viernes, 2 de febrero de 2007

Capítulo Primero




Mes de los Alisos del año de la XIX Olimpiada
Abril del Año 700 antes de nuestra era




Hacía tres días que habíamos partido del puerto de Esmirna y todavía no habíamos cubierto más de un tercio de nuestro viaje. A cada revuelta del camino el calor se hacía más y más intenso, endureciendo nuestro empeño por coronar la cordillera que recorre de norte a sur la península de Magnesia como la raspa de una platija divide su aplanado cuerpo.
Demódoco, mi maestro, pese a que era de recia constitución, acusaba el esfuerzo de la ascensión, sofocado por el manto de viaje de gruesa lana que se había echado sobre los hombros al ponernos en marcha con el clarear del día. El sudor perlaba su corta barba y la despejada frente que cubría con los rizos de su escaso cabello, también cano, ceñido por la cinta bermeja ribeteada de oro, divisa de los homéridas; una antiquísima hermandad de aedos, adivinos y consejeros versados en la sabiduría de los antiguos pueblos que cruzaron, en uno y otro sentido, el Helesponto.
En cuanto a mí, no lo creeréis, pero tan sólo tres veces cinco fueron las estaciones en las que los alisos engalanaron con su fronda las riberas del Hermón desde el día en que mis padres me dieron el nombre de Femio ante los demás miembros de la fratría. Tal es mi nombre y desde entonces no tuve otro; ni cuando me tomó como discípulo mi admirado aedo, ni después de mi reciente iniciación.
Aquel día llegó a la ciudad costera de Esmirna, en la frontera entre las colonias eolias y la ciudad jónica de Focea, un familiar venido de la vecina Sardes. Temimos que algún infortunio hubiera ocurrido allá, en la casa de mis mayores, pero lo que venía a comunicarme era que había llegado el momento de incorporarme al grupo de los nuevos kouroi o jóvenes a los que había llegado el día de incorporarse al grupo de los adultos.
Mi maestro, aún más sorprendido que yo por el inadvertido paso del tiempo, me concedió su venia para viajar a las tierra de mi linaje, allá lejos, en los valles fluviales del río Hermo. Y Una vez allí, en la fecha en la que Hiperión renueva su ciclo y acrecienta, día a día, su dominio, fui llevado junto con otros muchachos a la casa del consejo, a la presencia de los Curetes, sirvientes de la Gran Diosa, quienes nos educarían en los valores de la tribu. A partir de aquel instante dieron comienzo para mí los ritos que, a lo largo de tres veces los nueve días sagrados, me iniciarían en el camino de los Kouroi.
Como ya dije, tras la iniciación no me concedieron otro nombre; me vistieron, eso sí, con un khyton albo, propio de mi edad y condición, e indujeron en nosotros el deseo de adornarlo pronto con un ribete encarnado, prueba de gran valía; algo que sentía realmente lejos de mis po¬sibilidades pues, con el tipo de vida que había elegido, no tenía ninguna esperanza de culminar con gesta alguna mi iniciación y acceder al distinguido grupo de los Dáctilos; la exclusiva hermandad de los cinco héroes legendarios que, cuando se renuevan los es¬quemas estelares cada Gran Año, son conmemorados con un gran festejo en el que se les corona con blancas flores de espino y se les venera como portadores de la concordia y la abundancia.
Tal era mi oculta pesadumbre que trataba de desechar, sin resentimiento ni contrariedad, ¡como una vana aspiración! ya que, sobre todas las cosas, prefería sentir sobre mi hombre el liviano peso de mi maestro.
Como ya dije, se acercaba el mediodía y el divino Hiperión sacaba destellos del em¬pinado sendero que nos conducía por la ruta oriental hasta el puerto de Yolcos. Caminábamos despacio. Mi maestro, tanteando con su rabdos de sauce la faz del terreno, mientras se balanceaba, asido con tiento a la altura de mi hombro, por acompasarse a mi propio esfuerzo. Yo, por mi lado, me mantenía atento al camino y al inminente reto que suponía trasponer el paso de las montañas para arribar al amplio mirador que daba so¬bre la bahía de Pagasa.
- ¡Dioses inmortales!…–Exclamé.
- Podría decirse de muchas otras formas –comentó risueño mi maestro –, pero nunca de modo más breve. ¡Ea! ¡Dime qué ven tus ojos Femio que de tal modo responde tu ánimo!
