viernes, 16 de febrero de 2007

Capítulo Cuarto




Demódoco parecía haberme escuchado con suma atención. Sobre todo cuando llevé ese aire de celebración sensual hasta el arrebato. Entonces su cabeza se ladeo y sus oídos, más viajeros aun que sus sandalias, se sumergieron en la música, ausentes al espectáculo que le velaban sus ojos.


Como bien comprendí al día siguiente, la música le hablaba con toda claridad de un gran misterio, de una llama de vértigo que asombra y aterroriza. De un poder que domina y conduce al trasfondo animal oculto en nosotros. Para mi maestro, esa música significaba la celebración del deseo que demandaba una sutil invocación para conjurar el poder de la señora de Córcira, la encantadora Afrodita.

Mi maestro veneraba a la uránida, pero también temía su poder, así que disponía del entramado que ritmo y melodía trenzaban –como llegó a explicarme mucho más tarde –, para dar cumplimiento a su doblez. Por un lado, la melodía que arrebata nuestro ánimo y lo inflaman en un anhelo desbocado; por el otro, con ciertos ritmos, acentos y pausas, podía hacer que el éxtasis no se desbordase, diseñando una tenue red de armonías que templaban las disonancias que pueblan, por así decir, nuestras entrañas.

Sea como fuese – y volviendo al relato –, una vez me hube recuperado, Demódoco, puesto en pié, tocó levemente mi hombro, señalándome que, dejando la lira sobre el entarimado, le ayudase a subir al estrado y ocupar mi sitio. Como si nada de lo anterior hubiese ocurrido, desapareció de mí todo resto de euforia, ocupándome únicamente en conducirle, con la máxima delicadeza, hacia el lugar en que le esperaba su querida lira y arrimándole una jarra para aclarar su voz. Luego, tras colocar el escabel bajo el seguro pié de mi maestro, busqué acomodo en un taburete apoyado contra la columna más cercana, expectante de lo que ocurriría en aquella nueva ocasión.

Demódoco dejó que la gente reposase su alterado ánimo mientras acertaba a afinar las cuerdas, distendidas por el calor de mi interpretación. Ya, poco a poco, se fue haciendo el silencio. Un silencio extraño que sorprendía a los borrachos y a los distraídos que, con desconfianza, miraban a su alrededor hasta encontrar esa extraña figura, parecida a la estatua de alguna divinidad, que ya elevaba unos breves acordes al tiempo que, apenas ladeando el rostro, daba inicio al canto.

- De los amores, dime el canto, ¡oh Musa!
que entre Ares y la de linda corona,
Afrodita, se desataron al unirse
por primera vez, a escondidas, en el palacio de Hefesto.

Así comenzó, con clara y pausada voz, a cantar. La gente sonreía y se miraban unos a otros; alguno llegó incluso a dar un empellón a su vecino quién repitió la broma con su acompañante. Yo miraba en derredor a la gente que aguardaba que el aedo les ofreciese el verso siguiente para saber cómo pudo ocurrir tan extraña unión, en tal ilícitas circunstancias…

- En efecto, Ares la engatusó con muchos presentes
hasta deshonrar el tálamo del soberano Hefesto.

- ¡De mí no esperes tanto, Talia!–, se oyó decir, provocando la complacida sonrisa del aedo que, al instante continuo con voz sentenciosa…

- Cuéntame, también, Señora, lo que acaeció
cuando Helios se lo fue a comunicar
al ilustre cojitranco, que los había visto unirse en amor.

Ya no hubo comentario alguno, sino expectación y silencio, pues ya Demódoco interpretaba la coda, tejiendo en su mente el siguiente verso; tras lo cual, acompasado con el ritmo de la lira, entonaba de nuevo el canto…a algo tan simple parecía reducirse todo…

- Éste, al oír la punzante noticia, se encaminó hacia la fragua
y revolviendo en sus entrañas siniestros ardides
y, colocando sobre el tajo el enorme yunque,
se puso a forjar unos hilos inquebrantables,
para que permanecieran fijados allí donde cayeran.
Una vez que, impulsado por la cólera contra Ares,
hubo construido su trampa, se dirigió a su dormitorio,
donde tenía el lecho, y extendió los hilos por todas partes;
alrededor de los pies de la cama y también tendidos por arriba,
desde las vigas; como tenues hilos de araña
que no podría ver nadie, ni siquiera los bienaventurados dioses,
pues estaban fabricados con gran maña.

