jornada: mi destino se iba a decidir entre lotes de telas, aceites y vino. Entonces me encomendé a Artemisa, para que me tomase bajo su protección y me enviase uno de sus dulces dardos dando fin allí mismo a mi humillación. El mercader del lugar, que se encargaba de los tratos, me mostró a los clientes que me recorrieron con una mirada en la que pude leer el fin común para el que me encomendarían. Entonces, de entre ellos, se alzó una voz reposada y dominante. “¡Ferénides! –dijo—, antes de nada, me gustaría saber de donde procede esta belleza; no vayamos a adquirir una esclava a la que luego busquen violentos hermanos”. Me sobresalté, pues pude entender la mayor parte de lo que dijo por haber aprendido la lengua que Demódoco hablaba. Los ojos se me iluminaron y miré fijamente a quien había hablado. El mercader dudó y su duda se extendió entre los presentes que comenzaron a hablar entre sí. Entonces el mercader, visiblemente nervioso, protestó. “¡Hipomenes! –dijo— como puedes, ni siquiera pensar, que pudiera perjudicaros de esa forma. La joven era ya esclava cuando me la trajeron de Tracia”. Y acompañó sus mentiras con ademanes lastimeros. No sé de donde vinieron a mí las fuerzas, pero sin darme cuenta me encontré hablándole en mal lidio. “Mi nombre es Euriclea, Señor, hija de Telamón y Creusa, señor del predio de Ifunte, del palacio de Festo. Fui raptada por unos hombres cuando regresaba del campo de recoger uno hermosos vellones para el palacio. Cuando pude reaccionar estaba encerrada en un barco sin saber el rumbo que había tomaba mi destino, Señor – y continué mirándole a los ojos— si intercedéis por mí, mi padre os devolvería diez veces lo gastado, además de ganar un deudo de por vida. Pues es seguro que ya me está buscando”. A mi intervención siguió un prolongado silencio. Entonces aquel se levantó y, acercándose a mí, tomó mi diestra y me condujo hacia la puerta. Nadie protestó, ni el mercader ni los presentes. Al llegar al umbral, llamó a uno de sus sirvientes y me entregó a él para que me llevase. Yo seguí tras aquel hombre hasta que llegamos a una amplia casa sobre un collado desde donde se dominaba la plaza y el puerto. Así fue como entré a formar parte de la casa de Hipomenes hermónida, heredero de los predios de Pagasa, del linaje de los antiguos señores de Yolco. Con el tiempo me convertí en su favorita y me contó que, ya antes de nuestro encuentro, había sabido de mi historia por mediación del comerciante que había tratado con la reina pero, me dijo, le había cautivado mi porte, mi arrojo y la astuta inteligencia con la que había armado mi relato. Yo, a su vez, le conté todo lo que verdaderamente había sucedido. Con el tiempo, el se fue mostrando más cariñosos y, aunque me propuso varias veces devolverme a mi patria, yo rechacé su ofrecimiento. Por aquel tiempo yo esperaba un hijo suyo, por lo que no tenía sentido para mí la vida de antes.

No sé si apruebas mi proceder, Demódoco. – Confesó Euriclea y un ligero sofoco tiñó sus mejillas, turbando su sosiego; entonces dio un profundo suspiro y prosiguió— Por entonces nos habíamos trasladado a Olbia, una factoría en la desembocadura de dos grandes ríos, junto a un gran estuario de agua dulce; algo digno de verse. Allí Hipomenes tenía negocios de elaboración de pescado, cereales, pieles y captura de esclavos. Más tarde, después de que hubo nacido mi hijo, nos trasladamos más al sur, a una factoría que ya se estaba convirtiendo en un pueblo, Kersonessos, una hermosa bahía, rodeada de montes y bosques de pinos. De allí nos trasladamos a la costa norte de Lidia, a Trapetsos, donde le concedieron la explotación de unas minas de plata. Pasábamos temporadas en uno y otro lugar, según lo mandase Hipomenes o la situación lo recomendase. Así pasaron muchos años. Hasta que un día Hipomenes, cuando su hijo tuvo edad para recibir una educación, cansado de tener a su familia sujeta a los vaivenes del comercio y la guerra, decidió enviarnos de vuelta a Pagasa. Él murió hace quince años, pasando Aristeo a ser el jefe de la casa. Poco después supe que, antes de morir, había concertado mi libertad y la de mi hijo, pero yo era una matrona con un hijo al servicio de Aristeo. Así que acepté ocuparme de las cosas de mi joven amo y me trasladé allí donde me requería. Esa es toda mi historia.

