viernes, 30 de marzo de 2007

Capítulo Décimo



Demódoco se irguió con el brazo extendido al advertir mi apremiante voz que trataba de orientarle hacia el lugar en el que me hallaba. Su rostro, hasta entonces sosegado, estaba tenso y expectante; su porte, que solía adornar de la serenidad apropiada a su venerable edad, se mostraba alterado, pues temía, más que a nada, el irrefrenable pánico de la gente.

Rápidamente alcancé su mano, al tiempo que apartaba a los que se arremolinaban junto al estrado, camino de la salida o de la compañía del infausto emisario. Cuando me abrí paso, por fin y como pude, le conduje hacia algún lugar resguardado, mientras trataba de calmar su ansiedad y paliar su desamparo comentándole lo que sucedía en medio de aquel aturullado trance. Parecía yo una de aquellas aves que se arriman al borde del nido para saciar el voraz apetito de los polluelos; así andaba, alzando la cabeza para atisbar por cima del bullicio y agachándola de nuevo para servirle, en breves y continuados retazos, lo que ocurría en esos instantes de desconcierto. “Parece ser que una importante factoría, cercana a esta ciudad, ha caído tras el asedio de los centauros hyperiones” –Y, de nuevo, repetía la misma operación –. “¡Etón está ordenando que se despeje la entrada! La gente llora en la puerta y hay corrillos donde se cuentan o se inventan noticias” –Entonces miraba a mi maestro y si este me hacía un gesto con la cabeza, buscaba la mirada de alguien y le preguntaba lo que sabía –. “Han encendido hogueras sobre trípodes en los puestos de las murallas. Desean mostrarse alertas y preparados. Ha habido algún superviviente… Otros dicen que desde la acrópolis se puede presentir el resplandor del recinto en llamas.

Finalmente, cuando pudo estar sentado junto a la columna, confiado de encontrarse a salvo de la marea que iba y venía a empujones, recobró el ánimo y aceptó un poco de caldo y un trozo de queso que alguien se molestó en servirnos. Al cabo de un rato, se restableció la calma y Etón pudo sentarse junto a nosotros, pesadamente, con el semblante serio y ceniciento la color de su rostro. Demódoco sintió su agitada respiración y el silencio pesaroso, como si nadie se atreviese o no supiese cómo ni cuando romperlo.

Mi maestro acogió el mensaje con tranquilidad, casi podía decirse que con cierto alivio, pues enseguida se levantó para que le condujese a lo que Etón llamaba la contaduría. Era esta una oscura y polvorienta habitación rectangular, repleta de estantes de madera desde el suelo hasta el bajo techo; con tablillas de cerámica en las que se conservaban los registros de las operaciones emprendidas por el templo. A Demódoco le hubiera encantado conocer su contenido, lo mismo que al emisario que, sentado sobre un banco ante una larga mesa de madera, miraba en derredor con aparente interés. Varias lámparas de aceite iluminaban la estancia, aunque de día entraba la luz a través de varios tragaluces abiertos en la pared. En una esquina había un depósito de arcilla en remojo y, al lado, una mesa con varios moldes de madera y punzones en un recipiente de madera. Junto a la única puerta se hallaba otro recipiente que recogía las tablillas destruidas, seguramente para llevar a moler y volverlas a utilizar. Cuando se hubieron acercado, Etón hizo las presentaciones.

Demódoco no pudo por menos que sonreír con cierta sorna, imaginándose a Etón como informador de Aristeo, ¡menudo zángano estaba hecho! Pero, aunque se abstuvo de hacer ningún comentario, no por ello dejaba de mostrar una actitud festiva.

Mientras el aedo sonreía ante los presentes que le observaban con extrañeza, se presentó precipitadamente un joven bien vestido, aunque sudoroso, exclamando:

Etón se rió a gusto con la broma, pero la alegría no duró lo suficiente como para hacer olvidar los sucesos del día y las interrogantes de la reciente noche. Mientras los esclavos apagaban las lámparas y cerraban la estancia, Etón nos condujo a una mesa retirada en la que poder hablar. A pesar del tiempo transcurrido desde la marcha del secretario, Demódoco sentía aun la inquietud del tabernero.

Etón sonrío cansinamente la ocurrencia y, extrañado como siempre por ese rostro que no le sostenía la mirada, le dijo…

Mientras estaba por continuar, Aglaia se había plantado junto a Etón. Demódoco sonrío al reconocer la voz que comunicaba a su amo que en la puerta aguardaba un visitante inesperado que deseaba hablarle. Ante lo que el buen posadero le indicó que le hicieran pasar y que le trajesen comida y bebida, mas también advirtió de que, en adelante, no nos molestasen; ni aunque Afrodita preguntase por él. Todos aguardamos como pudimos nuestra curiosidad. Únicamente Demódoco rumiaba, ausente, la información que le acababan de ofrecer, ajeno a la aparición de un hombre envuelto en una capa con capucha que le cubría el rostro. Caminaba apoyándose en dos hombres que casi lo llevaban en vilo y que miraban con ansiedad a la sala del patio mientras avanzaban. Parecían buscar a Etón, quien se levantó hasta que sus miradas se cruzaron, entonces les indicó que podían dirigirse hacia la mesa que compartíamos. Cuando se acomodaron entorno de la larga mesa y Etón les puso una jarra de vino, un corte de queso, unas tajadas de cabra y algo de pan ante los ojos, comieron en silencio. Después de haber saciado las ganas de beber y comer, el forastero levantó, no sin dificultad, el rostro y despojándose de la capucha que lo ocultaba, miró fijamente a Etón, quien con un gesto le indicó que podía habla, pues él respondía de la compañía. Entonces, más tranquilo, dejó con un suspiro que la pena cayese sobre él y, lastimosamente, inició su extraño relato…

Ileo, miró a Demódoco y luego a Etón, quien le hizo un gesto asintiendo para que contestase a las preguntas del aedo.

Se hizo el silencio entre los presentes. Ileo ocultó por un tiempo su rostro con el embozo de su manto. Cuando mi maestro sintió, como los demás, que los sollozos cesaron, trató de compadecerle.

Nada podíamos decir, pues todos comprendíamos ese sentimiento. Sin embargo, Etón reparó en mi maestro y, taciturno, le dijo:

Un profundo silencio se hizo en la reunión. Quien sabía la contestación callaba prudentemente. Quien la ignoraba, lo ocultaba. Todos se miraban. Todos menos Demódoco que interpretaba otros hechos. Para él la inquietud, el temor o la sospecha hablaban con el cuerpo y se manifestaban en la voz.

