viernes, 23 de marzo de 2007

Capítulo Noveno



¡Tal vez aparezca! –Me decía, recorriendo lentamente el auditorio que me observaba con festiva expectación –…Todos parecen aguardar a que la divinidad de nuevo haga esta noche que ocurra otro portento. Siento la ansiedad como fluye hacia mí, aguardando a que colme sus anhelos; como si yo fuese un solícito copero, un nuevo Ganímedes que les ofrezca su porción esperada de gozo y olvido…” – Tuve que cerrar los ojos al darme cuenta que estaba comenzando a mirar fijamente a los clientes de las primeras filas, incomodándoles. Cerrar los ojos me permitió recluirse en mi interior y, por primera vez, envidié a mi maestro -También puedo buscar otra solución – Y entonces posé por vez primera mi atención en las gentes que ocupaban el corredor del piso superior que, en su mayoría, estaba ocupado por las nereidas –… “Ayer contemplasteis la danza y para vosotras fue como si hubiera dotado a Talía de una alas que antes parecía no poseer; junto a ella os elevasteis más allá de estas murallas que son ahora, más que nunca, vuestro encierro. ¿De qué deberíais huir? ¿Por qué deberíais olvidar? ¿Hay acaso desesperación en vuestra condición, penuria en vuestra situación, esclavitud en vuestro estado? ¿Es, por tanto, saludable el olvido de las cotidianas pesadumbres, de los temores y del cansancio? No debierais ser censuradas por ello”… –Me dije, como si mis pensamientos, al igual que la destreza de mi arte, fluyesen de inmediato desde mi mente al auditorio. Pero no había eco en sus reacciones, ni percibía nada distinto de un cierto desconcierto y una creciente ansiedad – “¿De dónde me nace esta indignación? –Me pregunté, mirando de nuevo hacia las nereidas –…porque, como vosotras, yo estoy haciendo un triste negocio a costa de las necesidades humanas; soy yo el que les administra su porción de olvido, precisa para querer seguir viviendo… ¿Y si no hubiera trato?… ¿y si no existiese posibilidad de esta placentera ausencia o de esa pequeña muerte que estamos renovando gracias al concurso de estos sagrados dones?” –…Mis pensamientos, sin yo saberlo, pasaban a mis dedos que pulsaban, con triste ritmo, un aire melancólico. De vez en cuando volvía a levantar la mirada hacia el corredor superior, pero de entre los emocionados rostros que me observaban, no distinguía a la destinataria de mis lamentos. -“También de ella he de olvidarme para poder ejecutar limpiamente y renovar, poco a poco, el ritmo en un nuevo aire, alejado de la nostalgia que me domina” –Me corregí.

La gente debía sentirse cada vez más contagiada por la música que yo difundía, lo que comenzó a preocupar a mi maestro que podía sentir las reacciones del silencioso público que abarrotaba el local. Por experiencia sabía que no era bueno entristecer al auditorio y que el lamento envolviese su ánimo. Así que, tomando una determinación, posó por dos veces el remachado extremo de su rabdos sobre el pavimento, como señal que indica a su discípulo el término de la música. Para mí, aquellos toques fueron como una llamada de atención que me despertaron de mi estado: me gritaban “¿Qué haces? ¡Sal de ahí, antes de que sea demasiado tarde…!” Así que, di paso a la coda final y, posando la lira junto al escabel, descendí del estrado.

La concurrencia se desperezó lentamente, como si surgiese de un sueño. Poco a poco los murmullos se elevaron y la risa se contagió de boca en boca, entre hombre y mujeres, como un bien compartido. Sólo algunas de las nereidas seguían tristes y pensativas, acodadas al barandal miraban al anciano ocupar su lugar en el escenario, Tal vez ellas supiesen de la melancolía del joven músico y éste hubiese pulsado, en lo más profundo, alguna ignorada melodía.

