domingo, 15 de abril de 2007

Capítulo Duocécimo

Era evidente que Demódoco había comenzado a desconfiar de Plastene y así lo había hecho manifiesto antes de comenzar el canto. Si no, ¿qué sentido tenía esa revelación, sino la de vincular a la sacerdotisa con el linaje real de los hyperiones? Una pregunta destelló entonces en mi mente ¿Era ella esa nueva influencia que había azuzado a los centauros para combatir a los aqueos de Yolcos y a los lapitas de Boibe? Todas esas cuestiones me tenían en ascuas, pero lo peor era que no podía abordar a mi maestro. En ese sentido me encontraba como el señor de Tántalo y su principal invitada; a la espera del canto por ver si en él se traslucía algo de lo que tenía en mente.


“El canto dime, Musa, del sagaz varón quien,
tras asolar la sagrada ciudadela de Troya,
mucho anduvo errante y muchas ciudades
de los hombres contempló aprendiendo de su talante;
innumerables fueron los pesares que sufrió en su ánimo
afanándose en el ponto por asegurar su vida y el retorno de los suyos.
Pero a estos compañeros no consiguió salvarlos,
por mucho que lo quisiera, pues por su propia arrogancia perecieron.
¡Necios!, devoraron las reses de Hiperión del linaje de Helios,
y por ello les arrebató la luz del regreso.
De tales asuntos el relato, Diosa hija de Zeus,
por donde quieras da inicio ante nosotros”.


Hizo Demódoco entonces la pausa instrumental obligada tras el proemio y aprovechó para, por así decirlo, aspirar el ambiente. Como era su costumbre, había cantado este umbral del relato con un especial acento que mostraba el tema principal; el con-traste entre los recursos de un hombre esforzado que, tras la caída de Troya, lucha por el regreso a la patria –tema que circulaba en múltiples cantos por las principales cortes – y la negra suerte de aquellos que se habían dejado arrastrar por la insensatez, ignorando las normas más sagradas. Así, en el interior de los viajes del paciente y astuto Odiseo, estaba entrelazando la representación de la conducta que debería restituirle a su patria, a su hogar y a la vida familiar perdida, hacía ya casi veinte años. Pero ya la coda musical tocaba a su fin y ardía de impaciencia por saber si mi maestro tejería, con las urdimbres de su memoria, una trama que, de algún modo, se aviniera al caso.


"Ello es que todos los otros,
cuantos habían conseguido evitar la amarga muerte,
estaban ya en casa, a salvo de la guerra y el mar.
Sólo él, privado del regreso y de su esposa,
era retenido por la soberana ninfa Calipso,
divina entre las deidades, en su lóbrega cueva,
deseosa de hacerle su señor".


Fue entonces cuando me pareció que los brillantes ojos de Plastene mostraron sor-presa. ¿Qué intenciones tendría Demódoco para mencionar a la divinidad? No me cabía la menor duda de que Demódoco percibía la tensión que estaba ejerciendo sobre la sacerdotisa, a pesar del trecho que les separaba. Entonces, al igual que un pescador, una vez que ha notando en el tirón de la tanza que el pez ha hecho presa en el anzuelo, afloja la línea para que el animal se confíe y consuma en la huida la energía que habrá de precisar más tarde en la lucha por su vida, así, descendiendo a tonos más dulces, continuó el canto.


“Mas, cuando con el pasar de las estaciones,
llegado fue lo que para él los dioses habían ordenado,
que debería regresar a su casa en Itaca,
ni entonces estuvo libre de pruebas;
ni tan siquiera cuando estuvo entre los suyos.
Y todos los dioses se compadecían de él,
todos excepto Poseidón, quien siempre guardó rencor a Odiseo,
semejante a las deidades, hasta que al cabo llegó a su tierra.
Pero, ya que estaba entre los alejados Etíopes
–quienes en dos tribus suelen dividirse,
las que habitan donde Hiperión se oculta y las otras,
donde se alza –, sentado al festín, embelesado con el sacrificio de toros
y carneros; los demás dioses se reunieron
en las habitaciones de Zeus Olímpico.
Entonces, ante ellos comenzó a hablar el padre de hombres y dioses,
pues a su ánimo se presentado el recuerdo del noble Egisto,
a quien el afamado Orestes, el hijo de Agamenón, había dado muerte.
Acordándose, pues, de éste, tomó la palabra entre los inmortales y dijo:

