sábado, 30 de junio de 2007

Capítulo Vigésimo tercero


Después de andar al acecho por aquellas oscuridades, agachado y silencioso, siempre con el viento de frente y sin perder de vista a Ífito, me encontraba en medio de la claridad más densa que hubiera podido imaginar; pues la niebla, ascendiendo desde los profundos valles, nos había envuelto con su blancura y una humedad, pegajosa y fría, nos recorría el rostro, mientras las espectrales formas del bosque aparecían y volvían a disolverse a nuestro paso.Todo se volvía irreal bajo la glauca bóveda y hasta los rumores que solían poblar las veredas y el roce de nuestra ropa, crepitaba con una sonido mullido, profundo y amortiguado.

Ignoro cuanto estuvimos andando por esas espesuras, pero se me hizo un tiempo interminable, hasta que, llegados a lo que parecía un lindero, Ífito volvió su rostro con una breve mueca que podía o no ser una sonrisa, esperando, erguido, a que llegase a su altura, como si hubiese algo que contemplar para mi sorpresa y su regocijo.

- ¿No notas nada, muchacho? –Me preguntó con la mirada perdida en la profunda blancura que aguardaba para engullirnos –. La niebla de Hera es hoy tan densa que bien podría confundir de nuevo al viejo Ixión, pero, hasta un joven kouros como tú puede encararla para que algo le susurre.

Y, en efecto, algo había cambiado en derredor, aunque no pudiese discernir bien qué era. Nos encamaramos a la cerca y, tras cruzarla, anduvimos un trecho más sobre un pastoso lecho y percibí que nuestros pasos no sonaban ya como antes. Me volví y le miré fijamente, entonces sonrío con generosidad, mostrando unos dientes amarillos y deslavazados.

- La niebla parece tener otra consistencia, más cuerpo y brillo; incluso mi voz resuena con otro timbre!. Es como si el sonido ascendiese, perdiéndose en las alturas –Contesté –, no como antes que parecíamos caminar dentro de una vasija. El aire es incluso más limpio… Además, no hay hojarasca y bajo nuestros pies la hierva chapotea .
- ¡Bravo! bien podrías haber sido un rastreador, ¡Por la diosa! – Exclamó satisfecho –. Que bien has reconocido el rastro, aunque aún no sepas de quien son las huellas. ¡Yo te lo diré!… Hemos salido del bosque para comenzar a atravesar las dehesas del Pelión. Ahora sólo nos queda caminar hacia levante, hasta que esta niebla deje de ocultarnos, entonces espero que hayamos llegado hasta el alto del cuerno. Desde allí habrá que bajar por el valle hacia poniente para acercarnos por detrás al territorio que ahora ocupan los hyperiones.
- Ya veo –Dije, no muy sorprendido por la explicación – Parece un largo trecho. ¿Piensas que lo haremos en una sola jornada?.
- ¿Y por qué no? Tu eres joven y yo me he criado por estas breñas –Me dijo, mientras rebuscaba en su zurrón -. Además, ¡siempre contamos con la ayuda de los dioses! –Añadió, ofreciéndome una pequeña y alargada calabaza – .¡Toma y bebe! Este brebaje es lo que hace a los centauros tan buenos cazadores como guerreros.

Tomé con mis manos el recipiente y, quitando el tapón de madera, dejé caer en mi gaznate un líquido dulzón y espeso que sabía a leche cuajada y que refrescó mi garganta. Le devolví el recipiente que guardó y, bajo su disimulada mirada, seguí andando. Al poco tiempo, sentí como el cansancio se marchaba de brazos y piernas, volviéndome ágil y ligero y sentí que una repentina euforia me inundaba, caldeándome desde el interior todo el cuerpo. Miraba a Ífito y le sonreía como si fuese un zagal, libre y despreocupado. Tampoco la niebla, que hasta ese momento me pareció una molestia interminable, se libró del asombroso influjo del brebaje, pues su aspecto varió adquiriendo la densidad de la leche batida, dándome la impresión de caminar entre ríos de untuosa blancura.

- ¡Dioses inmortales! ¿Qué me has dado? ¡Ya no siento cansancio! –Le dije al rato con una sonrisa de oreja a oreja.
- ¡Ya te lo dije! Y no será ese el último efecto… –Me contestó, devolviéndome la sonrisa.
- ¿Qué quieres decir? –Le pregunté mientras me volvía hacia él, descubriendo para mi asombro que ya no estaba a mi espalda.
- ¡Vale Ífito! –Me detuve, bajando los brazos y ladeando la cabeza, sin que me abandonase el rostro festivo – …Ya sé que puedes desaparecer cuando quieras, nos lo mostraste la otra noche, pero ahora no es el momento…