Mas ya mi maestro ocupaba su lugar en la tribuna, y con un profundo suspiro, comenzaba a templar las cuerdas e inicia el tema dominante que difunde por el local con un aire festivo. Comienza dulcemente, retomando los sentimientos sembrados por su discípulo, para pasar luego, con pulso breve y picado, a jugar con claros contrastes de alegría y frivolidad. Pero no concluía ahí su proemio porque, retomando el tema, lo eleva acorde tras acorde para concluir en uno de tono tan elevado que despierta la expectación de los circundantes. Un dominante acorde suspendido en el límpido aire de la noche, un acorde que repica entre las paredes hasta el estrellado cielo, recogiendo la tristeza, el deseo aplazado y la ansiedad soterrada, para componer en un tono resuelto una renovada invocación…

-El engaño cuéntame, Oh Señora, que tramó la augusta Hera, de grandes ojos, contra los planes de Zeus larguividente…

¡Es el maestro! –Parecían exclamar las miradas del público –. ¡Él sí nos entiende y sabe de nuestros deseos! Ahí está de nuevo, proponiendo su aventura, su prueba, un imposible. ¿Cómo va a ser engañado el previsor Zeus, padre de dioses y hombres? ¿Cómo es posible que su propia esposa trastoque sus planes? Callemos, aguardemos atentos, porque no tardará el augusto aedo en darnos otra porción que aliente nuestro ánimo.

-… Cumplíase la promesa que éste hizo a la divina Tetis, la madre de Aquileo de raudos pies, el día en que vino a suplicarle para que a su hijo la infamada honra devolviera. Eso fue lo que la venerable Hera temía, pues ya se replegaban los dánaos, acosados por los tiros de los teucros, arrastrando sus cansados cuerpos hacia las cóncavas naves en retirada. Inicia por donde te plazca, Musa, que ya los presentes aguardan tus venerables palabras y yo te seguiré, sumiso.

En su sabia experiencia, ya había ganado mi maestro la atención del público. Había duplicado la apuesta, entregándoles un imposible. “¿Cómo iba Zeus, por respeto a la súplica de Tetis, la diosa venerada del templo de Yolcos, favorecer a los teucros y poner en fuga a los maltrechos dánaos? ¿Era esto conforme a los mandatos de la justicia? ¿Cómo era posible que Aquiles peleida, señor de los mirmidones de Ftia, quisiese recibir renovado el honor, al precio de la vida de sus camaradas? Hacía bien la venerable Hera en oponerse a los designios del soberano de dioses y hombres ¿Con que fuerzas contaría para oponérsele?”. –Sabedor de las dudas sembradas sobre el asombrado auditorio, Demódoco prosiguió su canto…

-Hera, la de áureo trono, mirando desde la cima del Olimpo, descubre sobre el campo de batalla a su hermano, alegrándose en sus entrañas; mas he aquí que también divisa a Zeus, sentado en la más alta cumbre del monte Ida, de abundantes manantiales, y su visión se le hizo insoportable a su corazón. “¿De qué modo podría engañar a Zeus, portador de la égida?” –meditaba para sí –.

Se podía percibir el ánimo de las gentes en suspenso. Entonces, mi maestro dejó que sus hábiles dedos recorriesen con sosiego las cuerdas, para que cada uno, a su antojo, pudiese imaginar los recursos que pondría en juego la venerable diosa. Pues la práctica le dictaba que confirmar y sorprender las expectativas del auditorio, formaba parte de su arte. En efecto, las mujeres que se habían crecido excluidas del mando sabrían que a su disposición estaban los más variados recursos mientras que algunos hombres aguardarían con recelo las bien tramadas artes femeninas. De este modo, cada uno en su interior, según su condición, andaría ya componiendo la continuación del canto…

-Y, pasado un tiempo, le pareció que el mejor modo sería engalanarse y dirigir sus pasos al Ida, a ver si, abrasando al poderoso Zeus en amores, lograba derramar sobre sus párpados un dulce y placentero sueño que distrajera a su previsor espíritu, a fin de conseguir alguna ventaja para los desfavorecidos aqueos.

Por todo el local se elevó el rumor. Triunfante, en el caso de las mujeres, quienes gozaban de la audaz estratagema; indignado, en el corazón de los hombres, que presentían o temían el resultado de tal argucia.

-Sin perder un instante, se fue a las habitaciones que le labrara su hijo, el artesano Hefesto, y que disponía de una sólida puerta, con una cerradura oculta que ninguna otra deidad sabía abrir. De este modo podría ocultar, a la curiosidad de todos, su taimado proceder.