'¡Observad, cómo están dispuestos los mortales a culpar a los dioses!
Es de nosotros, afirman, de donde proceden los males.
Pero de ellos también, por su arrogancia,
les viene sufrir pesares en exceso. Como es el caso de Egisto quien,
yendo más allá de lo conveniente, ha desposado a la esposa legítima
del atreida y lo ha matado al regresar.
Y esto, pese a conocer de su lamentable final,
pues, enviándole a Hermes, el pastor arguifonte, le advertimos
-¡Que no le matara ni pretendiera a su esposa!
¡que habría venganza por parte de Orestes cuando fuese mozo
y sintiese añoranza de su patria!– Así se lo dijo Hermes pero,
aunque este sólo pensaba en su bien, no por ello cambió
la forma de pensar de Egisto; y ahora las ha pagado todas juntas.”


Asentían los guerreros, entre murmullos. Malo era pretender la esposa de otro, más aún cuando estaba fuera, luchando en una lejana guerra. La venganza del hijo estaba justificada pues la sangre llama a la sangre. A ellos, apegados a las tradiciones, se les escapaba la sutileza del divino argumento. No así, esperaba mi maestro, a la regia pareja. Algo había comenzado a trazar para ellos, algo novedoso y directo. Todo eso, me daba cuenta, estaba por llegar…


“Entonces le respondió Atenea, la diosa de glauca mirada:
"Crónida, padre de todos nosotros, supremo entre los poderosos,
¡claro que yace ese víctima de una justa muerte!,
así perezca cualquiera que cometa tales acciones.
Pero mi corazón se acongoja por el prudente Odiseo,
desdichado, que lejos de los suyos ha estado ya sufriendo
en una isla cercada por la corriente, en el ombligo del océano.
En una isla frondosa, donde tiene su morada la diosa hija de Atlante,
de mente perniciosa, el que conoce las honduras de todo el mar
y vigila las largas columnas que separan la tierra del cielo.
La hija de éste lo retiene entre pesares y lamentos
tratando de continuo de encantarlo con melifluas y astutas razones
para que se olvide de Itaca. Pero Odiseo, anhelando ver elevarse el humo de su tierra,
prefiere morir. Y ni aun así, olímpico,
te conmueve en lo más íntimo. ¿Es que acaso no te era grato Odiseo
cuando junto a las naves aqueas te sacrificaba víctimas sin tacha
en la amplia planicie de Troya? ¿De dónde procede tanto rencor contra él, Zeus?”


¡Una deidad que retiene al varón protegido de los dioses! ¡Una diosa astuta y seductora cuyo afán era hacer del héroe su amante inmortal! ¿Podría esperar Demódoco que la sacerdotisa aceptase el nuevo escenario en el que situaba a su patrona? o, por el contrario, ¿su honor le impediría asumir los cambios hechos a su dignidad? Pero, ¿qué pretendía mi maestro con tamaña provocación?


"Entonces Zeus, el que agrupa las nubes, le contestó:
'Hija mía, ¡que palabra se escapó del valladar de tus dientes!
¿Cómo habría de olvidarme tan pronto del divino Odiseo,
quien está más allá de los demás mortales en inteligencia
y más que nadie ha ofrendado sacrificios a los inmortales dioses
que poseen el vasto cielo? En absoluto. Es Poseidón,
el que embraza la tierra, quien mantiene un incesante encono
por causa del cíclope a quien aquél privo de la vista, Polifemo,
semejante a los dioses, el más poderoso entre los cíclopes.
Lo engendró la ninfa Toosa, la hija de Forcis,
el que señorea en el oscuro mar, tras unirse a Poseidón
en una profunda cueva. Por esto, Poseidón, el que sacude la tierra,
no mata a Odiseo, pero lo hace andar errante lejos de su patria.
Con que, ¡ea!, pensemos todos en su regreso,
en cómo ha de volver a su hogar; y Poseidón tendrá que abandonar
su cólera, que no podrá el sólo enfrentarse
contra la voluntad de todos los dioses inmortales”


