viernes, 8 de junio de 2007

Capítulo Vigésimo


– “Despertó Odiseo, y sentándose meditaba entre su mente y su ánimo: « ¡Ay de mí! ¿Qué mortales tendrá esta tierra a la que he llegado? ¿Serán soberbios y crueles e injustos o brindarán amistad al huésped y habrá entre ellos reverencia a los dioses? Aquí en torno sentí como un griterío de doncellas; ¿serán de ninfas que cazan entre las cumbres del monte, los veneros que alimentan los ríos y los prados cubiertos de hierba? ¿Podrá ser cierto que me hallo entre hombres dotados de habla? Mas ¿Qué aguardo? Yo mismo iré a cerciorarme con mis ojos.» Tal diciendo salió del ramaje el divino Odiseo tras tronchar con su robusta mano la maleza una rama bien frondosa con la que cubrir sus viriles vergüenzas, así avanzó semejante a un león montaraz que, fiado de su fuerza, mientras le azota el viento y la lluvia, va a lanzarse con ojos de fuego en mitad de las majadas, urgido por el vacío en el vientre a penetrar en el fuerte cercado y atacar a las reses o a dar caza de las ciervas salvajes. Así parecía ir Odiseo al encuentro de aquellas muchachas de trenzados cabellos, desnudo como estaba, apremiado por la necesidad. Y ante ellas se apareció como una visión espantosa, mostrándose con su costra de sal. Así es que las mozas salieron cada una por su lado, hacia los bajíos de la ribera tomando la dirección al mar. Únicamente se mantuvo en su sitio la hija de Alcínoo, pues Atenea le infundió coraje a su ánimo y alejó de sus miembros todo temor. Así que permaneció firme frente a Odiseo. Éste dudaba si llegarse a la hermosa muchacha y abrazarme a sus rodillas, suplicante, o, desde allí donde estaba, con dulces razones, persuadirla para que le mostrase el país y le entregara alguna ropa. Meditando para sí estas cosas, le pareció que lo mejor sería suplicarle allí mismo, de lejos, con frases de halago; no fuese que al acercarse a sus pies se irritase con él la doncella.”

Observe entonces fijamente el rostro de Talia como nunca antes lo había hecho; recorriéndolo lentamente, como si pudiese tocarlo y ella sentir mi mirada posarse sobre su frente, apartando los bucles de su lustroso cabello; acariciando las arqueadas cejas; recorriendo la nariz, larga y desafiante, los cándidos labios; admirando los marcados pómulos y los profundos ojos de amplios párpados, acerados por sombras de kohl. ¡Cuantas cosas quería decirle! ¡Tantos cambios en estos dos días! ¡Cuán grande y misterioso le parecía en ese instante el mundo! ¡Ah…! ¡Si pudiese compartir con ella todas esas nuevas sensaciones que me atravesaban de parte a parte! ¡Qué complicado se había vuelto todo en esos pocos días! Hacia apenas un mes, no era más que un muchacho tras un anciano, un aprendiz cuya misión en la vida era seguir el camino trazado por su maestro, mientras que en ese instante, ¡quién se lo iba a decir!, cantaba para una nereida con un sentimiento tan intenso como inoportuno. ¿Qué hacer? Así que, encomendándome a la protección de la diosa, con la visión del interior que el amor concede, inicié las palabras del leártida Odiseo, como si fuesen propias:
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“«!Yo te suplico, soberana, seas diosa o mortal!– Si bien eres una diosa de las que habitan el espacioso cielo, pues Artemisa yo te creería, la hija del gran Zeus, por tu belleza, talle y distinción; o si naciste de los hombres que moran la tierra, dichosos mil veces tus padres, tu venerada madre y tus hermanos, pues su alma debe alegrarse intensamente a todas horas cuando ven a tal retoño salir a las danzas. Y dichosísimo en su corazón, más que ningún otro, aquel que, descollando por la generosidad de sus dones nupciales, consiga llevarte a su casa como esposa. Que nunca se ofreció a mis ojos un mortal semejante, ni hombre ni mujer, y me he quedado atónito al contemplarte. Solamente una vez vi algo que se te pudiera compara en un joven retoño de palmera que creció en Delos, junto al altar de Apolo, cuando estuve allá con numerosa gente, en aquel viaje del que habían de seguirse funestos males, de suerte que a la vista del retoño quédeme estupefacto mucho tiempo, pues jamás había brotado de la tierra un vástago como aquel; de la misma manera te contemplo con admiración, ¡Oh mujer!, y me tienes absorto y me infunde miedo abrazar tus rodillas, aunque estoy abrumado por un pesar muy grande. Ayer pude salir del vinoso ponto, después de veinte días de permanecer en el mar, en el cual me vi a merced de las olas y de los veloces torbellinos desde que abandoné la isla de Ogigia; y algún numen me ha echado acá, para que padezca nuevas desgracias, que no espero que éstas se hayan acabado, antes los dioses deben de prepararme otras muchas todavía. Pero tú, ¡Oh reina! Apiádate de mi, ya que eres la primera persona a quien me acerco después de soportar tantos males y me son desconocidos los hombre que viven en la ciudad y en esta región. Muéstrame la población y, si al venir trajiste alguno para envolver la ropa, dame un trapo para atármelo alrededor del cuerpo. Así los dioses te concedan cuanto en tu corazón anhelas: marido, familia y feliz concordia: pues no hay nada mejor ni más útil que el marido y la mujer gobiernen la casa con parecer acorde; provocando gran pena a sus enemigos y alegría a los que los quieren, mas son ellos lo que más aprecian sus ventajas».