Sí, los dioses debían quedarse fuera, la diosa podía ocultarse de sus miradas, pero el auditorio, invitado a la intimidad del aposento, se miraba con curiosa excitación. Las mujeres sonreía con recato, los hombres alzaban la cejas saboreando la ocasión de penetrar en lo recóndito de la morada de una diosa. Allí los quería mi venerable maestro, atentos a recibir, por mediación de su canto, la satisfacción de sus temores y deseos.

-Entonces entró la augusta diosa, entornando la puerta, y comenzó por lavar su encantador cuerpo con divina ambrosía, untándolo después con un cremoso aceite, suave y tan fragante que, al moverlo en el palacio erigido sobre bronce, su perfume se difundió por el cielo y la tierra. Habiendo terminado de ungir su hermoso cuerpo, le tocó ocuparse del divino cabello, que con sus propias manos compuso en lustrosos bucles, bellos y abundantes, que colgaban de la inmortal cabeza como una brillante cascada. Echóse sobre sus desnudos hombros un vaporoso vestido, recamado por obra de la excelsa Atenea y luego el ceñidor que lucía innumerables borlas. Finalmente, cubrió su excelsa obra con el divino manto, sujetándolo al pecho con broche de oro. No acabó ahí de adornar su imagen, pues colgó de las perforadas orejas, unos pendientes de tres piedras preciosas, grandes como ojos, espléndidos, de encantador lustre. Después, la divina entre las diosas se cubrió el tocado con un hermoso velo, tan blanco como el sol; finalizando por calzar sus blancos pies con bellas sandalias, maravilla de contemplar. Y cuando hubo ataviado su cuerpo con todos estos adornos, salió de la estancia.

Un murmullo de admiración y asentimiento recorrió las mesas. “¿Cómo sabría estas cosas tan femeninas un aedo ciego? –Se preguntaban a la par, hombres y mujeres –. ¡Habrá sido alguna vez mujer! Comentó alguien, ¡como el adivino Tiresias! Apostilló el informado.” Y el asombro se elevó hacia las alturas. Allí las jovencitas comentaban el canto, contemplándose unas a otras, mientras los hombres aguardaban con ansiedad que de nuevo que prosiguiera el relato. “¡No podrá, con tan simples armas –se decían –, rendir al Cronión!” Y miraban en derredor buscando al cómplice de sus certezas.

-Una vez fuera, con disimulada obsequiosidad, llamó aparte a la divina Afrodita, para hacerle un ruego: “¡Querida niña! ¿Querrás complacerme en lo que te pida o me lo rehusarás con el ánimo resentido, porque protejo a los dánaos mientras tu haces lo propio con los teucros?” Respondióle, entonces Afrodita, progenie de Urano: “Hera, diosa venerable, hija de Cronos, dime al instante lo que deseas que mi corazón ya me impulsa a cumplir aquello que sea posible.” Contestóle con fingimiento la venerable Hera: “¿me cederías a Eros y a Deseo, con los cuales rindes a todos los inmortales y a los hombre mortales? Voy a los confines de la fértil tierra para ver a Océano, padre de los dioses, y a la madre Tetis, que me recibieron de manos de Rea y me criaron y educaron en su palacio, el día en el que el previdente Zeus llevó a Urano allende la tierra y el estéril mar. Iré a visitarlos para dar fin a sus rencillas, pues hace tiempo que se niegan el amor y los juegos del lecho, ya que la cólera anidó en sus corazones. Si apaciguara con mis palabras su ánimo y lograse que reanudasen el amoroso concierto, sería para ellos, por siempre, querida y venerada.” Respondió de nuevo la risueña Afrodita: “No es adecuado ni me es posible negarte cuanto pides, pues duermes en los brazos del poderoso Zeus.” Y diciendo esto, desató del blanco pecho el ceñidor, bordado con rica labor, que guardaba todos los encantos: allí se encontraba Eros, el Deseo, los diálogos de amor y el lenguaje seductor que hace perder el juicio hasta de los más sensatos. Lo depositó en las manos de Hera y pronunció estas palabras: “Toma y esconde en tu seno el bordado ceñidor donde todo se halla. Yo te aseguro que no regresarás sin haber logrado lo que te propongas.” Eso dijo la hija de Urano, y sonrióle la venerada Hera, de grandes ojos alegres mientras escondía en su tierno seno el divino ceñidor.