Ya no era sólo la diosa, algo más había en el canto. La reclamación hecha por un pariente, por el mismo hermano de Zeus, Poseidón, debía ceder ante la voluntad del soberano y del consejo de los demás dioses. La venganza de la sangre era, pues, regulada por una juicio más allá del linaje y debía someterse al poder del rey. Mi maestro estaba atendiendo a cambios que se iban fraguando poco a poco en distintas partes del Egeo, la superación de los enfrentamientos entre los linajes hegemónicos mediante la constitución de un consejo de iguales, gobernado por un monarca legitimado por los dioses. Pero todavía no sabía en qué afectaba todo este cambio a la situación presente, pero podía sentir el interés de los presentes ante tantas novedades.


“Entonces le contestó Atenea, la diosa de glaucos ojos:
‘Hijo de Cronos, padre de todos nosotros,
supremo entre los poderosos, si acaso esto es del agrado de los dioses
dichosos, que el sesudo Odiseo pueda regresas a su hogar,
enviemos entonces a Hermes, el mensajero arguifonte,
a la isla de Ogygia para que anuncie inmediatamente
a la ninfa de lindas trenzas nuestra determinante decisión:
la vuelta del sufrido Odiseo’ Así pues, se dirigió Zeus a Hermes,
su hijo, y le dijo: ‘Hermes, encárgate tú de esto,
ya que otras veces fuiste nuestro mensajero,
comunícale a la ninfa de lindas trenzas nuestra inamovible resolución:
la vuelta del sufrido Odiseo; habrá de regresar
sin la compañía de dioses ni de hombres mortales,
sino que después de veinte jornadas, tras padecer muchos reveses,
arribará en una balsa bien trabada a la fértil Esqueria,
la tierra de los Feacios, parientes de los dioses,
quienes de corazón le honrarán igual que a un dios,
enviándole en un barco de regreso a su querida tierra,
tras de haberle regalado bronce y oro, así como ropa en abundancia,
mucho más de lo que hubiera sacado de Troya
si hubiera vuelto indemne con su porción del botín.
Pues su destino es que a los suyos vea y se llegue a su hogar
de elevada techumbre y la tierra paterna’.
Así habló, y el mensajero arguifonte atendió a su mandato.


De nuevo mi maestro dejó que la coda instrumental diese pausa al espíritu para que las palabras decantasen su agridulce sentido. … ¡Nuevos amos, nuevos usos! ¡Una justicia más alta que impone sus decretos por encima de las reclamaciones de la sangre! Un consejo que asiste la voluntad de un dios supremo; la petición hecha por una hija virgen, nacida de su propia cabeza; un artero heraldo, señor de los truques y cambios que marcha al refugio de la divinidad de los pelasgos, para someterla. ¿Cómo afectaría lo dicho y lo que habría de venir a la encumbrada pareja? Había que ir un poco más allá para ver.


