viernes, 9 de marzo de 2007

Capítulo Septimo


Caminamos, paso a paso, por las empedradas callejas que ascendían entre casas de adobe; cada una luciendo de forma diversa su galanura al esquivo sol de tarde. Las había como espejos que refulgían con sus paredes enjalbegadas o que alternaban la blancura de la cal con la calidez de los terrosos ocres; otras, las menos, se adornaban con estrechas franjas de un añil que conmemoraba en el interior de los frescos patios el azul de la añorada bahía.

Poco a poco, de desnivel en desnivel, íbamos subiendo penosamente las empinadas pendientes junto a los pequeños huertos aterrazados, con sus almendros cuajados de flores y los manzanos mostrando sus incipientes botones que llegarían a su sazón cuando, caídos ya de aquellos los tempranos pétalos, mudase su blancura por una verde fronda. A la umbría de los frutales se alternaban los macizos de menta y romero, junto a las plantas de las que extraían los magnesios sus famosos remedios. Del otro lado, en la solana, los exangües sarmientos de las parras, apenas extendían sus retoños tras de sus ensortijadas guías.

Tal profusión de fragancias, formas y colores, destacando sobre la espesura circundante de abetos, castaños y robles, me tenía tan encantado que recorría la ciudadela con curiosa satisfacción, pues aun llevaba en los labios la sonrisa que me quedara tras nuestro encuentro con las nereidas.

Fue al poco de terminar nuestra primera comida y cuando nos disponíamos a trasponer el umbral de la taberna. Entonces, de vuelta de los baños, fragantes y bellamente vestidas con sus inmaculados peplos, las nereidas entraron en el vestíbulo entre risas, olvidadas de todo salvo de sí mismas. Al llegar el tropel de muchachas a nuestra altura, refrenaron su paso y, con el mismo desenfado que traían, hicieron una graciosa reverencia, dando breves pasos y uniéndose unas a otras, como corderillos que, recién llegados al frescor del prado, comienzan a retozar sin poder reprimir el alborozo.

Demódoco hacía esfuerzos por mantenerse ajeno a la escena, bien porque tales muchachas no fuesen de su agrado o porque prefiriese permanecer concentrado en sus pensamientos. Mas, cuando la rigidez de mi hombro le detuvo contagiado por la resuelta lozanía de las jóvenes nereidas, correspondió con una solemne inclinación que se unió amablemente a mi saludo… ¡Las Moiras os den salud puesto que las gracias ya os bendijeron…! –Llegué a decir, no sin rubor y ante la sorpresa de mi maestro asombrado de mi resuelta cortesía, cuando, desde el piso superior se oyó el repicar de unos crótalos –. En un instante las muchachas mudaron su rostro en una máscara sin expresión y tomaron, con la cabeza erguida y por parejas, las escalinatas que conducían a la presencia de la Diosa Blanca…

- …¡Qué necesidad tenemos de conducir nuestros pasos hasta la ciudad alta! –resoplaba Demódoco, arrastrado si dignidad por mi distraída fogosidad.

Así que, desprendiéndose de mí, se irguió con las manos en los flancos y, encarando la brisa del mar que allí llegaba con renovada intensidad, se detuvo pensativo.

- Detengámonos un instante en este rellano, Femio, a mi edad el cuerpo tarda tanto en recuperarse de los esfuerzos, que me parece estar sufriendo las penalidades de Sísifo. –dijo, mientras tendía con tiento su rabdos en derredor – ¿No ves por aquí algún lugar en el que podamos sentarnos de cara a esta reconfortante brisa? Hay tantas cosas que se revuelven en mis entrañas que sería preferible detenernos por un instante.
- Como gustéis, maestro. –contesté mientras echaba una mirada – …Aquí cerca, en el recodo del camino y a la sombra de un mirto ha levantado esta buena gente un amplio asiento. –y sonriendo añadí – Ya veis, también aquí consideran que esta última pendiente precisa de un receso, antes de emprender el asalto a la acrópolis.
- Bien muchacho, –Me urgió – condúceme a esa obra de la compasión y de la sabiduría para que me reponga. Y, si te parece, podrías describirme la ciudadela, pues si me guiase por las sensaciones de mi castigado cuerpo, bien podría sentirme frente al mar o en medio del monte.

