lunes, 5 de febrero de 2007

Capítulo Segundo



Nada de esto ya me sorprendía; en los años transcurridos en compañía de mi venerado maestro había gustado en suficientes ocasiones de sus silencios y medias palabras; así que, cuando sentí que me apremiaba con un breve empellón, comencé a descender por el sendero que, como una clara cenefa, adornaba las estribaciones del Pelión.

Primero dejamos atrás los ralos macizos de brezo y las desnudas rocas, apenas festonadas de líquenes y musgos. Al poco, la desnudez del paso se pobló Inadvertidamente de húmedos helechos que nos acompañaron por oscuros bosques de abetos y alerces, a los que siguieron umbrosas vertientes de robles y hayas.

Al iniciar el descenso, la bahía me había parecido luminosa y cercana mas, al acercarse la tarde, llevábamos toda la jornada por entre breves navas y collados, en una interminable sucesión de estrechos valles.

- ¡Como poco tendremos para otro día más de subir y bajar por estas breñas! –exclamé, sólo por oír el sonido de una voz y, ya lanzado, añadí… – Pero, ¡Decidme, maestro! ¿Es tan bella la ciudad de Yolcos como la bahía de Pagasa? ¿Por que vamos a esa ciudad? ¿Qué nos aguarda en ella?
- ¡Para, niño, para! –me interrumpió con tono paciente – Todo a su tiempo… aunque, bien pensado, ¡tienes razón!… la jornada se alarga demasiado y necesitas algo en lo que ocuparte. No estará de más que te vaya contando los hechos que los antiguos aedos cantaron sobre los fundadores de esa ciudad. Así, por lo menos, dejarás de alargarme la zancada y llevarme con la lengua fuera. ¡Veamos!… tú harás de auditorio, muchacho, ¿qué tienes que preguntarme?
–y como yo callara, añadió– ¿Por dónde comienzan las cosas, Femio?…

