viernes, 11 de mayo de 2007

Capitulo Decimosexto



Debí suponer que estabais aquí, –exclamó con voz potente Acasto, el Pentarca— Si queréis llegar al atardecer a la taberna debemos pensar en ponernos en marcha. He de ir a reforzar la guardia de las murallas, así que podemos ir juntos… pero si preferís quedaros, lo comunicaré a mi señor Aristeo.

Apenas se había fijado Acasto en cómo estaban las cosas cuando entró, pero cuando hubo recorrido la cocina y bajado los dos primeros tramos de escalera, pudo percatarse de que algo estaba sucediendo. El servicio de la cocina que siempre estaba atareado, se encontraba a su llegada reunido en torno de la mesas, junto a los demás y ahora se dirigían precipitadamente hacia sus ocupaciones habituales; Euriclea, que se había girado para mirarle llegar, sostenía un instante las manos del anciano aedo; mientras el joven discípulo, que hacía un instante ocultaba su rostro entre los brazos, como si durmiera, había dado un respingo y se había incorporado con cara de no haber roto un plato; como aquellos niños que salían de los huertos al paso de la ronda, con las manos a la espalda y la boca aun manchada de fruta. Hizo como el que no se había dado cuenta de nada, pues estaba acostumbrado a controlar su expresión, al menos, a simular sus sentimientos.

No había otro remedio; desde que era Pentarca el recelo le seguía allí donde iba; pero lo que más le pesaba era el silencio que él, de natural afable, no conseguía romper aunque lo desease. A su paso, sentía claramente las sonrisas forzadas, los halagos interesados y, por todos lados, la desconfianza. Hacía ya tres años que ocupaba el cargo; el tiempo que tardó Aristeo en desembarazarse del anterior Pentarca que habían destacado desde Yolcos para controlar al señor de Tántalo en su jaula de oro. La gente había comentado que parecía demasiado joven e inexperto, aunque él había estado desde los diecisiete años vinculado a los grupos de mercenarios que el anciano Hipomenes formara en el limen de Beretsan y, más al sur, en su emporio de Kersonessos, en la frontera con los tauros. Contra estas tribus había recibido su primera experiencia en la lucha y, desde entonces, siempre había estado al mando de diferentes unidades; adiestrándose en pequeñas unidades de hombres que se combinaban según las características del terreno. También había ensayado lo que llamaban “el muro”: una formación de escudos embrazados con largas picas de fresno endurecido al fuego y que utilizaban para refrenar el empuje de la primera línea de la caballería escita, mientras los peones, ocultos detrás, les atosigaban con una lluvia de venablos y flechas. No, no era un inexperto en las artes de la guerra y sus hombres de sobra lo sabían.

- Ahora se van, hijo, –dijo Euriclea, tratando de controlarse, y luego añadió, dirigiéndose a Demódoco–; por mucho que desee que no nos separemos, son muchas las cosas que me unen ya al destino de este palacio. La dicha de haberte vuelto a ver compensa los futuros sinsabores. Ve, no hagas esperar al Pentarca, es muy testarudo, tiene a quien salir.

Inmediatamente me levanté y rodee la mesa para acercarme a Demódoco, con cuidado de apenas tocarle. Esperaba con paciencia a que se tomase su tiempo, pues creía saber que nada iba a ser igual y mi maestro necesitaría de toda su energía para rehacerse. ¿Qué estaría pensando en ese instante? ¿Cómo aceptaría tener que partir, de nuevo, dejando a Euriclea? En ese momento sentí una profunda piedad por él; al que sentía desorientado, torpe y repentinamente envejecido.

- Es triste tener que despedirnos una vez más, mi querida Euriclea. Lo sabes. – Dijo al fin el aedo— Aunque que las circunstancias no sean las mismas, nos aguarda un futuro incierto y siento este adiós, con igual desgarro que entonces. Nunca antes me había pesado esta vida nómada; debe ser que me hago mayor y me duele pensar que el pasado no ha de volver.
- Demódoco, tu nunca has sido un hombre melancólico ni dado a doblegarte en la desdicha. – Le replicó la despensera— Te he conocido en momentos de incertidumbre y dolor mayores que este y siempre me confortó tu ánimo paciente y emprendedor. No te preocupes por mí; ve y sigue tu camino, todavía tienes un destino que cumplir.