¿Puede pedirse algo más y mejor? Ya daban unos por perdido al señor de dioses y hombres, mientras otros querrían saber qué eran aquellos poderes que podía encerrar un simple cinturón que ciñe el busto de la mujer, por divino que fuese. Los más chuscos se atrevían a remedar una descarada curiosidad, poniendo en fuga a la femenina compañía, entre risas y aspavientos. Por mi parte no había sorpresa, ¡cómo habría de haberla! –Me dije, mirando en los demás como a juguetes en mano de los dioses –. No, para mí la cosa se aclaraba paso a paso. ¡Mal acaba lo que mal empieza!¡cómo iban los hombres y mujeres a mostrar ningún acuerdo, si la relación entre los dioses supremos había comenzado con recelos y engaños! E incluso –añadió para mí –, mucha antes… ¿no había señalado el maestro que Afrodita nació de Urano, de la monstruosa cosecha que produjo la rebelión del hijo y la deslealtad de la esposa? ¿Acaso no nacieron las Erinias de la sangre derramada en esa misma terrible ocasión; persiguiendo, desde entonces, a los que atentan contra los progenitores? En esas deidades venidas a la luz con la emasculación de Urano, la ambigüedad se aumentaba, pues la que aparenta, a los ojos de los hombres, ser un dulce bien, les encadenaba al yugo del deseo, mientras que las terribles Erinias, de espantoso rostro, perseguían la defensa del linaje, preservando la vida de los padres. Tal vez –concluí –, esos dulces y terribles poderes que custodiaba la uránida y acababa de ceder a Hera, fueran el vestigio de los torcidos comienzos cuando, en el principio de los tiempos, entablaron entre sí conocimiento las razas de hombres y mujeres. Mas, ¡Si fuera posible otro nuevo comienzo! Pero sólo yo me enredaba en tales pensamientos, pues mi maestro, habiendo mostrado las tramas del divino ardid, aguardaba con paciencia el momento en el que al auditorio le prestase de nuevo toda su atención para proseguir el canto…

-Afrodita, la ahijada de Zeus, regresó a su morada, mientras que Hera partió velozmente volando a la cima del Olimpo. Viajó por Pieria y la deleitosa Ebati, luego salvó, sin que sus pies tocaran la tierra, las nevadas y altas cumbres de las montañas donde vivía los jinetes tracios para, descendiendo por la corriente del Atos al fluctuoso ponto, llegarse a Lemnos, ciudad del divino Toante. Allí se fue en busca del Sueño, hermano de la terrible Muerte; y tomando su diestra, le dijo: “¡Oh sueño, que señoreas sobre todos los dioses y los hombres! Si en alguna ocasión atendiste a mi ruego, obedéceme también en este momento, pues mi gratitud será imperecedera. Te pido que, tan pronto como, vencido por el deseo, se acueste conmigo el poderoso Zeus, adormezcas los brillantes ojos debajo de sus párpados. Yo a cambio he de darte, un hermoso trono de incorruptible oro; para el que mi hijo Hefesto, hará un escabel que te servirá para apoyar las nítidas plantas, cuando asistas a los festines.” Respondióle, entonces el dulce Sueño: “¡Hera, venerable diosa, hija del gran Cronos! Con suma facilidad adormecería a cualquier otro de los sempiternos dioses y aun a las corrientes del río Océano, del cual somos oriundos todos; pero no me acercaré ni adormeceré a Zeus Cronión si él no lo manda. Me he vuelto cuerdo desde el día en que, siguiendo tu mandato, sumí en grato sopor la mente de Zeus, que lleva la égida, difundiéndome, suave, en torno suyo, el día en que el muy animoso hijo de Zeus se embarco para Ilión, después de destruir la ciudad troyana. Entonces tú, que intentabas causar daño a Heracles, conseguiste que los vientos impetuosos soplaran sobre el ponto y lo llevaran a la populosa Cos, lejos de sus amigos. Pero cuando Zeus despertó, se encendió de ira y, maltratando a los dioses en palacio, me buscaba por todos lados. De seguro me hubiera hecho desaparecer, arrojándome del éter al insondable ponto, si la Noche, que rinde a los dioses y a los hombres, no me hubiese protegido cuando a élla me encomendé, huyendo. En aquella ocasión aquel se contuvo, aunque irritado, porque temió hacer algo que a la rápida Noche desagradara. ¡Y tú, de nuevo, me mandas emprender otra arriesgadísima empresa!”