Todos quedamos en silencio. Los sirvientes callaban, mientras que algunas mujeres ocultaban las lágrimas. Demódoco acercó sobre la mesa su mano hacia Euriclea y ella la tomó lentamente. No por eso dijeron una palabra. Su respiración se acompasaba y sus rostros recuperaron lentamente la tranquilidad perdida.

- ¿Por qué te entristeces? – trataba de consolarla el aedo— ¿o es que sientes vergüenza de tu vida? ¿Acaso debes avergonzarte por haber tratado de buscar un lugar en este mundo, cuando te has visto empujada entre extraños, lejos de la seguridad de tu casa y el amor de los tuyos? –Comentó el aedo, tranquilizando los temores de Euriclea— ¿Quien de los presentes puede reprocharte el haber querido que tu hijo no se encontrase por esos pueblos, sin hogar, sin nombre ni oficio? No tengas cuidado, mi buena Euriclea, has recibido los lotes que te han tocado en suerte y has procedido pensando el lo mejor para ti y los tuyos. Y aquí tienes un hijo, una ocupación y el respeto de esta casa.
- Gracias, querido, – Contestó con media sonrisa Euriclea— pero no es eso, es sólo que, mientras recordaba mi vida, sin darme cuenta, he ido descubriendo las encrucijadas que se fueron presentado a lo largo del camino y me han asaltado dudas y temores. ¿Hice bien en quedarme? ¿Pude buscar otro hogar?… no sé si me explico.
- Te entiendo, Euriclea –intervino el anciano— la memoria tiene esas cosas, pero la vida no es un relato en el que puedes intercalar otras historias, variando su trama. Seguro que has sentido, a lo largo de esa larga vida, que eras arrastrada bajo la urgencia del momento, porque cada periodo tiene su propio impulso. Además, quién podría decir qué hubiera hecho en tu caso. Ni siquiera la Euriclea que ahora eres, con tu experiencia, tus heridas y alegrías, es la misma que tuvo, en cada momento, que decidirse por un camino u otro. ¿Quien puede juzgarte por ello? Acaso los dioses, si alguna falta hubieses cometido, te juzgarían, pero seguro que esa cuenta ya está saldada. ¡Sonriamos!, mi buena despensera, haz repicar las llaves con tu risa para que agradezcamos a Hermes, señor de las puertas y las encrucijadas, que nuestros caminos se hayan cruzado. Lo hecho, bien está; lo demás, sólo Zeus lo conoce.
- Ya estoy bien. – Le tranquilizó la despensera— ¿Eres curandero, además de aedo?, mi querido Demódoco, que sabes devolver las fuerzas y la alegría, o es que tratas de eludir tu parte y ocultarnos el relato de tu vida. ¿Dónde fuiste tras huir de Festo? ¿Cómo fue hacerte homérida? ¿Cómo es que estás aquí, tan lejos de los grandes palacios y los festivales?

Mi maestro sonrío al tiempo que hacía un ademán de salir huyendo, lo que provocó las risas de los presentes. Euriclea también reía con gusto mientras lo agarraba como quien impide que un gato asustado se escape. Parecían rejuvenecidos y gozaban, sin duda, de su compañía. Pero tras ese desenfado, creí vislumbrar sólo torpes mañas para ganar tiempo. ¿Por qué Demódoco podría sentirse molesto ante tal petición? Yo llevaba únicamente diez años bajo su cuidado, pero en este tiempo no había sabido de nada que no hubiese compartido con los demás, salvo el relato de su vida. Pero, finalmente, no podía eludir la situación, ni dilatar por más tiempo la espera sin provocar la desilusión y la pesadumbre de Euriclea. Entonces, irguiéndose un poco en su asiento, juntó sus manos sobre la mesa y habló con voz pausada.