-Por el principio –le dije desorientado y añadí con un titubeo –… ¿Cuál fue el origen de Yolcos?…
- En el caso de una ciudad, su origen se refiere a su fundación ¿entiendes? Pues bien –continuó, concentrándose:
- Yolcos fue fundada por Creteo del linaje de los eólidas, tras imponerse sobre la tribu de los hermones. Como toda ciudad, en sus comienzos no fue más allá de un villorrio, pero su importancia fue acrecentándose al controlar el vecino puerto de Pagasa por el que salían los productos de la planicie de Larissa y entraban las manufacturas de oriente.
- ¿Cuáles eran esos productos, me preguntas? –añadió, acto seguido, para darme la pauta que habría de seguir. Así era mi maestro, no dejaba pasar un instante sin enseñarme alguna cosa – …¡Pues eran criadores de rápidos caballos, curtidores de fabulosas de pieles y dueños de minas de cobre y oro!.
- Ya veo, una ciudad rica y afortunada. Pero, no veo que hubo de extraordinario en su origen –le comenté.
- Muy al contrario de lo que la mayoría cree, la concordia no viene del brazo de la riqueza y pronto la desgracia se cebó sobre la casa de Creteo, pues, conforme a la tradición, Creteo se desposó con su sobrina, Tiro, quien ya había concebido dos hijos durante su estancia en el templo de la Diosa, a pesar de lo cual, Creteo les adoptó. Y ello fue el principio de su infortunio.
- No entiendo. ¿Tuvo hijos en un templo? ¿Quién fue el padre? –Demódoco sonreía como siempre que comprobaba que una historia me iba capturando poco a poco, tanto, que ya ni hacía mención de la aspereza del camino.
- Debería decirte que forma parte del misterio de la Diosa, pero mucho me temo que en realidad responde a las necesidades y temores de nosotros, los mortales. ¡Bueno…! –añadió cuando se apercibió que se metía en un huerto de múltiples camino al que no debía haber accedido –. El hecho es que las jóvenes del culto de la Diosa, sirven en su templo un tiempo antes de que se puedan concertar sus esponsales. Alguna noche son visitadas por deidades y, a menudo, nacen niños. Según lo establecido, el progenitor solía ser reconocido por las señales que la joven recibía en sus sueños. Tiro soñó que el río Enipeo la visitaba y la cubría con una inmensa ola coronada de espuma.
- Y ¿qué fue de sus hijos?
- Siguiendo el deseo de Sideros, la sacerdotisa de aquel templo y nueva esposa del rey, fueron abandonados en el monte para que los dioses decidieran su destino.
- Y allí, alguien los encontró ¿no?, como en otros cuentos –Quise saber, entusiasmado –. ¿Quiénes fueron esta vez? ¿cazadores, pastores o tal vez alguna fiera?
- Los encontraron unos criadores de caballos que regresaban a casa de su señor después de comprar en Tesalia varias yeguas y un semental. ¿A que no sabes de qué casa eran?
- De la casa de Salmoneo eólida, padre de Tiro…
- ¡Acertaste!.…Mas, un día de feria, Sideros, la madrastra de Tiro, los reconoció en el cercado de los caballos. Dos muchachos gemelos, rubios y de distinguido porte no pasaban desapercibidos en una villa como Salmonia. El uno llevaba una marca en forma de luna sobre su frente; le conocían por el nombre de Pelias, mientras que al otro, de gran estatura y mirada torva, le llamaban Neleo.
- ¿Por qué los llamaste “gemelos”? –pregunté ignorante de su significado.
- Los dos habían nacido en el mismo parto, por lo que ninguno era mayor que el otro y, si no fuera por esas señas, tampoco se diferenciarían, porque los dos eran iguales como dos gotas de rocío.
- Y eso ¿es de buen agüero? –dije extrañado.
- Para Sideros no eran más que una fuente de problemas porque, si el rey terminaba por enterarse y los adoptaba, temía que pudieran ser preferidos a sus propios hijos, caso de que los concibiese. Pero si los dioses no tenían a bien concederles un varón ¿quién heredaría si llegase el momento? Pues eran igualmente primogénitos.
- Y qué tramó esa malvada sacerdotisa –pregunté preocupado.
- Poco podía hacer, toda vez que los dioses les habían protegido. Temía que, al ser idénticos, serían como los hijos de Leda, seres fabulosos con extraños poderes. Así que se sintió feliz cuando el rey se convenció de que lo adecuado era enviarlos con su madre de vuelta a Yolcos, bajo la tutela de su cuñado Creteo.
- Y allí fue distinto ¿o no?
- Creteo, que era mayor y no tenía muchas esperanzas de engendrar hijos propios, los recibió satisfecho y les adoptó. Pero, muy al contrario de sus primeras intenciones, a medida que le iban naciendo en Palacio un vástago tras otro, les fue postergando. Además, las gentes les miraban con temor y murmuraban que la casa de Creteo había sido castigada por la diosa con la imposibilidad de transmitir su patrimonio. Así que crecieron lejos de las gentes del palacio, libres y fieros; hasta que, al llegar la edad, los continuos rumores y desprecios picaron su orgullo y su curiosidad, lo que hizo que terminasen por enterarse de su condición y que decidieran desquitarse…
- …¡Ya! Me toca preguntar qué hicieron. –dije, un poco cansado del juego.
- No lo digo por capricho, Femio –Me animó Demódoco –, cuando seas un aedo tendrás que dar satisfacción a estas y muchas otras preguntas, por lo que deberás memorizar interrupciones y comienzos a fin de que el canto mantenga hilazón y sentido.
- Disculpad, maestro, no sabía…–y bajé la cabeza en signo de vergüenza. Demódoco, que sintió mi movimiento, me puso su mano sobre el pelo y me dio un ligero capón, no se si como disculpa o correctivo, tras lo que continuó con el relato.
- Primero, marcharon contra la sacerdotisa de la diosa y madrastra de Tiro, Sideros, a la que culparon de su destino; la persiguieron hasta el templo, degollándola mientras se sujetaba a los cuernos sagrados del altar de la diosa. Luego, de vuelta a Yolcos, se hicieron con el poder, amedrentando a su padre Creteo y encerrando a sus hermano; tras lo cual, hicieron la guerra a los hermones hasta expulsarlos de toda la costa.
A la muerte del anciano Creteo, Pelias y su hermano Neleo compartieron el poder hasta que terminaron por pelearse. Pelias desterró a su hermano Neleo, quien marchó con un grupo de aqueos, ftiotas y eolios a Mesenia, donde arrebató Pilos a los léleges para dejarla en herencia a su estirpe, de trágico fin. Pelias, por su parte, se quedó en Yolcos hasta que le expulsó del Trono, su sobrino Jasón.
- Pues la gente tuvo razón, la herencia no fue muy ordenada que digamos.
- Pero ahí no terminaron los problemas para la casa de los eólidas, muchacho. Los dioses enredaron los hilos del destino hasta tejer un lienzo de penalidades y aventuras en las que se pueden encontrar oráculos, viajes a tierras desconocidas en pos de un vellón dorado, la primera nave jamás construida, magas y dragones. ¿Quieres que continúe?
- ¿Tiene peces el mar? –le contesté como me enseñaron los chicos del puerto, allá en Esmirna, cuando les preguntaba si querían ir a nadar.
- Primero deberíamos buscar donde pasar la noche –advirtió el aedo–, pues yo no me encuentro con fuerzas para hacer este camino en una sola jornada.
- Maestro, si sabéis de algún poblado – contestó Femio–, y aunque fuese alguna granja, indicadme el camino o dadme una orientación, porque no sería difícil que me perdiera en estos parajes.
- Querido muchacho, aunque alguna otra vez hice este camino, sólo puedo darte las más elementales indicaciones, la primera de las cuales es tan sencilla como lo siguiente. Primero, camina siempre con el sol de frente dejando el Pelión a la altura de tu hombro derecho; segundo, cuando no puedas ver al divino sol o la espesura no te permita divisar el Pelión, entonces busca en los árboles más grandes, en las hayas por ejemplo, la cara por la que más musgo crece, así encontrarás la dirección de donde procede el viento que llaman Bóreas; camina como si te tuviese que soplar en tu oreja derecha, así estarás seguro de que tus pies se dirigen hacia donde el sol se oculta.