Demódoco se levantó al fin, posando su mano sobre el hombro de Euriclea quien sentía en ese acto todas las palabras que podrían haberse dicho. Cuando el aedo estuvo dispuesto, la despensera la acarició dulcemente la mano y le dejó partir en su corazón. Él se irguió con un hondo suspiro, buscando mi hombro para marchar tras Acasto, quien abría camino hacia los corrales de la cocina.

Cruzamos en silencio el patio, desembocando en la explanada por el lateral del palacio. El sol iniciaba su último tramo antes de ponerse tras los montes; sobre nuestras cabezas, en el brillante cielo, dos águilas surcaban el aire disputándose una liebre. Sus agudos chillidos nos sobrecogieron. Acasto alzó la mirada siguiendo las evoluciones de las dos espléndidas rapaces. En una de sus acometidas, las águilas enredaron sus cuerpos, entorpeciendo su poderoso vuelo y dejando caer la presa que cayó a plomo en la corriente. Entonces, con aguda voz se alejaron cada una por su lado, perdiéndose entre los montes.

- Parece que nadie se aprovechará esta noche de la presa. – Comentó Acasto. Por lo que el anciano sonrió y, elevando las palmas al cielo, exclamó…
- ¡Padre Zeus! ¡Señor de dioses y hombres! Si has de cumplirnos que la ciudadela no sea destruida por los enemigos que se la disputan, concédeme el favor de otra señal.

Asombrados por el ruego, proseguimos un trecho hacia el sendero que bordeaba los altares, cuando nos sorprendió encontrarnos al señor de Tántalo que, de pie ante uno de ellos, oficiaba un sacrificio. Llevaba una túnica blanca y la cabeza cubierta por una amplia tela, también blanca que dejaba ver únicamente el rostro. Él no se había percatado aun de nuestra llegada, cuando unos esclavos se acercaron con una blanca novilla de redondeadas grupas. Tras ellos dos hombres portaban una jofaina con agua lustral y una cesta con cebada tostada dentro; cerraba la comitiva el matarife llevando sobre el hombre una afilada hacha de bronce. Sobre el breve altozano, tres mujeres, cubiertas de oscuro velo, observaban con atención cuanto sucedía. Cuando todos estuvieron junto al pedestal, Aristeo comenzó las abluciones y esparció la cebada suplicando retiradamente a Atenea, tras lo que arrojó al fuego que ardía en el ara algunos mechones de la testuz del animal.

Cuando acabaron de hacer los ruegos y los ritos propiciatorios, cogieron a la novilla y, acercándola al altar, el hombre hendió con destreza el cuello con el afilado bronce, al tiempo que las mujeres, ocultando sus bocas con las manos, proferían un agudo ulular de júbilo. Cuando esta escena hubo terminado, levantaron a la novilla de la tierra y le hincaron el agudo hierro para que, con la sangre, la res perdiese con presteza la vida. Después de que la oscura sangre empapase la tierra y el aliento abandonase los huesos, procedieron descuartizarla, cortando los cuartos según era preceptivo y, cubriendo las entrañas de grasa por todos lados, Aristeo los puso sobre la parrilla para que el fuego los devorara, mientras los bañaba con rojo vino, tiñendo las crepitantes brasas.

Observábamos con asombro el sacrificio, mientras Demódoco esperaba con semblante serio, reconociendo los familiares ritos del sacrificio. Cuando las llamas hubieron consumido los cuartos delanteros de la res y los sirvientes se habían llevado el resto para ensartarlos en los espetones, Aristeo se lavó y secó con cuidado las manos. Pareció que se percataba en ese instante de nuestra presencia pues, componiendo su manchada túnica y el manto, se encaminó hacia nosotros.

- ¡Anciano! – Dijo con voz potente y seria— Con este acto cruento, quedan atrás todos lo lazos que mantenía con el culto de mis mayores. Estoy, pues sin linaje, sin patria ni aliados. Marchad en cuanto os sea posible y comunicar a los hegemones de la liga que envíen cuanto antes ayuda, de otra forma, únicamente los dioses puede salvar la ciudadela.

No bien hubo acabado de hablar el señor de Tántalo, cuando sobre la montaña sonó un tremendo trueno que retumbó y se multiplicó por los valles del Pelión, causando espanto. Todos se sobrecogieron, pues en el firmamento no asomaba ni una nube. Entonces Demódoco, se dirigió al señor de Tántalo.

