sábado, 17 de marzo de 2007

Capítulo Octavo


Así pues, tras vencer en su contienda contra titanes y gigantes, Zeus afianzó su soberanía por el poder y la fuerza. Únicamente él podía hacer uso del rayo, con lo que cualquier futura rebelión quedaba sofocada con la amenazante presencia del fulgor divino. A partir de ese instante, comenzó para él la ardua tarea de disponer un nuevo orden para el mundo. Primero, promulgó nuevas leyes; también estableció el juramento de las Aguas de la Estige, el más terrible entre los dioses; finalmente, entre otras cosas, instituyó su propio oráculo en la voz tremolantes de las hojas del sagrado roble de Dodona.

Sin embargo, de una única cosa estaba privado, no tenía descendencia; pues no se lo aconsejaba su madre, la venerable Rea, ya que el hijo que engendrase le vendría, con el transcurrir de los tiempos, a sustituir en el ejercicio de la soberanía. El crónida se encontraba ante una paradoja, de un lado quería estabilidad, permanencia y poder; no quería tener que ceder la monarquía a un hijo más joven, pero, del otro lado, sin un matrimonio que le diese descendencia su obra quedaría irremisiblemente incompleta y, por lo tanto, perdida. La desesperación le embargaba y, a cada arrebato, amenazaba por doquier con tomar, por la fuerza, lo que su madre le tenía vetado, por prudencia. Despechado en extremo, se dio aun sin fin de lances y devaneos amorosos. Primero engendró a las Estaciones y las Moiras con la diosa Themis, señora de los consejos y asambleas; Eurinome, divinidad de las grandes empresas, le dio a las Gracias; las tres Musas le nacieron de Mnemosyne, la diosa señora que conoce lo que fue, es y será, valedora de la venerable raza de los aedos; y con la ninfa Styx, señora de las aguas estigias, a Hécate, quien tomara con violencia Hades, señor del mundo subterráneo.

No tenía tregua el hijo de Cronos, sobre todas las cosas señoreaba Zeus y no quedaba rincón al que no llegase su poder y sus decretos, salvo sobre su corazón, su casa y su desolado lecho. Un día que andaba vagando su penetrante mirada por las tierra cretenses, diviso a la venerable Hera, de grandes ojo, su hermana melliza, nacida de Rea en la isla de Samos, a quien acunaron las Horai, regidoras de las estaciones, tras ser recibida por la divina Eurinome, que, dirigiéndose a las simas del mar, la entregó al longevo Océano y la divina Tetis, de los que nacieran todos los dioses.

De inmediato se dirigió a Cnossos, pues le había subyugado el encanto y la prestancia de la diosa, en todo tan semejante a él, con la intención de tomar posesión de tan excelsa divinidad. Nadie como ella de ese porte, y qué decir de su respeto por las tradiciones, y de su belleza, que en nada ensombrecía la señora de Citera. Así que se fue hacia ella con su mejor porte, inflamado por el deseo, rodeándola con sus brazos y ciñéndose a su cuerpo. La diosa, son embargo, ni se inmuto; más bien le menudeó con la altiva mirada e hizo mofa de su rijosa precipitación. Esto no hizo más que aumentar el furor y la osadía de Zeus que la acosaba yendo más allá de lo debido, mas en nada modificó su estado la hija de Cronos, de bellos ojos de novilla. No le conmovía la preferencia del soberano, y su rostro se mostraba hierático, su pecho tenía la suave frialdad del pentélico y, como estatua, sus labios se cerraban al beso y su cuerpo a la caricia. Ofuscado y vejado, cayó Zeus de hinojos y, a punto estuvo de abrazarse a las divinas rodillas, suplicante, sin no le retuviese el temor a ver su honor humillado. Así que se marchó ofendido, mientras su hermana, displicente, componía su tocado pensando que, al fin y al cabo, Zeus no era más que un varón al que podía rendir a sus encantos. Y continuó su importunado paseo.