¿No sé por qué mi maestro creía que debía estar atareado en todo momento? ¿Acaso no tenía yo también deseos de quietud y silencio para ovillarme y ocuparme de mis asuntos? ¿Pero no había manera? No bien nos hubimos sentado y arrimado al contrafuerte de piedra que protegía al huerto del empuje de las riadas, traté de fijarme con algún detalle del lugar en el que nos encontrábamos, pero antes de que pudiese comenzar a dibujar el colorido de los torreones, de los aterrazados frutales y de las techumbres de retamas agavilladas, ya estaba de nuevo murmurando en voz alta.

- …¡Pero, ¿Qué tendrá que ver una cosa con la otra?!
- ¿Qué ocurre, señor? –pregunté, sin dejar de observar el pueblo, ajeno a sus exclamaciones.
- ¿Qué? ¡Ah! No, nada muchacho –me replicó, cayendo en la cuenta – ¡Vaya! Ya he llegado a esa edad en la que uno piensa en voz alta…
- ¿Y qué pensabais? –Le pedí, intentando que se olvidase de mí por un momento.
- Me pregunto si tiene algo que ver lo que me han dicho ese tabernero y la chica de esta mañana con lo que pasa en esta ciudadela. Me asombra que nos encontremos en medio de un conflicto que parece alimentarse de muchos otros, pero que, cuanto más trató de aislarlos, más me enredo. Saco el hilo de una trama y detrás se me vienen los otros, enmarañados como cerezas en una cesto.
- ¿Y cuál son esos líos o como los llaméis, maestro? –pregunté ya un poco más interesado.
- Son tan viejos como el mundo –Me contestó –, ¡Observa si no! Recuerdas que me quedé hablando con Etón, el tabernero, –no me mires así, más adelante te lo contaré todo –, pues bien, detrás de su historia anida un trasfondo de rivalidades tribales en las que él se ha visto envuelto sin buscarlo ni quererlo; unas son por el control de los recursos mercantiles, otras por la hegemonía entre las tribus o por el dominio de los cultos sagrados…

Demódoco se detuvo, y como yo no pronunciaba palabra alguna, decidió comenzar a explicarme todo ese embrollo partiendo de lo más evidente, para luego seguir a través de sus ramificaciones hacia lo profundo y recóndito. Así que, decidido, tomó resuello y prosiguió.

- Bien, comencemos por las rivalidades que se han desatado por el dominio del culto. En el presente caso, entre el culto pelasgo a la triple Diosa y el culto aqueo a la virgen Atenea. Bien, parece que los aqueos, ahora hegemónicos en la zona, han expulsado al culto de la diosa de las costas, disolviendo la hermandad de las Nereidas.
- Pero, ¿todo por un culto? –Pregunté, extrañado de que entre los dioses y sus seguidores pudiera haber odios y, mucho menos, enfrentamientos.
- Ambas tribus quieren ejercer el control sobre los intereses políticos que se forjado en torno a uno de los poderes más grandes y antiguos, anterior incluso al propio Zeus.
- ¿Cuál es ese poder superior al señor de dioses y hombres? –Pregunté asombrado.
- Me refiero al poder que emergió de la espuma del océano, allí donde cayó la cercenada virilidad de Urano, el día en que Cronos, cumpliendo la voluntad de Gea, su madre, alzó la podadera contra su padre.

Debió esperar mi asombro pues nos mantuvimos en silencio, como si nos encontrásemos ante las simas del monte Ida. Finalmente, prosiguió con la sencillez que debe revestir todo misterio que nos supera.