¡Ay! Estas mujeres…no les basta con torturarnos con las femeninas armas, aun temen que podamos resistirnos. También del sueño hacen partícipe de la trama. Hace bien el dulce sueño en resistirse, escarmentado. ¿Pero no se da cuenta la venerable diosa que juega con fuego? Con el señor del rayo no hay estratagema que valga…–parecían decirse entre murmullos las gentes del público, mientras las mujeres reían satisfechas – ¿No querrás que se pierdan los aqueos por la extremosa cólera del Pélida Aquiles? ¿Es que no puede la mujer favorecer la causa de los desdichados dánaos? ¿Acaso es justo una honra ganada con la sangre de los compañeros? –No sabían que contestar, ni a que baza plantarse. ¿En qué acabaría todos esto?

-Respondióle Hera venerable, la de dulces ojos de novilla: “¡Oh sueño! ¿Por qué en la mente revuelves tales cosas? ¿Crees que el largovidente Zeus favorecerá tanto a los teucros como protegía, en la época en que se irritó, a su hijo Heracles? Ea, ve y prometo darte, para que te cases con ella y lleve el nombre de esposa tuya, la más joven de las Gracias, Pasitea, de las cual andas deseoso día y noche.” Así habló. Alegróse el Sueño, y respondió diciendo: “Ea, jura por el agua inviolable de la Estige, tocando con una mano la fértil tierra y con la otra el brillante mar, para que sean testigos los dioses de debajo de la tierra, que me darás la más joven de las Gracias.” Así dijo. Y no desobedeció Hera, la diosa de los níveos brazos, y juró, como se le pedía, nombrando a todos los dioses subterráneos. Prestado el juramento, partieron ocultos en una nube, dejando atrás a Lemnos y la ciudad de Imbros y, siguiendo con rapidez el camino, llegaron a Lecto, en el monte Ida, abundante de manantiales y fieras. De allí pasaron desde el mar a tierra firme y volaron haciendo estremecer con sus ligeros pies la cima de los árboles. Detúvose el Sueño para que los ojos de Zeus no pudieran verle, y encaramándose a un altísimo abeto que, nacido en el Ida, se elevaba por el aire hasta alcanzar el éter. Allí se ocultó entre las ramas como si fuera una montaraz ave canora, conocida por los dioses bajo el nombre de Calcis, mientras que los hombres la llaman Cymindis.

Ya llegaba el momento aguardado. Ya la esposa disponía de sus armas para lanzar la celada. ¿Estaría el previsor Zeus avisado o, por el contrario, continuaba desapercibido, atento a la cruel guerra? –Como de un sueño, las gentes recordaban el inicio del canto, perdidos como se habían encontrado disfrutando de los enredos y afeites de la diosa -. Y si ellos habían estado tan ausentes que se habían olvidado del sitio de Ilión, de Aquiles y la lucha, ¿qué habría de ocurrirle al padre de los dioses? Se rendiría también a los poderes de la divina Hera…