- Debéis comprender –comenzó dirigiéndose a los presentes— que alguien acostumbrado a cantar la fama de héroes y dioses, no encuentre ni el tono, ni las palabras adecuadas para hablar de sí mismo. Nunca antes lo he hecho. En primer lugar, porque mi vida no es digna de un relato; nada ha habido en ella de interés, ni que merezca la atención de un auditorio. En segundo lugar, porque bien podría decirse que no sé lo que he vivido; un aedo ciego vive tanto de lo ajeno, que termina vuelto hacia dentro, recreando el mundo en la trama de sus cantos. Los únicos sucesos que han supuesto un hito en mi vida han sido, cuando acepté como discípulo a Femio, este joven que aquí está y hoy que me he vuelto a encontrar con mi querida Euriclea. Desde que recibiese la cinta púrpura, los homéridas me urgieron a tomar un discípulo, preocupados como es comprensible por mantener el hilo de la tradición, pero yo conseguía eludirlo con una u otra estratagema. Así pasaban los años, dedicados a lo sumo, a enseñar a los jóvenes de las familias adineradas de Esmirna, practicando con los cantos y saliendo de vez en cuando a los festivales de Delos, Beocia o Delfos; hasta aquella mañana, hace diez años, en que ante mí se presentaron con un niño de seis años; prodigioso al parecer, pues él sólo se había fabricado una cítara copiando su diseño de un mural de los salones del palacio de Sardes, donde el padre ejercía. Además, tocaba la música de oído, con sólo haberla escuchado una vez. No sé lo que pensaron al traerme a Femio, tal vez que un niño tan extraordinario conmovería por fin el orgulloso ánimo de Demódoco, o algo así. Buen, lo mismo da, pues se equivocaron de cabo a rabo… Después de escucharle interpretar con su tosco instrumento, no supe qué pensar. Parecía un adulto con aspecto de niño; sus forzados ademanes no se correspondía con su edad; estaba demasiado pendiente de la impresión que causaba, como si buscase la aprobación del auditorio, en verdad, algo más repulsivo que portentoso. Así que, no sé, tal vez me diese lástima que el muchacho hubiese dejado de disfrutar con la música. Así que, para gusto de todos, acepté ponerle a prueba. Lo Primero que hice fue alejarlo de su entorno habitual, en el que lo habían convertido en una diversión. Así que lo llevé a vivir conmigo. Después le impuse un silencio absoluto durante las horas del día; nada de música ni cantos. Mi intención no era infringirle un castigo riguroso, sino, muy al contrario, provocar al niño que se ocultaba dentro de ese fenómeno de mercado. Al principio, su docilidad fue inaudita; atento, sumiso y callado, pero lentamente se produjo la conversión que yo esperaba. Un día que había salido a recoger el pan del horno, se retrasó más allá de su costumbre. Fuimos a buscarlo y allí estaba, bajo los soportales de la estoa; absorto, contemplando cómo otros niños jugaban a las tabas; sentía su cabeza alzarse tras el hábil vuelo de los huesos y reírse con ganas cuando se escapaban de la codiciosa mano, resonando en las pulidas losas. A partir de entonces, siempre que quiso podía quedarse un rato con los muchachos de la plaza. Después, cada noche, sentado sobre su lecho, me refería todas sus aventuras como si hubiesen sido los trabajos de Heracles. No sé que trajo su presencia, sus historias o su risa a mi alma, –reflexionaba Demódoco con una media sonrisa— pero me sentí como si una antigua herida fuese lentamente cerrándose. Hoy, mientras te he escuchado, –dijo ladeando el rostro hacia Euriclea— ha terminado de restañarse del todo, pues han vuelto a despertarse en mi aquellos sentimientos que antaño creí consumidos por los mismos tizones que abrasaron mis ojos…

Por más vergüenza que tuviese, no pude sujetar las lágrimas que cayeron, como un reguero candente, por mi rostro. Nunca los recuerdos se me hicieron tan dulces y dolorosos, al sentir cuánto habían significado esos años para mi maestro. Trataba de no hacer ningún ruido para que él no se sintiese apurado, pero Demódoco también lloraba en silencio por toda una vida transcurrida sin ese calor que anima en el pecho la vida de los mortales.

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