Así prosiguió Demódoco mientras triscábamos en medio de la foresta, extrayendo de su memoria los indicios que le hablaban de la ruta, hasta que llegamos a una amplia vega en la que el anciano creyó reconocer la corriente del río Anuro. A partir de ahí, ascendimos a lo largo de su ribera, bordeada de alisos y fértiles prados.

La ruta se me hizo menos penosa, incluso apacible; sin embargo, en algunos trechos del camino había sentido que alguien, bien distinto del huidizo corzo o del vocinglero jabalí, nos acechaba. También el anciano a veces se había sentido inquieto, como el lebrel de caza que, en medio de la senda, se detiene alertado por su agudo oído, husmeando el aire. Sin embargo, nada llegamos a descubrir y nada comentamos, sino que reanudamos el camino hasta que, al entrar en un gran clareado, nos sorprendieron los restos humeantes de una alquería, con la casa de paredes de adobe y techo de retama. Los almiares habían sido incendiados y la reala de perros muertos colgados de las ramas bajas de los árboles cercanos.

- Será mejor, a partir de ahora, bordear los claros que nos encontremos, de otra forma, si andamos por campo abierto, podríamos quedar expuestos… – Advirtió Demódoco una vez que le hube descrito los destrozos.

A partir de entonces, no hubo más relatos. El miedo me recorría de abajo a arriba la espalda a cada apretón de su mano. Temí que nos viéramos obligados a pasar la noche a la intemperie o en alguna construcción abandonada. Sin embargo, caía ya el sol cuando divisamos, recortándose contra la luz del poniente, una magnífica ciudadela asentada sobre un extenso cueto. Por su cara norte daba a una profunda quebrada, mientras que por la vertiente contraria se enroscaba tras las murallas en un conjunto de escalonadas edificaciones que ofrecían al visitante el aspecto de una gran caracola apoyada sobre su base. Tal lugar, cuyos primeros moradores se remontaban a los tiempos de los primeros Pelasgos, era conocido como el Pináculo de Tántalo.

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