Al día siguiente, de regresó a la Argólide, estaba Hera paseando por el campo entre sauces y alisos, cuando se encontró a un cuclillo que, iniciando sus primeras tentativas de vuelo, había caído a tierra y saltaba de un lado a otro, piando sin consuelo en terreno tan extraño. Se enterneció la diosa de tan desvalido animal y lo recogió amorosamente. Lo acomodó primero entre la madeja de su lustroso pelo, por ver si en ese nido recobrara la confianza; luego que se hubo sosegado entre el suave y fragante cabello, lo puso sobre su pecho, para que su suave y cálido contacto le sirviese de consuelo. La ternura de la diosa se vio gratamente recompensada, pues su pichón dio en seguida muestras de recuperación y afecto, y andaba ya picoteando dulcemente por entre los celestes senos y el fuste de su terso cuello, despertando la divina risa con tan deliciosos cosquilleos.

Pero ya el sol se elevaba en el cielo y el calor se hacía agobiante; la venerable diosa, buscó entonces amparo a la sombra de un gran sauce que dejaba caer la guedeja de sus lacios ramajes sobre la dulce orilla. En tan delicioso lugar buscó la hija de Rea amparo frente a las tórridas horas que todo lo abrasan y agostan. Se tumbó, pues, sobre la hierba, reposando su cabeza sobre el terso tronco y, dando acomodo al cuclillo en su dulce regazo, dejó que el murmullo de las aguas entretuviese su abandono. Pensó al principio que un delicioso sueño le había arrebatado del modo más suave, pues su cuerpo se erizaba de dulzura y deleite; mas, creciendo el asalto, ascendía el placer desde lo más íntimo de su ser hasta despertarla en arrebatado éxtasis. Cuál fe su asombró, al abrir sus ojos, al descubrir que el cuclillo no era sino al artero hijo de Cronos, quien había tomado, mediante el engaño y la simulación, lo que anteriormente le negasen al concurso de la fuerza. Mas ya no rehusó la hermosa Hera, sino que se entregó al deleite, disfrutando el uno del otro en amores que duraron trescientas estaciones, suspendidos en una nube dorada sobre las costas de la bien cercada Samos.

Una vez saciados el uno del otro en tan furtiva unión, recompuso Hera su prudencia y, reparando en el daño hecho a su reputación, convino con su hermano celebrar un matrimonio como era debido. Zeus convino con su hermana en disponer los esponsales y marchó a hacer los preparativos precisos. Mientras la diosa, a la espera de la cortés proposición, regresaría a Argos. Allá se fue Zeus a afrontarla terrible mirada de Rea, su madre, aunque ufano de su dolosa victoria y plenamente satisfecho en su cumplida virilidad. Por su lado, Hera, de regreso a la argólide, descendió sobre las corrientes del Canatho, y en sus aguas renovó su original lozanía.”

Una vez finalizado el relato sagrado continuamos de regreso a la posada en completo silencio. Se notaba que Demódoco se sentía insatisfecho. No creía haberme hecho comprender el poder que el deseo tiene para dominar a los dioses y a los hombres, hasta convertirlos en astutos esclavos del placer. Además, tampoco el relato había mitigado su preocupación por los recientes sucesos. Así que continuamos caminando absortos, vuelto cada uno hacia nuestras propias preocupaciones, hasta que Demódoco dejó caer, sin énfasis alguno:

- cuando yo era joven, ocurría lo mismo. Mi maestro, el divino Mopso, no me orientaba en los asuntos de afrodita. En una ocasión –me refirió – tuve que recitarle de nuevo todo el repertorio, ¡sólo porque mi timbre de voz había cambiado con la aparición de la virilidad! Ahora pienso que temía que esos cambios afectase a su relación con la Musa, ya que se mantuvo célibe toda su vida.

No, Demódoco no había recibido ninguna lección sobre los asuntos de las mujeres mientras se educaba en Esmirna, menos aun después de que tuvieran que abandonar la ciudad precipitadamente ante la amenaza de los lidios.

