viernes, 18 de mayo de 2007

Capítulo Decimoséptimo








La tarde languidecía cuando divisamos la esquina de la taberna, escasamente iluminada por un fanal colgado al saliente de una viga. Hacia poniente, el lucero parecía un brillante engastado en el domo azulado del firmamento, en cuya base, el sol moría con un último y fulgurante resplandor que la majestuosa cumbre del Pelión atesoraba; tiñendo de cárdeno sus laderas con la luz del ocaso. En la ciudadela, las callejas y pendientes que se abrían de camino al templo, parecían desiertas y el silencio sólo se quebraba por lejanos cascos de alguna acémila que resonaban sobre el empedrado o el quejido de algún portón al cerrarse.

Nuestra pequeña partida caminaba con decisión y en silencio; Acasto en cabeza, con su imponente figura de guerrero; un poco atrás, iba yo, envarado por el peso de mi maestro que requería toda mi atención. Así avanzábamos, cada cual absorto en su propios pensamientos, mas, cuando estábamos por descender el último trecho y ya se distinguía el ágora, resonó en la lejanía una tuba, cuyo ronco bramido despertó los ecos del valle, indicando el término de la jornada y el inminente cierre de las puertas del Pináculo de Tántalo. El Pentarca me miró fijamente, en un intento de darme ánimos para el último tramo, cuando, al volver la vista hacia la taberna, descubrimos que alguien parecía acecharnos, semioculto por las otras sombras que comenzaban a cercar al templo. Saltó entonces el Pentarca como una fiera en pos de la súbita aparición; torva la mirada y la mano en la empuñadura que sobresalía del tahalí de tachonado cuero que le cruzaba el pecho. Pero cuando llegó a la esquina del templo y se asomó al ágora, ya nadie había.

Al ver la embestida de Acasto y siguiendo mi primer impulso, me arrimé al refugio de la pared más próxima, protegiendo a Demódoco que, como un niño prendido a las ropas de su ama, preguntaba con una voz que quería parecer tranquila.

- Por Zeus ¿qué pasa? ¿A qué viene esa alocada carrera y que me aplastes contra la pared como si fuese un asno en una cruce de calle?
- ¡Descuidad! No ocurre nada, Acaso creyó ver a alguien oculto en la esquina del templo.
- ¿Debo temer? —preguntó mi maestro, creo que más por dar sentido a mi ansiedad que por que él sintiese alguna.
- Ahora lo sabremos —le respondí, más por cumplir con mi cometido que por que atisbase una conclusión.

En eso, llegamos a la esquina donde nos recibió el Pentarca animándonos a que atravesásemos rápidamente el umbral, mientras él permanecía en la puerta, sondeando la oscuridad. Una vez dentro, nos encaminamos directamente al patio donde el fuego ardía proyectando su lúgubre danza sobre las paredes del recinto. Las mesas estaban dispuestas como en las anteriores noches, aguardando a sus ocupantes junto a las columnas del mégaron, pero todo parecía desierto. En las estancias de la galería no había luz alguna mientras que, más allá de las columnas, tras la densa oscuridad que ocultaba la hoguera, sólo se vislumbraba el tenue resplandor de las cocinas, ocultas tras el cortinaje. El lugar me ofrecía la impresión de una tensa quietud.

Plantado en medio del patio, decidí aguardar la llegada del Pentarca, mirando cuidadosamente en derredor. Repentinamente, se abrió el cortinaje de las cocinas forzándome a levantar el manto para ocultarme de la cegadora claridad que de allí surgía. Cual fue mi espanto cuando creí ver, al trasluz de la tela, la silueta de un fornido varón que avanzaba hacia nosotros a grandes zancadas. Aquella aparición hizo que diese un paso atrás, topando con mi maestro quien, alertado por los pesados y veloces pasos, ya batía en el aire su recio bastón.

- ¡Gracias a los dioses! ¡Estáis aquí!… Temíamos por vosotros. – Exclamó Etón ya visible en el mismo instante que las cortinas recuperaron su antiguo reposo y la luz de la hoguera mostró el alegre rostro del tabernero- ¡Aglaya ha estado desde ayer en un ¡ay!; saliendo a la esquina de vez en cuando, por ver si veníais! – Añadió señalando a la muchacha que entretenía sus nerviosas manos tratando de estirar su tosco sayón de sarga- ... Menos mal que todo se ha quedado en un susto. Pero, ¡Pasad y sentaos!; ahora os hago traer algo… no os quedéis ahí, de pie.
- Rápido, Etón. – urgió Demódoco alargando la mano hacia él— No hay tiempo que perder. ¿Sabes si Ileo ha salido ya para Yolcos o está aun en la ciudadela?
- Lo ignoro, anciano – Respondió alarmado el tabernero abriendo los brazos—. Una jornada se cumplió desde que le visteis. Si vos queréis, mandaré a alguien para que vaya a buscarle a casa de los parientes que le acogieron.
- Es lo mejor, Etón – convino Demódoco con el entrecejo fruncido— Que se dé prisa y si aun no ha salido, que se presente aquí a la carrera.