Miraba con lastimoso semblante hacia la galería, mientras Talia no podía retener las lágrimas que rodaban arrasando sus mejillas. El auditorio miraba a uno y a otro cómo si, efectivamente, fuese el aedo el que rogase a los pies de la nereida. Pero, aunque el tiempo pareció detenerse por un instante, un agudo lamento se oyó en la galería y se extendió por el patio seguido de un lúgubre rumor que hizo que abandonase la lira en el entarimado y que me alzase para observar con ansiedad el ir y venir de la gente camino de escalera. Repentinamente, todos se apartaron cuando tras la cortina pareció Talia; con el rostro acerado y la mirada decidida, avanzaba con paso lento precediendo a las compañeras que la seguían a cierta distancia, con expresión de espanto y abrazadas unas a otras.

Yo la miraba avanzar hacia donde yo me encontraba con gesto interrogante, pero sin pronunciar una palabra ni dar un paso, cuando, como una columna de ropa desmadejada, se derrumbó sobre el pavimento, sin ruido ni queja. Rápidamente salté a su lado, como lo hicieran las demás compañeras. Demódoco se incorporó ayudándose de su bastón pero no dio un paso por temor a tropezar. Estaba tan alarmado que únicamente podía extender su brazo libre y moverlo a derecha e izquierda por ver si agarraba a alguien que le sirviese de ayuda. Los más próximos ya se abalanzaban también, arrastrando al anciano donde yo me encontraba, abrazado a la muchacha, tratando de reanimarla llamándola dulcemente por su nombre.

- ¡Talia! ¿Qué tienes? ¡Talia! ¡Dime algo! ­– rogaba angustiado, mientras trataba de apartar a la gente para abrir un espacio alrededor que le permitiese un poco de aire fresco.

Lentamente, Talia abrió los ojos, parpadeando, sin reconocer dónde se encontraba, cuando me miró fijamente alzando su mano hasta acariciar mi mejilla.


- ¡Gracias por devolverme a mi hogar, Femio! –dijo en un murmullo- ¡No te preocupes más!, Ahora ya está todo bien. Podéis marcharos sin cuidado.
- Pero ¿que te ha pasado? ¡dime! – La urgía, preocupado- ¿Por qué te abandona el animo y los ojos se te hunden sin brillo?
- ¡Dejadla respirar! –gritaba Etón que había llegado alarmado por las voces– ¡Echadla sobre aquella mesa. ¡Rápido!, Berenice, trae aquella jarra de agua para refrescarle la cara.

Cuando ya estaba Talia aparentemente restablecida y yo trataba de incorporarla para que respirase con más libertad, Demódoco se acercó y comenzó a tantearle con dulzura el rostro, los hombros y los brazos, mas cuando alcanzó a coger sus manos, se irguió con violencia, mostrando lentamente un pequeño frasco en su palma. Lo olió con cuidado y luego lo dejo caer con repulsión.

- ¡Niña! ¿Qué es esto? ¿qué has hecho? –dijo con medida preocupación, mientras Etón alzaba el frasco y, tras estudiarlo, observaba fijamente a la muchacha y a los presentes con los ojos bien abiertos.
- ¿Ha bebido esto? –quiso saber.
- Mucho me temo que sí –contestó– su respiración es lenta y la rigidez de los miembros lo indica.

Yo miraba a uno y a otro sin entender nada. Luego, mirando a los adormecidos ojos de Talia, quise saber.

- ¡Talia! ¿Qué dicen? ¿qué has tomado? –la desesperación se apoderaba de mí por momentos. No sabía qué hacer…
- …Plastene quería que os lo ofreciese antes de vuestra partida –contestó con dificultad–, mezclado en un refrigerio para el camino, pero yo… no he podido –añadió Talia mirándole con una media y dulce sonrisa- ¿Cómo iba yo a querer tu muerte si tu me has devuelto mi música, mis pasadas alegrías y los más cálidos sentimientos?…
- ¿Pero esto? –añadía Demódoco, apesadumbrado- ¿Por qué dirigir contra ti la cólera homicida de tu señora?
- No había otro camino, aedo. –contestó la nereida arrastrando la voz- Plastene no aceptaría el fracaso de una de sus nereidas. El final habría sido el mismo, de uno u otro modo tenía que ocurrir porque yo no iba a cumplir su voluntad. ¿Cómo hubiera ya podido? -añadió en un hilo y mirando de nuevo con candor al rostro de Femio- …Todo en ti me rogaba auxilio y amparo, y todo en mi te respondía…

No bien hubo pronunciado esas palabras cuando la cabeza se ladeó bruscamente, dejando caer el pelo sobre el rostro y la mano de mi rostro que miraba a Demódoco y a Etón sin saber qué hacer; incrédulo e inexperto, sacudiendo levemente a la muchacha que respondía con desparejada laxitud a su inútil empeño. Entonces Etón agarró al muchacho mientras con un gesto ordenaba a las mujeres que apartasen a Talia y se hicieran cargo de su cuerpo. Yo me dejé hacer, entretanto, inerte y anonadado.

- ¡¿Qué es esto?! ¿qué ha pasado aquí? –tronó un voz potente y todo el mundo se volvió para mirar a Acasto que se aproximaba, resuelto, hacia el apesadumbrado grupo.

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