-Hera subió ligera al Gárgaro, la cumbre más alta del Ida; Zeus, que amontona las nubes, la vio venir; y apenas la distinguió, enseñoreóse de su prudente espíritu el mismo deseo que cuando gozaron las primicias del amor, acostándose a escondidas de sus padres. Y así que la tuvo delante, le habló diciendo: “¡Hera! ¿Adónde vas, que tan presurosa vienes del Olimpo, sin caballos ni carro que te conduzcan?” Respondióle con engaño la venerable Hera: “Voy a los confines de la fértil tierra a ver a Océano, origen de los dioses, y a la madre Tetis, que me recibieron de manos de Rea y me criaron y educaron en su palacio. Iré a verlos para dar fin a sus redecillas. Tiempo ha que se privan del amor y del tálamo, porque la cólera invadió sus corazones. Tengo al pie del Ida, abundante en manantiales, los corceles que me llevarán por tierra, así que vengo del Olimpo a participártelo, no fuera que te irrites si me encaminase, sin decírtelo, al palacio del Océano, de profunda corriente.” Contesto Zeus, que amontona las nubes: “¡Hera! Allá puedes ir más tarde. Ea, acostémonos y gocemos del amor. Jamás la pasión por una diosa o por una mujer se difundió por mi pecho ni me avasalló como en ocasión de seducir a Dánae Acrisone, la de bellos tobillos, que dio a luz a Perseo, el más ilustre de los hombres; ni cuando vi la celebrada hija de Fénix, que fue madre de Minos y de Radamantis, igual a un dios; ni siquiera cuando a Alcmena en Tebas, de la que tuve a Heracles, de ánimo valeroso, ni cuando me encerré con Sémele, madre de Dionisio, alegría de los mortales; ni ante Deméter, la soberana de hermosas trenzas; ni ante la gloriosa Leto; ni ante ti misma; con tal ansias te amo en este momento y tan dulce es el deseo que de mí se apodera.” Replicóle dolosamente la venerable Hera: “¡Terribilísimo Crónida! ¡Qué palabra proferiste! ¡Quieres acostarte y gozar del amor en las cumbres del Ida, donde todo es patente! ¿Qué ocurrirá si alguno de los sempiternos dioses nos viese dormidos y lo comunicara a todas las deidades? Yo no podría volver a tu palacio al levantarme del lecho; tan avergonzada estaría. Mas si lo deseas y a tu corazón le es grato, tienes la cámara que tu hijo Hefesto labró con una puerta de sólidas tablas que se encajan en el bien construido marco. Vayámonos a acostarnos allí, ya que del lecho apeteces.” Respondióle Zeus, que amontona las nubes: “¡Hera! No temas que nos vea ningún dios ni hombre; te cubriré con una nube dorada que ni el Sol, con su luz, que es la más penetrante de todas, podría atravesar para mirarnos.”

¡Ya está! ¡Ya cayó en las redes el crónida, con todo su poder y sabiduría, pues no hay fuerza que se resista al deseo! Hay que reconocerlo, pues aquí estamos. –Parecía reconocer el público, riendo de la estratagema. – ¡No hay bien que por placer no se cambie! –Dijo uno y le rió la gracia el aedo.

-Y el hijo de Cronos estrechó en sus brazos a la esposa. La divina tierra produjo verde hierba, loto fresco, azafrán y jacinto espeso y tierno para levantarlos del suelo. Acostáronse allí y cubriéronse con un hermosa nube dorada, de la cual caían lucientes gotas de rocío. Tan tranquilamente dormía el padre sobre el alto Gárgaro, vencido por el sueño y por el amor, abrazado a su esposa. Que no se dio cuenta que el dulce sueño corría hacia las naves aqueas para llevar la noticia al que ciñe y bate la tierra, y deteniéndose cerca de él, pronunció estas aladas palabras: “¡Poseidón! Socorre pronto a los dánaos y dales gloria, aunque sea breve, mientras duerme Zeus, a quien he sumido en un dulce letargo, después de que Hera, engañándole, logro que se acostara para gozar del amor.” Y Poseidón, más incitado que antes a socorrer a los dánaos, saltó en seguida a las primeras filas y les exhortó diciendo: “¡Argivos! ¿Cederemos nuevamente la victoria a Héctor Priámida para que se apodere de los bajeles y alcance gloria? Así se lo figuraba él y de ello se jacta, porque Aquiles permanece e las cóncavas naves con el corazón irritado. Pero Aquiles no hará gran falta si los demás procuramos auxiliarnos mutuamente. Pero, ea, procedamos todos como voy a decir. Embrazad los escudos mayores y más fuertes que haya en el ejército, cubríos la cabeza con el refulgente casco, coged las picas más largas y pongámonos en marcha; yo iré delante, y no creo que Héctor Priámida, por enardecido que esté, se atreva a esperarnos. Y el varón que, siendo bravo, tenga un escudo pequeño para proteger sus hombros, déselo al menos valiente y tome otro mejor.”


Pero cuando estaba mi maestro por continuar el canto, un rumor se elevó de los asientos traseros, cercanos a la puerta y un grito desgarrado se abrió paso entre la multitud. La gente se volvió asustada. Demódoco me miró, desconcertado. Finalmente un hombre se hizo hueco junto al fuego y con desolado semblante pronunció la terrible nueva ¡Los centauros han arrasado Dryade…! Y las mujeres cubrieron, en silencio, sus lindos y lustrosos cabellos con su toquilla, en señal de duelo por los vecinos caídos.

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