- ¡Yo no tuve ritos de iniciación, ni visitas al templo de Éfeso! Mi primera juventud fue un cansado peregrinaje por las islas jónicas y las cicladas, trabajando y huyendo de los agentes lidios, hasta que mi maestro murió repentinamente. Entonces mi vida tomó un rumbo incierto. Tuve que buscar una corte segura donde quedar a cubierto en tiempos tan inseguros. Por fin encontré ocupación en la corte del Rey Kleón de Festo, en la isla de Creta. Y fue allí donde adquirí mi primera y única enseñanza en el amor.

Yo no sabía qué pensar. ¡No podía imaginar la juventud de mi maestro! Y, menos aun, ¡en trato con mujeres! …Instintivamente, me volví y él, al sentirme, sonrío con media sonrisa. Como queriendo decir: ahora, polluelo, ahora te lo cuento…

- Calíope, se llamaba. –comenzó con voz pausada, como si recitase una invocación – La dulce princesa, cuyo rostro aun guardo en mi memoria, pues ese rostro fue lo último que contemplé antes de que el poder de su padre, el Rey, me arrebatase la vista, por haber mancillado la pureza de su hija.
- ¡¿Cómo?!…–Le pregunté asombrado, sin apenas poder articular palabra –…Entonces, fue así… …Vos visteis… quiero decir…teníais vista… ¿fue un castigo?…
- No todos sufrimos la heroica venganza de un Dios despechado –continuó sin reparar en mi torpeza –, por mi la princesa, con riquezas y súplicas, compró la lealtad del verdugo para que tan sólo los abrasara con el tizón al rojo de una estaca de olivo. El violento dolor insensibilizó mi cuerpo, mientras la ardiente caricia ayudó a cicatrizar la herida.
- ¿Eso fue todo? –dije decepcionado – ¿Esa fue toda vuestra experiencia con las mujeres? ¡Haber mirado a una princesa desnuda que os costó el don de la vista!…
- Al final de todo, –continuó – la princesa salvó mi vida y, sin ella saberlo, me regaló una visión más hermosa y audaz aun que la de su sagrado cuerpo: la mirada nocturna de la diosa, la visión interior del mundo.

Sabía que, a pesar de mi insistencia, no iba a soltar prenda. Así que lo más que pude hacer fue quedarme callado, pero de un modo reconcentrado y ceñudo. Ese modo de manifestarle mi enojo me llevó, sin darme cuenta, a repasar todo lo ocurrido; al principio como una lista de agravios, pero luego, cuanto más reflexionaba, más interesado me sentía y notaba que iban surgiendo en mi interior pensamientos que antes desconocía. Lo que me produjo más rabia, fue sentir cómo mi maestro había hallado la afinidad precisa para hacerme comprender lo que me ocurría y, cuando más cercano de mí estaba, a punto de contarme sus amores…se había detenido como el feriante que anuncia su próxima representación con una muestra de su arte, emplazándonos a la sesión vespertina y dejándonos con la miel en los labios… A no ser que él también sintiese vergüenza. Pero quita. ¡Cómo iba a sentir pudor un anciano como Demódoco! ¿Ante él, su discípulo? ¡Que va!…
Sentía que la curiosidad de la vida de mi maestro había provocado en mí un repentino sentimiento de estar en falta, pero, me calmé al considerar que, tales confidencias, al ser considerados como usuales entre íntimos, no debían ser causa de indiscreción al despertar mi propia curiosidad con lo que, irremediablemente, dieron aumento a mi exaltación. Pero, ¿Por qué cuando las preguntas de mi maestro se volvieron hacia mí, sentí una violenta indignación? Sería porque, al ser mis sensaciones y sentimientos tan recientes, no yo mismo tenía sentido de su valor como para saber cómo podían o no ser considerados sin ofenderlos. ¿No eran algo que sólo a mí competía aclarar?

Eran experiencias para los que concebía una única interlocutora. Desde luego, yo respetaba a mi maestro. En su trato había aprendido a quererle como un joven quiere la risueña y retorcida sabiduría de sus ancianos. Demódoco era, además, abierto, considerado y atento, pero en este preciso asunto su consejo se había visto reducido a un vetusto relato sobre el descortés deseo de una divinidad que violenta las voluntades, como si fueran meros instrumentos de su eminencia.

