jueves, 8 de febrero de 2007

Capítulo Tercero




Desde la colina donde nos habíamos detenido se podía divisar la casi totalidad de la muralla, que tendría unos doce codos de altura y estaba asentada sobre cimientos de grandes rocas magistralmente encastradas. Sobre ellas se alzaba una franja de mampostería, rematada por pilastras de adobe rojizo, casi negro, debido a la calidad de las tierras del lugar. En la vertiente sur, las murallas, girando hacia poniente, se extendían hasta la quebrada de la torrentera, cerrándose con una torre que los hábiles constructores habían edificado al borde mismo. La parte oriental se elevaba desde una poterna que daba al camino y, serpenteando sobre los declives naturales del terreno, llegaba hasta ser rematada por otra torre, idéntica a la anterior. A sus pies la corriente rugía con el reciente deshielo, mostrando la fuerza que, estación tras estación, había desnudado la roca sobre la que se asentaba la legendaria residencia del señor de las tierras de Magnesia.

Cuanto más nos aproximábamos a la ciudadela los preparativos bélicos se hacían más y más evidentes. Por doquier se levantaban albarradas tras las que parapetarse en caso de necesidad; se acarreaban reses de curvas cornamentas al interior y se cegaba el pozo extramuros con ramajes de acebo. A todas luces se veía que Tántalo era una ciudadela sitiada. Los rostros con los que nos cruzábamos no nos miraban con amabilidad y los guardianes de las dobles puertas, plantados bajo la sombra de dos grifos rampantes, nos detuvieron con rudeza.

Cruzamos las elevadas puertas de madera de cedro, cuyas hojas, tachonadas de placas de bronce, brillaban a la luz de la tarde. El camino desde allí se nos hizo doblemente pesado; primero porque la pendiente no se acababa una vez atravesado el amplio umbral, sino que continuaba flanqueado por dos muros de media altura sobre el que se levantaban sendos parapetos, de forma que si el eventual enemigo lograba romper la defensa de las puertas, se tendría que enfrentar a un mortífero callejón. Pero es que, además, una vez vencido el desnivel, uno creería estar en el ágora de Esmirna en día de mercado donde la muchedumbre se afanaba de un lado a otro, entre tropiezos e improperios.

Viendo como estaban las cosas, me arrimé a la pared para proteger a mi maestro y, elevando el callado, fui abriéndome paso entre cabras, pollinos y jamelgos; gallinas, vecinos y tablones; carretillas, aguadores y chiquillos, hasta traspasar el primer frente de casas y subir hasta la segunda cuesta que lo dividía. El terreno parecía estar en buen estado, a pesar del barro, los desperdicios y escombros que se acumulaban ante las casas más recientes. Si no fuera por lo que habíamos presenciado fuera de los lindes del poblado se podría pensar que la viviendas se habían acabado de construir hacía bien poco y que estaban rematando los últimos detalles, antes de que los operarios reuniesen los aperos para continuar en la siguiente edificación.

Finalmente, llegamos al ágora que comprendía una extensa terraza natural formada por la roca viva que había irrumpido en la superficie, oscura y rugosa como la costra de una herida, sobre cuyo frente se destacaba, como había indicado el Pentarca, el templo, con su alargado pórtico abierto sobre el altozano y el edificio de la hostería, más bajo y cuadrado, haciendo esquina con la calle que daba al siguiente tramo de construcciones; el último antes de elevarse en una pronunciada sucesión de casas y huertos hasta la muralla que guardaba la formidable acrópolis.

Al contrario de la mayoría de las hosterías que había conocido a los largo de los viajes, la Casa de Sémele, pues así nos dijeron con posterioridad que se hacía llamar, parecía formar parte del templo, ya que se comunicaban a través de un pequeño atrio del que también partía una escalera hacia las estancias de la elevada planta.

Como tal vez sepáis, si la memoria no habéis perdido, todo lo referido al culto de la Diosa estaba regentado por mujeres pues, entre los antiguos habitantes pelasgos y hermones, ella era la que detentaba los antiguos derecho de propiedad sobre los recursos de cada linaje. Por ello, cuando nos adentramos en el local y nos hallamos ante la despensera que respondía al grácil apelativo de Ismena, tuve yo que capear su torva mirada que, como el perro de Hades, nos escrutaba mientras le dirigía la palabra, pues los homéridas guardaban algunas prevenciones a la hora de tratar directamente con mujeres implicadas en la administración de ciertos cultos.

Aquella noche, en cuanto descendimos por la escalera al amplio patio central, atestado de mesas, comprendí que sería una noche distinta a las demás. Aunque Demódoco no podía ver los rostros, con seguridad que podía percibir la atmósfera de su futuro auditorio, aunque la algarabía que montaba, parecía encontrarse lejos de poder atender a su arte.