- No hay tiempo que perder. La ciudadela corre un peligro inminente. Yo, como he convenido, he de partir con Femio a la recepción de la Acrópolis. Veremos si los dioses nos son propicios y sacamos algo en limpio. De lo que ocurra esta noche depende la suerte de la ciudadela, pues ya creo que los centauros acampan cerca de Tántalo. Y ¿Quién puede descansar en tal compañía?




viernes, 23 de marzo de 2007

Capítulo Noveno



¡Tal vez aparezca! –Me decía, recorriendo lentamente el auditorio que me observaba con festiva expectación –…Todos parecen aguardar a que la divinidad de nuevo haga esta noche que ocurra otro portento. Siento la ansiedad como fluye hacia mí, aguardando a que colme sus anhelos; como si yo fuese un solícito copero, un nuevo Ganímedes que les ofrezca su porción esperada de gozo y olvido…” – Tuve que cerrar los ojos al darme cuenta que estaba comenzando a mirar fijamente a los clientes de las primeras filas, incomodándoles. Cerrar los ojos me permitió recluirse en mi interior y, por primera vez, envidié a mi maestro -También puedo buscar otra solución – Y entonces posé por vez primera mi atención en las gentes que ocupaban el corredor del piso superior que, en su mayoría, estaba ocupado por las nereidas –… “Ayer contemplasteis la danza y para vosotras fue como si hubiera dotado a Talía de una alas que antes parecía no poseer; junto a ella os elevasteis más allá de estas murallas que son ahora, más que nunca, vuestro encierro. ¿De qué deberíais huir? ¿Por qué deberíais olvidar? ¿Hay acaso desesperación en vuestra condición, penuria en vuestra situación, esclavitud en vuestro estado? ¿Es, por tanto, saludable el olvido de las cotidianas pesadumbres, de los temores y del cansancio? No debierais ser censuradas por ello”… –Me dije, como si mis pensamientos, al igual que la destreza de mi arte, fluyesen de inmediato desde mi mente al auditorio. Pero no había eco en sus reacciones, ni percibía nada distinto de un cierto desconcierto y una creciente ansiedad – “¿De dónde me nace esta indignación? –Me pregunté, mirando de nuevo hacia las nereidas –…porque, como vosotras, yo estoy haciendo un triste negocio a costa de las necesidades humanas; soy yo el que les administra su porción de olvido, precisa para querer seguir viviendo… ¿Y si no hubiera trato?… ¿y si no existiese posibilidad de esta placentera ausencia o de esa pequeña muerte que estamos renovando gracias al concurso de estos sagrados dones?” –…Mis pensamientos, sin yo saberlo, pasaban a mis dedos que pulsaban, con triste ritmo, un aire melancólico. De vez en cuando volvía a levantar la mirada hacia el corredor superior, pero de entre los emocionados rostros que me observaban, no distinguía a la destinataria de mis lamentos. -“También de ella he de olvidarme para poder ejecutar limpiamente y renovar, poco a poco, el ritmo en un nuevo aire, alejado de la nostalgia que me domina” –Me corregí.

La gente debía sentirse cada vez más contagiada por la música que yo difundía, lo que comenzó a preocupar a mi maestro que podía sentir las reacciones del silencioso público que abarrotaba el local. Por experiencia sabía que no era bueno entristecer al auditorio y que el lamento envolviese su ánimo. Así que, tomando una determinación, posó por dos veces el remachado extremo de su rabdos sobre el pavimento, como señal que indica a su discípulo el término de la música. Para mí, aquellos toques fueron como una llamada de atención que me despertaron de mi estado: me gritaban “¿Qué haces? ¡Sal de ahí, antes de que sea demasiado tarde…!” Así que, di paso a la coda final y, posando la lira junto al escabel, descendí del estrado.

La concurrencia se desperezó lentamente, como si surgiese de un sueño. Poco a poco los murmullos se elevaron y la risa se contagió de boca en boca, entre hombre y mujeres, como un bien compartido. Sólo algunas de las nereidas seguían tristes y pensativas, acodadas al barandal miraban al anciano ocupar su lugar en el escenario, Tal vez ellas supiesen de la melancolía del joven músico y éste hubiese pulsado, en lo más profundo, alguna ignorada melodía.

Mas ya mi maestro ocupaba su lugar en la tribuna, y con un profundo suspiro, comenzaba a templar las cuerdas e inicia el tema dominante que difunde por el local con un aire festivo. Comienza dulcemente, retomando los sentimientos sembrados por su discípulo, para pasar luego, con pulso breve y picado, a jugar con claros contrastes de alegría y frivolidad. Pero no concluía ahí su proemio porque, retomando el tema, lo eleva acorde tras acorde para concluir en uno de tono tan elevado que despierta la expectación de los circundantes. Un dominante acorde suspendido en el límpido aire de la noche, un acorde que repica entre las paredes hasta el estrellado cielo, recogiendo la tristeza, el deseo aplazado y la ansiedad soterrada, para componer en un tono resuelto una renovada invocación…

-El engaño cuéntame, Oh Señora, que tramó la augusta Hera, de grandes ojos, contra los planes de Zeus larguividente…

¡Es el maestro! –Parecían exclamar las miradas del público –. ¡Él sí nos entiende y sabe de nuestros deseos! Ahí está de nuevo, proponiendo su aventura, su prueba, un imposible. ¿Cómo va a ser engañado el previsor Zeus, padre de dioses y hombres? ¿Cómo es posible que su propia esposa trastoque sus planes? Callemos, aguardemos atentos, porque no tardará el augusto aedo en darnos otra porción que aliente nuestro ánimo.

-… Cumplíase la promesa que éste hizo a la divina Tetis, la madre de Aquileo de raudos pies, el día en que vino a suplicarle para que a su hijo la infamada honra devolviera. Eso fue lo que la venerable Hera temía, pues ya se replegaban los dánaos, acosados por los tiros de los teucros, arrastrando sus cansados cuerpos hacia las cóncavas naves en retirada. Inicia por donde te plazca, Musa, que ya los presentes aguardan tus venerables palabras y yo te seguiré, sumiso.