Años atrás, cuando ya había dejado de ser un niño y los chicos de mi edad hacía tiempo que eran, como yo, aprendices de algún oficio, me gustaba volver a la plaza de los baños a donde me enviaban a recoger los panes recién cocidos. Por aquel entonces ya no tenía que ir a buscarlos; otro más joven había pasado a cumplir ahora con mi ocupación, pero me gustaba lo mismo volver a esa plaza a la menor ocasión; bien con la excusa de que mi maestro estuviera en alguna fiesta o fuera llamado a alguna casa importante para no regresar hasta el amanecer. Entonces, me sentaba en esos soportales y miraba a las mujeres.

Lo primero que me había llamado la atención era lo temprano que cambiaban sus hábitos. Mientras los muchachos andábamos todavía buscando nidos o jugando al tejo, ellas comenzaban a cuidar su aspecto y a remedar la desenvoltura de las jóvenes más atractivas. Otra cosa que había despertado mi admiración era el valor que tenía en ellas el uso de la palabra, algo que a menudo confundimos con locuacidad. Por ellas me convertí en cazador de conversaciones. Aquí y allá recogía retazos de diálogos, expresiones y entonaciones, que me hacía repetir de regreso a casa. Descubrí que las mujeres compartían su vida, sus opiniones y sus sentimientos como un gran caudal de experiencia común. Intercambiaban pequeñas epopeyas y retazos de sabiduría, al tiempo que lavaban la ropa o llenaban los cantaros en el pozo; sin darse aires, desplegaban los hilos de cada acontecimiento casero, descubriendo la multitud de matices y significados que pudiera encerrar; en aquellos más comunes y sencillos –cómo conducirse en cada ocasión o cómo criar a los niños según su edad –, hasta los insondables misterios de los sentimientos humanos. Casi sin darle importancia, mezclaban ingenuidad y astucia, osadía y sencillez, recato y pasión.

Esto no lo descubrí entre varones hasta que comencé a embarcarme con mi maestro y, en las tabernas de algún puerto, trabábamos una rara conversación. Pero era distinto. Primero porque no todos los hombres estaban dispuestos a ser abiertos en su trato; se percibía el recelo y el disimulo en la mayoría. Pero las pocas veces que alguno iniciaba el relato de su vida o intercambiaba con nosotros sus experiencias, entonces sí, recibía esa sensación de compartir con otro la azarosa vida. ¡Cuantas formas de vivir! ¡Cuantas aventuras! Demódoco también bebía las palabras de estos personajes y, a menudo, me repetía, ¡fíjate bien, Femio!, la vida de este hombre ha sido dura en extremo, pero ha sabido extraer un vaso exquisito con el que nos está regalando, como si fuéramos para él, en verdad, unos príncipes.

Para las mujeres, en cambio, aquello era un asunto cotidiano, abierto y desinteresado. No querían otra jarra de vino, ni mendigaban audiencia, presos en su propia soledad. Las mujeres derrochan su sabiduría como el fruto de un destino compartido, duro y desabrido. Si me parecían distintas era, en realidad, porque las responsabilidades con las que las veía bregar desde muy temprana edad, eran en realidad, mucho más complicadas que nuestros remedos de heroicidades. No abordaban amplias empresas, no discutían los decretos reales, ni ejercían cargos en la ciudad. Pero su labor no podía detenerse ni dejar de esmerase, porque toda empresa, todo cargo y actividad descansaba sobre su sencilla obra.

¿Cómo era posible que una divinidad largividente y soberana, no supiera de tal amplitud y riqueza?, ¿Por qué despreciarlo por satisfacer su propia urgencia? No, no me parecía justo, entonces, simplificar de ese modo todo lo que ahora sentía, por el único motivo de verme incapaz de reconocer lo que había despertado dentro de mí la aparición de Talia. Yo no la había abordado con un apremio animal, ni ella me había ofendido por su urgida inexperiencia. Los dos únicos encuentros que habíamos tenido habían sido delicados y corteses.