En lugar de enviar a Aglaya, Etón se dirigió él mismo hacia las cocinas, mientras que la muchacha permanecía de pie junto a la mesa, extrañamente inquieta. En ese instante, Acasto se acercó desde la entrada a buen paso, lo que aumentó la inquietud de la joven.

- No he conseguido ver a nadie ahí fuera. –Exclamó preocupado el Pentarca— Es como si hubiera volado.
- No le des más vueltas, mi buen Acasto. – le tranquilizó Demódoco– Quien estaba en la esquina no era nadie que nos aguardase buscando nuestro mal, sino mi fiel Aglaya que aguardaba nuestro regreso. ¿No es así? –Le preguntó con cariño a la joven, pero cómo no respondía, Demódoco comenzó a inquietarse.
- ¿Qué tienes Aglaya? – le preguntó acariciando la silueta de la joven— ¿No tendrás miedo del Pentarca? Si así es, nada temas, pues es el hijo de una persona que me es muy querida.
- Señor… – comenzó titubeante la sirvienta, arrugando su ropa— Anoche, muy tarde ya, cuando la mayoría se habían ido a acostar, regresó Plastene del palacio. Y, en lugar de subir a sus aposentos, bajó aquí, llamando a voces a mi señor. Yo estaba a punto de retirarme, pues me habían encomendado cubrir de cenizas las ascuas de los hornos y fogones para que durasen hasta la mañana siguiente. Así que me fui a darle aviso. Etón se presentó ojeroso y cansado. En cuanto vislumbró la fría mirada de la señora, mandó que me retirase; bien sabía que esa expresión no presagiaba nada bueno. Yo hice como que me dirigía a acostarme sobre el ancho asiento que hay junto al horno, pero me oculté tras la cortina de la entrada. No es mi costumbre, no crea, escuchar las conversaciones ajenas, pero vos no habíais vuelto aun y resultaba extraño que la señora tuviera una urgencia que no quisiese satisfacer en sus aposentos. Así que, temiendo que os pudiese haber ocurrido algo, decidí atender a lo que decían.

- Bien hecho hija, pero dime, ¿qué quería Plastene? – preguntó con interés el aedo.
- La señora parecía furiosa, con el rostro alterado y enrojecido cuando habló con Etón “Ese aedo y su pupilo no han de permanecer por más tiempo en esta casa. Así que, ya estas poniendo sus pertenencias en el zaguán y en cuanto regresen les comunicas que han de seguir su camino. ¿Me has entendido? Por aquí no los quiero volver ver…” – Eso dijo y, a pesar de que el tabernero hizo ademán de hablar, le dio la espalda y se encaminó hacia la escalera que conduce a los dormitorios del templo. Mi señor Etón se quedó como una estatua; luego, rascándose la cabeza, cogió la puerta y no regresó hasta bien tarde, cuando yo ya estaba dormida.
- Muchas gracias por tu interés, Aglaya. –respondió Demódoco– Por todos lados quieren que dejemos la taberna… esta misma noche... –remarcó— pero ahora vuelve a tus tareas sin llamar la atención. Quien sabe si tendremos necesidad de tus buenos servicios más adelante.

La muchacha se fue más tranquila y nosotros buscamos asiento en una mesa cercana al fuego para mejor protegernos del relente. Allí permanecimos, aguardando el regreso del tabernero, mas como se retrasase, Demódoco comenzó a dar muestras de agitación; asiendo con ambas manos su rabdos y balanceándolo hacia atrás y adelante, una y otra vez, hasta que, como si un daimón se lo ordenase, lo hacía descansar contra su frente.