- Maestro, me es difícil explicarlo –dije azorado –… aunque con vos he aprendido las más diversas voces con las que los antiguos han llamado a cada cosas, no me siento seguro para describir por mí mismo la escena que se despliega ante mis ojos.
- Razón no te falta, querido Femio, pero pon atención, – y, mientras me exhortaba, elevó el rabdos abarcando todo cuanto nos rodeaba – Conocer a la naturaleza no es muy distinto de apreciar las diversas cualidades humanas. Habremos de observarla como una magnífica divinidad a la que podemos reconocer por su porte y carácter. Al igual que a nosotros, las experiencias del día modelan su rostro hasta donde se asoman las emociones para darles expresión. Basta, pues, con lo aprendido en nuestro trato mutuo con las gentes para poder representarla. ¡Adelante! – me animó –, convoca las imágenes que tu breve experiencia te sugiera pero, sobre todo, aquellas que me permitan imaginarme junto a ti contemplando este majestuoso escenario.
- Señor,– contesté con tiento –… parecería que la nevada cumbre del Pelión se hubiera destacado a la cabeza de un ejército de umbrosos montes, valles, prados y dulces lomas para tender su cerco sobre la más hermosa bahía que haya contemplado jamás.
- No está mal, querido Femio – aprobó mi maestro–. Por tus palabras me figuro un elevado monte de blanca cima que se impone, magnífico, entre la espesura de los bosques y el verdor de las dehesas, sobre la luminosa bahía. Pero, a mi parecer, tu mejor recurso ha sido el modo en que has representado el contraste entre los montes y la costa; como si aquellos abordasen, tiernamente, a una desconocida belleza que yaciera junto a su blanco lecho de arena.
Como has podido comprobar –continuaba mi maestro que no desaprovechaba ninguna ocasión para educarme –, los distintos aspectos de la vida humana son de inestimable ayuda para representarnos los múltiples modos en los que puede mostrársenos la naturaleza. Algo que también es válido, como tendrás ocasión de comprobar algún día, si se sigue el camino inverso…Pero, dime ahora ¿Cuán hermosa es la bahía de Pagasa, la casa de la diosa Tetis?
- Señor, – contesté con voz ensoñadora – cuando la contemplo el espíritu se me ensancha, como si quisiera escaparse tras ella…
- Eso que ahora en ti descubres, Femio, –interrumpió el venerable aedo, ajeno a mí –, es el efecto de la Kharis. El cautivador atractivo, el donaire que en ocasiones imprime a las cosas la voluntad divina. Es uno de los más destacados signos de la divina Tetis.
- Desde luego, es digna de una diosa –proseguí – En ella el amplio mar presenta tantos colores… desde el intenso cárdeno de las profundidades que vislumbro apenas en la alejada bocana; hasta el color de la piedra turquesa que se trasluce, como las cristalinas pomas egipcias, cerca de sus orillas. Parece como si el Ponto fuese perdiendo su terrible rostro y se tornase, conforme se aproxima a la costa, en el más amable, luminoso y bello rostro, al que coronase una guirnalda de blanquísima arena.
- ¡Yo no sabría haberla descrito mejor, a tu edad…! – Aprobó – Pero, si mis sentidos no me engañan, algo ocurre en tu encantador valle, pues el aire no sólo nos trae noticias de la fronda circundante, ni del anchuroso mar.
- A veces parece que vierais, maestro. En efecto, columnas de humo se elevaban a los cielos desde las faldas del Pelión, a nuestra diestra, ¡y aun no es tiempo de lim¬piar las dehesas y quemar los rastrojos!.
- ¡Esperemos no llegar demasiado tarde…! –me dijo entonces con misterioso tono.

¿Tarde? ¿qué quería decir? ¿qué o quiénes nos aguardaban?. Quise preguntar, pero mi maestro cubrió su rostro con la más muda indiferencia y nada añadió, así que, como aún nos quedaba más de una jornada de viaje, iniciamos el descenso, algo agradable y distinto de la penosa ascensión de estos dos últimos días. Como solía decir mi maestro “Sea lo que sea lo que encontremos, lo habremos de aceptar, pues la voluntad de alguna divinidad lo habrá puesto en el camino”.

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