Mientras estas cosas pensaba, convocada por arcanos divinos, apareció ante mí, como una visita imprevista y sonriente, una retahíla de recuerdos que poblaron mi mente, dejándome herido y desconcertado. Y ante mi tuve el torso desnudo de la nereida, amorosamente ceñido, por mí, sobre el lecho…No pude dar un paso más; miraba a Demódoco, desconcertado, sin poder responderme qué era cierto y qué era falso; qué era propio y qué era ajeno, qué fue obra de mí cuerpo y qué fruto de una intervención divina. Sentía mi propia ansiedad escrutada por la vacía mirada de mi maestro, tanto y tan dolorosamente, que tuve que hacer un enorme esfuerzo para acallar ese tormento…Cuando pude hablar, le miré y me dirigí a él, extrañamente, como a un igual.

- Decidme maestro –pregunté azorado – Esa extraña atracción que despertó en mí la joven nereida, Talia, es parte del poder de lo femenino sobre lo masculino.
- En efecto, Femio. –me contestó con seriedad – Talia está despertando lo viril que hay en ti, iniciándote en el juego de delicias y amarguras con las que se entrevera el goce amoroso.
- Pero, habláis de doblez –continué –. Habláis de encanto y juego, deleite y gozo. Sobre eso si puedo decir que reconozco su sentido. El baile era juego, delicioso y placentero. Pero también mezcláis peligro, amargura y temor.
- Pero ¿no fue así cuando estuvisteis con ella? –Preguntó deteniéndose un instante.
- Cuando me regaló la hermosa cinta – repuse, evocando – produjo en mi una emoción que casi me ahoga. La miraba y solo deseaba mirarla, la tocaba y por siempre deseaba tocarla. Y cuando se iba a marchar, sentí una punzada de dolor, como si me agarrasen por dentro con tenazas ardientes. Mas, cuando nuevamente estuvo junto a mí y posó su mano en mi pecho, sólo deseaba sentir bajo mi rostro el olor de su cuerpo y acariciar esa mata de pelo brillante y sedoso. Al retenerme, acrecentaba en mi esos deseos, hasta sentí una pujanza que sólo su modestia aplacó.
- Femio, muchacho. –continuó compasivo – ¿Que puedo añadir? tal es el misterio del que te hablo. Cada uno precisa de la mujer ante la que despierta y se conoce. Entonces queremos hacerla nuestra para recuperar nuestro dominio, pero ya es tarde, y bebemos vientos por ella como animales en celo.
- Si ella ha querido encantarme –asumí –, lo ha conseguido; haría cualquier cosa por volverla a ver, la seguiría hasta donde ella quisiera ¿Es ello, acaso, un signo de debilidad y sumisión?
- No se mucho acerca del encanto y la seducción –admitió Demódoco –. en mí convocaron al poder que doblegó mi presencia de ánimo. Pero hay más, Femio, créeme, mucho más; tan insondable es su poder. Y los varones siempre han tenido la necesidad de conjurar las fuerzas que están bajo su control.
- Pero, entonces –dije, dudando –, no entiendo, ¿Por qué no me condujo a las habitaciones? ¿Por qué retenerme? ¿Acaso no desperté en ella lo mismo? ¡Decidme maestro! ¿Sienten ellas lo mismo?…
- Tendría que ser un Tiresias –dijo con un sonrisa – para saberlo…Puede que fuese parte del jugo amoroso. Pero dime, ¿Por qué no regresaste junto a nosotros? Tal vez podríamos haber hablado.
- Lo pensé, –contesté con tristeza –, pero se os veía conversar tan afablemente, que no quise importunaros. Además, ese encuentro me dejó sin fuerzas.
- Sí, demasiadas experiencias en un solo día. –concedió mi maestro – Bueno, querido, hemos llegado. Como siempre digo, nuestro valor ha de consistir en aceptar lo que el destino disponga, a cada uno su parte. Y ahora, vayamos tras de algunas… respuestas.

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