- ! ¡Cuanto tardan! –Exclamó por fin— ¡Ojala estuvieran ya de regreso¡
- ! Demódoco! ¿Qué ocurre? –Preguntó el Pentarca—. Debo partir a las puertas para llevar la guardia saliente de vuelta a la acrópolis, pero no quisiera irme sin que me digáis el motivo de vuestra impaciencia.
- ¿Qué puedo deciros? Acasto. –Respondió el aedo— He sido un ingenuo y un necio de la peor y más peligrosa especie; de aquellos que, confiados en sus propias fuerzas, se muestran tan altaneros que no consiguen sino precipitarse; como la res que, embaucada por el cabestro, trota confiada hacia su fatal destino. ¡Cómo no sospeché nada antes! Si algo ocurriese a la ciudadela, ¡no me lo podría perdonar…! ¡Con que ingenuidad me dejé distraer por sus delicadas palabras!….
- Pero ¿de quién habláis ahora? –Protestó Acasto— ¿Por qué esa alarma? No os entiendo. ¿No podéis explicaros mejor?

Demódoco se giró, dando la cara al Pentarca y como si quisiera recibir de él todas las impresiones que le estaban vedadas al escrutinio de sus ojos. Pero mientras parecía meditar en su interior los sucesos de los dos últimos días y las múltiples conversaciones habidas, regresó por fin Etón con Ileo. Y no fueron los pasos resonando en las losas del patio lo que sacó a Demódoco de sus pensamientos, sino el tenso e inquieto silencio que, por un tiempo inabarcable, siguió a su llegada.

- ¡Por fin! Ya estáis de vuelta. –Exclamó al fin Demódoco, volviendo de su silencio—Ileo, doy gracias a los dioses por que aun no hayas partido. Ahora, por favor, sentémonos en algún lugar a resguardo de las miradas; bien cerca de las cocinas desde donde podamos ver quien entre y salga de este recinto o quien se asome a la galería.
- Pero, venerable anciano, – Se lamentó el tabernero— ¿quién va a venir esta noche, después de tan terrible desgracia?
- Me defraudáis, Etón, –Protestó el aedo— pensé que erais mejor conocedor de los hombres. La gente, cuanto mayores son las desgracias que le atosigan, más buscan la compañía de sus semejantes. No tengáis cuidado, vendrán. Tal vez más tarde, seguro que con temor al decir ajeno, pero, en cuanto unos pocos se hallen aquí, no tardarán en sumárseles los demás.
- ¡Femio!…– Me llamó en un susurro Demódoco.
- Aquí me tenéis, maestro. – Contesté alargando la mano hasta rozar su hombro.
- Hoy necesito de ti, hijo, como nunca antes lo hice. –Me dijo con calor y confianza—. Cuando la gente de la ciudadela esté aquí, se sentirá al principio acompañada y complacida. Pero si no encauzamos ese sentimiento, los recuerdos comenzarán a inquietarles y el temor dará rienda suelta a sus pasiones. Cuando fobos se introduce en nuestras entrañas, vacía la mente, doblega los miembros y puede arrastrarnos como hoja en la corriente. Así que, para que no dé rienda suelta a emociones sin medida ni sentido, hay que mostrarles un cauce para que pueda verterlas, pues ¡créeme!, nada hay más peligroso que la turbamulta a la que mueve el miedo. Por ello, en tí confío, dales curso a sus sentimientos a través de las rutas de tu relato.

- Así lo haré, maestro. – Le aseguré, haciéndome a un lado.

Eso era todo lo que Demódoco precisaba saber en las presentes circunstancias. Así que, saqué la cítara del morral y, liberándola de la suave envoltura de tafetán que la preservaba del polvo, comencé a templarla. Demódoco sonrió al sentir de nuevo la música, como si recibiese un saludo familiar que le animaba ante el reto que le aguardaba. Así que se trasladaron a otra mesa dejándome junto al estrado, vigilando la entrada y recorriendo las cuerdas de las que extraía, distraídamente, retazos de las pasadas canciones. Nadie había en la galería, pero esta vez no sentí la premiosa ansiedad de la pasada noche; como si, en medio de esta agitada jornada, algo, sin saber muy bien qué, hubiese cambiado en mí. “Todo, lo bueno y lo malo, nos viene de la mujer.” Recordando las palabras de Euriclea. Los miré con detenimiento. Hubiera querido conocer lo que mi maestro tenía que comunicarles; compartir su sabiduría, pero comprendí que me había otorgado una misión en sus proyectos y tenía que cumplirla. La idea de formar parte de sus planes hizo que me calmara. Así que me sumí en mis ensoñaciones pues no sabría hasta algunos días después lo que allí se trató.