- Aristeo. – Contestó Demódoco con voz igual de firme— Vuelve a tu palacio y apréstate para el inminente asedio. Dispón todo con presteza, que los dioses asisten a quien se ayuda. Yo veré la forma de marchar hasta Yolcos, aunque, en mi caso, no será empresa sencilla.

Y diciendo esto me apremió para descender por el sendero que conducía a las puertas de la acrópolis. A su lado marchaba Acasto, silencioso, observando de vez en cuando a Demódoco y perplejo, tal vez por el tono dominante que había empleado con su señor Aristeo. ¿Quien era este personaje –sin duda se preguntaría— que irrumpe en la ciudadela como un venerable aedo y al poco tiempo da órdenes a su señor? Aun asombrado, se adelantó camino del edificio de la guardia para convocar a los reemplazos y ordenar los refuerzos para las murallas. Los hombres, que ya estaban esperando, se apresuraron a cumplir las órdenes del Pentarca y, formados por el más veterano en dos hileras, se dispusieron a marchar con todos su pertrechos hacia los puestos encomendados. Tras ellos, con el cansino paso al que nos obligaba la edad y la ceguera de mi maestro, marchamos nosotros componiendo un risible conjunto.

El día comenzaba a declinar mientras bajábamos por las empinadas cuestas, después de traspasar las puertas de la acrópolis, custodiadas por la imponente mole de los leones. Parecía que finalmente bajaríamos solos, pero al rato, bajando a buen paso, el Pentarca nos dio alcance. Parecía más tranquilo y jovial, incluso respiraba con deleite el frescor de la tarde.