En su sabia experiencia, ya había ganado mi maestro la atención del público. Había duplicado la apuesta, entregándoles un imposible. “¿Cómo iba Zeus, por respeto a la súplica de Tetis, la diosa venerada del templo de Yolcos, favorecer a los teucros y poner en fuga a los maltrechos dánaos? ¿Era esto conforme a los mandatos de la justicia? ¿Cómo era posible que Aquiles peleida, señor de los mirmidones de Ftia, quisiese recibir renovado el honor, al precio de la vida de sus camaradas? Hacía bien la venerable Hera en oponerse a los designios del soberano de dioses y hombres ¿Con que fuerzas contaría para oponérsele?”. –Sabedor de las dudas sembradas sobre el asombrado auditorio, Demódoco prosiguió su canto…

-Hera, la de áureo trono, mirando desde la cima del Olimpo, descubre sobre el campo de batalla a su hermano, alegrándose en sus entrañas; mas he aquí que también divisa a Zeus, sentado en la más alta cumbre del monte Ida, de abundantes manantiales, y su visión se le hizo insoportable a su corazón. “¿De qué modo podría engañar a Zeus, portador de la égida?” –meditaba para sí –.

Se podía percibir el ánimo de las gentes en suspenso. Entonces, mi maestro dejó que sus hábiles dedos recorriesen con sosiego las cuerdas, para que cada uno, a su antojo, pudiese imaginar los recursos que pondría en juego la venerable diosa. Pues la práctica le dictaba que confirmar y sorprender las expectativas del auditorio, formaba parte de su arte. En efecto, las mujeres que se habían crecido excluidas del mando sabrían que a su disposición estaban los más variados recursos mientras que algunos hombres aguardarían con recelo las bien tramadas artes femeninas. De este modo, cada uno en su interior, según su condición, andaría ya componiendo la continuación del canto…

-Y, pasado un tiempo, le pareció que el mejor modo sería engalanarse y dirigir sus pasos al Ida, a ver si, abrasando al poderoso Zeus en amores, lograba derramar sobre sus párpados un dulce y placentero sueño que distrajera a su previsor espíritu, a fin de conseguir alguna ventaja para los desfavorecidos aqueos.

Por todo el local se elevó el rumor. Triunfante, en el caso de las mujeres, quienes gozaban de la audaz estratagema; indignado, en el corazón de los hombres, que presentían o temían el resultado de tal argucia.

-Sin perder un instante, se fue a las habitaciones que le labrara su hijo, el artesano Hefesto, y que disponía de una sólida puerta, con una cerradura oculta que ninguna otra deidad sabía abrir. De este modo podría ocultar, a la curiosidad de todos, su taimado proceder.

Sí, los dioses debían quedarse fuera, la diosa podía ocultarse de sus miradas, pero el auditorio, invitado a la intimidad del aposento, se miraba con curiosa excitación. Las mujeres sonreía con recato, los hombres alzaban la cejas saboreando la ocasión de penetrar en lo recóndito de la morada de una diosa. Allí los quería mi venerable maestro, atentos a recibir, por mediación de su canto, la satisfacción de sus temores y deseos.

-Entonces entró la augusta diosa, entornando la puerta, y comenzó por lavar su encantador cuerpo con divina ambrosía, untándolo después con un cremoso aceite, suave y tan fragante que, al moverlo en el palacio erigido sobre bronce, su perfume se difundió por el cielo y la tierra. Habiendo terminado de ungir su hermoso cuerpo, le tocó ocuparse del divino cabello, que con sus propias manos compuso en lustrosos bucles, bellos y abundantes, que colgaban de la inmortal cabeza como una brillante cascada. Echóse sobre sus desnudos hombros un vaporoso vestido, recamado por obra de la excelsa Atenea y luego el ceñidor que lucía innumerables borlas. Finalmente, cubrió su excelsa obra con el divino manto, sujetándolo al pecho con broche de oro. No acabó ahí de adornar su imagen, pues colgó de las perforadas orejas, unos pendientes de tres piedras preciosas, grandes como ojos, espléndidos, de encantador lustre. Después, la divina entre las diosas se cubrió el tocado con un hermoso velo, tan blanco como el sol; finalizando por calzar sus blancos pies con bellas sandalias, maravilla de contemplar. Y cuando hubo ataviado su cuerpo con todos estos adornos, salió de la estancia.

Un murmullo de admiración y asentimiento recorrió las mesas. “¿Cómo sabría estas cosas tan femeninas un aedo ciego? –Se preguntaban a la par, hombres y mujeres –. ¡Habrá sido alguna vez mujer! Comentó alguien, ¡como el adivino Tiresias! Apostilló el informado.” Y el asombro se elevó hacia las alturas. Allí las jovencitas comentaban el canto, contemplándose unas a otras, mientras los hombres aguardaban con ansiedad que de nuevo que prosiguiera el relato. “¡No podrá, con tan simples armas –se decían –, rendir al Cronión!” Y miraban en derredor buscando al cómplice de sus certezas.

-Una vez fuera, con disimulada obsequiosidad, llamó aparte a la divina Afrodita, para hacerle un ruego: “¡Querida niña! ¿Querrás complacerme en lo que te pida o me lo rehusarás con el ánimo resentido, porque protejo a los dánaos mientras tu haces lo propio con los teucros?” Respondióle, entonces Afrodita, progenie de Urano: “Hera, diosa venerable, hija de Cronos, dime al instante lo que deseas que mi corazón ya me impulsa a cumplir aquello que sea posible.” Contestóle con fingimiento la venerable Hera: “¿me cederías a Eros y a Deseo, con los cuales rindes a todos los inmortales y a los hombre mortales? Voy a los confines de la fértil tierra para ver a Océano, padre de los dioses, y a la madre Tetis, que me recibieron de manos de Rea y me criaron y educaron en su palacio, el día en el que el previdente Zeus llevó a Urano allende la tierra y el estéril mar. Iré a visitarlos para dar fin a sus rencillas, pues hace tiempo que se niegan el amor y los juegos del lecho, ya que la cólera anidó en sus corazones. Si apaciguara con mis palabras su ánimo y lograse que reanudasen el amoroso concierto, sería para ellos, por siempre, querida y venerada.” Respondió de nuevo la risueña Afrodita: “No es adecuado ni me es posible negarte cuanto pides, pues duermes en los brazos del poderoso Zeus.” Y diciendo esto, desató del blanco pecho el ceñidor, bordado con rica labor, que guardaba todos los encantos: allí se encontraba Eros, el Deseo, los diálogos de amor y el lenguaje seductor que hace perder el juicio hasta de los más sensatos. Lo depositó en las manos de Hera y pronunció estas palabras: “Toma y esconde en tu seno el bordado ceñidor donde todo se halla. Yo te aseguro que no regresarás sin haber logrado lo que te propongas.” Eso dijo la hija de Urano, y sonrióle la venerada Hera, de grandes ojos alegres mientras escondía en su tierno seno el divino ceñidor.