“Mas, al arribar a la lejana isla, emergió del violáceo ponto
y marchó tierra adentro hasta llegar a la gran cueva
en la que habitaba la crinada ninfa. Y la halló en su interior.
Un gran fuego ardía sobre la tierra y por toda la isla
se extendía mientras de quemaba la fragancia del alerce
y del cedro de buen corte. Ella estaba en el interior
cantando con dulce voz, pendiente del ir y venir de la trama
que tejía con la lanzadera de oro.
Cercaba a la cueva un frondoso bosque de alisos,
chopos negros y olorosos cipreses, donde anidaban
las aves de largas alas, los búhos, alcotanes
y las parlanchinas cornejas marinas
que viven trajinando entre las olas.
En el mismo lugar y en torno a la cóncava gruta
extendíase una tupida viña, de frutos cuajada.
Cuatro fuentes de agua clara corrían cercanas unas de otras,
con un caño para cada vertiente, mientras suaves
y fresco prados de violetas y apio las rodeaban.
Allí, incluso un inmortal que tuviera la ocasión de pasar,
se admiraría al contemplarlo, disfrutando en sus entrañas.
Así, en pie, se estuvo el mensajero arguifonte contemplándolo y,
luego que hubo admirado cada cosa según su parecer,
se encaminó hacia la amplia cueva.
No le pasó inadvertida
su presencia a Calipso, divina entre las diosas,
pues los dioses no se extrañan
por más que tengan su hogar lejos unos de otros.
El orgulloso Odiseo no estaba dentro,
sino sentado en los elevados cantiles,
desgarrando su ánimo con lamentos,
gemidos y el llanto que caían de sus ojos,
fijos en el estéril ponto.”


Si Plastene no se había enfurecido por el entramado de dones con los que había caracterizado el divino destierro, entonces lo que vendría a continuación no haría sino exasperarla aun más. Calipso era la divinidad que retenía a Odiseo y le proponía una inmortalidad sin vejez, perdido y desarmado, en una isla cercada por las corrientes del océano, tan distante de los dioses como de los hombres; poblada por funestas aves -búhos, cornejas y alcotanes – y por cipreses, alisos y chopos negros, árboles para los ya idos. Sí, podría causar admiración la isla de Ogygia, pero tal y como la representó mi maestro, la vida de Odiseo allí se detendría para siempre como si fuera un daimón.


“Mientras tanto, Calipso, Divina entre las diosas,
interrogó a Hermes cuando lo hubo sentado
en un resplandeciente y espléndido trono.
‘¿A qué has venido a mí, Hermes del áureo bastón,
honorable y grato huésped? Antes no te era de tu gusto acercarte.
Di lo que piensas, que si es realizable y puedo,
mi animo se dispone a verlo cumplido.
Pero sígueme primero para que te ofrezca
los dones de la hospitalidad’ Una vez hubo dicho esto la diosa
colocó delante una mesa que colmó de ambrosía y mezcló rojo néctar.
El mensajero arguifonte bebió y comió.
Y cuando hubo comido y repuesto su ánimo con la comida,
se dirigió a ella, diciendo: ‘Vos, Diosa, preguntabais porqué yo,
un dios, había llegado hasta aquí, pues bien, voy a decir con verdad,
porque así me lo pides, que vine por mandato de Zeus,
que no por mi gusto. ¿Quién cruzaría por placer tan grande extensión
de agua salada? No hay a mano ninguna ciudad de mortales
que ofrezcan a los dioses sacrificios ni hecatombes sin tacha.
Pero no le es posible a ningún dios transgredir o dejar sin cumplir
la voluntad de Zeus, el que lleva la égida.
Afirma que tienes contigo a un varón, el más desdichado
de aquellos guerreros que lucharon en torno de la ciudad
de Príamo durante nueve años y que en el décimo año
regresaron a sus casas después de saquear la ciudadela,
mas en el camino de vuelta ofendieron a Atenea,
y ésta lanzó contra ellos vendavales contrarios e inmenso oleaje.
Allí perecieron todos los fieles compañeros, pero a él el viento
y las grandes olas lo arrimaron aquí.
A él ahora ordena Zeus que dejes partir sin tardanza,
ya que no es su destino morir aquí lejos de los suyos,
sino que le tocó en suerte ver a los amigos y tornar a la mansión
de elevada techumbre y a la tierra paterna’.