Al verles pensé que también mi señor había tendido magistralmente sus hilos. La trama que estaba desplegando sobre el auditorio, estaba también hecha con invisibles hilos que, sin remedio, les iba teniendo, a cada verso, más cautivos…

- Entonces, cuando acabó de extender su trampa alrededor del lecho,
simuló marcharse a Lemnos, la hermosa ciudad,
que le era la más querida de todos los lugares.
No en balde estaba al acecho Ares, el que usa riendas de oro,
pues cuando vio marcharse lejos a Hefesto, el ilustre herrero,
se puso en camino hacia el palacio del ínclito dios,
ávido del amor de Citera, la diosa de linda corona.
Estaba ella sentada, recién venida de junto a su padre,
el prepotente hijo de Cronos; y Ares, entrando en el Palacio,
la tomó de la mano y la llamo por su nombre:
"Ven acá, querida, vayamos al lecho y acostémonos,
pues Hefesto ya no está entre nosotros,
sino que ha marchado a Lemnos, junto a los sintias, de bárbara lengua."
Así habló, y a ella le pareció grato acostarse.
Y los dos marcharon a la cama y se acostaron.
A su alrededor se extendían los hilos fabricados del prudente Hefesto
y no les era posible mover los miembros ni levantarse.
Entonces se dieron cuenta que no había escape posible.


La carcajada que despertó la pausada entonación con que Demódoco celebro la estratagema retumbó en la sala. ¡A pesar de la fuerza de Ares y de los encantos de Afrodita!, por una vez, el auditorio estaba del lado del deforme, pero mañoso dios, hijo de Hera. Entonces tensó hasta donde pudo la atención del auditorio, alargando un poco más de lo normal la coda, y se complació en el rebullir de su impaciencia; ese deseo de saber, si la astucia fue una celada de caza que invertiría las tornas y haría más fuerte al más débil o si, yendo más allá, el marido burlado consumaría aquella unión con un baño de sangre.

- No tardó en presentarse el muy ilustre cojo de ambos pies,
pues había vuelto antes de llegar a la tierra de Lemnos.
Helios, que mantenía la vigilancia le dio la noticia.
Encaminándose a su casa con corazón triste,
se detuvo en el umbral y, poseído de una rabia salvaje,
voceó de un modo tan horrible que lo oyeron todos los dioses:
"Padre Zeus, dioses que vivís felices por siempre,
llegaos para contemplar cosas risibles y vergonzosas:
cómo Afrodita, la hija de Zeus, me deshonra continuamente
porque soy cojo y se entrega amorosamente al pernicioso Ares,
porque él es hermoso y con los dos pies sanos,
mientras que yo estoy lisiado. Mas de ello ninguno es responsable,
sino mis dos padres: ¡no me deberían haber engendrado!
Pero mirad, se han metido en mi propia cama y allí duermen
amorosamente unidos, ¡me angustio de dolor al contemplarlos!,
nunca esperé, ni por un instante, que iban a dormir así
por mucho que se amaran…"


Un lastimero rumor se levantó entre la concurrencia. El lamento de Hefesto había conmovido a la femenina compañía que se abalanzaban las unas junto a las otras, e incluso había quien, no disponiendo de pareja, hasta ocultaba su rostro entre las manos. Entonces el maestro cantor cambió la tonalidad de su acompañamiento, provocando en el auditorio un breve respingo.

- "¡Pero no van a desear ambos seguir durmiendo,
que los sujetará mi trampa y las ligadura…!
hasta que mi padre me devuelva todos los regalos de esponsales,
cuanto le entregué por la muchacha de cara de perra.
Porque su hija será bella, pero incapaz de contener sus deseos"

-¡Eso es! ¡Muy bien! ¡que pague! …todos los hombres son unos cerdos - …gritaban las mujeres y algunos hacían por apaciguarles… ¡pero Procne, corderito, que no es más que una leyenda!…También Demódoco atemperó la lira y recompuso su voz en un tono más templado.