- Así que os habéis encontrado de nuevo, –dijo Acasto—, los dioses son misericordiosos con las almas nobles. Y Euriclea se cuenta entre ellas.
- Es bien cierto y un hermoso cumplido, propio de un buen hijo. – Comentó el anciano, provocando, como por otra parte era su gusto, la sorpresa del Pentarca.
- ¿Os lo ha dicho ella, Demódoco, o es que nada se os escapa? – Dijo para complacer al anciano— En efecto, Euriclea es mi madre. Esta era una sorpresa que me guardaba para mejor ocasión, pero esta no es peor que otras…
- Y decidme, mi buen Acasto, – le interrumpió el aedo— ¿cuando supiste mi identidad, se lo comunicaste a alguien más, aparte de a tu madre?
- A nadie más, ¡por el perro! – Protestó el Pentarca— Pero si lo preguntáis por lo que pueda saber o sospechar Aristeo, he de deciros que no sólo somos hermanos de leche; también nos amamantaron los recuerdos de juventud vividos en la lejana Creta.
- Ya veo. – comentó pensativo Demódoco— Así pues, antes de la cena, Aristeo sabía de mi pasado. Y por mi vinculación a la hermandad de los homéridas en Esmirna, no le habrá sido difícil vincularme a los grupos eolios de la Liga y suponer, de antemano, que yo podría estar jugando un papel diferente al de mero aedo. Realmente, – añadió pensativo— vuestro señor hermano es un personaje muy astuto e inteligente, lo que hace que sus intrigas sean sutiles y tortuosas.
- Mi señor hermano –admitió sonriendo— Como vos decís, ha tenido el mejor maestro en la astucia, las mañas y la ambición: El rey Hipomenes, su padre, que en todo cuanto emprendía era un hombre portentoso.
- ¿Ah, sí? –comentó con risueña sorpresa— Háblame de ese Sísifo de Pagasa.
- Nació en una familia humillada y melancólica –comenzó Acasto, sin hacer caso de los comentarios— exiliada en un enclave comercial en la frontera de los tauros, en medio del Ponto axenos. Pero, desde muy joven se fue familiarizando con las poblaciones que le rodeaban, conociendo sus costumbres y temiendo su poder. Lo que para su familia era considerado como el fin del linaje de los hermónidas, con el asilvestramiento de su heredero, para él era el camino del conocimiento y el temple. Se casó con una princesa de los montes y estepas del lugar, Khanralis, una fuerte muchacha de piel oscura y profundos ojos que, como las otras muchachas escitas, salía de caza y gobernaba a su pueblo. Después que hubo establecido alianzas con los escitas, y hubo asegurado las fronteras con los tauros —salvajes habitantes de los montes costeros— cambió sus intereses militares por los económicos y puso todo su empeño e ingenio en hacerse con los conocimientos necesarios para poder adquirir libertad además de seguridad. “No hay libertad, donde uno no es señor de su destino”, solía decirnos cuando Aristeo y yo le acompañábamos en alguna de sus incursiones comerciales o militares. “Si los escitas son señores, es por que tienen caballos, nosotros lo haremos con los caballos de Poseidón”. Esa fue su jugada. Con disimulo y tesón fue convenciendo a los comerciantes jónicos que se aventuraban a esas tierras en busca de buena pesca, esclavos y oro, y que le debían la seguridad en sus empresas, que se sentiría muy honrado si, en adelante le consideraban como un comerciante benefactor. Con mercancías y oro compró algunos barcos construidos en las costas jónicas y con tripulación adiestrada por los comerciantes consiguió moverse por las costas explorando en busca de nuevos y provechosos recursos. Así fue como llegó hasta la isla de Beretsan, en un gran estuario formado por las aguas de dos grandes ríos.
- ¿Y dejasteis el destierro para estableceros allí? —preguntó mi maestro— Renunciaba Hipomenes a todo su pasado.
- Esa isla era un lugar paradisíaco en primavera y verano, con una cala de fácil acceso y un suelo rico y provechoso. La pesca era excelente y más allá de las marismas que se habrían en la costa continental, se extendía unas extensiones inabarcables, esperando el arado y la siembra. Pero no, no se estableció definitivamente. Allí estableció una factoría de curado y salado del pescado: acondicionó en las marismas los esteros para la extracción de la sal que luego utilizaban para salar el bonito, el salmón, el esturión, el sábalo y la perca que vendía a los comerciantes que llevó consigo. Levantó una regia casa en la desembocadura de uno de los ríos; en una altiplanicie a la que parapetó con muros de adobe. Plantó trigo en la planicie que rodeaba a la casa, la kóra solariega, trayendo esclavos de muchos lugares con ayuda de sus contactos escitas y sus negocios aumentaron tanto y tan rápido que el lugar fue llamado Olbia, la prospera. Cuando llegó a la edad de cuarenta años y se convirtió en jefe de la casa de los descendientes de Hermón, era un hombre rico y respetado en todas esas tierras; mientras que se había ganado el reconocimiento como rey de la antigua Pagasa por los ricos negociantes de la jonia. Fue entonces cuando dio el tercer y último giro a su vida. “El hombre a quien los dioses protegen, no es nadie si no habita la tierra de su padre y no la entrega a su propio hijo para que la preserve y enriquezca”. Fue entonces cuando viajó por las costas de Lidia, por las islas jónicas y, más al sur, hasta fenicia, para hacerse con los mejores instructores en el cruel arte de la guerra, los mejores barcos de transporte y los tesoros más hermosos que los hombres ambiciosos pudieran codiciar. Su nuevo camino era retornar a Pagasa. “Si no puedo engañarlos, los compraré, si no puedo comprarlos, los conquistaré, sin no puedo conquistarlos, los destruiré.” Solía tronar cada vez que a lo lejos, divisaba la altura del Pelión en alguno de sus viajes. En Chipre compró a mi madre, una joven cretense que le mantenía vivo su íntima añoranza por las tierras helenas. Luego consiguió explotaciones de plata en la costa lidia y puso en marcha los planes militares.
- Y ¿qué planes fueron esos, Acasto? – preguntó con disimulada ansiedad Demódoco para no alertar con sus profundos temores la confianza del Pentarca.
- Fue creando bases de adiestramiento de mercenarios en todos los emporios que iba abriendo a lo largo de los últimos años de su vida. Primero en Olbia, luego en Kersonessos, luego en Sujum, en Batumi y, cada vez más a través de Lidia hacia la salida del Bósforo; en Sinope y, finalmente, en Lemnos y, de allí a las Sporadas. Mi señor Aristeo y yo nos adiestramos en todas ellas desde que tuvimos siete años y en cada una aprendíamos nuevas lecciones del arte de la guerra.
- Y ¿Qué fue de esos planes de Hipomenes? – Preguntó Demódoco. Cada vez más interesado— Porque tu madre me contó que envió a su familia de regreso a Pagasa, pero no me mencionó ninguna acción bélica.
- No hizo falta, finalmente pudo comprarles…– contestó Acasto.
- “Si no puedo engañarlos, los compraré, si no puedo comprarlos, los conquistaré, sin no puedo conquistarlos, los destruiré.”… –repetía con lenta vehemencia el anciano cuando, repentinamente, me dio un empellón— ¡rápido, Femio! Aligera el paso, debemos llegar a la taberna sin demora…

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