- Acasto, antes de comenzar –advirtió Demódoco dirigiéndose al Pentarca—, quisiera que consideraseis que os hablo en confianza, como hijo de Euriclea y pensando en todo lo que ella significa para mí. Sin embargo, te confesaré que me asaltan ciertas reservas puesto que sois hermano de Aristeo, además del Pentarca de su guardia. Seguro que habéis crecido al tiempo que ese gran proyecto de vuestro padre por devolver al linaje de los Hermones a su arrebatada posición. Por eso me pregunto, ¿Cómo podría dirigirme al hijo de Euriclea, sin ofender al hijo de Hipomenes?…Bien, puedo considerar que podrías confiar en mí por el lazo que me ha tenido unido al corazón de vuestra madre y porque puede que en vuestra infancia haya sido una figura familiar; alguien que surgía cada vez que Euriclea os relataba los reveses de su destino… Confiado es ello podría, por tanto, comenzar sin reservas, sin embargo, un temor me detiene. Me digo ¡Demódoco, no ha de tardar el momento en que se entere de que vuestra presencia en Tántalo no se debe al azar, sino que, como delegado de la Liga de la Anfictionía Tesalia, se te ha encomendado informarte de los conflictos que se están desarrollando a esta parte del Limen magnesio. Como podéis comprobar –añadió, dirigiéndose también a los presentes que le miraban asombrados— los dos observamos distintos compromisos y lealtades. Pero la cuestión principal aquí es que lleguéis a distinguir quien es, en este instante, el que os habla. ¿El aedo, o el Delegado de la Anfictionía? Y que lleguéis a confiar en que no hay intereses ocultos, pero ¿Cómo conseguirlo? En mi caso las cosas son más sencillas que en el vuestro, pues para mí, preservar la convivencia pacífica de esta zona supone ver cumplido mi deseo de otorgar seguridad y bienestar a vuestra madre. Mas vos, como varón educado entre hombres de armas, estoy seguro de que valorareis la lealtad y la obediencia por encima de todo. No llegaríais a ser un varón de valía, si no consiguieseis descollar en la larga campaña en pos de la reparación del ultrajado honor de vuestro linaje. Bien sé todo eso…por eso mismo, quisiera ahora exhortaros ¡por el bien de la ciudadela y por la seguridad de vuestra madre! ¡Si en algo os importa que pase los tristes días de la vejez alegrándose al contemplar a su hijo vivir como un varón poderoso y respetado que habrá de preservarla en el futuro de toda incertidumbre!… ¡escuchad atentamente lo que tengo que deciros!, ¡guárdalo en vuestro interior y sopesadlo conforme a vuestra razón y vuestro ánimo, pues únicamente juntos podremos hallar una salida en este terrible asunto que amenaza con destruir la ciudadela de Tántalo¡.

Calló Demódoco y un tenso silencio envolvió a los presentes que ni el crepitar del fuego conseguía disimular. Repentinamente, Acasto hinchó su pecho y suspiró. Todos los que podían contemplarle contuvieron la respiración, sólo Demódoco alzó la barbilla a la espera de su discurso.

- ¿Por qué no completáis de una vez, Demódoco, vuestro discurso; aun temiendo mi cólera? – le urgió el Pentarca— ¿Quién conoce lo que habrá de ocurrirnos un instante después? Sólo Zeus previsor conoce el porvenir de los hombres. Decid lo que tanta cautela os provoca; que yo, por mi parte, intentaré refrenar el orgullo si mi ánimo se enciende, considerando que lo hacéis pensando en lo mejor para mi madre y la ciudad.

Demódoco escuchó atentamente lo que Acasto le decía y que no hacía sino confirmar sus temores, dejándolo un estrecho resquicio por el que llegar a su corazón. El Pentarca no le creería, con toda seguridad, mas, con todo, lo importante era que, al menos, atendiese a lo que tenía que decirle sin revelárselo a su hermano Aristeo. Si conseguía esto, tal vez la sensatez de su madre vendría a equilibrar el orgullo de su padre, y tendrían una mínima oportunidad… él y la ciudadela. Mas, cuando por fin iba a emprender el discurso, hice sonar con brío las notas de la cítara; avisándoles de que ya se abría el cortinaje, dando paso al primer grupo de la esperada concurrencia. Entonces, desde mi lugar en el estrado, colocando bajo mi pie el tachonado escabel comencé a tocar.

De inmediato, alertadas por las voces, las esclavas salieron de la cocina, colocando sobre las mesas las enroscadas mechas de sebo y disponiendo las jarras y las copas. Poco a poco los presentes crecieron en número, como había predicho mi maestro, y la confianza comenzó a extenderse con sonrisas y saludos. ¡No había tiempo que perder!, pronto querrían informarse del destino de unos y otros y con la desgracia convocarían a la incertidumbre y al temor. Así que, comenzando con un armonioso arpegio, inicié el primer canto público de mi breve vida.


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