Esperé mirando en derredor a la espesa bruma. Paulatinamente, un temor fue naciendo en mi interior. ¿Y si me hubiera abandonado a mi suerte? …Giré una y otra vez en derredor para mirar a mi espalda y, cada vez que lo hacía, era como si la niebla se enredara, describiendo un suave remolino que se elevase hacia la luminosa altura. ¿Y si me había traído hasta ahí con engaños para separarme de mi maestro a fin de dejarlo solo y a su merced? …Un águila emitió un grito que resonó en la glauca inmensidad que me envolvía. ¡Estoy perdido!… Me dije, cada vez más desconcertado. ¿Qué podía hacer? ¿Regresar sobre mis pasos? Pero ignoraba qué camino habíamos recorrido, ni siquiera dónde podía encontrarme en ese preciso instante. No había rastro del sol, ni se podía vislumbra el mar o el Pelión ¿Cómo iba a orientarme?

Esa cosas iba pensando con angustia pero sin dejar de moverme a trompicones. Repentinamente, salido de la nada, un torrente bramó a mis pies, como potro desbocado. No pude moverme y un sudor frío ascendió por mi espalda. Me detuve al borde de la cortada que caía directamente sobre la corriente. ¡Ya no había duda! Ífito había planeado perderme! … Instintivamente, me agaché para buscar el apoyo de la tierra. ¡Cual no sería mi sorpresa cuando sentí que la misma tierra palpitaba, desbocada, como mi corazón, bajo mi mano! Hasta ella bajé la cabeza para escuchar cómo, en efecto, el corazón de Gea palpitaba. ¡Qué magia era aquella!

Trastabillando fui alzándome, preso de un temor que me nacía en medio del estómago; entonces corrí a lo largo del curso del torrente que ascendía,
desovillado y girándome de vez en cuando, hasta que me condujo, de nuevo, a la linde del bosque. ¿Qué podía hacer? Volví de nuevo a preguntarme ¿Regresar? ¿Por dónde? Si no regresaba mi maestro estaba perdido, pues Ífito podía volver y darle muerte. Aunque, bien pensado, cabía la esperanza de que considerase que un ciego sin su guía se había vuelto un ser mísero, inmovilizado y temeroso. ¡Demódoco ya no resultaría un peligro para nadie! Con toda seguridad permanecería junto al bollero hasta que recibiese noticias de mi regreso…o de mi muerte.

Todas estas cosas pensaba cuando, al abrigo de un gran roble, me senté para recuperarme. Si hubiese buscado mi muerte, lo habría podido hacer en cualquier momento a lo largo del camino, pero, por otro lado, ¿Para qué contaminarse con mi sangre? Si bastaba con dejarme abandonado en medio del Khoros para conseguir su propósito. ¡Pero tenía que hacer algo! No podía quedarme mano sobre mano viendo como la perdición se cernía sobre todos nosotros. ¡otra vez, no!… Intentaría terminar esta aventura por mí mismo. ¿No había decidido acercarme al campamento de los hyperiones? ¿no me había mostrado el canalla de Ífito el camino, confiado en que algún mal paso acabase conmigo?

Así que me levanté y fue como si me elevase sobre mi altura, tan gran impulso di que lo consideré un buen augurio, ya que, casi de inmediato la niebla comenzó a despejarse a girones dejando que el cielo se vislumbrase de cuando en cuando. Recibiendo esta señales con súbita alegría, decidí que debía cavilar por mi mismo cómo debía proceder. Era evidente mi inexperiencia y que me encontraba en una situación apremiante de la que ignoraba si sabría salir.

Miré en derredor por ver si podía orientarme, pero únicamente contaba con la presencia del torrente y la inclinación del terreno. ¿Qué había dicho Ífito sobre el camino a seguir? Debía continuar hacia levante hasta que la niebla se despejase totalmente y buscar un monte que se asemejaba a un cuerno para luego descender y caminar hacia poniente. Entonces me encontraría en el territorio que ocupaban los centauros.Parecía sencillo así que, confiado, me dirigí hacia la corriente por ver si era capaz de hallar un paso que me condujese hacia el otro lado, dispuesto a continuar mientras pudiese. Pero entonces descubrí que no todos los dioses estaban conmigo.

No bien hube bajado por un terraplén abierto en la tierra por las aguas del torrente, mientras buscaba un paso entre las pulidas piedras para no tener que descender a la tremenda corriente que rugía a mis pies, sentí de nuevo un profundo temor que me arrebató las fuerzas, pues, por cada camino que emprendía, descubría que no podía dar un paso más allá sin que, irremediablemente, cayese al agua. Una y otra vez traté de sostenerme abrazado a las pulidas rocas, tanteando su estabilidad y haciendo todo lo posible por descubrir un paso que me llevase a la otra orilla, pero una y otra vez debía volver sobre mis pasos consumiendo mi paciencia y aumentando mi temor. No sabía qué hacer, así que decidí seguir el curso del torrente abajo, con la esperanza de que alcanzase un terreno más propicio.

