jueves, 1 de febrero de 2007

El Ciego De Esmirna


Para Agustín, Inés y Jara
por tantas aventuras compartidas.







S
obre los últimos días de mi maestro, queréis saber. Y no es de extrañar, pues ya vuelan por estas tierras, como el ave que migra cada invierno, relatos sobre su vida y su misterioso final.

…¡Está bien! ¡como habría de negarme! Pesan por igual en mi, el interés de esta ilustre audiencia y la estima en que tengo a los señores del Templo, en esta ocasión en la que honráis mis canas con el inmerecido laurel.

Un relato haré, pero será sin duda un relato extraño. No vendrá de la mano del canto, aunque en él cantos habrá, como no podría ser de otro modo. Será, al modo de los cuentos que junto al fuego del mégaron narran los ancianos, un relato de las pasadas hazañas y aventuras. Pues de eso se trata: de un anciano al que brindáis ocasión para rejuvenecer con aquella aventura que compartió con su añorado Demódoco, cuando era un muchacho al que apenas le apuntaba el befo y caminaba al paso que marcaba el rapdós de su querido maestro, el venerable ciego de Esmirna.

Ya veis, como me alcanza la melancolía al traer a la memoria los caminos de la vida que ya anduve ¡Cómo olvidarlos!… y una cosa os puedo asegurar, en ningún otro tiempo, como en aquella ocasión, estuve tan cerca de vivir una gesta como la que relatan los venerables aedos.

¡Bien!… Acercaos a la lumbre, devolved a la vida al niño que fuisteis y que las palabras dibujen en vuestra mente, como las manos del pintor en los muros de esta sala, las escenas que a continuación se siguen y, sobre todo, atesorad paciencia y deseo, pues si todo transcurre como creo, más de un amanecer puede que vean nuestro ojos.

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