viernes, 2 de marzo de 2007

Capítulo Sexto






A la mañana siguiente nos levantamos tarde por lo que, al descender al mégaron, las esclavas ya habían limpiado el suelo, ordenado las mesas y dispuesto la leña en el hogar para el fuego de la noche.

El sol inundaba de luminosos rodales el centro del patio, mientras, impulsadas por el viento del mar que soplaba sobre las laderas del valle, llegaban las primeras nubes de la estación en forma de una fina niebla, cuyos jirones se elevaban llevando su húmeda carga a las alturas en donde se erigía la ciudadela.

Demódoco, aunque privado de esa curiosa experiencia por causa de su ceguera, sentía, sin embargo, el húmedo aliento de la mañana como caricia de telaraña y las vaharadas de espliego y genista, incluso las quisquillosas columnas de polvo que ascendían por hilos de sol hasta su sensible nariz, disponiéndole con una sonrisa a la nueva jornada.

No sólo el patio se revestía con la luminosidad de las veloces nubes que cruzaban, viajeras e inconstantes, por el cielo abierto, hiriéndome en los ojos, mientras avanzábamos hacia el rincón, rehaciendo el recorrido de la noche anterior, mi maestro rumia el dolor de las articulaciones que se le despertaba con la llegada de la estación de los alisos. ¡Que bien recibiría el calor de un brasero! –Murmuraba para sí – Sin embargo había que contentarse con envolverse en la capa de gruesa lana y sortear las mesas, alertando a las muchachas con los repiqueteos que despertaba su bastón al golpear las baldosas del suelo.
Cuando finalmente nos sentamos; allí donde la tibia claridad nos pareció más placentera, permanecimos quietos y en silencio hasta que se acercó una muchacha, una esclava con seguridad, ya que vestía ásperas ropas de sarga.

- ¡Buenos Días!, niña –le habló Demódoco a la muchacha, orientándose por el roce que hacían sus manos contra la ropa.
- Que los dioses le favorezcan, abuelo. –le respondió con amabilidad la esclava, mientras dejaba unos cestillos cubiertos con un fino lienzo, un plato con queso, una jarra de leche y un pan de higos con almendras y miel. Demódoco sonreía aceptando el familiar saludo y, a su vez, inclinó la cabeza en señal de gratitud.
- Dime muchacha –se atrevió, una vez hubo considerado que había finalizado con de disponer todo – ¿Cuál es el nombre con el que te llaman en casa? ¿Dónde está tu hogar y el pueblo de los tuyos?
- Mis padres me dieron el nombre de Aglaya, hace quince estaciones, y procedo de Orminión, allí donde este torrente vierte sus aguas en las azuladas orillas de la bahía. –contestó con orgullo, la muchacha.
- Por tu modo de hablar, se diría que eres una joven discreta e, incluso, cultivada. Nada al uso entre el servicio de un templo de la diosa ¿cómo es que estás aquí en tan bajo oficio?

- Alguien tiene que hacer lo más duro –contestó con llaneza la muchacha –, sobre todo cuando una no cierra los ojos, no olvida y tampoco calla… pero crea, abuelo, no querría dejar la despensa por estar en las habitaciones de allá arriba. –Por un instante bajó el rostro y su voz se llenó de tristeza – No, yo debería estar, más bien, en un lugar aún más bajo, allá en mi casa, ocupada en otras labores, disponiendo la telas en los arcones, ayudando a la despensera o aprendiendo la ruta del telar entre las tramas.
- Es claro que no apruebas de estos rituales y prefieres las labores de Atenea…– y luego añadió con tono más serio –, pero dime otra cosa, si no te distraigo con esta curiosidad de anciano. No percibo en tu hablar ningún giro especial. Cuéntame pues, ¿de donde son tus padres?
- Mi padre es de Pilos, allá en la Élide; Cinio se llama y es hijo de Nicostrato, nacido en esta tierras. Cuando llegó a la edad tuvo que marcharse a Corinto y allí se casó con la hija de Deioneo, Leiríope. En Corinto nací, pero mis padres pronto se trasladaron; primero a Orcómenos, después a Lefkandi y, finalmente, a Orminión. Allí abrieron un almacén para los mercaderes de Tesalia y las manufacturas Corintias.
- Dime una cosa más, te ruego –se atrevió, sintiendo la buena disposición de la joven – ¿Por qué tuviste que ingresar en el culto de la Diosa, a pesar de que te hace sentir tan desgraciada?
- Es una triste y larga historia que os cansaría escuchar. Además no sé si debo ausentarme tanto tiempo de mis deberes –repuso la muchacha.
- Niña –le contestó con dulzura no exenta de melancolía –, el tiempo que me concedas será un regalo para este anciano y tu juventud, la ocasión de revivir sensaciones ya perdidas. Créeme, te lo ruego, cuando afirmo que salgo yo ganando con tu relato. En cuanto a los deberes ¿acaso es censurable que se atienda a un huésped?

La muchacha se relajó, aunque permaneció de pie junto a la mesa. Por mi parte, soñoliento como estaba, comencé a comer torpemente trozos de torta y queso. Demódoco me reconvenía de vez en cuando, volviendo el rostro hacia donde yo estaba, pero la mayoría del tiempo se quedó escuchando a la joven, sin probar bocado.