Así habló, y Calipso, divina entre las diosas, se estremeció
y dejándose oír le contestó con aladas palabras:
‘Sois crueles, dioses, y en envidia destacáis por encima de todos,
ya que os irritáis contra las diosas que sin disimulo
eligen a algún mortal por compañero de lecho.
Así, cuando Eos, de rosados dedos, raptó a Orión,
os irritasteis los dioses que vivís sin esfuerzo,
hasta el día que, en Ortigia, la casta de Ártemis de dorado trono
lo abatió disparando dulces dardos.
Y cuando la de hermosos cabellos, Deméter,
cediendo a su pasión, yació en amor con Jasión
sobre el barbecho de un campo tres veces labrado,
Zeus, no bien se hubo enterado, lo mató
alcanzándole con el resplandeciente rayo.
Así ahora, dioses, me envidiáis que quede conmigo un varón mortal,
al que yo salvé cuando erraba a horcajadas sobre un leño,
pues Zeus con el rayo refulgente le había destrozado el ligero bajel
en mitad del vinoso ponto. Allí perecieron todos sus compañeros,
pero a él el viento y las olas lo arrimaron aquí.
Yo lo traté con amabilidad y lo alimenté,
y meditaba hacerle inmortal y sin vejez por siempre.
Pero puesto que no es posible transgredir ni dejar sin efecto
la voluntad de Zeus que embraza la égida,
dejemos que marche por el denso mar si aquel lo promueve y ordena.
Mas, no seré yo quien lo disponga a partir,
pues no tengo barcos a mano provistos de remos
ni tripulación para que lo acompañe en su ruta
por el dorso del oscuro mar. Sin embargo le aconsejaré,
benévola, y nada le ocultaré a fin de que llegue sano y salvo
a la tierra de su padre.’ Entonces repuso nuevamente el mensajero
arguifonte: ‘Deja, pues, que se marche y evita la cólera de Zeus,
no sea que se irrite contigo y de aquí en adelante
continúe enojado contigo.’ Así dijo, y se marchó el poderoso arguifonte;
mientras que la soberana ninfa, una vez hubo escuchado
el mensaje de Zeus, partió al encuentro del orgulloso Odiseo."


Lo más importante, ahora lo sé, estaba ya dicho. Pero, aun así, mi maestro no podía dar por concluido el canto. Las diferencias establecidas en la dignidad de las deidades eran sobradamente manifiestas, pero no ocurría lo mismo con relación al linaje de los hombres. Mostraría la condición humana en otra dimensión, poniendo en juego otros valores. De su pericia dependía que el auditorio no perdiese su ánimo festivo ni dejara de identificarse con las desdichas de Odiseo.


“Lo halló sentado en el mismo cantil, y en sus ojos no acababa
de secarse nunca el llanto, y se le iba la dulce vida
añorando el regreso, pues ya no le agradaba la ninfa;
aunque de noche forzoso era que durmiera en la lóbrega cueva
junto a la que le amaba sin el corresponderle.
Mas de día podía iba en cambio a sentarse sobre las rocas
y la arena, desgarrando su ánimo con gemidos,
pesares y lágrimas que vertían sus ojos
perdidos en el incansable mar. Y deteniéndose junto a él, le dijo:
‘¡Infeliz! no me llores ya más ni consumas tu vida
de ese modo ya que estoy ahora dispuesta a dejarte partir.
Anda, corta con el hacha de bronce largos maderos
y ensambla una amplia balsa en la que dispongas
cruzado un entablado que pueda conducirte
a través del brumoso ponto. Que yo colocaré dentro
pan y agua junto con el rojo vino, que te sacie
por dentro y alejen de ti el hambre, vestidos te pondré
y te enviaré por detrás viento favorable para que llegues
indemne a tu patria, si ello es el deseo de los dioses
que habitan en el anchuroso cielo quienes son capaces
mejor que yo en planear y realizarlo.’