- Esto fue lo decretado por la Moira, que sobre la orilla de la isla de Citera posase sus ligeros pies la uránida Afrodita, dueña del deseo, del encanto, de la seducción y del deleite amoroso. Y que a su paso se reunieran los cálidos vientos y las estaciones, sembrando de retoños cuantos campos cruzara a su paso. Tiempo después, cuando fue llegado el día en que habría de subir al Olimpo para recibir el homenaje de los otros dioses, ninguno pudo oponérsele, tal era el poder que nació entre el insondable Océano y el estrellado cielo.

Como si me hubieran quemado con un tizón ardiente, me encogí con un suspiro, tan repentino e intenso, que sentí como el calor que me encendía el pecho y coloreaba mi rostro.

- Pero ante dicho poder –añadió, ajeno a mi azoramiento –, el culto aqueo a Atenea supone el intento del varón por conjurar el poder de la mujer, portadora del encanto de Afrodita, sometiendo a su control la procreación y ordenando los quehaceres de su vida. Por eso se resolvió Atenea en contra de las mujeres atenienses, a pesar de que su participación en la vida pública, resolviese a favor de la diosa el litigio con su tío, el venerable Poseidón...

Quedé tan asombrado como antes. Cientos de preguntas pugnaban en mi interior por salir, atropellándose en el cerco de la boca. Pero, como Demódoco no podía observar mis esfuerzos ni mi turbación, continuó como si tal cosa.

- Bien, –Añadió con orgullo – creo que he llegado a exponer los temas fundamentales. Ahora habrá que continuar hasta el fondo del asunto, otorgándole a cada punto el valor que le corresponde. Nadie podría negarme que esta es la base sobre la que se eleva el retorcido fuste del conflicto a cuya sombra hemos llegado a caer. ¡Eh, Femio! ¿Qué me dices?
- ¿Se refiere al asedio, maestro?…–pregunté –, todavía ajeno a la idea que perseguía mi maestro.
- Bien, Femio, –me contestó, cargándose de paciencia –, ¿No observaste anoche, Femio, en los rostros del auditorio una ola de emociones mientras bailaba esa nereida? ¿No me dirás que tú mismo no te sentiste embargado por igual al incitar esa sensual danza con tu música?