- Bien, venerable anciano, habréis de saber que mis padres no tuvieron ningún hijo varón y que fui la única hija de la casa. Por ello y siguiendo su gusto, mi padre me llevaba a todas partes a donde fuera; ya en el pueblo o navegando entre las ciudades de la bahía. Era como un juguete alegre para sus allegados y socios que me sentaban encima de grandes pacas de telas mientras presenciaba sus regateos o escuchaba extasiada, increíbles relatos de viajes. Mi niñez fue en verdad dichosa, abuelo, hasta que me llegó la edad… entonces tuve que quedarme en casa, en las frescas habitaciones de la despensa, ayudando hasta que mi padre regresaba. Pero, aun entonces, subíamos juntos a la azotea y desde allí me señalaba los barcos fondeados y me informaba de lo que habían traído o lo que relataban sus marineros en la taberna del puerto.
- ¡Entiendo tu desgracia!, –asintió pesaroso el aedo – Aquí no hay azotea, sólo una despensa, este templo no es el puerto y estas montañas distan mucho de la Bahía de Pagasa…debe se duro para una niña que ha aprendido con la guía de su padre, verse de pronto obligada a venir a aquí arriba, únicamente por respeto a la Diosa.

La muchacha tembló de arriba abajo. Las manos, nerviosas, retorcieron el húmedo trapo que utilizaba para limpiar las mesas y banquetas. Entonces Demódoco aguzó el oído y tendió la mano hacia la muchacha.

- Mi padre regresó una noche más tarde de lo habitual –prosiguió la muchacha con un extraño brillo en los ojos –. Yo ya había bajado de la azotea comprendiendo que esa tarde no nos encontraríamos, pero cuando estaba por irme a acostar, vino a mi cuarto y delante de la camarera que dormía conmigo, me dijo que al día siguiente me haría acompañar hasta este templo. Le miré fijamente, sin dar crédito a lo que decía. Su voz sonaba extrañamente dura. ¡Pero padre!…–intenté hablarle como habíamos hecho tantas veces –, ¡yo no quiero ir!… –Entonces me miró como si se fijase en algo más allá de mí – ¡Tienes que ir! ¡Has de hacer lo que se te pide! ¡Todos hemos de hacer lo que corresponde! … ¡Harás esto por tus mayores! –…y dándome la espalda añadió –, ¡como ellos lo hicieron por los suyos!– y se marchó…En todo este tiempo, no he vuelto ha saber de él…Ahora, si me disculpa,…he de irme antes de que me echen en falta. No quisiera causarle ningún problema…–y añadió reprimiendo un sollozo mientras giraba la cabeza –…ha sido muy amable al escucharme –Y se alejó con paso precipitado.

La historia de Aglaia dejó a mi maestro pensativo y apesadumbrado. -¡Que historia tan triste! – ¿Verdad, Femio? Pero, ¿Por qué me podría perjudicar hablar con ella? ¿La chica estaría dándose, en su desolada imaginación, una importancia de la que carece? ¿La habrían enviado también a sonsacarle? No sabría qué pensar sobre esa última advertencia y, sin embargo, había algo tan veraz y conmovedor en su historia. ¿No crees? La traición o la cobardía del padre al cariño y la inteligencia de su hija, el sacrificio de sus cualidades por la sujeción al temor religioso y a los intereses del linaje. Y, mira, que casualidad, ¿No es raro que las únicas personas con las que he entablado conversación dentro del hostal, manifestasen su disconformidad tan abiertamente? ¿Será, acaso, una señal de la hija de Zeus indicándome las personas a las que podría confiarme en caso de necesidad? En verdad, Femio, que no sabría que concluir -. Y volviendo su rostro hacia mí, se llevó las yemas de los dedos a la cinta, siguiendo su costumbre, y trató de acodarse en la mesa en un gesto reflexivo. Pero, repentinamente, sus codos tropezaron con los cestos de comida.

Ambos braceamos torpemente para evitar que su contenido se desparramase por el piso y llamase la atención. La jarra con leche estaba intacta, pues la muchacha, prudentemente, la había situado a una cierta distancia y los desmañados gestos del aedo no la alcanzaron, pero las tortas recién cocidas y el pan de higos se desparramaron, y con ellas, su aroma.

Cuando logramos recogerlo todo, Demódoco pudo por fin respirar más confiado y, con un breve suspiro, ladear lentamente su cabeza para percatarse de si su torpeza había llamado la atención de las gentes de la cocina. Nadie parecía haberse dado cuenta. Y, no es que se sintiese herido en su amor propio, sino que estos accidentes le arrebataban la quietud que precisaba para adentrarse en el nuevo día. Una vez se hubo tranquilizado, aspiró con satisfacción la fragancia de la comida, el pan reciente y el olor almizclado de la leche de cabra, como si fuese un ser sin las servidumbres del cuerpo que se saciase únicamente con los olores. Yo nada sabía todavía de que para mi maestro las experiencias sensibles eran cauce hacia otras muy diferentes y superiores, por lo que me sorprendió que, acto seguido, se concentrase y, partiendo un trozo de torta, lo mojase en la leche y lo dejase intacto sobre el plato, diciendo:

- ¡Óyeme, Atenea tritogenia! A ti te invoco, ¡Hija de Zeus que llevas la égida!, tú que conoces mis pasos, asísteme en este trance que yo llevaré tu obra allí donde me conduzca el destino…

Me quedé mudo, sin saber qué hacer ni decir mientras contemplaba la profunda meditación de mi maestro; sentado con los brazos rodeando el cuenco de comida, con una sencillez sólida, haciendo aflorar su sosiego como otros seres transpiran o ronronean. Mi maestro compartía mi presencia y la aceptaba en su recogido mundo, reconociendo el eco de mis actos al fangir lentamente el pan y mojarlo en la leche. ¿Escuchó también mi callada plegaria? ¿Adivinaría, incluso, a qué divinidad concedería yo, esta vez, las primicias del día? Le miré con curiosidad al rostro. Nada traslucía, salvo una apacible bondad y una versátil curiosidad que, como a una ardilla, alzaba una ceja, o le hacía girar levemente la cabeza.

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