viernes, 30 de marzo de 2007

Capítulo Décimo



Demódoco se irguió con el brazo extendido al advertir mi apremiante voz que trataba de orientarle hacia el lugar en el que me hallaba. Su rostro, hasta entonces sosegado, estaba tenso y expectante; su porte, que solía adornar de la serenidad apropiada a su venerable edad, se mostraba alterado, pues temía, más que a nada, el irrefrenable pánico de la gente.

Rápidamente alcancé su mano, al tiempo que apartaba a los que se arremolinaban junto al estrado, camino de la salida o de la compañía del infausto emisario. Cuando me abrí paso, por fin y como pude, le conduje hacia algún lugar resguardado, mientras trataba de calmar su ansiedad y paliar su desamparo comentándole lo que sucedía en medio de aquel aturullado trance. Parecía yo una de aquellas aves que se arriman al borde del nido para saciar el voraz apetito de los polluelos; así andaba, alzando la cabeza para atisbar por cima del bullicio y agachándola de nuevo para servirle, en breves y continuados retazos, lo que ocurría en esos instantes de desconcierto. “Parece ser que una importante factoría, cercana a esta ciudad, ha caído tras el asedio de los centauros hyperiones” –Y, de nuevo, repetía la misma operación –. “¡Etón está ordenando que se despeje la entrada! La gente llora en la puerta y hay corrillos donde se cuentan o se inventan noticias” –Entonces miraba a mi maestro y si este me hacía un gesto con la cabeza, buscaba la mirada de alguien y le preguntaba lo que sabía –. “Han encendido hogueras sobre trípodes en los puestos de las murallas. Desean mostrarse alertas y preparados. Ha habido algún superviviente… Otros dicen que desde la acrópolis se puede presentir el resplandor del recinto en llamas.

Finalmente, cuando pudo estar sentado junto a la columna, confiado de encontrarse a salvo de la marea que iba y venía a empujones, recobró el ánimo y aceptó un poco de caldo y un trozo de queso que alguien se molestó en servirnos. Al cabo de un rato, se restableció la calma y Etón pudo sentarse junto a nosotros, pesadamente, con el semblante serio y ceniciento la color de su rostro. Demódoco sintió su agitada respiración y el silencio pesaroso, como si nadie se atreviese o no supiese cómo ni cuando romperlo.

Mi maestro acogió el mensaje con tranquilidad, casi podía decirse que con cierto alivio, pues enseguida se levantó para que le condujese a lo que Etón llamaba la contaduría. Era esta una oscura y polvorienta habitación rectangular, repleta de estantes de madera desde el suelo hasta el bajo techo; con tablillas de cerámica en las que se conservaban los registros de las operaciones emprendidas por el templo. A Demódoco le hubiera encantado conocer su contenido, lo mismo que al emisario que, sentado sobre un banco ante una larga mesa de madera, miraba en derredor con aparente interés. Varias lámparas de aceite iluminaban la estancia, aunque de día entraba la luz a través de varios tragaluces abiertos en la pared. En una esquina había un depósito de arcilla en remojo y, al lado, una mesa con varios moldes de madera y punzones en un recipiente de madera. Junto a la única puerta se hallaba otro recipiente que recogía las tablillas destruidas, seguramente para llevar a moler y volverlas a utilizar. Cuando se hubieron acercado, Etón hizo las presentaciones.

Demódoco no pudo por menos que sonreír con cierta sorna, imaginándose a Etón como informador de Aristeo, ¡menudo zángano estaba hecho! Pero, aunque se abstuvo de hacer ningún comentario, no por ello dejaba de mostrar una actitud festiva.

Mientras el aedo sonreía ante los presentes que le observaban con extrañeza, se presentó precipitadamente un joven bien vestido, aunque sudoroso, exclamando:

Etón se rió a gusto con la broma, pero la alegría no duró lo suficiente como para hacer olvidar los sucesos del día y las interrogantes de la reciente noche. Mientras los esclavos apagaban las lámparas y cerraban la estancia, Etón nos condujo a una mesa retirada en la que poder hablar. A pesar del tiempo transcurrido desde la marcha del secretario, Demódoco sentía aun la inquietud del tabernero.

Etón sonrío cansinamente la ocurrencia y, extrañado como siempre por ese rostro que no le sostenía la mirada, le dijo…

Mientras estaba por continuar, Aglaia se había plantado junto a Etón. Demódoco sonrío al reconocer la voz que comunicaba a su amo que en la puerta aguardaba un visitante inesperado que deseaba hablarle. Ante lo que el buen posadero le indicó que le hicieran pasar y que le trajesen comida y bebida, mas también advirtió de que, en adelante, no nos molestasen; ni aunque Afrodita preguntase por él. Todos aguardamos como pudimos nuestra curiosidad. Únicamente Demódoco rumiaba, ausente, la información que le acababan de ofrecer, ajeno a la aparición de un hombre envuelto en una capa con capucha que le cubría el rostro. Caminaba apoyándose en dos hombres que casi lo llevaban en vilo y que miraban con ansiedad a la sala del patio mientras avanzaban. Parecían buscar a Etón, quien se levantó hasta que sus miradas se cruzaron, entonces les indicó que podían dirigirse hacia la mesa que compartíamos. Cuando se acomodaron entorno de la larga mesa y Etón les puso una jarra de vino, un corte de queso, unas tajadas de cabra y algo de pan ante los ojos, comieron en silencio. Después de haber saciado las ganas de beber y comer, el forastero levantó, no sin dificultad, el rostro y despojándose de la capucha que lo ocultaba, miró fijamente a Etón, quien con un gesto le indicó que podía habla, pues él respondía de la compañía. Entonces, más tranquilo, dejó con un suspiro que la pena cayese sobre él y, lastimosamente, inició su extraño relato…

Ileo, miró a Demódoco y luego a Etón, quien le hizo un gesto asintiendo para que contestase a las preguntas del aedo.

Se hizo el silencio entre los presentes. Ileo ocultó por un tiempo su rostro con el embozo de su manto. Cuando mi maestro sintió, como los demás, que los sollozos cesaron, trató de compadecerle.

Nada podíamos decir, pues todos comprendíamos ese sentimiento. Sin embargo, Etón reparó en mi maestro y, taciturno, le dijo:

Un profundo silencio se hizo en la reunión. Quien sabía la contestación callaba prudentemente. Quien la ignoraba, lo ocultaba. Todos se miraban. Todos menos Demódoco que interpretaba otros hechos. Para él la inquietud, el temor o la sospecha hablaban con el cuerpo y se manifestaban en la voz.

- No hay tiempo que perder. La ciudadela corre un peligro inminente. Yo, como he convenido, he de partir con Femio a la recepción de la Acrópolis. Veremos si los dioses nos son propicios y sacamos algo en limpio. De lo que ocurra esta noche depende la suerte de la ciudadela, pues ya creo que los centauros acampan cerca de Tántalo. Y ¿Quién puede descansar en tal compañía?




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