- Así habló, y los dioses se congregaron
junto a la morada de piso de bronce. Compareció Poseidón,
el que ciñe la tierra; llegó el benéfico Hermes;
llegó así mismo el soberano que dispara desde lejos, Apolo.
Pero las diosas, se quedaron por pudor cada una en su casa.
Se apostaron los dioses, dadores de bienes, junto a los pórticos;
y una risa inextinguible se alzó entre los bienaventurados
al ver las artes del ingenioso Hefesto.

La risa se contagió a todos, como si fuesen los mismos dioses convocados ante el umbral del palacio y pudiesen ver los denodados esfuerzos por desatarse o por ocultarse a las rijosas miradas. En ese tono festivo, continuó el aedo.

- Y al verlo decía uno al que tenía más cerca:
"No prosperan las malas acciones; el lento alcanza al veloz.
Así, ahora, Hefesto, cojo como es y lento, ha cogido con sus artes
a Ares, el más veloz de los dioses que ocupan el Olimpo,
quien tendrá que pagarle la multa por adulterio

a Ares, el más veloz de los dioses que ocupan el Olimpo,
quien tendrá que pagarle la multa por adulterio."
Así decían unos a otros. Y el soberano, hijo de Zeus, Apolo,
se dirigió a Hermes:
"¿te gustaría dormir en la cama junto a la dorada Afrodita
sujeto por fuertes ligaduras?" Y le contestó el mensajero arguifonte:
"¡Ojalá sucediera como has dicho, soberano, Apolo, que hieres a distancia!
¡Que me sujetaran interminables ligaduras, tres veces más que esas,
y que vosotros me mirarais, los dioses y todas las diosas!"
Así dijo y alzóse de nuevo la risa entre los inmortales dioses.


Más risas y aplausos y codazos y gente brindando por la ocurrencia del mañero Hermes. ¿Pero a dónde conduciría todo esto? ¿Podría este buen humor dejar sin castigo la extralimitación del dios guerrero? ¿Dejarían de lado al engañado esposo? Pero el ínclito cojo los tenía atrapados. Su arte y su astucia ameritaban un tributo. Con sumo tacto fue Demódoco llegando al final del canto…

- Pero Poseidón no reía, sino que no dejaba de rogar a Hefesto,
al insigne artesano, que pusiera en libertad a Ares.
Y hablándole, le dirigió esas aladas palabras:
"Suéltalo y te prometo, como ordenas, que te pagaré todo
lo que es justo entre los inmortales dioses."

Y le contestó el insigne cojo de ambos pies:
"No, Poseidón, que conduces tu carro por la tierra,
no me ordenes eso; sin valor son las fianzas
que se toman de gente sin valía: ¿Cómo iba yo a requerirte
entre los inmortales dioses si Ares se escapa
evitando la deuda y las ligaduras?"
Y le respondió Poseidón,
el que sacude la tierra: "Hefesto, si Ares se escapa huyendo
sin pagar la deuda, yo mismo te la pagaré."

A lo que le contestó el muy insigne cojo de ambos pies:
"No es posible, ni está bien negarme a tu palabra."

Así hablando los liberó de las ligaduras, aunque eran muy fuertes,
se levantaron enseguida: él marchó a Tracia y ella se llegó a Chipre,
Afrodita, la que ama la risa. Allí la lavaron las Gracias
y la ungieron con aceite inmortales que aumentan
el esplendor de los dioses que viven siempre y la vistieron
con lindos vestidos, que dejaba admirado a quien los contemplaba...


Así concluyó el cantó el insigne aedo, que sonreía de gozo al recibir el homenaje del auditorio, y no dejaron de celebrarlo hasta que les llegó el momento de retirarse cada uno para irse a descansar, pues era mucho el trabajo que quedaba por hacer.

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