¿Puede pedirse algo más y mejor? Ya daban unos por perdido al señor de dioses y hombres, mientras otros querrían saber qué eran aquellos poderes que podía encerrar un simple cinturón que ciñe el busto de la mujer, por divino que fuese. Los más chuscos se atrevían a remedar una descarada curiosidad, poniendo en fuga a la femenina compañía, entre risas y aspavientos. Por mi parte no había sorpresa, ¡cómo habría de haberla! –Me dije, mirando en los demás como a juguetes en mano de los dioses –. No, para mí la cosa se aclaraba paso a paso. ¡Mal acaba lo que mal empieza!¡cómo iban los hombres y mujeres a mostrar ningún acuerdo, si la relación entre los dioses supremos había comenzado con recelos y engaños! E incluso –añadió para mí –, mucha antes… ¿no había señalado el maestro que Afrodita nació de Urano, de la monstruosa cosecha que produjo la rebelión del hijo y la deslealtad de la esposa? ¿Acaso no nacieron las Erinias de la sangre derramada en esa misma terrible ocasión; persiguiendo, desde entonces, a los que atentan contra los progenitores? En esas deidades venidas a la luz con la emasculación de Urano, la ambigüedad se aumentaba, pues la que aparenta, a los ojos de los hombres, ser un dulce bien, les encadenaba al yugo del deseo, mientras que las terribles Erinias, de espantoso rostro, perseguían la defensa del linaje, preservando la vida de los padres. Tal vez –concluí –, esos dulces y terribles poderes que custodiaba la uránida y acababa de ceder a Hera, fueran el vestigio de los torcidos comienzos cuando, en el principio de los tiempos, entablaron entre sí conocimiento las razas de hombres y mujeres. Mas, ¡Si fuera posible otro nuevo comienzo! Pero sólo yo me enredaba en tales pensamientos, pues mi maestro, habiendo mostrado las tramas del divino ardid, aguardaba con paciencia el momento en el que al auditorio le prestase de nuevo toda su atención para proseguir el canto…

-Afrodita, la ahijada de Zeus, regresó a su morada, mientras que Hera partió velozmente volando a la cima del Olimpo. Viajó por Pieria y la deleitosa Ebati, luego salvó, sin que sus pies tocaran la tierra, las nevadas y altas cumbres de las montañas donde vivía los jinetes tracios para, descendiendo por la corriente del Atos al fluctuoso ponto, llegarse a Lemnos, ciudad del divino Toante. Allí se fue en busca del Sueño, hermano de la terrible Muerte; y tomando su diestra, le dijo: “¡Oh sueño, que señoreas sobre todos los dioses y los hombres! Si en alguna ocasión atendiste a mi ruego, obedéceme también en este momento, pues mi gratitud será imperecedera. Te pido que, tan pronto como, vencido por el deseo, se acueste conmigo el poderoso Zeus, adormezcas los brillantes ojos debajo de sus párpados. Yo a cambio he de darte, un hermoso trono de incorruptible oro; para el que mi hijo Hefesto, hará un escabel que te servirá para apoyar las nítidas plantas, cuando asistas a los festines.” Respondióle, entonces el dulce Sueño: “¡Hera, venerable diosa, hija del gran Cronos! Con suma facilidad adormecería a cualquier otro de los sempiternos dioses y aun a las corrientes del río Océano, del cual somos oriundos todos; pero no me acercaré ni adormeceré a Zeus Cronión si él no lo manda. Me he vuelto cuerdo desde el día en que, siguiendo tu mandato, sumí en grato sopor la mente de Zeus, que lleva la égida, difundiéndome, suave, en torno suyo, el día en que el muy animoso hijo de Zeus se embarco para Ilión, después de destruir la ciudad troyana. Entonces tú, que intentabas causar daño a Heracles, conseguiste que los vientos impetuosos soplaran sobre el ponto y lo llevaran a la populosa Cos, lejos de sus amigos. Pero cuando Zeus despertó, se encendió de ira y, maltratando a los dioses en palacio, me buscaba por todos lados. De seguro me hubiera hecho desaparecer, arrojándome del éter al insondable ponto, si la Noche, que rinde a los dioses y a los hombres, no me hubiese protegido cuando a élla me encomendé, huyendo. En aquella ocasión aquel se contuvo, aunque irritado, porque temió hacer algo que a la rápida Noche desagradara. ¡Y tú, de nuevo, me mandas emprender otra arriesgadísima empresa!”

¡Ay! Estas mujeres…no les basta con torturarnos con las femeninas armas, aun temen que podamos resistirnos. También del sueño hacen partícipe de la trama. Hace bien el dulce sueño en resistirse, escarmentado. ¿Pero no se da cuenta la venerable diosa que juega con fuego? Con el señor del rayo no hay estratagema que valga…–parecían decirse entre murmullos las gentes del público, mientras las mujeres reían satisfechas – ¿No querrás que se pierdan los aqueos por la extremosa cólera del Pélida Aquiles? ¿Es que no puede la mujer favorecer la causa de los desdichados dánaos? ¿Acaso es justo una honra ganada con la sangre de los compañeros? –No sabían que contestar, ni a que baza plantarse. ¿En qué acabaría todos esto?

-Respondióle Hera venerable, la de dulces ojos de novilla: “¡Oh sueño! ¿Por qué en la mente revuelves tales cosas? ¿Crees que el largovidente Zeus favorecerá tanto a los teucros como protegía, en la época en que se irritó, a su hijo Heracles? Ea, ve y prometo darte, para que te cases con ella y lleve el nombre de esposa tuya, la más joven de las Gracias, Pasitea, de las cual andas deseoso día y noche.” Así habló. Alegróse el Sueño, y respondió diciendo: “Ea, jura por el agua inviolable de la Estige, tocando con una mano la fértil tierra y con la otra el brillante mar, para que sean testigos los dioses de debajo de la tierra, que me darás la más joven de las Gracias.” Así dijo. Y no desobedeció Hera, la diosa de los níveos brazos, y juró, como se le pedía, nombrando a todos los dioses subterráneos. Prestado el juramento, partieron ocultos en una nube, dejando atrás a Lemnos y la ciudad de Imbros y, siguiendo con rapidez el camino, llegaron a Lecto, en el monte Ida, abundante de manantiales y fieras. De allí pasaron desde el mar a tierra firme y volaron haciendo estremecer con sus ligeros pies la cima de los árboles. Detúvose el Sueño para que los ojos de Zeus no pudieran verle, y encaramándose a un altísimo abeto que, nacido en el Ida, se elevaba por el aire hasta alcanzar el éter. Allí se ocultó entre las ramas como si fuera una montaraz ave canora, conocida por los dioses bajo el nombre de Calcis, mientras que los hombres la llaman Cymindis.