Llevaba un buen tramo descendiendo cuando sentí un tremendo rugido a mi espalda, un sonido sordo y hueco que parecía precipitarse desde las alturas y que se aproximaba a mí, cada vez más. No sin verdadera aprensión, miré hacía el curso alto del torrente y lo que entonces creí ver no me es fácil de describír, pues por medio de las piedras, bajando por el cauce del torrente, venía una partida de centauros bramando y portando sobre sus equinos cuerpos grandes varas del tamaño de gruesas ramas. Saltaban y brincaban con el torso pintado de azul y el largo pelo trenzado sobre la cabeza, ofreciendo un espectáculo terrible. La espeluznante visión me erizó el cabello e hizo que perdiese el pié cayendo al agua, penuria que la corriente se encargó de mejorar, arrastrándome sin remedio de poza a poza y de cascada a cascada. Era tal la fuerza del agua que me giraba y hundía, mientras me esforzaba por encontrar asidero en alguna roca o en el fondo. Pero no sé que me daba más miedo, si perecer golpeado por las rocas o despedazado por los seres que descendían tras de mí.

Así pasó lo que me pareció una eternidad, vapuleado de un costado al otro, a cada sacudida de la espumosa corriente, esperando que en la siguiente poza o en el siguiente rápido encontrase en mi camino la cortante roca que recibiese mi cuerpo y le diese el golpe definitivo o sentir mi cuerpo alzándose por el aire suspendido por un poderoso brazo que, con igual violencia, me lanzase contra cualquier pedrusco para partirme el espinazo como una simple presa.

Entonces, para remate, caí desde una gran altura por una rugiente cascada. Invoqué a Poseidón, señor de las corrientes y a las náyades, antes de sumergírme en una profunda sima. No recuerdo bien lo que entonces sucedió, pues me arrastró tal fuerza que confundió mis sentidos. Tal vez los dioses se apiadaron de mí y me condujesen hasta un remanso donde el torrente perdió su furia y las aguas lamiesen dulcemente la orilla de fina arena en la que recuperé el sentido. Tal vez hubiese otra explicación, pues todo transcurrió como en un sueño. No lo sé, pero cómo sucediese, es lo de menos, ya que lo que me había ocurrido, superaba a cualquiera de las cosas que habían vivido hasta entonces.

Cuando, por fin abrí lo ojos, no sabía lo que había sido de mí. Pero la luz se abría paso entre los árboles, sin trazos de niebla, mostrando un cielo azul y una claridad límpida que bañaba una umbrosa ribera. Traté de incorporarme, pero apenas pude apoyarme sobre los codos. Volví a dejarme caer con pesadez, sintiendo que todo me daba vueltas. La cabeza me dolía al igual que todo el cuerpo. ¿Estaba vivo? Me pregunté. Podía respirar, podía mover los ojos en todos los sentidos y reconocer trazos de lo que me rodeaba, pero como no sabía lo que era estar muerto, ignoraba si me hallaba más allá de las tierras de los mortales, habitando ahora en algún bosque de sombras. Alcé mi mano para acercarla al rostro y poder contemplarla. Allí estaba, larga, huesuda y tensa por tantos años de práctica con el instrumento. La giré del derecho y del revés y alcé la otra a su altura hasta que se juntaron. Una y otra se palpaban como si fuesen dos conocidas que se encontrasen después de mucho tiempo. Luego juntaron sus palmas y se volvieron hacia mi rostro. Como dos alas de mariposa se posaron sobre mi cara, abarcándola; allí estaban mis mejillas, tersas y huesudas, los ojos, ahora cerrados, sintieron con alegría su presión hasta provocar pequeñas luces que brillaron con un fulgor fugaz y doloroso. Allí estaban mis labios, aun con el sabor dulzón del barro. Entonces, dejé caer los dos brazos a ambos lados y di un fuerte suspiro. ¡estaba vivo! Lentamente me giré para mejor observar dónde me podía encontrar. No si esfuerzo, pues lo oídos me zumbaban como si tuviese un enjambre dentro. Observé mi cuerpo, con las ropas empapadas. Había perdido el jitón, gracias a los dioses, puesto que, mojado como estaba, podría haberme hundido arrastrado por su peso. Lentamente me despojé de la vestimenta para dejarla sobre la hierva de la orilla hasta que se secasen y así, semidesnudo, me volví a tumbar, dejando que el sol que comenzaba a caldear ese remanso, calentase mi dolorido cuerpo.

Entonces fue cuando escuché, por primera vez, una suerte de risas entrecortadas que parecían sonar a mi vera. Me incorporé de nuevo sobre mi codo y las descubrí, allí, en la suave orilla, observándome con ojos dulces y risueños.

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