Las gentes se movían a nuestro alrededor como polillas a la luz del candil, voceando de un extremo al otro y haciendo surgir, por encima de las conversaciones, las inconfundibles bromas que delataban el tipo de asuntos que mantenía tanto trasiego entre el patio y el acceso al piso superior.

Después de echado fuera el deseo de comer y beber, mi maestro dejó la lira a mi cargo haciendo ademanes perentorios para que subiese al estrado, indicándome que él quedaría sentado al borde, apoyado en su rabdos, dispuesto a batirse con quien se atreviera a acercarse a mí con aviesas intenciones. Así pues, imaginándome a Demódoco blandiendo su bastón en molinillo, rompiendo las jarras y derribando las velas de sebo de las mesas, con una sonrisa en el rostro, subí al minúsculo estrado.

Con las primeras notas, algunos ocupantes de las mesas más cercanas se volvieron, pero era tal el vocerío que la música apenas se distinguía. Ajeno a lo que ocurría alrededor decidí interpretar enérgicamente un aire de danza que comenzó a ser acompañado por los más próximos con repiques y palmas. Poco a poco, como un contagio, la música fue conquistando las voluntades de la mayor parte de los asistentes, despertando en sus entrañas el recuerdo de alguna otra ocasión, enterrada en la memoria. Entonces la diosa acudió a nuestra llamada y ocurrió el portento.

Una joven, cual yegua encelada que agitase violentamente las crines, echó su mata de rojizo pelo repentinamente hacia atrás y, describiendo un amplio arco, inició unos pasos de baile que fueron celebrados por la concurrencia con alborozo. Los grandes ojos de profunda mirada evocaban en mí los rasgos de las hijas de Minos, el legendario rey de la isla de Creta, famosa por traer al mundo hombres de ingenio emprendedor y fogosas mujeres. La muchacha era en verdad llamativa, no sólo por el color de su cabellera o por sus blancos senos, realzados por el corpiño cretenses, o por la falda avolantada de vivos colores, sino porque al bailar desprendía ese magnetismo ¿sería la Kharis de la que me habló el maestro durante el paso del Pelión?

Talia -como descubrí más tarde que se hacía llamar la espontánea danzante-, compuso una sucesión de acompasados y breves saltos, impulsados por el cadencioso movimiento de sus largos brazos. Uno de los rítmicos acentos de la melodía le dio ocasión para describir un amplio giro que finalizó con una genuflexión frente al estrado. El cabello había cubierto, como una cascada, su cuerpo y hasta mí ascendió la almibarada fragancia del almizcle y del jazmín.

Lentamente, mientras pude interpretar su leve balanceó con una reiteración lenta de trinos graves, la bailarina se fue irguiendo hasta alzar los brazos, tras lo que, con una leve elevación de la rodilla, pareció indicarme que estaba dispuesta para seguirme de nuevo en el embriagador juego.

En ese instante me sentí inundado de una melodía que las mujeres de mi tierra bailaban con ocasión de las fiestas de Adonai, el señor de los perfumes, con un corro de encanto y frenesí. Así que, inicié unos acordes para mostrarle la melodía y darle tiempo de acompasar la cadencia de su cuerpo al nuevo ritmo, tras lo que acometí con pulso diestro y templado el complejo entramado de una febril danza.

A esas alturas, la gente había vuelto sus rostros al corro central del patio. Algunos, más alejados, se alzaban sobre los bancos para ver mejor e incluso había algunas parejas que, aplazando sus placenteros tratos, se acodaban al barandal del piso superior para asistir al acontecimiento. La mayoría acompañaba con entusiasmo y palmas los pasos y requiebros del baile, que se aceleró vertiginosamente hasta concluir en un extasiado e interminable remolino. Entonces el público prorrumpió en atronadoras muestras de júbilo y alegría. Mientras, Talia, reclinada sobre los brazos extendidos, levemente cruzados sobre las muñecas y vueltas éstas hacia el cielo y a medias cubiertas por su rojiza, espesa y larga cabellera, jadeaba, recuperando el resuello.

Tras el baile, se hizo al instante un lánguido silencio, como si la noche y el fuego que chispeaba alzando sus lenguas candentes, respirasen con idéntico pulso. Entonces la muchacha, con igual parsimonia, se irguió y, sonriendo, extendió delicadamente ambas manos al reconocimiento que la brindaban.

Me dirigía yo a templar de nuevo las cinco doble cuerdas, cuando la hermosa joven se giró hacia donde yo me encontraba y me miró fijamente de solasyo, primero con aparente asombro, aunque tan sólo un instante, para al cabo dejar pendiendo de su mirada una expresión retadora en la que creí reconocer la intensa emoción que la había arrebatado.

¡Que queréis que os diga!, ingenuo como era entonces, únicamente supe sonreír a mi vez, en parte por atenuar la confusión que me atenazó en aquel momento, en parte para corresponderla. Luego, cuando me rehice del vértigo, me levanté de la silla y ejecuté, lo mejor que pude, una sincera reverencia.

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