Ya llegaba el momento aguardado. Ya la esposa disponía de sus armas para lanzar la celada. ¿Estaría el previsor Zeus avisado o, por el contrario, continuaba desapercibido, atento a la cruel guerra? –Como de un sueño, las gentes recordaban el inicio del canto, perdidos como se habían encontrado disfrutando de los enredos y afeites de la diosa -. Y si ellos habían estado tan ausentes que se habían olvidado del sitio de Ilión, de Aquiles y la lucha, ¿qué habría de ocurrirle al padre de los dioses? Se rendiría también a los poderes de la divina Hera…

-Hera subió ligera al Gárgaro, la cumbre más alta del Ida; Zeus, que amontona las nubes, la vio venir; y apenas la distinguió, enseñoreóse de su prudente espíritu el mismo deseo que cuando gozaron las primicias del amor, acostándose a escondidas de sus padres. Y así que la tuvo delante, le habló diciendo: “¡Hera! ¿Adónde vas, que tan presurosa vienes del Olimpo, sin caballos ni carro que te conduzcan?” Respondióle con engaño la venerable Hera: “Voy a los confines de la fértil tierra a ver a Océano, origen de los dioses, y a la madre Tetis, que me recibieron de manos de Rea y me criaron y educaron en su palacio. Iré a verlos para dar fin a sus redecillas. Tiempo ha que se privan del amor y del tálamo, porque la cólera invadió sus corazones. Tengo al pie del Ida, abundante en manantiales, los corceles que me llevarán por tierra, así que vengo del Olimpo a participártelo, no fuera que te irrites si me encaminase, sin decírtelo, al palacio del Océano, de profunda corriente.” Contesto Zeus, que amontona las nubes: “¡Hera! Allá puedes ir más tarde. Ea, acostémonos y gocemos del amor. Jamás la pasión por una diosa o por una mujer se difundió por mi pecho ni me avasalló como en ocasión de seducir a Dánae Acrisone, la de bellos tobillos, que dio a luz a Perseo, el más ilustre de los hombres; ni cuando vi la celebrada hija de Fénix, que fue madre de Minos y de Radamantis, igual a un dios; ni siquiera cuando a Alcmena en Tebas, de la que tuve a Heracles, de ánimo valeroso, ni cuando me encerré con Sémele, madre de Dionisio, alegría de los mortales; ni ante Deméter, la soberana de hermosas trenzas; ni ante la gloriosa Leto; ni ante ti misma; con tal ansias te amo en este momento y tan dulce es el deseo que de mí se apodera.” Replicóle dolosamente la venerable Hera: “¡Terribilísimo Crónida! ¡Qué palabra proferiste! ¡Quieres acostarte y gozar del amor en las cumbres del Ida, donde todo es patente! ¿Qué ocurrirá si alguno de los sempiternos dioses nos viese dormidos y lo comunicara a todas las deidades? Yo no podría volver a tu palacio al levantarme del lecho; tan avergonzada estaría. Mas si lo deseas y a tu corazón le es grato, tienes la cámara que tu hijo Hefesto labró con una puerta de sólidas tablas que se encajan en el bien construido marco. Vayámonos a acostarnos allí, ya que del lecho apeteces.” Respondióle Zeus, que amontona las nubes: “¡Hera! No temas que nos vea ningún dios ni hombre; te cubriré con una nube dorada que ni el Sol, con su luz, que es la más penetrante de todas, podría atravesar para mirarnos.”

¡Ya está! ¡Ya cayó en las redes el crónida, con todo su poder y sabiduría, pues no hay fuerza que se resista al deseo! Hay que reconocerlo, pues aquí estamos. –Parecía reconocer el público, riendo de la estratagema. – ¡No hay bien que por placer no se cambie! –Dijo uno y le rió la gracia el aedo.

-Y el hijo de Cronos estrechó en sus brazos a la esposa. La divina tierra produjo verde hierba, loto fresco, azafrán y jacinto espeso y tierno para levantarlos del suelo. Acostáronse allí y cubriéronse con un hermosa nube dorada, de la cual caían lucientes gotas de rocío. Tan tranquilamente dormía el padre sobre el alto Gárgaro, vencido por el sueño y por el amor, abrazado a su esposa. Que no se dio cuenta que el dulce sueño corría hacia las naves aqueas para llevar la noticia al que ciñe y bate la tierra, y deteniéndose cerca de él, pronunció estas aladas palabras: “¡Poseidón! Socorre pronto a los dánaos y dales gloria, aunque sea breve, mientras duerme Zeus, a quien he sumido en un dulce letargo, después de que Hera, engañándole, logro que se acostara para gozar del amor.” Y Poseidón, más incitado que antes a socorrer a los dánaos, saltó en seguida a las primeras filas y les exhortó diciendo: “¡Argivos! ¿Cederemos nuevamente la victoria a Héctor Priámida para que se apodere de los bajeles y alcance gloria? Así se lo figuraba él y de ello se jacta, porque Aquiles permanece e las cóncavas naves con el corazón irritado. Pero Aquiles no hará gran falta si los demás procuramos auxiliarnos mutuamente. Pero, ea, procedamos todos como voy a decir. Embrazad los escudos mayores y más fuertes que haya en el ejército, cubríos la cabeza con el refulgente casco, coged las picas más largas y pongámonos en marcha; yo iré delante, y no creo que Héctor Priámida, por enardecido que esté, se atreva a esperarnos. Y el varón que, siendo bravo, tenga un escudo pequeño para proteger sus hombros, déselo al menos valiente y tome otro mejor.”


Pero cuando estaba mi maestro por continuar el canto, un rumor se elevó de los asientos traseros, cercanos a la puerta y un grito desgarrado se abrió paso entre la multitud. La gente se volvió asustada. Demódoco me miró, desconcertado. Finalmente un hombre se hizo hueco junto al fuego y con desolado semblante pronunció la terrible nueva ¡Los centauros han arrasado Dryade…! Y las mujeres cubrieron, en silencio, sus lindos y lustrosos cabellos con su toquilla, en señal de duelo por los vecinos caídos.

sábado, 17 de marzo de 2007

Capítulo Octavo


Así pues, tras vencer en su contienda contra titanes y gigantes, Zeus afianzó su soberanía por el poder y la fuerza. Únicamente él podía hacer uso del rayo, con lo que cualquier futura rebelión quedaba sofocada con la amenazante presencia del fulgor divino. A partir de ese instante, comenzó para él la ardua tarea de disponer un nuevo orden para el mundo. Primero, promulgó nuevas leyes; también estableció el juramento de las Aguas de la Estige, el más terrible entre los dioses; finalmente, entre otras cosas, instituyó su propio oráculo en la voz tremolantes de las hojas del sagrado roble de Dodona.