Así dijo, y se estremeció el sufrido Odiseo
semejante a los dioses, y dirigiéndose a ella
le dijo con aladas palabras: ‘Diosa, creo que otra cosa meditas
que no mi partida, viendo que me apremias a atravesar
sobre una balsa el gran abismo del más, terrible y peligroso,
que ni siquiera las bien equilibradas naves de veloz proa
las navegan animadas por el viento de Zeus.
No, yo no pondría un pie a una balsa mal que te pese,
si no aceptas darme tu palabra con terrible juramento,
diosa, de que no planeas contra mí una nueva desgracia
para perjudicarme.’ Así habló; sonriese Calipso,
diosa entre las diosas, le tomo la mano y le respondió diciendo:
‘En verdad que eres agudo y no sin seso,
ya que meditas las palabras que te has atrevido a decir.
Ahora, sean testigos de ello la tierra y arriba el anchuroso cielo,
por las aguas vierte la Estige, el más grande y terrible juramento
para los bienaventurados dioses, no maquinaré contra ti
desgracia en tu perjuicio. Sino que tengo en mente y proyecto
lo mismo que para mi planearía si me hallase en tu necesidad.
Porque también poseo pensamientos justos y en mi pecho
un corazón que no es de hierro, sino compasivo’.
Tal diciendo, la diosa entre las diosas, marchó por delante
presurosa y el siguió los divinos pasos
y llegaron a la profunda cueva la diosa y el varón.
Éste se sentó en el sillón que había dejado Hermes,
y la ninfa le ofreció toda clase de manjares para comer y beber
de los que gustan a los mortales. Sentóse ella frente al divino Odiseo
y las siervas le pusieron delante ambrosía y néctar.
Entonces echaron mano a los alimentos allí dispuestos.”


El canto se alargaba y Demódoco temía perder la atención de los allí reunidos, -ues ya había sentido que algunos susurros se levantaban aquí y allá. Pero no quería impacientarse, pues sabía que no tendría otra oportunidad como esta para presentarse ante un auditorio que tuviese tanta importante para su situación. Debía, por los medios que le permitiese su maestría, introducir una nueva y favorable disposición sobre su persona y la visión del mundo que representaba. Era pues, crucial que mostrase otra perspectiva al auditorio para poder considerar los usos y el proceder de sus señores. Y esto podía conseguirlo únicamente apelando a la condición que compartían con Odiseo. Por lo tanto, debía proseguir, aun a costa de fracasar en el banquete. Entonces, entonó una dulce melodía que derramaba por todo en antro una cálida atmósfera que invitaba al amoroso encuentro.


“Entonces, una vez que calmaron el hambre y la sed,
comenzó a hablar Calipso, diosa entre las diosas.
Preguntando: ‘Hijo de Laertes, retoño de Zeus, Odiseo mañero,
¿En verdad quieres marcharte enseguida a tu querido hogar
y regresar a la tierra paterna? Parte en hora buena.
Pero si pudiese ver en tu mente cuantas pesares
te hará soportar el destino antes de que arribes a tu patria,
te quedaría aquí conmigo guardando esta morada y serías inmortal,
pese a todo el deseo que tienes de ver a tu compañera,
aquella por la que suspirar todos los días.
Yo me precio de no ser inferior, ciertamente,
ni en porte ni en estatura, que nunca ha sido posible
a las mortales competir en belleza y figura con las inmortales’.
Entonces le respondió el muy astuto Odiseo:
‘Venerable diosa, no te enfades conmigo,
que bien sé cuán inferior es a ti la discreta Penélope
en porte y estatura, en cuanto se os compara,
pues ella es una mortal y tú sin vejez ni muerte.
Mas a pesar de todo, yo quiero y deseo todos los días
marcharme a mi hogar y ver el día de mi regreso.
Y si de nuevo algún dios me acosara en el vinoso ponto,
lo soportaré paciente en el ánimo que guarda mi pecho;
muchas penas y esfuerzos llevo ya sufridos en la guerra
y entre las olas. añádanse a aquellas estas otras’
Así hablo y ya se iba poniendo el sol y llegando el ocaso.
Así que se dirigieron los dos al interior de la cóncava gruta
a disfrutar del amor, uno del otro”.

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