- Yo…–contesté azorado, tratando de disculparme –… tan sólo ejecuté la música que vino a mi mente, señor…
- No me seas niño, Femio, –Me corrigió Demódoco –…y no hagas de cada cosa un asunto meramente personal. Si no aprendes a considerarla en relación con todas las que contiene o provoca, no podrás apreciarla de forma adecuada. Considera, muchacho, ¿Quién o qué podría haber convocado en tu mente ese ritmo? ¿No lo sabes? Pues anda con tiento, Femio, que el jabato que se cubre de lodo, hocicando bajo los frutales, es el primero en subir a la mesa.
- Era un aire que bailaban las mujeres en mi tierra, –repuse cohibido –, cuando celebraban la llegada de Adonai.
- ¿Y acaso no sabes que las adonias celebran la fertilidad como la unión de la diosa Afrodita con su Señor, Adonis, al regresar éste del Hades, oculto por el amor de la diosa Hécate, señora de los mundos subterráneos?
- ¿Queréis decir –le pregunté sorprendido – que lo que afectaba al auditorio, lo provocaba la música que habría sido convocada por la diosa?
- ¿No es acaso esa bailarina, Talia, una nereida que pasa por la etapa de hierodulia ritual, conforme al culto de Leucotea, la diosa blanca? ¿Acaso Leucotea, Ino, Tetis, Ishtar, Calipso y otras muchas, no son sino la misma diosa en forma de ninfa, sujeta al poder de Afrodita? Lo que nos afecta puede haber sido provocado por ese poder y producir, a su vez, efecto en otros terrenos de la vida.
- Pero ¿cuál poder? –insistí desorientado –. Creo ser Femio, el discípulo del homérida Demódoco, al que aplaudían no hace mucho por su habilidad con la lira o que, en este instante, oye sonar esa caracola que nos advierte de la llegada del ocaso, pero me decís que, mucho mas allá de todo esto, son los dioses los que nos hacen actuar y desear, y que usan de nosotros para sus propios fines. No sé qué pensar, maestro.
- Te entiendo, Femio –Me contestó casi con dulzura –. Pero el canto y la música no son de nadie, sino de la Musa, por ello, ese poder divino se manifiesta, sin nosotros controlarlo, a través de nuestro arte.
- Entiendo lo que decís, maestro, –concedí, contrariado – pero me cuesta reconocerlo. Que anoche algo me embargó, provocando en mí una osadía desconocida, no hay que discutirlo. Otra cosa es que yo sepa qué es o cómo se llama, si es un placer o un pesar, o si hay riesgo en ese arrebato cálido y dulce.
- ¡Vaya, si que te ha dado fuerte! –dijo para quitarle importancia a la conversación –. Desde luego, debiste fatigarte anoche, porque cuando entré en el cuarto, dormías como un lechón; y cuando me levanté a la mañana siguiente, parecías respirar con igual pesadez. Pero dime, ¿valió la pena?
- No lo sé, maestro. –contesté – También en eso estoy confuso, tan confuso como lo estaba anoche. No sé si fui torpe o ingenuo…
- Seguramente, las dos cosas, muchacho… pero dime, ¿la hablastes?
- No, no mucho. –le respondí y, para aclararle, añadí – Verá, nos encontramos en el recibidor, delante del portón, cuando, con la cabeza gacha y expresión recatada, me entregó una brillante cinta verde que me ciñó a la frente, recogiendo mis cabellos; luego se dio la vuelta con intención de marcharse; intenté retenerla y la llamé por su nombre; entonces se giró hacia mí con una leve sonrisa y, cerrando los ojos, llevó la yema de los dedos a mis labios. Me inundó una sensación dulce y aguda que me atravesó de parte a parte; fui a estrecharla, pero cuando tendía los brazos, colocó su mano, lenta y suavemente, sobre mi pecho. Su gesto me refrenaba, embargándome de serenidad y ternura. Debí abrir los ojos más de lo usual, pues los suyos me traspasaron; luego, retirando la mano con igual ceremonia, me dio la espalda y subió los escalones que conducían a los aposentos de las nereidas.
- ¿Qué hiciste entonces? –preguntó incrédulo – ¿No la seguiste?…
- No…–conteste llanamente – ni se me ocurrió… ¿debería haberlo hecho?
- Eres joven, Femio, –insistió – pero seguro que algo sabrás de los tratos que ocurren entre mujeres y varones en aquellas estancias.
- Maestro, desde los siete años vivo con vos. –le contesté un poco alterado – Y la mayoría del tiempo la dedicamos al repertorio. Salgo a hacer recados, a veces me he entretenido jugando con otros muchachos o he pasado temporadas en la casa de mis padres. Pero hasta hace dos años, cuando comenzaron los ritos de mi ingreso entre los kuroi, no he sabido sobre los asuntos de Afrodita.