Sin embargo, de una única cosa estaba privado, no tenía descendencia; pues no se lo aconsejaba su madre, la venerable Rea, ya que el hijo que engendrase le vendría, con el transcurrir de los tiempos, a sustituir en el ejercicio de la soberanía. El crónida se encontraba ante una paradoja, de un lado quería estabilidad, permanencia y poder; no quería tener que ceder la monarquía a un hijo más joven, pero, del otro lado, sin un matrimonio que le diese descendencia su obra quedaría irremisiblemente incompleta y, por lo tanto, perdida. La desesperación le embargaba y, a cada arrebato, amenazaba por doquier con tomar, por la fuerza, lo que su madre le tenía vetado, por prudencia. Despechado en extremo, se dio aun sin fin de lances y devaneos amorosos. Primero engendró a las Estaciones y las Moiras con la diosa Themis, señora de los consejos y asambleas; Eurinome, divinidad de las grandes empresas, le dio a las Gracias; las tres Musas le nacieron de Mnemosyne, la diosa señora que conoce lo que fue, es y será, valedora de la venerable raza de los aedos; y con la ninfa Styx, señora de las aguas estigias, a Hécate, quien tomara con violencia Hades, señor del mundo subterráneo.

No tenía tregua el hijo de Cronos, sobre todas las cosas señoreaba Zeus y no quedaba rincón al que no llegase su poder y sus decretos, salvo sobre su corazón, su casa y su desolado lecho. Un día que andaba vagando su penetrante mirada por las tierra cretenses, diviso a la venerable Hera, de grandes ojo, su hermana melliza, nacida de Rea en la isla de Samos, a quien acunaron las Horai, regidoras de las estaciones, tras ser recibida por la divina Eurinome, que, dirigiéndose a las simas del mar, la entregó al longevo Océano y la divina Tetis, de los que nacieran todos los dioses.

De inmediato se dirigió a Cnossos, pues le había subyugado el encanto y la prestancia de la diosa, en todo tan semejante a él, con la intención de tomar posesión de tan excelsa divinidad. Nadie como ella de ese porte, y qué decir de su respeto por las tradiciones, y de su belleza, que en nada ensombrecía la señora de Citera. Así que se fue hacia ella con su mejor porte, inflamado por el deseo, rodeándola con sus brazos y ciñéndose a su cuerpo. La diosa, son embargo, ni se inmuto; más bien le menudeó con la altiva mirada e hizo mofa de su rijosa precipitación. Esto no hizo más que aumentar el furor y la osadía de Zeus que la acosaba yendo más allá de lo debido, mas en nada modificó su estado la hija de Cronos, de bellos ojos de novilla. No le conmovía la preferencia del soberano, y su rostro se mostraba hierático, su pecho tenía la suave frialdad del pentélico y, como estatua, sus labios se cerraban al beso y su cuerpo a la caricia. Ofuscado y vejado, cayó Zeus de hinojos y, a punto estuvo de abrazarse a las divinas rodillas, suplicante, sin no le retuviese el temor a ver su honor humillado. Así que se marchó ofendido, mientras su hermana, displicente, componía su tocado pensando que, al fin y al cabo, Zeus no era más que un varón al que podía rendir a sus encantos. Y continuó su importunado paseo.

Al día siguiente, de regresó a la Argólide, estaba Hera paseando por el campo entre sauces y alisos, cuando se encontró a un cuclillo que, iniciando sus primeras tentativas de vuelo, había caído a tierra y saltaba de un lado a otro, piando sin consuelo en terreno tan extraño. Se enterneció la diosa de tan desvalido animal y lo recogió amorosamente. Lo acomodó primero entre la madeja de su lustroso pelo, por ver si en ese nido recobrara la confianza; luego que se hubo sosegado entre el suave y fragante cabello, lo puso sobre su pecho, para que su suave y cálido contacto le sirviese de consuelo. La ternura de la diosa se vio gratamente recompensada, pues su pichón dio en seguida muestras de recuperación y afecto, y andaba ya picoteando dulcemente por entre los celestes senos y el fuste de su terso cuello, despertando la divina risa con tan deliciosos cosquilleos.

Pero ya el sol se elevaba en el cielo y el calor se hacía agobiante; la venerable diosa, buscó entonces amparo a la sombra de un gran sauce que dejaba caer la guedeja de sus lacios ramajes sobre la dulce orilla. En tan delicioso lugar buscó la hija de Rea amparo frente a las tórridas horas que todo lo abrasan y agostan. Se tumbó, pues, sobre la hierba, reposando su cabeza sobre el terso tronco y, dando acomodo al cuclillo en su dulce regazo, dejó que el murmullo de las aguas entretuviese su abandono. Pensó al principio que un delicioso sueño le había arrebatado del modo más suave, pues su cuerpo se erizaba de dulzura y deleite; mas, creciendo el asalto, ascendía el placer desde lo más íntimo de su ser hasta despertarla en arrebatado éxtasis. Cuál fe su asombró, al abrir sus ojos, al descubrir que el cuclillo no era sino al artero hijo de Cronos, quien había tomado, mediante el engaño y la simulación, lo que anteriormente le negasen al concurso de la fuerza. Mas ya no rehusó la hermosa Hera, sino que se entregó al deleite, disfrutando el uno del otro en amores que duraron trescientas estaciones, suspendidos en una nube dorada sobre las costas de la bien cercada Samos.

Una vez saciados el uno del otro en tan furtiva unión, recompuso Hera su prudencia y, reparando en el daño hecho a su reputación, convino con su hermano celebrar un matrimonio como era debido. Zeus convino con su hermana en disponer los esponsales y marchó a hacer los preparativos precisos. Mientras la diosa, a la espera de la cortés proposición, regresaría a Argos. Allá se fue Zeus a afrontarla terrible mirada de Rea, su madre, aunque ufano de su dolosa victoria y plenamente satisfecho en su cumplida virilidad. Por su lado, Hera, de regreso a la argólide, descendió sobre las corrientes del Canatho, y en sus aguas renovó su original lozanía.”

Una vez finalizado el relato sagrado continuamos de regreso a la posada en completo silencio. Se notaba que Demódoco se sentía insatisfecho. No creía haberme hecho comprender el poder que el deseo tiene para dominar a los dioses y a los hombres, hasta convertirlos en astutos esclavos del placer. Además, tampoco el relato había mitigado su preocupación por los recientes sucesos. Así que continuamos caminando absortos, vuelto cada uno hacia nuestras propias preocupaciones, hasta que Demódoco dejó caer, sin énfasis alguno:

- cuando yo era joven, ocurría lo mismo. Mi maestro, el divino Mopso, no me orientaba en los asuntos de afrodita. En una ocasión –me refirió – tuve que recitarle de nuevo todo el repertorio, ¡sólo porque mi timbre de voz había cambiado con la aparición de la virilidad! Ahora pienso que temía que esos cambios afectase a su relación con la Musa, ya que se mantuvo célibe toda su vida.

No, Demódoco no había recibido ninguna lección sobre los asuntos de las mujeres mientras se educaba en Esmirna, menos aun después de que tuvieran que abandonar la ciudad precipitadamente ante la amenaza de los lidios.

- ¡Yo no tuve ritos de iniciación, ni visitas al templo de Éfeso! Mi primera juventud fue un cansado peregrinaje por las islas jónicas y las cicladas, trabajando y huyendo de los agentes lidios, hasta que mi maestro murió repentinamente. Entonces mi vida tomó un rumbo incierto. Tuve que buscar una corte segura donde quedar a cubierto en tiempos tan inseguros. Por fin encontré ocupación en la corte del Rey Kleón de Festo, en la isla de Creta. Y fue allí donde adquirí mi primera y única enseñanza en el amor.

Yo no sabía qué pensar. ¡No podía imaginar la juventud de mi maestro! Y, menos aun, ¡en trato con mujeres! …Instintivamente, me volví y él, al sentirme, sonrío con media sonrisa. Como queriendo decir: ahora, polluelo, ahora te lo cuento…

- Calíope, se llamaba. –comenzó con voz pausada, como si recitase una invocación – La dulce princesa, cuyo rostro aun guardo en mi memoria, pues ese rostro fue lo último que contemplé antes de que el poder de su padre, el Rey, me arrebatase la vista, por haber mancillado la pureza de su hija.
- ¡¿Cómo?!…–Le pregunté asombrado, sin apenas poder articular palabra –…Entonces, fue así… …Vos visteis… quiero decir…teníais vista… ¿fue un castigo?…
- No todos sufrimos la heroica venganza de un Dios despechado –continuó sin reparar en mi torpeza –, por mi la princesa, con riquezas y súplicas, compró la lealtad del verdugo para que tan sólo los abrasara con el tizón al rojo de una estaca de olivo. El violento dolor insensibilizó mi cuerpo, mientras la ardiente caricia ayudó a cicatrizar la herida.
- ¿Eso fue todo? –dije decepcionado – ¿Esa fue toda vuestra experiencia con las mujeres? ¡Haber mirado a una princesa desnuda que os costó el don de la vista!…
- Al final de todo, –continuó – la princesa salvó mi vida y, sin ella saberlo, me regaló una visión más hermosa y audaz aun que la de su sagrado cuerpo: la mirada nocturna de la diosa, la visión interior del mundo.

Sabía que, a pesar de mi insistencia, no iba a soltar prenda. Así que lo más que pude hacer fue quedarme callado, pero de un modo reconcentrado y ceñudo. Ese modo de manifestarle mi enojo me llevó, sin darme cuenta, a repasar todo lo ocurrido; al principio como una lista de agravios, pero luego, cuanto más reflexionaba, más interesado me sentía y notaba que iban surgiendo en mi interior pensamientos que antes desconocía. Lo que me produjo más rabia, fue sentir cómo mi maestro había hallado la afinidad precisa para hacerme comprender lo que me ocurría y, cuando más cercano de mí estaba, a punto de contarme sus amores…se había detenido como el feriante que anuncia su próxima representación con una muestra de su arte, emplazándonos a la sesión vespertina y dejándonos con la miel en los labios… A no ser que él también sintiese vergüenza. Pero quita. ¡Cómo iba a sentir pudor un anciano como Demódoco! ¿Ante él, su discípulo? ¡Que va!…
Sentía que la curiosidad de la vida de mi maestro había provocado en mí un repentino sentimiento de estar en falta, pero, me calmé al considerar que, tales confidencias, al ser considerados como usuales entre íntimos, no debían ser causa de indiscreción al despertar mi propia curiosidad con lo que, irremediablemente, dieron aumento a mi exaltación. Pero, ¿Por qué cuando las preguntas de mi maestro se volvieron hacia mí, sentí una violenta indignación? Sería porque, al ser mis sensaciones y sentimientos tan recientes, no yo mismo tenía sentido de su valor como para saber cómo podían o no ser considerados sin ofenderlos. ¿No eran algo que sólo a mí competía aclarar?

Eran experiencias para los que concebía una única interlocutora. Desde luego, yo respetaba a mi maestro. En su trato había aprendido a quererle como un joven quiere la risueña y retorcida sabiduría de sus ancianos. Demódoco era, además, abierto, considerado y atento, pero en este preciso asunto su consejo se había visto reducido a un vetusto relato sobre el descortés deseo de una divinidad que violenta las voluntades, como si fueran meros instrumentos de su eminencia.

Años atrás, cuando ya había dejado de ser un niño y los chicos de mi edad hacía tiempo que eran, como yo, aprendices de algún oficio, me gustaba volver a la plaza de los baños a donde me enviaban a recoger los panes recién cocidos. Por aquel entonces ya no tenía que ir a buscarlos; otro más joven había pasado a cumplir ahora con mi ocupación, pero me gustaba lo mismo volver a esa plaza a la menor ocasión; bien con la excusa de que mi maestro estuviera en alguna fiesta o fuera llamado a alguna casa importante para no regresar hasta el amanecer. Entonces, me sentaba en esos soportales y miraba a las mujeres.

Lo primero que me había llamado la atención era lo temprano que cambiaban sus hábitos. Mientras los muchachos andábamos todavía buscando nidos o jugando al tejo, ellas comenzaban a cuidar su aspecto y a remedar la desenvoltura de las jóvenes más atractivas. Otra cosa que había despertado mi admiración era el valor que tenía en ellas el uso de la palabra, algo que a menudo confundimos con locuacidad. Por ellas me convertí en cazador de conversaciones. Aquí y allá recogía retazos de diálogos, expresiones y entonaciones, que me hacía repetir de regreso a casa. Descubrí que las mujeres compartían su vida, sus opiniones y sus sentimientos como un gran caudal de experiencia común. Intercambiaban pequeñas epopeyas y retazos de sabiduría, al tiempo que lavaban la ropa o llenaban los cantaros en el pozo; sin darse aires, desplegaban los hilos de cada acontecimiento casero, descubriendo la multitud de matices y significados que pudiera encerrar; en aquellos más comunes y sencillos –cómo conducirse en cada ocasión o cómo criar a los niños según su edad –, hasta los insondables misterios de los sentimientos humanos. Casi sin darle importancia, mezclaban ingenuidad y astucia, osadía y sencillez, recato y pasión.