- Tienes razón. –Aceptó – El adiestramiento del aedo es duro y difícil, requiere de mucho sacrificio y dedicación, pero eso no me excusa. ¿Cómo vas a sondear los actos humanos sin saber de las fuerzas divinas que nos atraviesan? He descuidado tu educación en ese punto y te pido disculpas.
- Señor, no tenéis que disculparos. –le dijo con cariño – Con vos aprendo del arte de la Musa y sé la vida más de lo que cualquier muchacho de mi edad pueda imaginar.
- Sí, Femio, –concedió – pero como te decía, este es un misterio, un poder y una necesidad a cuyas puertas todavía no has llegado. Ha de significar una prueba a superar y que los dos debemos afrontar.
- ¿Vos ya lo habéis hecho? –le interrogue con curiosidad.
- Sí, Femio, también, –me contestó con expresión ausente –. Hace muchos años y tuvo grandes consecuencias. Ya habrá tiempo de que hablemos de ello. Lo importante ahora es que has iniciado el conocimiento de la mujer que hay en Talia, y te has vuelto accesible a sus encantos, porque Citerea, la señora que propició ese encuentro, nos sondea continuamente. Tal vez la diosa te quiera a su lado, ahora que la ambición del varón y el poder de la mujer están en abierta pugna por el control de los misterios de la Diosa. Una lucha que comenzó en el instante mismo en que Zeus quiso constituir una estirpe divina en la que hacer descansar la soberanía y que le llevó a pretender dominar a la divinidad que hay en toda fémina.
- ¿Cómo no me habéis hablado de ese relato? –Protesté.
- Te lo cuento ahora. –contestó con paciencia – que es su ocasión…Zeus pensó primero en las Oceánidas, que eran anteriores a Cronos; especialmente se fijó, como su hermano Poseidón, en la hermosa Tetis, quien le había salvado del asalto de los otros titanes. Pero la diosa Themis se lo desaconsejó; ya que, le aseguró, ella daría a luz un hijo más poderoso que su padre y que le sucedería en el trono. Así que, para conjurar el peligro, se la entregó por esposa a Peleo de Yolcos, del que nació Aquiles, destructor de ciudades. Más tarde, anduvo cortejando y seduciendo a cuanto ser femenino, diosa o mortal, despertara en él su deseo de posesión. Pero a cada conquista, otra venía a ocupar su lugar, pues no encontraba lo que sus entrañas largividentes pretenedían.
- Y ¿qué era?, maestro.
- Zeus conocía las señales –prosiguió con voz misteriosa –, mas no su rostro. Esa deidad debía poseer respeto a la tradición y preocupación por el futuro. Su unión debería estar presidida por la concordia y la afinidad entre sus mentes. Zeus quería la estabilidad, lealtad y legitimidad precisas para dar comienzo a su linaje. Sabía todo eso, pero no lo encontraba.
- ¿Por qué? Maestro –insistí, incrédulo –, un dios lo puede todo.
- Incluso para ver hace falta una disposición de ánimo adecuada, Femio. –me corrigió – El hijo de Cronos necesitaba de una diosa, como ya he dicho, pues como varón no era capaz de engendrar sin el concierto de la fémina…Por ello tenía que estar dispuesto a pasar por la más dura de las pruebas. Él, que había pasado por todas las imaginables; Él, cuyo poder señoreaba en el cielo y en la tierra, tenía que aprender a confiarse en alguien que era, en todo, tan distinto…y ello sin dejarse dominar por su encanto o verse reducido a la sumisión a causa de la necesidad que tenía de una diosa.
- Entonces ¿qué ocurrió?… –pregunté como el muchacho que era, deseoso de conocer esos relatos que me ayudasen a explicar un mundo, pleno de secretos y aventuras.
- Creo que mejor será que te cuente esa historia mientras vamos de regreso a la taberna. Te servirá, a un tiempo, de instrucción y advertencia. A menudo lo que sucede a otros, en otro lugar y momento, despierta en nosotros nuevos ecos que acrecienta nuestra experiencia. ¿Te parece que empiece?, aunque no dispongamos de nuestra lira, siempre puedo macar el ritmo con el rabdos, si quieres.
- Creo que me vendría muy bien escuchar una historia como esa, maestro, –le contesté y añadí con toda la ingenuidad de la que fui capaz – El cuento despejará mi cabeza de los pájaros que la pueblan. –Ante lo que se despertó la sonrisa de sus labios, tras lo que se dispuso para comenzar la declamación.

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