Esto no lo descubrí entre varones hasta que comencé a embarcarme con mi maestro y, en las tabernas de algún puerto, trabábamos una rara conversación. Pero era distinto. Primero porque no todos los hombres estaban dispuestos a ser abiertos en su trato; se percibía el recelo y el disimulo en la mayoría. Pero las pocas veces que alguno iniciaba el relato de su vida o intercambiaba con nosotros sus experiencias, entonces sí, recibía esa sensación de compartir con otro la azarosa vida. ¡Cuantas formas de vivir! ¡Cuantas aventuras! Demódoco también bebía las palabras de estos personajes y, a menudo, me repetía, ¡fíjate bien, Femio!, la vida de este hombre ha sido dura en extremo, pero ha sabido extraer un vaso exquisito con el que nos está regalando, como si fuéramos para él, en verdad, unos príncipes.

Para las mujeres, en cambio, aquello era un asunto cotidiano, abierto y desinteresado. No querían otra jarra de vino, ni mendigaban audiencia, presos en su propia soledad. Las mujeres derrochan su sabiduría como el fruto de un destino compartido, duro y desabrido. Si me parecían distintas era, en realidad, porque las responsabilidades con las que las veía bregar desde muy temprana edad, eran en realidad, mucho más complicadas que nuestros remedos de heroicidades. No abordaban amplias empresas, no discutían los decretos reales, ni ejercían cargos en la ciudad. Pero su labor no podía detenerse ni dejar de esmerase, porque toda empresa, todo cargo y actividad descansaba sobre su sencilla obra.

¿Cómo era posible que una divinidad largividente y soberana, no supiera de tal amplitud y riqueza?, ¿Por qué despreciarlo por satisfacer su propia urgencia? No, no me parecía justo, entonces, simplificar de ese modo todo lo que ahora sentía, por el único motivo de verme incapaz de reconocer lo que había despertado dentro de mí la aparición de Talia. Yo no la había abordado con un apremio animal, ni ella me había ofendido por su urgida inexperiencia. Los dos únicos encuentros que habíamos tenido habían sido delicados y corteses.

Mientras estas cosas pensaba, convocada por arcanos divinos, apareció ante mí, como una visita imprevista y sonriente, una retahíla de recuerdos que poblaron mi mente, dejándome herido y desconcertado. Y ante mi tuve el torso desnudo de la nereida, amorosamente ceñido, por mí, sobre el lecho…No pude dar un paso más; miraba a Demódoco, desconcertado, sin poder responderme qué era cierto y qué era falso; qué era propio y qué era ajeno, qué fue obra de mí cuerpo y qué fruto de una intervención divina. Sentía mi propia ansiedad escrutada por la vacía mirada de mi maestro, tanto y tan dolorosamente, que tuve que hacer un enorme esfuerzo para acallar ese tormento…Cuando pude hablar, le miré y me dirigí a él, extrañamente, como a un igual.

- Decidme maestro –pregunté azorado – Esa extraña atracción que despertó en mí la joven nereida, Talia, es parte del poder de lo femenino sobre lo masculino.
- En efecto, Femio. –me contestó con seriedad – Talia está despertando lo viril que hay en ti, iniciándote en el juego de delicias y amarguras con las que se entrevera el goce amoroso.
- Pero, habláis de doblez –continué –. Habláis de encanto y juego, deleite y gozo. Sobre eso si puedo decir que reconozco su sentido. El baile era juego, delicioso y placentero. Pero también mezcláis peligro, amargura y temor.
- Pero ¿no fue así cuando estuvisteis con ella? –Preguntó deteniéndose un instante.
- Cuando me regaló la hermosa cinta – repuse, evocando – produjo en mi una emoción que casi me ahoga. La miraba y solo deseaba mirarla, la tocaba y por siempre deseaba tocarla. Y cuando se iba a marchar, sentí una punzada de dolor, como si me agarrasen por dentro con tenazas ardientes. Mas, cuando nuevamente estuvo junto a mí y posó su mano en mi pecho, sólo deseaba sentir bajo mi rostro el olor de su cuerpo y acariciar esa mata de pelo brillante y sedoso. Al retenerme, acrecentaba en mi esos deseos, hasta sentí una pujanza que sólo su modestia aplacó.
- Femio, muchacho. –continuó compasivo – ¿Que puedo añadir? tal es el misterio del que te hablo. Cada uno precisa de la mujer ante la que despierta y se conoce. Entonces queremos hacerla nuestra para recuperar nuestro dominio, pero ya es tarde, y bebemos vientos por ella como animales en celo.
- Si ella ha querido encantarme –asumí –, lo ha conseguido; haría cualquier cosa por volverla a ver, la seguiría hasta donde ella quisiera ¿Es ello, acaso, un signo de debilidad y sumisión?
- No se mucho acerca del encanto y la seducción –admitió Demódoco –. en mí convocaron al poder que doblegó mi presencia de ánimo. Pero hay más, Femio, créeme, mucho más; tan insondable es su poder. Y los varones siempre han tenido la necesidad de conjurar las fuerzas que están bajo su control.
- Pero, entonces –dije, dudando –, no entiendo, ¿Por qué no me condujo a las habitaciones? ¿Por qué retenerme? ¿Acaso no desperté en ella lo mismo? ¡Decidme maestro! ¿Sienten ellas lo mismo?…
- Tendría que ser un Tiresias –dijo con un sonrisa – para saberlo…Puede que fuese parte del jugo amoroso. Pero dime, ¿Por qué no regresaste junto a nosotros? Tal vez podríamos haber hablado.
- Lo pensé, –contesté con tristeza –, pero se os veía conversar tan afablemente, que no quise importunaros. Además, ese encuentro me dejó sin fuerzas.
- Sí, demasiadas experiencias en un solo día. –concedió mi maestro – Bueno, querido, hemos llegado. Como siempre digo, nuestro valor ha de consistir en aceptar lo que el destino disponga, a cada uno su parte. Y ahora, vayamos tras de algunas… respuestas.